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Respira hondo

Prácticamente todas las reses tienen un mismo final: el viaje al matadero. El ganado que se cría para obtener carne de ternera está aún en la adolescencia cuando llega a su destino. Mientras que los primeros rancheros norteamericanos mantenían las reses durante cuatro o cinco años, hoy en día se les sacrifica[477] entre los doce y los catorce meses de vida. Aunque no podríamos estar más familiarizados con el producto final de este viaje (está en nuestras casas y en nuestras bocas, en las bocas de nuestros hijos…), para la mayoría de nosotros el viaje en sí es algo invisible y desconocido.

El ganado parece vivir ese viaje como una serie de diferentes momentos de estrés: los expertos han identificado reacciones hormonales distintas frente al manejo, al transporte y al momento de la matanza propiamente dicho. Si la nave de matanza[479] funciona de manera óptima, los niveles hormonales indican que el estrés inicial del manejo de las reses puede ser mayor que el que se produce durante el transporte o el sacrificio.

Aunque el dolor agudo[481] es bastante fácil de reconocer, lo que para los animales es una buena vida no resulta tan obvio hasta que conoces a la especie en cuestión: al rebaño, al animal en sí. La matanza puede resultar lo más feo a ojos de los urbanitas actuales, pero si te pones en la piel de la vaca, no resulta difícil imaginar que, tras una vida rodeada de sus congéneres, la interacción con criaturas extrañas, ruidosas, erguidas y que les infligen dolor puede ser más aterradora que el controlado momento de la muerte.

Cuando deambulé entre el ganado de Bill, comprendí más aún el porqué de todo eso. Si me mantenía a una prudente distancia de las reses mientras estas pastaban, ellas ni parecían darse cuenta de mi presencia. No es así: las vacas tienen una visión de 360 grados y mantienen una vigilancia constante de su entorno. Conocen a los animales que los rodean[480] , escogen a sus líderes y defienden a su rebaño. En cuanto me acercaba a un animal, aunque sólo fuera a la distancia de un brazo, era como si hubiera cruzado una barrera invisible y la vaca se apresuraba a alejarse. En general, el ganado tiene un agudo instinto de huida, propio de una especie que es presa de otras, y muchos de los procedimientos básicos de su manejo —atarlos, gritarles, retorcerles el rabo, darles descargas eléctricas y golpearlos— aterran a esos animales.

De un modo u otro son introducidos en camiones o trenes. Una vez a bordo, el ganado se enfrenta a un viaje que puede durar cuarenta y ocho horas, durante el cual se le priva de agua y de comida. Como consecuencia de ello, prácticamente todos pierden peso[482] y muchos muestran señales de deshidratación. A menudo se les expone a temperaturas de frío o calor extremo. Cierto número de animales morirá debido a esas condiciones o llegará al matadero demasiado enfermo para ser apto para el consumo humano.

No pude acercarme al interior de un gran matadero. Diría que el único modo de que alguien ajeno a la industria visite el interior de un matadero industrial es infiltrarse, y eso no es un proyecto que requiera medio año de preparación, puede ser una misión que te lleve la vida. De manera que la descripción del matadero que os voy a hacer procede de los relatos de testigos y de las propias estadísticas de la industria. Intentaré que los trabajadores de la nave de matanza expongan la realidad de su tarea con sus propias palabras en la mayor medida posible.

En su best-seller The Omnivorous Dilemma, Michael Pollan[484] sigue la vida de una vaca criada por la industria (la número 534), que él adquirió personalmente. Pollan ofrece un rico y completo relato de la cría de ganado, pero no da demasiados detalles de la matanza: discute los aspectos éticos desde una distancia abstracta, lo que supone un fracaso fundamental en ese viaje, a menudo perspicaz y revelador.

«La matanza —dice Pollan—, fue el único acontecimiento en la vida de la res número 534 que no pude presenciar; ni tan siquiera logré saber nada de él, salvo la fecha más probable. No puedo decir que me sorprendiera: la industria de la carne sabe que cuanta más gente sepa lo que sucede en la nave de matanza, menos carne se va a consumir». Bien dicho.

Pero, prosigue Pollan, «esto no se debe[485] a que las condiciones del matadero sean necesariamente inhumanas, sino porque la mayoría de nosotros prefiere que no le recuerden qué es exactamente la carne o qué hace falta para que la tengamos en el plato». Esto me suena más bien entre la media verdad y la evasiva. Tal como explica Pollan: «Comer carne procedente de granjas industriales[486] implica un acto casi heroico de desconocimiento, o, también, de olvido». Ese heroísmo se necesita precisamente porque uno tiene que olvidar algo más que el mero hecho de la muerte de los animales: uno debe olvidar no sólo que mueren, sino cómo los matan.

Incluso entre los autores que merecen el mayor de los elogios por sacar a la luz los rincones oscuros de las granjas industriales, se da a menudo una leve desautorización del horror real que infligimos. En su provocativa y a menudo brillante crítica a The Omnivore’s Dilemma, B. R. Myers explica esta aceptación intelectual:

La técnica es como sigue[487] : uno debate el otro lado de la cuestión de una manera racional hasta que se ve acorralado. Entonces abandona su argumento y deja el tema, fingiendo que no es que le falte razón sino que ha trascendido al tema. La imposibilidad de conciliar la opinión de uno con la razón se eleva a la categoría de gran misterio, la humilde propensión a vivir con la que uno se coloca por encima de las mentes inferiores y sus certezas baratas.

Existe otra regla en este juego: nunca, absolutamente jamás, enfaticéis que casi todo el tiempo la elección está entre la crueldad y la destrucción ecológica por un lado y dejar de comer animales por otro.

No resulta difícil deducir por qué la industria de la carne no quiere que ni siquiera el carnívoro más entusiasta se acerque a sus mataderos. Incluso en aquellos donde el ganado muere rápidamente, no cuesta mucho deducir que apenas pasará un día en que varios animales (¿decenas, cientos?) no se enfrenten al peor y más terrorífico de los finales. Una industria de la carne que sigue la ética que compartimos la mayoría de nosotros (proporcionar al animal una buena vida y una muerte digna, con poco desperdicio) no es una fantasía, pero no puede entregar la inmensa cantidad de carne barata por cabeza de la que disfrutamos actualmente.

En un matadero típico, el ganado pasa por un pasadizo que da a la zona de aturdimiento, que suele ser un espacio grande y cilíndrico a través del cual asoman la cabeza. El individuo encargado de esa tarea apoya una pistola de perno cautivo entre los ojos de la res. Un tornillo de acero se introduce en el cráneo de la vaca y luego vuelve a la pistola, normalmente dejando al animal inconsciente o muerto. A veces el tornillo sólo atonta al animal, el cual sigue inconsciente o vuelve en sí mientras está siendo «procesado». La efectividad del arma de aturdimiento depende de su manufactura y mantenimiento, y de la habilidad del sujeto que la sostiene: un pequeño defecto en la pistola o el hecho de disparar antes de ejercer suficiente presión puede reducir la fuerza del disparo y dejar a los animales grotescamente señalados pero dolorosamente conscientes.

La efectividad de este paso también se reduce porque algunos directores de planta creen que los animales pueden llegar a estar «demasiado muertos» y, por tanto, dado que sus corazones no bombean, desangrarse demasiado despacio o de manera insuficiente. (Es «importante» para los mataderos que haya un rápido desangramiento por razones de eficacia básica y porque la sangre que queda en la carne fomenta el crecimiento de bacterias y reduce el periodo de conservación de esta). Debido a ello, ciertos mataderos escogen deliberadamente métodos de aturdimiento menos efectivos. El efecto colateral[488] es que un mayor porcentaje de animales requiere múltiples descargas, permanece consciente o vuelve en sí durante la matanza.

Aquí no hay lugar para bromas ni para mirar hacia otro lado. Digamos lo que hay que decir: los animales son desangrados, despellejados y descuartizados estando conscientes. Sucede constantemente y tanto la industria como el gobierno lo saben. Varios mataderos acusados[489] de esas prácticas han argüido en su defensa que se trata de acciones comunes en la industria y, no sin razón, han protestado por la injusticia de verse imputados sólo ellos.

Cuando Temple Gradin realizó una auditoría del sector en 1996, sus estudios revelaron que la gran mayoría[490] de los mataderos de ganado eran incapaces de dejar inconscientes a las reses de manera regular con una sola descarga. El USDA[491], la agencia federal encargada de fomentar las acciones humanitarias en los mataderos, en lugar de reaccionar ante estas cifras reforzando dichas acciones humanitarias, alteró su política y dejó de cuantificar el número de las violaciones de dicho código y eliminó cualquier mención de sacrificio humanitario de la lista de tareas a revisar por los inspectores. La situación ha mejorado desde entonces[492], lo que Grandin atribuye principalmente a las auditorías exigidas por las compañías de comida rápida (que a su vez las exigieron tras convertirse en el punto de mira de los grupos de defensa de los derechos de los animales), pero sigue siendo inquietante. Las últimas estimaciones de Grandin, basadas no sin optimismo en la información recogida por dichas auditorías, previamente anunciadas, todavía indican que uno de cada cuatro mataderos[493] se muestra incapaz de dejar inconscientes a las reses a la primera. No se disponen de estadísticas de los mataderos más pequeños, y los expertos coinciden en que pueden ser bastante peores en su trato al ganado. Nadie está libre de manchas.

Cuando se halla al final de la fila que conduce a la nave de matanza, el ganado no parece intuir lo que se le viene encima, pero si sobreviven a esa primera descarga, está claro que parecen saber que están luchando por su vida. Un trabajador comenta al respecto: «Levantan la cabeza[494]; miran a su alrededor intentando esconderse. Ya les han dado una vez con eso y no van a dejarse administrar una segunda dosis».

La combinación entre el aumento en la velocidad de esas filas (un 800 por ciento[495] en los últimos cien años) y la mano de obra poco cualificada que trabaja en condiciones penosas garantiza los errores. (Los trabajadores de matadero[496] tienen el mayor índice de accidentes laborales, un 27 por ciento anual, y están muy mal pagados por matar a una media de 2050 reses por turno).

Temple Gradin sostiene que las personas corrientes pueden volverse sádicas[497] debido al trabajo deshumanizador que supone el matadero. Afirma que se trata de un problema persistente que la dirección debe prevenir. A veces a los animales no se les noquea en absoluto. En una planta, los trabajadores (y no los activistas pro animales) grabaron un vídeo y lo enviaron al Washington Post. La cinta revelaba a animales conscientes avanzando por la fila y un incidente en el que se aplicaban electrodos a la boca de un novillo. Según el Post: «Más de veinte trabajadores[498] firmaron declaraciones juradas en las que alegaban que la violencia mostrada en la cinta era algo corriente y que los supervisores están al tanto de ella». En una de esas declaraciones, uno de los trabajadores explicaba: «He visto a miles[499] y miles de reses pasar por el proceso vivas… Pueden pasarse siete minutos en la fila y seguir vivas. He estado en el destripador al que llegan vivas. Allí se les sacan las tripas por el cuello». Y cuando los trabajadores se quejan, los despiden.

Llegaba a casa[500] de mal humor… Me iba directamente a la cama. Les gritaba a los críos, cosas así. Una vez me puse realmente furioso: mi esposa lo sabe. Una ternera de tres años iba por el pasillo del matadero. Y estaba pariendo allí mismo: lo tenía medio dentro, medio fuera. Joder, el jefe se cabreó de verdad… A esos terneritos los llaman «escapados». Usan su sangre para investigaciones sobre el cáncer. Y lo quería. Lo que suelen hacer es que cuando las tripas de la vaca caen en la mesa, un empleado le abre el útero y saca a esos terneros. No es moco de pavo tener a una vaca colgada ante ti y ver a su cría dentro, dando patadas, intentando salir… Mi jefe quería a ese ternero, pero yo lo envié de vuelta al corral… Me quejé a los capataces, a los inspectores, al supervisor del matadero. Incluso al encargado de toda la división de ternera. Un día mantuvimos una larga charla en la cafetería sobre toda esta mierda que estaba pasando. Estoy tan furioso que a veces estrellaría el puño contra la pared al ver que no hacen nada al respecto… Nunca he visto a un veterinario [del USDA] cerca del lugar de noqueo. Nadie quiere ir allí. Mira, soy un ex marine. La sangre y las tripas no me molestan. Es lo inhumano del tratamiento. Es excesivo.

En doce segundos o menos[501], la res noqueada (inconsciente, semiconsciente, totalmente consciente o muerta) avanza por la fila hasta llegar a unos grilletes que cuelgan de unas cadenas, allí se les sujeta por una de las patas traseras y se iza al animal en el aire.

Desde los grilletes, el animal, ahora colgado de una pata, es movido mecánicamente a la «sangría»: se le secciona la arteria carótida y la yugular. Luego prosigue el avance hacia la «sangría», donde va desangrándose durante varios minutos. Una vaca tiene alrededor[502] de veinte litros de sangre, de manera que el proceso dura un rato. Interrumpir el flujo sanguíneo al cerebro la mataría, pero no instantáneamente (por eso se supone que deben estar inconscientes). Si el animal se halla semiconsciente o el tajo no se realiza bien, puede restringirse el flujo de sangre y prolongar su agonía. «Parpadean y estiran en cuello[503] a un lado y a otro, miran a su alrededor, histéricos», contó uno de los trabajadores de la cadena.

La res debería ser ahora un cadáver que sigue avanzando en la cadena hacia el «desollador de cabezas», que es exactamente lo que indica su nombre: un punto en el que se arranca la piel de la cabeza del animal. El porcentaje de animales aún conscientes en este punto es bajo, pero no es cero. En algunos mataderos es un problema habitual, tanto que existen procedimientos oficiosos para lidiar con esos animales. Un trabajador familiarizado con dichas prácticas dice: «Muchas veces el animal[504] está aún consciente al llegar al desollador, y cuando este le rebana el lado de la cabeza empieza a patear como un poseso. Si eso sucede, o si la vaca ya llega pateando a ese punto, los desolladores les clavan un cuchillo en la nuca para seccionarles la médula espinal».

Parece ser que esta práctica consigue inmovilizar al animal, pero no dejarlo inconsciente. No puedo deciros a cuántos animales les sucede, ya que es algo que a nadie se le ha permitido investigar. Sólo sabemos que se trata de una consecuencia inevitable del sistema de sacrificio actual y que seguirá pasando.

Después del desollador de cabezas, el cadáver (antes vaca) pasa a los separadores de patas, que cortan las partes bajas de las extremidades del animal. «Si alguna vuelve a la vida —dice uno de los trabajadores— parece que intente escalar las paredes… Y cuando llegan[505] a los separadores de patas, bueno, estos no quieren esperar a hacer su trabajo hasta que llegue alguien a aturdirla de nuevo. De manera que seccionan la parte baja de la pata con las tijeras. Cuando lo hacen, el ganado se pone como loco, dando coces en todas direcciones».

El animal pasa luego a ser totalmente despellejado, destripado y abierto en canal, momento en el cual tiene por fin el aspecto estereotipado de la ternera: colgada en cámaras frigoríficas, con una extraña quietud.