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Bill and Nicolette

No había indicaciones en las carreteras que me llevaban hacia mi destino y muchas señales útiles habían sido arrancadas por la gente de allí. «No hay ninguna razón[462] para venir a Bolinas —escribió un residente en un artículo poco amable sobre el lugar que publicó el New York Times—. Las playas están sucias, los bomberos son terribles, los nativos son hostiles y tienen tendencia al canibalismo».

No es exactamente así. Los casi cincuenta kilómetros de carretera que bordean la costa desde San Francisco parecían sacados de una película romántica, con cuevas naturales alternándose con hermosas vistas, y una vez llegado a Bolinas (2500 habitantes), me costó recordar por qué alguna vez pensé que Brooklyn (2.500.000 de habitantes) era un buen lugar para vivir y me resultó absolutamente comprensible que aquellos que han descubierto Bolinas hayan querido evitar que otros también lo descubran.

Lo cual explica la mitad de la sorpresa que sentí ante los deseos de Bill Niman de invitarme a su casa. La otra mitad tenía que ver con su profesión: ranchero.

Un gran danés de un color como metalizado, más grande y más tranquilo que George, fue el primero en darme la bienvenida, seguido de Bill y su esposa, Nicolette. Tras los saludos y comentarios habituales, me instaron a entrar en su modesto hogar, pegado a un lado de la montaña como si de un monasterio se tratara. De la tierra negra sobresalían rocas musgosas entre macizos de brillantes flores. Un porche lleno de luz daba directamente a la sala principal, la más grande de la casa, sin ser muy grande. Dominaba la estancia una chimenea de piedra frente a la que había un sofá oscuro y grande (de los que sirven para relajarse, no para decorar). En los estantes había montañas de libros, algunos sobre alimentación y ganadería, aunque la mayoría no. Nos sentamos a una mesa de madera en la pequeña cocina-comedor, donde aún flotaban los aromas del desayuno.

—Mi padre era un inmigrante ruso —explicó Bill—. Me crie trabajando en el colmado que mi familia tenía en Minneapolis. Esa fue mi entrada al mundo de la alimentación. Todos trabajábamos allí, la familia al completo. Nunca podría haber imaginado hacia dónde se encaminaría mi vida.

O sea: «¿Cómo un norteamericano de primera generación, un chico judío de ciudad, ha llegado a ser uno de los rancheros más importantes del mundo?». Una buena pregunta que tiene una buena respuesta.

—La principal motivación de nuestras vidas en aquel momento era la guerra de Vietnam. Opté por el servicio alternativo y me fui a dar clases a zonas de pobreza declaradas como tales por el gobierno federal. Ahí entré en contacto con ciertos elementos de la vida rural y me picó el gusanillo. Empecé a montar una granja con mi primera esposa.

La primera esposa de Niman (Amy) murió en un accidente del rancho.

—Conseguimos un pedazo de tierra. Cuatro hectáreas y media. Teníamos cabras, pollos y caballos. Éramos bastante pobres. Mi mujer daba clases en uno de los grandes ranchos y por un error nos regalaron unas cabezas de ganado que habían nacido de unas novillas.

Dicho error conformó los cimientos de Niman Ranch. (Actualmente, los ingresos anuales de Niman Ranch se estiman en 100 millones de dólares, y siguen creciendo).

Cuando fui a visitarlos, Nicolette dedicaba más tiempo a llevar el rancho que Bill. Este estaba ocupado en asegurar las ventas para la carne de ternera y cerdo producida por los cientos de pequeñas granjas de su empresa. Nicolette, a quien a primera vista clasificarías como la típica abogada de la Costa Este (y no te equivocarías), conocía a todos los terneros, novillos, vacas y toros de sus tierras, podía prevenir y satisfacer sus necesidades, y sin tener aspecto de granjera cumplía con el papel a la perfección. Bill, que con su espeso bigote y su piel cuarteada por el sol podría haber sido la estampa del ranchero ideal, era más bien un hombre de negocios.

No son una pareja común. Bill da la impresión de ser una persona áspera e instintiva. Es la clase de individuo que, si sobreviviera a un accidente aéreo en una isla desierta, se ganaría el respeto de todos y se convertiría en el líder reacio del grupo. Nicolette es una chica de ciudad, habladora pero cauta, llena de energía e inquietudes. Bill es cálido pero estoico; parece estar más cómodo cuando escucha, lo cual no está mal ya que Nicolette parece más cómoda cuando habla.

—Bill y yo empezamos a salir —me explicó ella— con un falso pretexto. Creí que se trataba de una reunión de negocios.

—Tenías miedo de que descubriera que eras vegetariana.

—Bueno, no es que tuviera miedo, pero llevaba años trabajando con rancheros y sabía que la industria de la carne retrata a los vegetarianos como una especie de terroristas. Si te hallas en una zona rural de este país y tratas con gente que cría animales para que sirvan de comida, en cuanto averiguan que no comes carne te miran mal. Tienen miedo de que les juzgues duramente o incluso de que representes un peligro para ellos. No tenía miedo de que lo descubrieras, pero tampoco quería ponerte a la defensiva.

—La primera vez que comimos juntos…

—Pedí pasta primavera, y va Bill y me dice: «Vaya, ¿así que eres vegetariana?». Dije que sí. Y entonces él dijo algo que me sorprendió.