Influencia

Al igual que el virus que lleva su nombre[267] , la palabra influenza (gripe) ha llegado a nosotros a través de una mutación. La palabra se usaba originalmente en italiano y se refería a la influencia de las astros: es decir, influencias astrales u ocultas que afectarían a muchas personas a la vez. Sin embargo, hacia el siglo XVI, el término había empezado a mezclarse y a fundir su significado con el de otras palabras hasta llegar a denominar a esas gripes epidémicas que afectan simultáneamente a múltiples comunidades (como si se tratara del resultado de un mal de ojo).

Desde un punto de vista etimológico, cuando hablamos de influenza estamos refiriéndonos a las influencias que moldean el mundo en todas partes a la vez. La gripe porcina o aviar, o la gripe española del 18 no son la influenza real, ni la influencia subyacente, sino sólo su síntoma.

Pocos creemos ya que las pandemias sean la creación de unas fuerzas ocultas. ¿Acaso deberíamos considerar la contribución de 50 mil millones de aves enfermizas y drogadas, aves que suponen la fuente principal de todos los virus gripales, como la causa subyacente que genera la creación de patógenos nuevos que afectan a la raza humana? ¿Y qué me decís de los 500 millones de cerdos[268] con sistemas inmunitarios debilitados que viven confinados en las granjas?

En 2004, un grupo mundial de expertos en enfermedades zoonóticas[269] emergentes se reunió para discutir la posible relación entre todos esos animales de granja enfermos y las explosiones pandémicas. Antes de llegar a sus conclusiones, resulta útil pensar en los nuevos agentes patógenos como dos preocupaciones de salud pública relacionadas pero distintas. La primera preocupación es más general, y versa sobre la relación entre las granjas industriales y toda clase de patógenos, como los nuevos rastros de campylobacterias, salmonela o E. coli. La segunda preocupación de la salud pública es más concreta: los humanos están sentando las bases para la creación del superpatógeno de los superpatógenos, un virus híbrido que causaría una repetición, más o menos, de la gripe española de 1918. Ambas preocupaciones están íntimamente relacionadas.

No pueden rastrearse todos los casos de enfermedades provocadas por la comida, pero siempre que conocemos el origen[270] , o el «vehículo de transmisión», estos son, por abrumadora mayoría, productos animales. Según los Centros para el Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC), las aves suponen la mayor causa[271] de ellos y con diferencia. Un estudio publicado en Consumer Reports establecía que un 83 por ciento de toda la carne de pollo[272] (incluyendo la que se califica de orgánica y libre de antibióticos) está infectada con campylobacteria o salmonela en el momento de su compra.

No estoy seguro de por qué no hay más gente que sea consciente (y se enoje en consecuencia) de esas tasas de enfermedades evitables que se transmiten por la comida. Quizá no acabo de entender que algo pase desapercibido simplemente porque cualquier cosa que suceda a todas horas, como la carne (sobre todo la de ave) infectada por patógenos, tiende a difuminarse.

En cualquier caso, si se sabe lo que hay que buscar, el problema de los patógenos surge de manera aterradora. Por ejemplo, la próxima vez que un amigo tenga una gripe súbita, lo que a menudo se describe por gripe estomacal, por ejemplo, hacedle unas cuantas preguntas. ¿Se trató de una de esas «gripes de veinticuatro horas» que llegan y se pasan enseguida? ¿Algo así como vomitar, cagar, y ya está? El diagnóstico no es tan simple, pero si la respuesta a esa pregunta es afirmativa, lo más probable es que ese amigo vuestro no tuviera la gripe en absoluto: él o ella estaba entre los 76 millones de casos[273] de enfermedades transmitidas a través de la comida que los CDC estiman que ocurren en América todos los años. Vuestro amigo no «pilló un microbio», sino que se lo comió. Y con toda probabilidad dicho microbio se creó en una granja industrial.

Detrás del tremendo número de enfermedades vinculadas a las granjas industriales, sabemos que dichas granjas contribuyen al crecimiento de patógenos resistentes a los antimicrobianos por la sencilla razón de que en esas granjas se consume un exceso de estos últimos. Antibióticos y otros antimicrobianos sólo se venden con receta médica precisamente para impedir que la gente abuse de ellos. Aceptamos las molestias debido a su importancia médica. Los microbios acaban adaptándose a los antimicrobianos, y queremos asegurarnos que quien se beneficia de esos antimicrobianos antes de que los microbios aprendan a sobrevivir a ellos sea gente que realmente está enferma.

En una típica granja industrial, los fármacos forman parte de la dieta diaria de los animales. En las avícolas, como he explicado antes, casi no queda más remedio. La industria se percató de este problema desde el principio, pero en lugar de conformarse con animales menos productivos, compensaron la inmunidad debilitada de los animales con aditivos en la comida.

Como resultado, los animales de granja son atiborrados de antibióticos de una forma no terapéutica (es decir, antes de que enfermen). En Estados Unidos, los humanos consumimos[274] 1.360.000 kilos de antibióticos al año, pero en los animales la cifra asciende a unos increíbles siete millones de kilos, o eso afirma la industria. El Sindicato de Científicos Preocupados (UCS) ha demostrado que la industria reduce las cifras[275] en sus informes en un 40 por ciento. La UCS calculó que los antibióticos administrados a pollos, cerdos y otros animales de granja ascendía a casi once millones de kilos[276] , contando sólo con el uso no terapéutico. Estimaron luego que casi tres millones de kilos de esos antimicrobianos serían ilegales actualmente en la Unión Europea.

Las implicaciones de crear patógenos resistentes a las medicinas son bastante obvias. Estudio tras estudio se ha demostrado que la resistencia a los antimicrobianos va muy unida a la introducción de nuevos fármacos en las granjas industriales. Por ejemplo, en 1995, el organismo estatal encargado de velar por la comida y los medicamentos aprobó los fluoroquinolones, como el Cipro, para que se usaran en pollos en contra de las protestas de los CDC, el porcentaje de bacterias resistentes[277] a esta nueva y poderosa clase de antibióticos aumentó de casi cero al 18 por ciento en 2002. Un estudio más amplio del New England Journal of Medicine demostraba que la resistencia a los antimicrobianos había aumentado ocho veces[279] desde 1992 a 1997, y, usando subtificación molecular, vinculaba este incremento al uso de antimicrobianos en los pollos de granja.

Desde finales de la década de los sesenta[280] , los científicos vienen advirtiendo en contra de ese uso no terapéutico de los antibióticos en la dieta animal. Hoy, instituciones tan diversas como la Asociación Médica Americana[281] , los CDC[282] , el Instituto de Medicina[283] (una división de la Asociación Médica Americana) y la OMS[284] han vinculado el uso no terapéutico de antibióticos en las granjas industriales con la creciente resistencia a los antimicrobianos, y han pedido una prohibición. Aun así, la industria agrícola se ha opuesto de manera eficaz a dicha prohibición en Estados Unidos. Y tampoco resulta una sorpresa que las prohibiciones limitadas de otros países supongan sólo una limitada solución.

Existe una razón evidente que explica que no se haya producido la prohibición total del uso no terapéutico de los antibióticos: la industria agrícola (en connivencia con la industria farmacéutica) tiene actualmente más poder que los profesionales de la salud pública. La fuente de ese inmenso poder no está en las sombras. Nosotros se lo damos. Hemos escogido, sin quererlo, financiar esta industria a escala masiva al comer productos provenientes de granjas industriales (y el agua que se vende como parte de ellos), y lo seguimos haciendo todos los días.

Las mismas condiciones que llevan todos los años a 76 millones de norteamericanos a ponerse enfermos debido a lo que comen y que fomentan la resistencia a los antimicrobianos también contribuyen al riesgo de una pandemia. Esto nos devuelve a la notable conferencia de 2004[285] en la que la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, la OMS y la OIE (Organización Mundial de Sanidad Animal) aunaron sus tremendos recursos para evaluar la información disponible sobre las «emergentes enfermedades zoonóticas». En el momento de la conferencia, el H5N1 y el SARS ocupaban los primeros puestos de la lista de esas temidas enfermedades emergentes. Hoy en día el H1N1 sería el patógeno enemigo número uno.

Los científicos distinguían[286] entre «factores de riesgo primario» y otros «factores de amplificación del riesgo», que afectan sólo a la velocidad con que se propaga una enfermedad. Sus ejemplos paradigmáticos de factores de riesgo primario eran el «cambio a un sistema de producción agrícola o de los modelos de consumo». ¿En qué cambios concretos, tanto en el campo agrícola como en el del consumo, estaban pensando? El primer factor de riesgo primario de una lista de cuatro era la «creciente demanda de proteínas animales», una educada manera de decir que la demanda de carne, huevos y lácteos es un «factor primario» que influye en las enfermedades zoonóticas emergentes.

El informe proseguía diciendo que «esta demanda de productos animales[287] conlleva cambios en las prácticas agrícolas». Para que no quedara la menor duda de cuáles de esos «cambios» son relevantes, la industria avícola quedaba señalada en las conclusiones.

El Consejo para las Ciencias y Tecnologías Agrícolas, que congregó a expertos de la industria y a expertos de la OMS, la OIE y el USDA, alcanzó conclusiones parecidas. Su informe de 2005 defendía que uno de los principales impactos de las granjas industriales es «la rápida selección y amplificación[288] de patógenos que surgen de un antepasado virulento (frecuentemente debido a sutiles mutaciones), lo que implica un mayor riesgo para la aparición y/o propagación de enfermedades». Criar aves genéticamente uniformes[289] y propensas a las enfermedades en condiciones de superpoblación, estrés, suciedad e iluminación artificial de las granjas industriales promueve el crecimiento y mutación de patógenos. El informe concluye que «el coste de ese aumento en la eficiencia»[290] supone un aumento del riesgo global de enfermedades. La elección que se nos presenta está clara: pollo barato o salud.

Actualmente el vínculo entre pandemias y granjas industriales no podría ser más obvio. El antepasado primario de la reciente gripe porcina causada por el HIN1 se originó en una granja porcina del estado donde más abundan, Carolina del Norte, y se propagó rápidamente por toda Norteamérica. Fue en esas granjas industriales donde los científicos vieron, por vez primera, virus que combinaban material genético de virus aviares, porcinos y humanos. Los científicos de las Universidades de Princeton y Columbia han podido estudiar seis de los ocho[291] segmentos genéticos del (actualmente) virus más temido del mundo y relacionarlo directamente con las granjas industriales estadounidenses.

En el fondo de nuestra mente quizá entendemos, sin toda esa ciencia que he expuesto aquí, que está pasando algo terriblemente nocivo. Nuestro alimento procede del sufrimiento. Sabemos que si alguien nos ofrece la posibilidad de mostrarnos una película sobre cómo se produce la carne que comemos, lo que veríamos sería una peli de terror. Quizá sepamos más de lo que queremos admitir y preferimos sepultarlo en los rincones oscuros de nuestra memoria: ignorarlo. Cuando comemos carne procedente de granjas industriales estamos viviendo, literalmente, a base de carne torturada. Cada vez más, esa carne torturada se está convirtiendo en la nuestra.