Paradise Locker Meats solía estar ubicada cerca de Smithville Lake, al noroeste de Missouri. La planta original quedó reducida a cenizas en 2002 en un incendio provocado por una avería en uno de los ahumadores de jamones. En las nuevas instalaciones hay un cuadro donde aparece la vieja instalación, con la imagen de una vaca que huye por una puerta trasera. Se trata de la representación de un hecho que sucedió realmente. Cuatro años antes del incendio, en el verano del 98, una vaca escapó del matadero. Recorrió kilómetros, lo cual, si la historia hubiera acabado ahí, ya habría sido lo bastante notable como para justificar que se recuerde. Pero esta no era una vaca cualquiera. Se las apañó para cruzar carreteras, saltar o rodear vallas, y esquivar a los granjeros que la buscaban. Y cuando llegó a la orilla del lago Smithville, no probó el agua, ni se lo pensó dos veces ni miró hacia atrás. Intentó nadar para ponerse a salvo, iniciando la segunda fase de su triatlón, adonde quiera que fuera. Como mínimo, parecía saber de qué huía a nado. Mario Fantasma, el propietario de Paradise Locker Meats, recibió la llamada telefónica de un amigo que vio cómo la vaca se metía en el lago. La huida terminó finalmente cuando Mario la capturó al otro lado del lago. Bum, bum, cae el telón. Si se trata de una comedia o de una tragedia, depende de a quién adjudiquéis el papel de héroe.
Me enteré de esta huida gracias a Patrick Martins, cofundador de Heritage Foods (un distribuidor de charcutería selecta), que me puso en contacto con Mario. «Es increíble cuánta gente se siente fascinada por una buena huida —escribió Patrick en su blog—. No tengo el menor problema a la hora de comer carne, y sin embargo una parte de mí quiere oír la historia de un cerdo que ha conseguido huir, e incluso instalarse en el bosque para establecer una colonia de cerdos libres y salvajes». Para Patrick la historia de la vaca tiene dos héroes, y por tanto es comedia y tragedia a la vez.
Si Fantasma os suena a nombre inventado es porque lo es. El padre de Mario fue abandonando a la puerta de una casa en Calabria, Italia. La familia se quedó con el bebé y le dio el apellido «Fantasma».
No hay nada remotamente espectral en Mario cuando se lo ve en persona. Tiene una presencia física imponente («un cuello grueso y brazos como jamones», así me lo describió Patrick), y habla con voz clara y directa. Es la clase de persona que despierta a los bebés sin querer a todas horas. La verdad es que me cayó muy bien, sobre todo después de haberme encontrado con los silencios y falsedades que imperaban en todos los demás dueños de los mataderos con quienes había hablado (o intentado hacerlo).
Los lunes y martes son días de matanza en Paradise. Los miércoles y jueves se trocea y empaqueta, y los viernes se dedican a sacrificar y preparar a los animales de la gente del pueblo. (En palabras de Mario: «En un período de dos semanas, durante la temporada de caza del ciervo, llegamos a procesar de quinientos a ochocientos ejemplares. Es una locura»). Hoy es martes. Aparco el coche, apago el motor y oigo chillidos.
La puerta principal de Paradise se abre a una pequeña zona de ventas, donde puede verse una fila de neveras que contienen productos que yo he comido (beicon, filete), productos que creo no haber probado nunca (sangre, morro), y productos que no consigo identificar. En las paredes pueden verse animales disecados: dos cabezas de ciervo, una de cabestro, una de cordero, peces, varias cornamentas. Debajo de estos animales pueden leerse notas escritas por alumnos de la escuela elemental: «Muchas gracias por los ojos del cerdo. ¡Me he divertido mucho diseccionándolos y aprendiendo las distintas partes del ojo!», «¡Eran asquerosos, pero me lo pasé muy bien!», «¡Gracias por los ojos!». Junto a la caja registradora hay un pequeño dispensador donde se anuncian media docena de taxidermistas y una masajista sueca.
Paradise Locker Meats es uno de los últimos bastiones de los mataderos independientes del Medio Oeste, y es un regalo de Dios para la comunidad local de granjeros. Las grandes corporaciones han comprado y cerrado prácticamente todos los mataderos independientes, obligando a los granjeros a entrar en su sistema. El resultado de todo esto es que los clientes pequeños (granjeros que aún no están dentro del sistema industrial) tienen que pagar por el procesamiento (y eso si el matadero los acepta, que no siempre es así) y apenas pueden decir algo sobre cómo quieren que se trate a sus animales.
Paradise recibe llamadas de los vecinos a todas horas durante la temporada de caza. Su tienda ofrece cosas que ya no se venden en supermercados, como piezas con hueso, carnicería al corte y un humero, y se ha utilizado como colegio electoral en las elecciones locales. Paradise es célebre por su limpieza, su buen hacer y su sensibilidad con los temas del bienestar animal. En resumen, es lo más parecido a un matadero ideal que he podido encontrar y, desde un punto de vista estadístico, no representa para nada al mundo de los mataderos. Intentar comprender los mataderos industriales de alta velocidad mediante una visita a Paradise sería como evaluar lo que ahorra en combustible un Hummer mirando una bicicleta (ambos son, al fin y al cabo, medios de transporte).
El lugar está dividido en varias zonas (la tienda, el despacho, dos refrigeradores enormes, un humero, una sala de despiece, un establo para los animales que aguardan turno), pero todo lo que tiene que ver con la matanza y los primeros despieces se produce en una sala grande de techos altos. Mario me ha dado un traje de papel blanco y un gorro antes de cruzar su puerta. Señala con su gruesa mano un rincón de la sala y empieza a contarme cuáles son sus métodos: «Ese tipo de ahí se encarga de traer al cerdo y de usar la pistola de perno cautivo [una pistola que deja inconsciente al animal en pocos segundos]. Una vez aturdidos, los colgamos de los ganchos y los desangramos. Nuestro objetivo, lo que tenemos que hacer según la Ley Humanitaria de los Métodos en Mataderos, es que el animal no parpadee. Tiene que estar atontado».
A diferencia de los mataderos industriales, donde se trabaja en una cadena que no se detiene, los cerdos de Paradise son procesados de uno en uno. La empresa no contrata trabajadores eventuales que con toda probabilidad no aguantarán ni un año; el hijo de Mario está entre los que trabajan en la nave de matanza. Los cerdos son introducidos desde un corral semi exterior a través de una rampa de goma que va a dar a la nave de matanza. En cuanto el animal está dentro, una compuerta se cierra tras él para que los animales que esperan no puedan ver lo que está pasando. Esto tiene sentido, y no sólo desde una perspectiva humanitaria sino desde la eficacia: un cerdo que teme a la muerte, o como queráis llamar a ese pánico, resultará difícil de manejar, si no peligroso. Y el estrés es un factor que empeora la calidad de la carne de cerdo.
En el extremo más alejado de la nave de matanza hay dos puertas, una para los matarifes y otra para los cerdos, que dan al corral que hay en la parte trasera del matadero. Cuesta ver las puertas, porque esta zona está parcialmente separada del resto de la sala. En este oscuro rincón se halla la enorme máquina que mantiene al cerdo en su lugar cuando entra, y permite al hombre encargado de ello «aturdir» al animal: realizar la descarga en la cabeza del cerdo, que idealmente lo deja inconsciente al momento. Nadie me explica por qué esta máquina y su cometido se hallan a cubierto de la visión de todos excepto del hombre encargado de la pistola de perno cautivo, pero no es difícil de adivinar. Sin duda, en parte se trata de permitir que el resto de los trabajadores realice sus tareas sin tener que recordar constantemente cuáles son en realidad: trocear seres que hasta hace poco estaban vivos. Cuando el cerdo aparece ante sus ojos, él o ella ya es una cosa.
Esa ubicación también impide que el inspector del USDA, Doc, vea la matanza. Algo problemático, ya que es responsabilidad suya inspeccionar al animal vivo en busca de cualquier rastro de enfermedad o defecto que lo haga inviable para el consumo humano. También, y se trata de un también importante, al menos si eres un cerdo, es tarea suya y de nadie más asegurarse de que la matanza se realiza en condiciones humanitarias. Según Dave Carney, antiguo inspector del USDA y director del Consejo Nacional de Inspección de Locales Alimentarios: «Con el diseño actual de las plantas[316] , la inspección de la carne se realiza muy por encima. En muchas ocasiones los inspectores ni siquiera pueden ver la zona de matanza desde donde están. Es virtualmente imposible para ellos controlar el área de matanza cuando intentan detectar enfermedades y anormalidades en los cadáveres que van pasando». Un inspector de Indiana abundó en la misma opinión: «No estamos en posición de ver[317] qué está pasando. En muchos mataderos, la zona de matanza está separada mediante tabiques del resto de la planta. Sí, deberíamos controlar la matanza. Pero ¿cómo vas a controlar algo así si no se te permite abandonar tu puesto para ver lo que pasa?».
Pregunto a Mario si la pistola de perno cautivo siempre funciona correctamente.
«Los aturdimos a la primera descarga en un, diría… 80 por ciento[318] de las veces. No queremos que el animal conserve sus sentidos. Una vez tuvimos problemas con el equipo, y las descargas se reducían a la mitad. Tenemos que estar al día en esto: comprobar que funciona antes de empezar. Siempre puede haber fallos en el equipo. Por eso tenemos otro instrumento de apoyo. Se lo apoyas en la cabeza y un trozo de acero les presiona en el cráneo».
Tras quedar aturdidos, y esperemos que inconscientes con la primera o segunda aplicación de la descarga, el cerdo es colgado por los pies y «acuchillado», apuñalado en el cuello, para que se desangre. Luego llega la fase de escaldamiento. Sale con menos aspecto de cerdo del que tenía cuando entró, más reluciente, casi como si fuera de plástico, y pasa entonces a la mesa donde dos trabajadores (uno con una linterna y el otro con un utensilio cortante) se dedican a quitarle el vello que aún queda.
Después se le cuelga de nuevo, y alguien (ese día le corresponde al hijo de Mario) lo abre en canal con una sierra eléctrica. Uno esperaría, al menos yo lo esperaba, ver la barriga partida en dos, pero ver la cara cortada por la mitad, el morro abierto por el centro y las mitades de la cabeza desplegadas como si fueran las páginas de un libro, resulta sorprendente. También me sorprende que la persona que se encarga de extraer los órganos del cerdo lo haga no sólo con la mano sino sin guantes: necesita la sensibilidad y el agarre de los dedos para realizar la tarea.
No me parece repulsivo sólo porque yo sea un chico de ciudad. Mario y su gente admitieron que habían tenido problemas con los aspectos más sanguinarios de la matanza, y he oído expresar ese sentimiento en todas las conversaciones con matarifes que he mantenido.
Las vísceras y órganos van a parar a la mesa de Doc, donde él los revisa: de vez en cuando corta un trozo para ver qué hay bajo la superficie. Luego mete toda esa masa sanguinolenta en un gran cubo de basura. Doc no tendría que cambiarse mucho para salir en una peli de terror… y no en el papel de la heroína, ya me entendéis. El delantal que lleva está manchado de sangre, bajo las gafas protectoras se aprecia una mirada que indica decisión y un punto de locura, es un inspector de vísceras llamado Doc. Lleva años estudiando las vísceras y órganos de la cadena Paradise. Le pregunté cuántas veces había encontrado algo sospechoso y había tenido que parar el tema. Se quitó las gafas, me dijo «nunca», y volvió a ponérselas.
Los cerdos existen en estado salvaje[319] en todos los continentes excepto en la Antártida y se ha contabilizado un total[320] de dieciséis especies. Los cerdos domésticos (la especie que nos sirve de comida) se subdividen a su vez en una serie de razas. Dichas razas, a diferencia de las especies, no son fenómenos naturales. Son los granjeros quienes mantienen esas razas cruzando de manera selectiva a unos animales de rasgos concretos, algo que actualmente se hace mediante inseminación artificial (alrededor de un 90 por ciento de las grandes granjas de cerdos[321] la usan). Si cogierais a unos cientos de cerdos domésticos de una sola raza y los dejarais a su aire durante toda una generación, empezarían a perder sus características de raza.
Como en las razas de perros o gatos, cada raza de cerdo tiene ciertos rasgos asociados: algunos de estos rasgos son importantes para el criador, como la siempre importante tasa de carne que se saca de ella; otros importan más al consumidor, como la cantidad de grasa o lo magro de su músculo; y algunos son importantes para el cerdo, como la tendencia a la ansiedad o los dolorosos problemas de extremidades. Dado que los rasgos de los tres colectivos implicados (criadores, consumidores y cerdos) no coinciden, lo que termina sucediendo es que los granjeros crían razas[322] que sufren más para satisfacer las demandas de la industria y del mercado. Si hubierais visto alguna vez a un pastor alemán de pura raza, habríais notado que cuando el animal está a cuatro patas, su parte trasera queda más cerca del suelo que su parte delantera, de manera que siempre parece estar agachado o dispuesto a atacar. Este «aspecto» fue el que se consideró deseable por los criadores y fue seleccionado durante generaciones en las que se criaron animales con las patas traseras más cortas. Como resultado, los pastores alemanes, incluso los de mejor pedigrí, padecen ahora una desproporcionada displasia de cadera: una dolorosa malformación genética que en última instancia obliga a sus dueños a condenarlos al sufrimiento, someterlos a eutanasia o gastar miles de dólares en cirugía. En casi todos los animales de granja, y sin atender a las condiciones en las que viven («sueltos», «al aire libre», etc.), su diseño genético los predestina al dolor. Las granjas industriales —que gracias al uso de antibióticos hacen que animales enfermos resulten altamente rentables—, otra clase de productos farmacéuticos y la situación de confinamiento de los animales, han dado lugar a unas criaturas nuevas y, a veces, monstruosas.
La demanda de carne magra de cerdo, «la otra carne blanca», ha llevado a la industria porcina a criar una raza de cerdos que sufre no sólo más problemas de extremidades y corazón, sino más nerviosismo, miedo, ansiedad y estrés. (Estas son las conclusiones de los investigadores que proporcionan datos a la industria). Estos estresados animales tienen preocupada a la industria, no por su bienestar, sino porque, como he mencionado anteriormente, el «estrés» parece afectar negativamente al sabor: los animales estresados producen más ácido, lo que en realidad acaba corroyendo el músculo del animal de la misma forma que el ácido de nuestros estómagos nos ayuda a digerir la carne.
El Consejo Nacional de Productores de Cerdo, el brazo armado de la industria porcina norteamericana, informó en 1992 de que la carne blanda, cargada de ácido y blanquecina (también llamada carne «pálida, suave, exudativa» o PSE) afectaba al 10 por ciento de los cerdos sacrificados[323] y costaba a la industria 69 millones de dólares. Cuando el catedrático de la Universidad Estatal de Iowa, Lauren Christian, anunció en 1995 que había descubierto un «gen del estrés» que los criadores podrían eliminar para reducir la incidencia de PSE, la industria así lo hizo. Sin embargo, los problemas de PSE siguieron aumentando, y los cerdos siguieron tan estresados que la mera cercanía del ruido de un tractor[324] al lugar donde vivían confinados los mataba del susto. Hacia el año 2002, la Asociación Americana de las Ciencias Cárnicas, una organización de carácter investigador fundada por la industria, encontró que más de un 15 por ciento de los cerdos sacrificados[325] daban esa carne PSE (ya fuera en sus tres características o sólo en alguna de ellas). La eliminación del gen del estrés fue una buena idea, al menos en la medida en que redujo el número de cerdos que moría[326] durante el transporte, pero no consiguió eliminar el estrés.
Por supuesto que no lo hizo. En décadas recientes, un científico tras otro ha dado un paso al frente para anunciar el descubrimiento de genes que «controlan» nuestros estados físicos y nuestras predisposiciones psicológicas. De manera que ya se anuncia un «gen de la obesidad» con la promesa de que, con sólo eliminar esas secuencias de ADN del genoma, podríamos olvidarnos del ejercicio físico y comer lo que queramos sin tener que preocuparnos del peso. Otros han declarado que nuestros genes fomentan la infidelidad, la falta de curiosidad, la cobardía y el mal carácter. Aciertan claramente en que ciertas secuencias del genoma influyen mucho en nuestro aspecto, nuestra forma de actuar y de sentir. Pero a excepción de un puñado de rasgos extremadamente simples como el color de los ojos, las correlaciones no son unívocas. Y desde luego no sirven para dar solución al conjunto de fenómenos que agrupamos bajo la palabra «estrés». Cuando hablamos de estrés en animales de granja, nos referimos a cosas muy diversas: ansiedad, agresividad exagerada, frustración, miedo y, sobre todo, sufrimiento. Y ninguna de ellas es un rasgo simple, como el tener los ojos azules, que pueda ponerse y quitarse.
Un cerdo perteneciente a una de las muchas razas que solían criarse en Norteamérica era, y es, capaz de disfrutar del exterior durante todo el año si se le proporciona alojamiento y comida. Esto es bueno, no sólo para evitar desastres ecológicos de la escala del Exxon Valdez (de los que hablaré enseguida), sino porque la mayor parte de cosas que un cerdo disfruta haciendo le resultan más fáciles si puede acceder al exterior: correr, jugar, tomar el sol, pastar, revolcarse en el lodo y el agua para que los refresque la brisa (los cerdos sólo sudan por el morro). Las razas de cerdo que se crían en granjas industriales, sin embargo, han sufrido tal alteración genética que a menudo deben ser criadas en edificios de temperatura controlada, alejados del sol y de las estaciones. Estamos criando animales incapaces de sobrevivir si no es en un entorno absolutamente artificial. Hemos puesto el increíble poder del conocimiento genético moderno al servicio de crear animales que sufren más.
Mario me lleva a la parte de atrás.
—Aquí tenemos a los cerdos. Llegan la noche antes. Los lavamos. Si tienen que estar durante veinticuatro horas, les damos de comer. Estos corrales fueron diseñados más bien para ganado. Tenemos espacio suficiente para cincuenta cerdos, pero a veces nos llegan setenta u ochenta de una vez, y eso complica las cosas.
Es algo impresionante hallarse tan cerca de unos animales tan grandes e inteligentes que están tan cerca de su muerte. Sería imposible saber si tienen la menor sensación de lo que va a ocurrir. Salvo cuando el matarife se acerca para meter al siguiente cerdo en la rampa, se les ve relativamente tranquilos. No hay ninguna muestra evidente de terror: no gritan, ni se agrupan. Sin embargo, me percato de que uno de ellos está tumbado de lado, temblando. Y cuando se acerca el matarife, mientras los demás se agitan y saltan, ese sigue tumbado y tembloroso. Si George actuara así, la llevaríamos enseguida al veterinario. Y si alguien me viera no hacer nada por ella, lo mínimo que pensarían de mí es que era un humano de deficiente humanidad. Pregunto a Mario por el cerdo.
—Son cosas de cerdos —dice sonriendo.
De hecho, no es extraño[327] que los cerdos sufran un ataque al corazón o se queden inmóviles. Demasiado estrés: el transporte, el cambio de entorno, el manejo, los aullidos procedentes del otro lado de la puerta, el olor a sangre, el matarife que mueve los brazos. Pero quizá sean sólo cosas de cerdos, y la risita de Mario va dirigida a mi ignorancia.
Pregunto a Mario si cree que los cerdos presienten por qué están allí o qué está pasando.
—Personalmente no creo que lo sepan. Hay muchos a quienes les gusta meter esa idea en la cabeza de la gente: que los animales saben que van a morir. He visto pasar por aquí a un buen número de cerdos y de cabezas de ganado, y nunca me ha dado esa impresión. Claro que están asustados: es la primera vez que están aquí. Están habituados a estar a su aire en el campo. Por eso prefieren traerlos aquí durante la noche. Si saben alguna cosa, sólo es que los han trasladado y esperan aquí a que pase algo.
Quizá no sepan ni teman por su destino. Quizá Mario tenga razón. Quizá no. Ambas cosas parecen plausibles.
—¿Te gustan los cerdos? —pregunto.
Quizá sea una pregunta obvia, pero no es fácil formularla y responderla en esta situación.
—Hay que matarlos. Es algo mental. En cuanto a si me gusta más un animal que otro, los corderos son los más duros. Nuestra pistola de perno cautivo está pensada para cerdos, no para corderos. Les disparamos, pero la bala puede rebotar.
No acabo de seguir su último comentario sobre los corderos ya que mi atención vuelve al matarife, que sale, con los brazos ensangrentados, y usa una paleta con un cascabel para azuzar al siguiente cerdo hacia la zona de matanza. Sin que venga a cuento, o sí, Mario empieza a hablarme de su perro, «un perrillo faldero, un shih tzu», dice. Pronuncia la primera sílaba —shih—, hace una pausa infinitesimal, como si quisiera hacer acopio de presión bucal, y finalmente dice «zu». Haciendo gala de una obvia satisfacción, me habla de la fiesta de cumpleaños que celebró hace poco para su shih tzu, a la que él y su familia invitaron a los demás perros del lugar: «todos perros pequeños». Sacó una foto de todos ellos en los regazos de sus dueños. Antes no le gustaban los perros pequeños. No los consideraba perros de verdad. Pero se compró uno y ahora los adora. El matarife vuelve a salir, sacudiendo los brazos ensangrentados, y se lleva a otro cerdo.
—¿Alguna vez te dan pena estos animales? —le pregunto.
—¿Si me dan pena?
—¿Alguna vez has querido salvar a uno?
Me cuenta la historia de una vaca que le habían traído hace poco. Había sido una mascota en una granja, pero le «había llegado la hora». (Al parecer a nadie le gusta completar esa frase). Cuando Mario se preparaba para matar a la vaca, esta le lamió la cara. Una y otra vez. Quizá estaba acostumbrada a comportarse como un animal de compañía. Quizá estuviera suplicando. Al contarme la historia, Mario se ríe, disimulando —diría que conscientemente— su malestar.
—Tío —me dice—, luego me acorraló contra la pared y se apoyó sobre mí durante unos veinte minutos antes de que pudiera acabar con ella por fin.
Es una anécdota bonita, inquietante: una anécdota un poco absurda. ¿Cómo pudo la vaca acorralarlo contra la pared? El sitio no funciona así. ¿Y qué hay del resto de los trabajadores? ¿Qué hacían mientras pasaba esto? Una y otra vez, tanto en los mataderos grandes como en los pequeños, se oye el lema de mantener el engranaje en movimiento. ¿Por qué toleraría Paradise un retraso de veinte minutos?
¿Era esa la respuesta a mi pregunta de si alguna vez había querido salvar a un animal?
Es hora de irse. Me gustaría pasar más tiempo con Mario y sus colaboradores. Son buena gente, orgullosa y hospitalaria: la clase de gente que, es de temer, tenga sus días contados en el mundo de la ganadería. En 1967 había más de un millón de granjas de cerdos en el país. Hoy queda sólo una décima parte[328] , y en los últimos diez años[329] el número de granjas de cerdos ha caído en más de dos tercios. (Cuatro empresas producen ahora el 60 por ciento[330] de los cerdos de Norteamérica).
Esto forma parte de un cambio a mayor escala. En 1930 más del 20 por ciento[331] de la población norteamericana trabajaba en la agricultura. Hoy dicho número no supera el 2 por ciento. Y eso a pesar del hecho de que la producción agrícola se dobló entre 1820 y 1920[332] , entre 1950 y 1965, entre 1965 y 1975, y se doblaría de nuevo en los diez años siguientes. En 1950, un granjero[333] proveía a 15,5 consumidores; hoy, existe un granjero por cada 140. Algo deprimente tanto para las comunidades que valoraban las contribuciones de sus pequeñas granjas como para los propios granjeros. (Los granjeros norteamericanos tienen una tasa[334] de suicidio cuatro veces mayor que la población general). Prácticamente todo —alimentación, agua, iluminación, ventilación, incluso el matadero— funciona ahora de manera automatizada. Los únicos empleos que surgen de las granjas industriales son tareas burocráticas de oficina (pocos) u otros trabajos para los que no hace falta preparación y que son peligrosos y están mal pagados (muchos). No hay granjeros en las granjas industriales.
Quizá no importa. Los tiempos cambian. Quizá la imagen de un granjero conocedor de su oficio y amante de los animales y de nuestra comida sea nostálgica, como la de la telefonista pasando llamadas. Y quizá lo que obtenemos a cambio de la sustitución de granjeros por máquinas justifique ese sacrificio.
—No podemos dejarle ir así —me dice una de las trabajadoras. Desaparece durante unos segundos y vuelve con un plato de plástico lleno hasta los topes de rosados trozos de jamón—. ¿Qué clase de anfitriones seríamos si ni siquiera le ofreciéramos una muestra de lo que hacemos?
Mario coge un trozo y se lo mete en la boca.
No quiero comerlo. En estos momentos no podría comer nada: los olores y las imágenes del matadero me han quitado el hambre. Y concretamente no quiero comer lo que contiene ese plato, que era, hace poco, parte de uno de esos cerdos que esperan en el corral. Tal vez no haya nada malo en comerlo. Pero algo en mi interior —razonable o irracional, estético o ético, egoísta o compasivo— no puede soportar la idea de meterme carne en el estómago. Para mí, esa carne no es algo comestible.
Y sin embargo también hay algo en mi interior que quiere comerlo. Deseo agradecer a Mario su generosidad. Y quiero decirle que este trabajo duro produce una comida deliciosa. Quiero decir, «¡Hey, es fantástico!», y coger otra loncha. Quiero «compartir el pan» con él. Nada —ni una conversación, un apretón de manos o incluso un abrazo— une tanto como una comida con alguien. Tal vez sea algo cultural. Tal vez sea el eco de los banquetes comunitarios de nuestros antepasados.
En cierto sentido esta es la realidad de los mataderos. El plato que tengo delante contiene el fin que justifica toda la sangre que he visto dentro. Lo he oído una y otra vez en las personas que crían animales para el consumo, y en verdad es la única forma de plantear la pregunta: ¿la comida —su sabor, su cometido— justifica o no el proceso que la lleva hasta el plato?
Para algunos, en este caso, sería así. Para mí, no.
—Soy kosher —digo.
—¿Kosher? —Mario me devuelve la pregunta.
—Sí. —Me río—. Soy judío. Y kosher.
La sala se queda en silencio, como si el mismo aire estuviera asimilando ese nuevo hecho.
—Pues es curioso que escribas sobre cerdos —dice Mario. No tengo la menor idea de si me cree, de si me comprende y simpatiza conmigo, o de si en el fondo está mosqueado y se siente insultado de algún modo. Tal vez sepa que miento, pero a la vez me entiende y simpatiza conmigo. Todo parece posible.
—Sí que es curioso —reconozco.
Pero no lo es.