Los problemas ambientales pueden rastrearse a través de médicos y agencias gubernamentales que tienen asignada la tarea de cuidar de los seres humanos, pero ¿cómo averiguamos los niveles de sufrimiento animal que se dan en granjas industriales y que no dejan el menor rastro?
Investigaciones encubiertas[389] llevadas a cabo por ONG son las únicas ventanas que el público tiene hacia las prácticas imperfectas que se dan en las granjas industriales y en los mataderos industriales. En una granja porcina de Carolina del Norte, las cintas de vídeo grabadas por investigadores infiltrados mostraban que algunos trabajadores propinaban palizas diarias a los animales, golpeaban a las cerdas preñadas con llaves inglesas e introducían un palo de acero de treinta centímetros en el recto o las vaginas de las cerdas madres. Estas cosas no tienen nada que ver con mejorar el sabor de la carne o con preparar a los cerdos para el matadero: son simples perversiones. En otras grabaciones de la misma granja, los trabajadores cortaban con sierras las patas[390] de los cerdos y los despellejaban mientras estaban conscientes. En otra, manejada por uno de los mayores productores porcinos de Estados Unidos, se grabó a empleados[391] lanzando, apaleando y pateando a los cerdos; estrellándolos contra el suelo de hormigón y pegándoles con barras de metal y martillos. En otra granja, una investigación que se llevó a cabo durante todo un año descubrió maltratos sistemáticos de decenas de miles de cerdos. La investigación presentó pruebas documentales de empleados que apagaban cigarrillos en los cuerpos de los animales, los apaleaban con rastrillos y palas, los estrangulaban y los arrojaban a los fosos de estiércol para que se ahogaran. Dichos empleados también aplicaban descargas eléctricas a los oídos, morros, vaginas y anos de los cerdos. La investigación llegó a la conclusión de que la dirección pasaba por alto[392] dichos maltratos, pero las autoridades renunciaron a llevarlos a juicio. La falta de persecución legal es la regla, no la excepción. No estamos en un período de aplicación laxa de la ley: en realidad nunca ha existido un tiempo en que las empresas pudieran esperar acciones punitivas serias si se demostraban que se maltrataba a los animales en sus granjas.
Los mismos problemas salen a la luz miremos hacia el sector de la industria animal que miremos. Tyson Foods es uno de los proveedores principales de KFC. Una investigación llevada a cabo[393] en una de las instalaciones de Tyson descubrió que algunos trabajadores, de manera regular, arrancaban las cabezas a aves plenamente conscientes[394] (con el permiso explícito de su supervisor), orinaban en la zona común (incluida la cinta transportadora que se utilizaba para las aves) y dejaban que el viejo equipamiento automático que cortaba los cuerpos de las aves en lugar de sus cabezas funcionara mal indefinidamente. En uno de los «Proveedores del Año» de KFC, Pilgrim’s Pride[395] , pollos totalmente conscientes eran pateados, pisoteados, arrojados contra las paredes; se les escupía tabaco de mascar en los ojos, se les sacaban las tripas y se les amputaban los picos. Y tanto Tyson como Pilgrim’s Pride no eran sólo proveedores de KFC. En el momento de escribir este libro eran los dos procesadores[396] de pollo más grandes del país y entre los dos mataban a cinco mil millones de aves al año.
Sin tener que fiarse de investigaciones encubiertas ni recurrir a los extremos (aunque no necesariamente infrecuentes) maltratos de unos trabajadores que desahogan sus frustraciones en los animales, sabemos que esos animales de granjas industriales llevan vidas miserables.
Consideremos la vida de una cerda preñada. Su increíble fertilidad es el origen del infierno particular que le espera. Mientras una vaca da a luz un solo ternero por parto, la cerda criada[397] en una moderna granja industrial parirá, alimentará y criará a una media de nueve lechones: un número que los criadores han hecho crecer año tras año. Se la tiene preñada tantas veces como sea posible, es decir, la mayor parte de su vida. Cuando se acerca[398] el día del parto, se le administran drogas para que el momento coincida con las conveniencias del granjero. Después del destete[399] de los lechones, una inyección de hormonas provoca que la cerda entre rápidamente de nuevo en el ciclo, para que pueda inseminársela de nuevo al cabo de sólo tres semanas.
Cuatro de cada cinco[400] veces, la cerda pasará las dieciséis semanas de embarazo confinada en un «cajón de gestación» tan pequeño que el animal no puede ni darse la vuelta. La densidad de sus huesos[401] se reducirá debido a la falta de movimiento. No se le ofrece lecho alguno y a menudo terminará con llagas de buen tamaño, ennegrecidas y llenas de pus, del roce contra las paredes del cajón. (En una investigación encubierta realizada en Nebraska, se grabaron imágenes de cerdos con llagas abiertas, algunas grandes como puños, en caras, cabezas, lomos y patas. Un trabajador de la granja[402] comentó: «Todos tienen llagas… Apenas hay un cerdo aquí que no tenga alguna»).
Más serio y penetrante es el sufrimiento que causa el aburrimiento[403] , la soledad y la frustración del poderoso instinto que tienen las cerdas de preparar la llegada de sus lechones. En un ámbito natural, dedicaría la mayor parte del tiempo anterior al parto a aprovisionarse de alimento y en los últimos momentos a construir una «cama»[404] hecha de hierbas, hojas o paja. Para evitar que engorde en exceso y reducir así los costes de alimentación, la cerda del cajón comerá poco[405] y a menudo se sentirá hambrienta. Los cerdos tienen también una tendencia natural a usar áreas separadas para dormir y defecar, algo que resulta imposible si están confinados. Las cerdas preñadas[406] , como la mayoría de los cerdos del sistema industrial, deben dormir o pisotear sus excrementos para hacer que estos se cuelen entre los tablones del suelo. La industria defiende ese confinamiento aduciendo que ayuda a mejorar el control y el manejo de los animales, pero el sistema complica las prácticas que persiguen su bienestar ya que resulta casi imposible identificar a los animales cojos o enfermos[407] cuando a ninguno de ellos se le permite moverse. Resulta difícil negar la crueldad inherente a estas prácticas (y más difícil aún contener la rabia que provocan) ahora que algunos abogados han sacado todo esto a la luz pública. En fecha reciente, tres estados (Florida, Arizona y California) votaron a favor de la eliminación progresiva de esos cajones de gestación. En Colorado, bajo la amenaza de una campaña auspiciada por la Humane Society, la propia industria accedió a redactar y apoyar la legislación que prohibiría esos cajones. Se trata de una señal enormemente esperanzadora. La prohibición de esos cajones en cuatro estados sigue dejando muchos en los que la práctica sigue en vigor, pero parece que la lucha contra ese aspecto concreto se está ganando. Y es una victoria importante.
Cada vez más, en lugar de ser introducidas en los cajones de gestación, las cerdas viven en un corral en grupos pequeños. No pueden correr por el campo, ni tampoco disfrutar del sol como sus congéneres que viven en la granja de Paul Willis, pero tienen suficiente espacio para dormir y tumbarse. Las cerdas no acaban cubiertas de llagas. No mordisquean frenéticamente los barrotes de los cajones. Este cambio apenas redime o redirige el sistema industrial, pero al menos mejora significativamente las condiciones de vida de las cerdas.
Ya pasen el período de gestación en corrales pequeños o confinadas en cajones, cuando dan a luz, las cerdas terminan invariablemente confinadas en un cajón[408] de parto que resulta tan agobiante como lo era el de gestación. Un trabajador afirmó que es necesario «darles de palos[409] para volver a meterlas en el cajón, porque no quieren entrar». Otro empleado de una granja distinta describió el uso rutinario de palos para machacar a golpes a las cerdas: «Un tipo le partió a una los morros[410] con tanta fuerza que la cerda acabó muriendo de hambre».
Los defensores de las granjas industriales porcinas aducen que el cajón de parto es necesario porque en ocasiones las cerdas pueden aplastar por accidente a sus lechones, lo cual sigue la misma lógica que talar todos los árboles de un bosque para prevenir los incendios. El cajón de parto, como el de gestación, confina a la madre en un espacio tan pequeño que moverse en él resulta imposible y a veces incluso se la ata al suelo: prácticas que dificultan la posibilidad de que las madres aplasten a sus crías. Lo que se olvidan de señalar los defensores de este tipo de prácticas es que en granjas como la de Willis, el problema ya ni surge. En realidad no es ninguna gran sorpresa[411] que cuando los granjeros optan por el bienestar de la madre, y el sentido del olfato de esta no queda ahogado por el hedor de sus propias heces, su oído no se ve afectado por el traqueteo de las jaulas de metal y tiene espacio suficiente para investigar dónde se hallan sus lechones y mover las piernas para tumbarse despacio, le resulta bastante fácil evitar aplastar a sus crías.
Y por supuesto no son sólo las crías las que están en peligro. Un estudio de la Comisión Científica del Comité Veterinario Europeo presentó pruebas documentales de que los cerdos en cajones[412] tenían los huesos más débiles, mayor riesgo de heridas en las patas, problemas cardiovasculares, infecciones urinarias y una reducción de masa muscular tan severa que afectaba a su capacidad de tumbarse. Otros estudios indican que la genética pobre, la falta de movimiento[413] y la mala nutrición dejan entre un 10 y un 40 por ciento de los cerdos estructuralmente inválidos, debido a malformaciones como rodillas dobladas, patas arqueadas y pie varo. Un periódico de la industria, el National Hog Farmer, ha informado de que el 7 por ciento de las cerdas recién paridas[414] mueren prematuramente del estrés que les supone el confinamiento y la crianza intensiva: en algunas granjas, esa tasa de mortalidad[415] se eleva a un 15 por ciento. Muchos cerdos se vuelven locos[416] en esa situación y se dedican a morder obsesivamente los barrotes de las jaulas, a presionar sin parar sus botellas de agua o a beberse su propia orina[417] . Otros exhiben conductas melancólicas[418] que los expertos describen con el nombre de «impotencia aprendida».
Y luego están los bebés: la justificación para el sufrimiento de las madres.
Muchos lechones nacen con deformidades. Las enfermedades congénitas más comunes[419] incluyen el paladar hendido, hermafroditismo, pezones invertidos, carencia de ano, patas abiertas, temblores y hernias. Las hernias inguinales son tan comunes[420] que se ha convertido ya en una rutina corregirlas quirúrgicamente en el momento de la castración. En sus primeras semanas de vida, incluso los lechones sin defectos soportan un aluvión de agresiones. En las primeras cuarenta y ocho horas[421] se les amputan el rabo y los «dientecillos[422] », que a menudo usan para propinar mordiscos a otros lechones, sin el menor analgésico, con el fin de minimizar las heridas que se hacen unos a otros mientras compiten por las mamas maternas en entornos industriales donde las mordeduras patológicas de rabo son moneda común y los cerdos más débiles no pueden huir de los más fuertes. Típicamente, el entorno de los lechones se mantiene cálido (de 22 a 27 grados) y oscuro, para fomentar un estado más aletargado[423] y menos alentador para el surgimiento de «vicios sociales», como las mordeduras en el rabo, o las lameduras mutuas de ombligos, rabos u orejas, debidos a la frustración. La cría tradicional, como la que se practica en la granja de Paul Willis, evita esos problemas simplemente concediéndoles más espacio, proporcionándoles un entorno más rico y alentando la creación de grupos sociales estables.
En esos dos primeros días los lechones de granjas industriales[424] reciben a menudo inyecciones de hierro debido a la probabilidad de que el crecimiento acelerado y los repetidos embarazos de la madre haya causado deficiencias en la leche. A los diez días pueden sufrir la amputación de testículos, de nuevo sin analgésico alguno. Esta vez el objetivo es alterar el sabor de la carne: los consumidores norteamericanos[425] tienden a preferir el sabor de los animales castrados. A veces se les cortan también trozos de oreja del tamaño de una moneda con propósitos de identificación. Cuando por fin se realiza el destete[426] , de un 9 a un 15 por ciento de los lechones habrán muerto.
Cuanto antes empiecen a tomar comida sólida[427] , antes alcanzarán el peso requerido por el mercado (de 110 a 120 kilos). Esa «comida sólida»[428] incluye sangre, un subproducto de los mataderos. (Dicho producto engorda a los lechones, efectivamente. También les produce un grave daño en la mucosa del tracto intestinal). Si se les deja a su aire[429] , los lechones se destetan a las quince semanas, pero en las granjas industriales[430] el destete se produce a los quince días, y cada vez más a los doce. A esa edad tan temprana[431] , los lechones son incapaces de digerir comida sólida, de manera que se les suministran medicinas adicionales para prevenir la diarrea. Los cerdos destetados pasan entonces a vivir en jaulas de gruesos barrotes: «guarderías». Dichas jaulas están amontonadas una encima de otra, de manera que las heces y la orina caen desde las jaulas más altas sobre los animales de debajo. Los criadores mantienen a los lechones en estas jaulas tanto tiempo como sea posible antes de trasladarlos a su destino final: los corrales abarrotados. Los corrales están superpoblados deliberadamente[432] porque, como dice una revista del sector, «hacinarlos sale a cuenta». Sin demasiado espacio para moverse, los animales consumen menos calorías y engordan más con menos comida.
Como en cualquier otra clase de fábrica, la uniformidad es esencial. Los lechones que no crecen con suficiente rapidez suponen un malbaratamiento de recursos y no tienen por tanto lugar en la granja. Se les agarra por las patas posteriores y se les estampa de cabeza contra el suelo de hormigón. Esta práctica común recibe el nombre de «estrellado». «Hemos llegado a estrellar[433] a 120 en un día», dijo un trabajador de una granja de Missouri.
Los balanceamos, los estrellamos y luego los echamos a un lado. Después, cuando ya has estrellado a diez o doce, los llevas a la rampa y los amontonas para que los recoja el camión. Si cuando entras en la rampa queda alguno vivo, tienes que volver a estrellarlo. Ha habido veces en que he entrado en esa sala y me he encontrado a algunos corriendo, con un ojo colgándoles de la cara, sangrando como posesos o con las mandíbulas rotas.
«Lo llaman “eutanasia”», dijo la esposa del trabajador de Missouri.
Un aluvión de antibióticos, hormonas y otros productos farmacéuticos que se añaden a la comida mantiene a la mayoría de esos cerdos vivos hasta que llega el momento del sacrificio. Dichos medicamentos son necesarios en su mayor parte para combatir los problemas respiratorios que son habituales en las granjas porcinas industriales. La humedad del lugar donde viven confinados, la masificación de animales con sistemas inmunológicos debilitados por el estrés y los gases tóxicos que emanan de la acumulación de mierda y meados hacen de esos problemas algo inevitable. De un 30 a un 70 por ciento[434] de los cerdos sufrirán una especie u otra de infección respiratoria antes de llegar al sacrificio, y la mortalidad sólo por esa causa asciende a entre un 4 y un 6 por ciento. Por supuesto este estado de enfermedad constante promueve la aparición de nuevas gripes, de manera que poblaciones de cerdos enteras[435] de un estado han tenido a veces tasas de infección de un cien por cien debido a nuevos virus letales que se crean entre esa masa ingente de animales enfermos (cada vez más, desde luego, dichos virus afectan también a los humanos).
En el mundo de las granjas industriales, las expectativas funcionan al revés. Los veterinarios no trabajan para lograr una salud óptima, sino una rentabilidad máxima. Las medicinas no son para curar enfermedades sino sustitutivas de sistemas inmunitarios destrozados. Los granjeros no buscan la producción de animales sanos.