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Pesadillas

Los cerdos sacrificados en Paradise Locker Meats suelen venir de las escasas granjas que quedan en el país que se resisten a entrar en el engranaje industrial. Prácticamente toda la carne de cerdo[335] y derivados que compramos en supermercados o comemos en restaurantes procede de granjas industriales, que en estos momentos producen el 95 por ciento del cerdo que se consume en Norteamérica. (Mientras escribo este libro, Chipotle es la única cadena[336] de restaurantes de ámbito nacional que anuncia que obtiene una significativa parte de su carne de cerdo de animales que no proceden de granjas industriales). A menos que uno busque esa alternativa deliberadamente, podéis estar seguros de que el jamón, el beicon o el lomo han salido de granjas industriales.

El contraste entre la vida de un cerdo en una de esas granjas —atiborrado de antibióticos, mutilado, estrechamente confinado y básicamente privado de cualquier estímulo— y otro criado en lo que sería una granja tradicional que use una combinación de los métodos de toda la vida con lo mejor de la innovación tecnológica es increíble. No podría encontrarse un mejor criador de cerdos que Paul Willis, una de las cabezas visibles de un movimiento que aboga por la preservación de las granjas tradicionales (y el director de la división porcina de Niman Ranch, el único proveedor nacional de cerdo no industrial), ni tampoco una empresa aparentemente más depravada que Smithfield, el mayor productor de cerdo del país.

Para mí era tentador escribir este capítulo describiendo primero el infierno de Smithfield para terminar luego con el pasaje relativamente idílico que ofrecen las granjas no industriales como la de Willis. Pero narrarlo de ese modo podría llevar a la conclusión de que la industria porcina en general se mueve hacia el mayor bienestar de los animales y hacia una mayor responsabilidad ambiental, cuando en realidad es todo lo contrario. No se está dando una regresión hacia los métodos tradicionales. Eso no quiere decir que no exista un movimiento en ese sentido, pero se compone básicamente de granjeros de siempre que están aprendiendo a venderse para mantener sus granjas. Las granjas industriales de cerdos[337] están en expansión en Norteamérica, y en el mundo dicho crecimiento es aún más acusado.

Nuestros viejos intentos de compasión

Cuando llegué a la granja que Paul Willis tiene en Thornton, Iowa, donde coordina la producción de cerdo para Niman Ranch junto con unos cuantos centenares de granjeros, me sentí un poco desconcertado. Paul me había dicho que me recibiría en su oficina, pero lo único que veía era una casa insustancial de ladrillo rojo y unos cuantos edificios propios de las granjas. Era primera hora de la mañana y se me acercó un gato larguirucho, blanco y marrón. Mientras yo deambulaba por allí en busca de algo que se ajustara a la noción que uno tiene de una oficina, Paul llegó de los campos, café en mano, vestido con un peto impermeable de color azul marino y una gorra que cubría su pelo corto, castaño y canoso. Tras una amable sonrisa y un firme apretón de manos, me condujo a su casa. Nos sentamos en una cocina llena de electrodomésticos que parecían haber sido sacados de la Checoslovaquia de la Guerra Fría. Había café, pero Paul insistió en hacer otra cafetera.

—Este ya lleva un rato hecho —explicó mientras se despojaba del peto impermeable y revelaba que llevaba otro debajo, este con finas rayas blancas y azules—. Supongo que querrá grabarlo —dijo Paul antes de empezar.

Esa transparencia y esa voluntad de ayudar, esas ganas de contar su historia y de que esta se difundiera, marcaron el resto de nuestro día juntos; incluso los momentos en que nuestro desacuerdo era evidente.

—Esta es la casa donde crecí —dijo Paul—. Celebrábamos las comidas familiares aquí, sobre todo los domingos, cuando venían los abuelos, los tíos y los primos. Después de la comida, que solía contener los productos de temporada, como maíz dulce y tomates frescos, los niños salíamos a pasar el resto del día fuera, al riachuelo o a la cueva, y jugábamos hasta caer rendidos. Nos divertíamos tanto que el día siempre se nos hacía corto. Ese cuarto, que es ahora mi lugar de trabajo, era el comedor donde organizábamos esas comidas del domingo. Los demás días comíamos aquí, en la cocina, y solíamos tener a trabajadores a comer, sobre todo cuando se llevaba a cabo algún proyecto especial, como recolectar el heno, castrar a los cerdos o construir un granero. Cualquier cosa que requiriera ayuda extra. La comida del mediodía era inexcusable. Sólo en situaciones de emergencia íbamos a la ciudad a comer.

Fuera de la cocina había un par de habitaciones bastante vacías. La oficina de Paul contenía una única mesa de madera, provista de un ordenador cuya pantalla estaba llena de correos electrónicos, hojas de cálculo y archivos; en las paredes había mapas colgados con chinchetas clavadas para señalar las ubicaciones de los granjeros de Niman Ranch y los mataderos que cuentan con su aprobación. Unos ventanales daban a una vista de amables colinas, típicas del paisaje de Iowa: plantaciones de soja, maíz y pastos.

—Deje que le haga un breve resumen —dijo Paul—. Cuando volví a la granja, empezamos a criar cerdos con un sistema de pastos, más o menos como hacemos ahora. Y más o menos como se hacía cuando yo era pequeño. De crío tenía tareas que hacer, y una era cuidar de los cerdos. Pero hubo algunos cambios, sobre todo en los aspectos técnicos. En esos días quedabas limitado por tu fuerza muscular. Usabas una hoz. Y eso convertía el trabajo de la granja en algo sumamente pesado.

«Bueno, para no irme por las ramas, volví, me puse a criar cerdos y a disfrutar de ello. Y fuimos creciendo hasta alcanzar los mil cerdos por año, más o menos la cifra que tenemos ahora. Fui viendo cómo se construían más y más granjas cerradas. En esa época Carolina del Norte tomó la delantera con las Murphy Family Farms. Asistí a un par de reuniones y todo era “esto es el futuro, ¡tenéis que crecer!”. Y yo dije: “No hay nada en eso que sea mejor que lo que hago. Nada. No es mejor para los animales, ni para los granjeros, ni para los consumidores. No hay nada mejor en ello”. Pero habían convencido a mucha gente que quería permanecer en el negocio de que esa era la única forma. Diría que eso fue a finales de los ochenta. De manera que me puse a buscar mercado para los “cerdos ecológicos”. En realidad, yo me inventé ese término».

Si la historia hubiera ido de otro modo, no resulta difícil imaginar que Paul nunca habría encontrado un mercado que estuviera dispuesto a pagar más por sus cerdos que por los de Smithfield. Su historia pudo haber terminado[338] aquí, como las de medio millón de criadores de cerdos que han abandonado el negocio en los últimos veinticinco años. Sin embargo, Paul tuvo la suerte de encontrar la clase de mercado que buscaba cuando conoció a Bill Niman, el fundador de Niman Ranch, y al poco tiempo dirigía la producción porcina de la empresa, mientras Bill y el resto de su equipo corporativo encontraba mercados para Andy (de Michigan), Justin (de Minnesota), Todd (de Nebraska), Betty (de Dakota del Sur), Charles (de Wisconsin), y así hasta agrupar a más de quinientos pequeños granjeros con explotaciones familiares. Niman Ranch paga a estos granjeros un níquel por encima del precio del mercado por cada medio kilo de sus animales y garantiza a sus rancheros un precio mínimo, a pesar de las fluctuaciones del mercado. Hoy, la cifra llega a ser de veinte a treinta dólares más[339] por cabeza de cerdo, una cantidad modesta que ha permitido sobrevivir a estos granjeros mientras otros sucumbían.

La granja de Paul es un ejemplo impresionante de lo que uno de esos héroes, el intelectual agrícola por excelencia Wendell Berry, llamaba «nuestros viejos y compasivos intentos[340] por imitar los procesos naturales». Para Paul, esto significa que el núcleo de la producción porcina es dejar que los cerdos sean cerdos (en su mayor parte). Por suerte para Paul, dejar que los cerdos sean cerdos incluye verlos cada día más gordos y, según me dicen, sabrosos. (Las granjas tradicionales siempre ganan a las industriales en las pruebas de sabor). La idea de fondo es que la tarea del criador consiste en hallar unas formas de crianza que aúnen el bienestar de los animales y el interés de los granjeros de que lleguen al matadero con el peso adecuado. Cualquiera que afirme que existe una simbiosis perfecta entre los intereses de granjeros y animales probablemente esté vendiéndonos algo (y no precisamente hecho de tofu). El peso ideal para el matadero no representa la felicidad máxima para el cerdo, pero en las mejores granjas familiares ambas cosas se acercan bastante. Cuando Paul castra a los cerditos de sólo un día sin anestesia (lo que sucede a un 90 por ciento[341] de todos los cerditos varones), parece que sus intereses no coinciden demasiado con los de los jóvenes cerdos ahora castrados; pero se trata de un período de sufrimiento relativamente corto en comparación con la mutua y prolongada alegría que comparten Paul y sus cerdos cuando los deja correr por los pastos, sin mencionar el prolongado sufrimiento que padecen los de las granjas industriales.

En la mejor tradición de los viejos métodos de crianza, Paul intenta siempre maximizar los modos en que las necesidades de su granja coincidan con las de los cerdos: con sus biorritmos naturales y sus patrones de crecimiento.

Mientras Paul lleva su granja basándose en esa noción de dejar que los cerdos sean cerdos, la moderna industria del sector ha preguntado qué aspecto tendría la cría de cerdos si se considerara sólo su rentabilidad, diseñando granjas enormes desde enormes rascacielos situados en otra ciudad, estado o incluso país. ¿En qué se traduce en la práctica esta diferencia ideológica? La más evidente —la que alguien que no sepa nada de cerdos puede ver de lejos— es que en la granja de Paul, los cerdos tienen acceso al exterior en lugar de vivir confinados entre listones u hormigón. Muchos de los granjeros de Niman Ranch, aunque no todos, proporcionan acceso al exterior a sus animales. Los que no lo hacen deben criar a los cerdos en «camas profundas», que también permitan a los cerdos realizar las actividades específicas de su especie: las conductas típicas de los cerdos, como hurgar, jugar, construir «camas» y tumbarse en compañía sobre un mullido lecho de paja (de ahí viene su nombre) para calentarse unos a otros a la hora de dormir (los cerdos prefieren dormir en grupo).

La granja de Paul tiene campos de ocho hectáreas cada uno, con rotación para cerdos o cosechas. Me hizo una visita guiada en su enorme furgoneta blanca. Tras mis incursiones nocturnas en las granjas industriales, era sorprendente lo que vi desarrollándose en el exterior: invernaderos salpicando los campos, establos abiertos a los pastos, plantaciones de maíz y soja que parecían llegar hasta el horizonte. Y, a lo lejos, la ocasional granja industrial.

En el núcleo de cualquier negocio porcino —y en el núcleo del bienestar actual de esos animales— está la vida de las hembras reproductoras. En la granja de Paul, como en todas las de Niman Ranch, las cerdas que han parido y las que no son alojadas en grupos distintos, organizados de un modo que fomenta una «estable jerarquía social». (Cito textualmente de los impresionantes estándares de bienestar animal desarrollados con la ayuda de Paul y otros expertos, entre ellos las hermanas Diane y Marlene Halverson, que llevan treinta años en la defensa de las granjas que cuidan de sus animales).

Entre otras de las reglas destinadas a generar esta jerarquía social estable, las directrices exigen que «un animal no debe ser nunca introducido en solitario dentro de un grupo social estable». No es exactamente la clase de promesa de bienestar que uno esperaría encontrar impresa en un paquete de lonchas de beicon, pero tiene una tremenda importancia para los cerdos. El principio que subyace a esas reglas es simple: los cerdos necesitan la compañía de otros congéneres a quienes conocen para funcionar con normalidad. Del mismo modo en que la mayoría de padres evitan cambiar de colegio a sus hijos en mitad de curso, la buena crianza de cerdos advierte a los granjeros que hagan lo posible para mantener a los cerdos en grupos sociales estables.

Paul también se asegura de que sus cerdas tengan suficiente espacio, de manera que las más tímidas puedan alejarse de las más agresivas. A veces usa balas de heno para crear «zonas de separación». Como el resto de los granjeros de Niman Ranch, no les corta el rabo[342] ni les saca los dientes[343] , como suelen hacer en las granjas porcinas industriales para evitar las mordeduras y el canibalismo[344] . Si la jerarquía social es estable, los cerdos arreglan las disputas entre ellos.

En todas las granjas porcinas de Niman Ranch, las cerdas gestantes, es decir las preñadas, deben ser criadas en su grupo social y tener acceso al exterior. Por contra, aproximadamente el 80 por ciento de las cerdas preñadas de Norteamérica[345] , como el millón doscientas mil que pertenecen a Smithfield[346] , viven confinadas en jaulas de acero y cemento, tan pequeñas que no pueden ni girarse. Cuando los cerdos abandonan una granja porcina de Niman Ranch, unos firmes requerimientos de transporte y matanza (sacados de las mismas pautas que exigen al granjero que preserve la jerarquía social estable) los acompañan hasta el final. Esto no significa que el transporte y la matanza de animales de Niman Ranch se hagan «a la antigua». Existen muchas mejoras reales, tanto directivas como tecnológicas: programas que certifican el trato humanitario que deben dispensarles transportistas y acompañantes, controles en los mataderos, un rastro documentado de responsabilidades, mayor acceso a veterinarios expertos, previsiones meteorológicas para evitar que los viajes se produzcan bajo condiciones de calor o frío extremos, suelos no deslizantes y aturdimiento. Sin embargo, ninguno de los miembros de Niman Ranch se halla en condiciones de exigir todos los cambios que querría; esa clase de influencia sólo la tienen las grandes empresas. De manera que tienen que ceder en ciertas cosas, como en la larga distancia que muchos cerdos de Niman Ranch tienen que recorrer para llegar a un matadero aceptable.

Lo más impresionante de la granja de Paul y de otras granjas de Niman Ranch no es tanto lo que se ve, sino lo que no se ve. No les dan antibióticos ni hormonas a los animales a menos que exista una enfermedad que lo aconseje. No hay fosos ni contenedores llenos de cerdos muertos. No huele mal, en gran parte porque no hay zonas de excrementos. Dado que la mayoría de animales se cría en la tierra, sus excrementos vuelven a la tierra como abono para las cosechas que luego serán su comida. También hay sufrimiento, pero básicamente hay vida rutinaria e incluso ciertos momentos de lo que parece pura alegría porcina.

Paul y otros granjeros de Niman Ranch no sólo hacen (o no hacen) esas cosas, sino que se les exige que trabajen de acuerdo con esas pautas. Firman contratos. Se someten a controles independientes y, lo que quizá sea aún más revelador, dejan que gente como yo observe a sus animales. Es importante recalcarlo porque la mayoría de las pautas humanitarias acaban siendo intentos de la industria para sacar provecho de las preocupaciones de los consumidores. No es tarea trivial identificar[347] a esas empresas singulares (la minúscula Niman Ranch es de lejos la más grande) que no se limitan a ser una variación de la granja industrial.

Cuando me disponía a partir de la granja de Paul, este invocó a Wendell Berry y señaló los vínculos que de manera inevitable, y poderosa, unen cada compra en el supermercado y cada pedido en un restaurante con la política agrícola, es decir, con las decisiones de granjeros, de la industria agrícola y del propio Paul. «Cada vez que tomáis una decisión sobre la comida —dijo Paul citando a Berry—, sois granjeros por poderes».

En The Art of Commonplace, Berry resume lo que hay en juego en esa idea de «granjeros por poderes».

Nuestra metodología[348] … se parece cada día más a la que impera en la minería… Esto está bastante claro para muchos de nosotros. Lo que quizá no lo esté, quizá para nadie, es la medida de nuestra complicidad, como individuos y sobre todo como consumidores individuales, en la conducta de esas empresas… La mayoría de la gente… ha dado poderes a la industria para que esta les provea de toda la comida.

Es una idea potente. Ese gigante que es la industria alimenticia responde en última instancia a las elecciones individuales que hacemos mientras el camarero espera impaciente para tomar nuestra nota, o a los caprichos que rigen nuestra decisión sobre lo que metemos en el carrito de la compra del supermercado.

Terminamos el día en casa de Paul. Las gallinas correteaban por el patio, y a un lado de este había un corral para verracos.

—Esta casa fue construida por Marius Floy —me dijo—, un bisabuelo mío procedente del norte de Alemania. Se fueron añadiendo otras alas a medida que crecía la familia. Hemos vivido aquí desde 1978. Aquí crecieron Anne y Sarah. Andaban hasta el final del sendero para coger el autobús escolar.

Unos minutos más tarde, Phyllis (la esposa de Paul) nos dio la noticia de que una granja industrial había comprado un pedazo de tierra a unos vecinos y empezaría pronto las obras de construcción de una granja con capacidad para seis mil cerdos. La granja industrial estaría junto a la casita en la que Paul y Phyllis pensaban vivir en su jubilación, una casita situada en lo alto de una colina con vistas a un terreno en el que Paul ha invertido décadas de trabajo para reconvertirlo en la típica pradera del Medio Oeste. Él y Phyllis la llamaban la Granja de los Sueños. Ahora una pesadilla se cernía sobre ese sueño: miles de cerdos enfermos y sufrientes, rodeados y sumidos en un hedor nauseabundo e insoportable. Esa granja industrial no sólo reducía mucho el valor del terreno de Paul (las estimaciones indican que la degradación de las tierras debido a las granjas industriales ha costado 26 mil millones de dólares[349] a los norteamericanos) y destruiría el terreno en sí mismo; el olor no sólo complicaría la cohabitación en el mejor de los casos y pondría en peligro la salud de la familia de Paul, sino que sería el ejemplo palpable de todo contra lo que Paul ha pasado su vida luchando.

—La única gente que está a favor de esas granjas son sus propietarios —dijo Paul.

Phyllis prosiguió con el razonamiento de su marido:

—La gente odia a esos granjeros. ¿Cómo debe de sentirse uno al tener un trabajo por el que la gente te odia?

En el espacio de esa cocina se palpaba el lento drama del crecimiento de las granjas industriales. Pero también se percibía resistencia, sobre todo en la figura de Paul. (También Phyllis ha librado batallas políticas en la región para reducir el poder y la presencia de las granjas industriales porcinas en Iowa). Y, por supuesto, lo que estoy escribiendo ahora surge de ese momento. Si esta historia os dice algo, entonces quizá el drama del crecimiento del sector agrícola industrial que se vivía en esa cocina de Iowa ayudará a provocar la resistencia que acabe con eso.