La segunda granja que fui a ver en compañía de C estaba instalada en una serie de veinte cobertizos[217] , de 14 metros de ancho por 150 metros de largo, con capacidad aproximada para albergar a 33.000 aves cada uno. No tenía una cinta métrica ni pude llevar a cabo un recuento de aves, aunque fuera por encima, pero puedo afirmarlo con seguridad porque se trata de las dimensiones típicas que se dan en la industria, aunque ahora algunos criadores están construyendo cobertizos más grandes: 18 metros[218] de ancho por 154 de largo, con capacidad para más de 50.000 aves.
Resulta difícil hacerse a la idea de cifras como la de 33.000 aves en un solo espacio. No hace falta que lo veáis con vuestros propios ojos, ni siquiera que saquéis la cuenta, para comprender que los bichos están bastante apretados. En sus Directrices para el Bienestar Animal, el Consejo Nacional del Pollo indica que la densidad apropiada sería la de setecientos cincuenta centímetros cuadrados[219] por ave. Eso es lo que se considera como bienestar animal por una organización de renombre que representa a los productores de pollos, lo que demuestra hasta qué punto se han tergiversado las ideas del bienestar y por qué no podéis fiaros de etiquetas que no procedan de fuentes más objetivas.
Merece la pena detenernos unos momentos en este punto. Aunque muchos animales vivan con menos espacio, demos por bueno esos setecientos cincuenta centímetros cuadrados. Intentemos imaginarlo. (Es altamente improbable que lleguéis a ver el interior de una granja avícola en persona, pero si vuestra imaginación necesita ayuda encontraréis muchas imágenes en internet). Buscad un pedazo de papel de impresora e imaginad a un ave adulta con forma de balón de fútbol con patas puesta de pie sobre él. Imaginad 33.000 rectángulos como ese en batería. (Los pollos no están nunca en jaulas, ni en más de un nivel). Ahora rodead esas baterías con paredes sin ventanas y añadid un techo. Introducid los sistemas de alimentación automatizada (llena de fármacos), agua, calefacción y ventilación. Eso es una granja. Vayamos al proceso de crianza.
En primer lugar, se trata de buscar un pollo que engorde rápidamente con la menor cantidad de comida posible. Los tejidos musculares y grasos[220] de los pollos manipulados genéticamente crecen mucho más deprisa que sus huesos, lo que conlleva deformidades[221] y enfermedades. Entre el 1 y el 4 por ciento[222] de las aves sucumbirán a convulsiones letales provocadas por el síndrome de muerte súbita, algo que pasa totalmente desapercibido fuera de las paredes de las granjas. Otra enfermedad provocada por las granjas industriales es la ascitis[223] , que consiste en que un exceso de fluidos llena la cavidad corporal y que mata a un número todavía mayor (el 5 por ciento de las aves). Tres de cada cuatro[224] presentarán algún tipo de problemas de movilidad, y el más puro sentido común nos indica que sufren un dolor[225] crónico. En una de cada cuatro[226] se apreciarán tales problemas de movilidad que nadie podrá dudar de ese dolor.
Luego dejaremos las luces encendidas veinticuatro horas al día[227] durante la primera semana de vida de las crías. Esto las anima a comer más. Luego apagaremos las luces, dándoles una media de cuatro horas de oscuridad al día: lo que les permite dormir lo mínimo para su supervivencia. No cabe duda de que si tuvieran que vivir en esas condiciones antinaturales durante mucho tiempo, los pollos enloquecerían: la luz y la alta densidad, el peso de sus cuerpos grotescos. Normalmente los pollos son sacrificados a los cuarenta y dos días de vida[228] (aunque cada vez más la matanza se lleva a cabo a los treinta y nueve días[229] ), de manera que aún no han establecido jerarquías sociales por las que luchar.
No hace falta decir que hacinar aves deformes, drogadas y sometidas a un alto nivel de estrés en una sala asquerosa y llena de heces no resulta muy saludable. Aparte de las deformidades[230] , los pollos de granjas industriales sufren problemas de visión, infecciones bacterianas en los huesos, vértebras rotas, parálisis, hemorragias internas, anemia, tendones rotos, las patas y cuellos torcidos, enfermedades respiratorias y sistemas inmunitarios debilitados. Los estudios científicos y los registros gubernamentales indican que prácticamente todos los pollos[231] (alrededor de un 95 por ciento) presentan una infección de E. coli (un indicador de contaminación fecal), y que entre el 39 y el 75 por ciento[232] de los que llegan a las tiendas siguen infectados. Alrededor de un 8 por ciento[233] presenta salmonelosis (una proporción que ha descendido en los últimos años, ya que entonces una de cada cuatro aves[234] estaba infectada, aunque aún ocurre en algunas granjas[235] ). De un 70 a un 90 por ciento[236] presentan infecciones de otro patógeno potencialmente letal: la campylobacteria. Suele recurrirse a baños de cloro[237] para eliminar la suciedad, el hedor y las bacterias.
Está claro que los consumidores pueden notar que los pollos no saben del todo bien —¿cómo va a saber bien un animal atiborrado de drogas, plagado de enfermedades y sucio de mierda?—, pero a los pollos se les inyecta[238] (o se les infla) con «caldos» y soluciones salinas para darles lo que se ha dado en denominar el olor, aspecto y sabor del pollo. (Un reciente estudio de Consumer Reports descubrió que los productos derivados del pollo y el pavo, muchos etiquetados como frescos, «aparecían inflados de un 10 a un 30 por ciento[239] de su peso con caldo, aromas o agua»).
Realizada la crianza, ha llegado el momento del «procesamiento».
Primero debéis encontrar empleados[240] que metan a las aves en contenedores y trabajen en la cadena que convertirá a esas aves vivas y enteras en trozos envueltos en plástico. Esa búsqueda de empleados se convierte en una tarea constante, ya que la plantilla rota en un cien por cien cada año. (Las entrevistas que realicé apuntan a una rotación anual de plantilla del 150 por cien). Suele preferirse a inmigrantes ilegales[241] , aunque también resultan deseables los inmigrantes con papeles, pobres y recién llegados. Según los estándares de la comunidad internacional de derechos humanos, las condiciones típicas[242] de los mataderos norteamericanos constituyen una violación de esos derechos; constituyen asimismo el paso determinante para producir carne barata que alimente al mundo. Pagan el salario mínimo a los empleados, o poco más, para que agarren a las aves (cinco por mano, cogidas por las patas) y las metan en los cajones de transporte.
Si la operación avanza a la velocidad correcta (105 pollos por trabajador en 3,5 minutos es la media esperada según los empleados con los que he hablado), los pollos son trasladados con rudeza y, como también me dijeron, los trabajadores notarán que los huesos de las aves se les parten en las manos. (Un 30 por ciento aproximadamente[243] de todas las aves vivas que llegan al matadero presentan huesos rotos como resultado de su genética a lo Frankenstein y del rudo transporte). No hay ley alguna que proteja a las aves, pero desde luego sí las hay que regulan cómo tratar a los trabajadores, y esta clase de tarea tiende a provocar en ellos un dolor que les durará días, de manera que, una vez más, es mejor que contratéis a gente que no se halla en posición de quejarse: personas como «María», empleada en uno de los mayores mataderos de California, con la que pasé una tarde. Después de más de cuarenta años de trabajo y de cinco operaciones debidas a heridas laborales, María no puede usar las manos ni para fregar los platos. Sufre unos dolores tan constantes que por las tardes se ve obligada a sumergir las manos en agua helada, y que le impiden dormir si no es con la ayuda de somníferos. Le pagan ocho dólares la hora, y me pidió que no usara su verdadero nombre por miedo a represalias.
Luego hay que cargar las cajas en camiones. Hacer caso omiso de las condiciones de temperatura y no dar de comer ni de beber a las aves, ni siquiera si la planta se halla a cientos de kilómetros de distancia. A la llegada, otros obreros se ocuparán de colgar a los pollos boca abajo, sujetos por las patas con argollas metálicas, sobre una cinta transportadora. Más huesos rotos. A menudo los gritos de las aves y el ruido del aleteo son tan potentes que los trabajadores no consiguen oír a la persona que tienen al lado. Muchas veces las aves, aterradas y doloridas, defecan.
La cinta transportadora arrastra a las aves a través de un baño de agua electrificado. Eso suele paralizarlas[244] , pero no las insensibiliza. En otros países, incluidos muchos países europeos, se requiere (al menos legalmente) que los pollos lleguen inconscientes o muertos al desangrado y escaldado. En Estados Unidos, donde la interpretación que hace el USDA de la Ley de Métodos Humanitarios de Sacrificio deja fuera de esta la matanza de pollos, el voltaje se mantiene bajo: una décima parte del nivel[245] necesario para dejar a las aves inconscientes. Tras pasar por el baño, los ojos de un ave paralizada aún podrían moverse. A veces las aves conservan suficiente control sobre su cuerpo como para abrir el pico, como si intentaran gritar.
El siguiente paso en la cadena para esa ave inmóvil pero consciente será un degollador automático. El ave se desangra lentamente, a menos que se seccionen las arterias importantes, algo que sucede «constantemente», según otro de los trabajadores con los que hablé. De manera que necesitaréis unos cuantos trabajadores más para que terminen el trabajo, «refuerzos», que degüellen a las aves que la máquina aún ha dejado con vida. A menos que ellos tampoco cumplan con su cometido, algo que según me dijeron también pasa «constantemente». Según el Consejo Nacional del Pollo (los representantes de la industria), unos 180 millones de pollos son sacrificados de manera inadecuada todos los años. Cuando se le preguntó[246] si estas cifras le inquietaban, Richard L. Lobb, el portavoz del Consejo, suspiró y dijo: «El proceso se acaba en cuestión de minutos».
He hablado con muchos trabajadores de las diversas secciones de la cadena y todos coinciden en que hay aves que llegan vivas y conscientes al tanque de escaldado. (Las estimaciones del gobierno[247] obtenidas a través de la Ley de Libertad de Información señalan que esto les sucede a unos cuatro millones de aves al año). Dado que las heces de la piel y las plumas terminan en el tanque, las aves salen llenas de patógenos[248] que han inhalado o absorbido a través de la piel (el agua caliente de los tanques ayuda a que se les abran los poros).
Después de que se les arranque la cabeza y las extremidades, las máquinas las abren con una incisión vertical para extraerles las tripas. En este punto también se produce contaminación, ya que esa maquinaria de alta velocidad a menudo desgarra los intestinos, derramando las heces en las cavidades corporales del ave. En una época los inspectores del USDA retiraban a cualquier ave que presentara tal contaminación fecal, pero hace unos treinta años, la industria avícola convenció al USDA de que recalificara las heces para poder seguir usando esos destripadores automáticos.
Antaño un contaminante peligroso[249] , hoy en día las heces son clasificadas como «imperfección cosmética». Como resultado, los inspectores retiran[250] a la mitad de aves que antes. Quizá Lobb y el Consejo Nacional del Pollo se limitarán a suspirar y decir: «La gente consume esas heces en cuestión de minutos».
Luego las aves son inspeccionadas por un agente del USDA, cuya función teórica es mantener al consumidor a salvo. El inspector dispone aproximadamente[251] de dos segundos para examinar a cada ave por dentro y por fuera, cadáver y órganos, y certificarla libre de más de una docena de enfermedades posibles, amén de sospechar de cualquier anormalidad. Él o ella estudian a unas 25.000 aves al día. El periodista Scott Bronstein escribió una notable serie para el Atlanta Journal-Constitution sobre la inspección avícola, que debería ser lectura obligatoria para todo aquel que se plantee comer pollo. Realizó entrevistas con casi un centenar de inspectores del USDA que llevaban a cabo su tarea en treinta y siete mataderos. «Todas las semanas[252] —informó—, millones de pollos[253] rezumando pus amarillo, manchados por heces verdes, contaminados por bacterias dañinas o afectados por infecciones pulmonares o cardiacas, tumores cancerígenos o problemas de piel, pasan el control para ser vendidos a los consumidores».
Los pollos van a parar luego a un enorme tanque de agua refrigerado, donde se enfría a miles de aves. Tom Devine, del Proyecto para la Responsabilidad Democrática del Gobierno, ha dicho que «el agua de esos tanques[254] recibe el nombre de “sopa fecal”, por toda la suciedad y las bacterias que flotan en ella. Si se sumerge a aves limpias y sanas en esa misma agua, junto con las aves sucias, la contaminación de las primeras está prácticamente asegurada».
Mientras que un significativo número de procesadores avícolas de Europa y Canadá usan sistemas de refrigerado por aire, el 99 por ciento de los productores avícolas estadounidenses[255] sigue con esos sistemas de inmersión en agua y han ido a juicios por denuncias tanto de los consumidores como de la industria cárnica para poder continuar con ese obsoleto sistema. No es difícil suponer el porqué. El sistema de refrigerado por aire reduce el peso de la carcasa del pollo, pero el sistema de agua provoca que un ave muerta se empape. Un estudio ha demostrado que el simple hecho de colocar[256] las carcasas de pollo en bolsas de plástico herméticas durante la fase de refrigeración eliminaría esa contaminación por contacto. Pero eso supondría eliminar también la posibilidad de la industria de convertir ese agua residual en decenas de millones de dólares por el peso adicional que añaden a los productos avícolas.
No hace tanto tiempo el límite de líquido absorbido que podía venderse a los consumidores a precio de carne de pollo sin que el gobierno tomara medidas, establecido por el USDA, era del 8 por ciento[258] . Cuando esto se hizo público, en la década de los noventa, se produjo una protesta comprensible. Los consumidores rechazaron esa práctica[259] , que les parecía no sólo repulsiva sino algo parecido a una adulteración. Los tribunales tacharon esa regla del 8 por ciento de «arbitraria y caprichosa»[260] .
Irónicamente, sin embargo, la interpretación que dio el USDA[261] a la sentencia del tribunal permitió a la industria del pollo que realizara sus propias investigaciones para evaluar qué porcentaje de la carne debía estar compuesta de agua sucia y con cloro. (Un resultado bastante común cuando se desafía a las empresas agrícolas). Tras la consulta de la industria, la nueva ley[262] permite algo más del 11 por ciento de absorción de líquidos (el porcentaje exacto consta en la letra pequeña del paquete, echadle un vistazo la próxima vez). Tan pronto como la atención pública se centró en otro tema, la industria avícola dio la vuelta en beneficio propio a las regulaciones pensadas para proteger a los consumidores.
Los consumidores estadounidenses de productos avícolas regalan montones de dólares a los productores[263] gracias a este líquido añadido. El USDA lo sabe y defiende la práctica: al fin y al cabo, como suelen decir muchos granjeros, esas industrias se limitan a hacer lo posible para «alimentar al mundo». (O, en este caso, asegurar su hidratación).
Lo que he descrito no es algo excepcional. No es el resultado de unos obreros masoquistas, de una maquinaria defectuosa, ni aplicable sólo a unas cuantas «manzanas podridas». Es la regla. Más del 99 por ciento de todos los pollos destinados a ser comidos en Estados Unidos viven y mueren así.
En ciertos aspectos, los sistemas de las granjas industriales pueden presentar notables diferencias: por ejemplo, en el porcentaje de aves que son accidentalmente escaldadas vivas todas las semanas o en la cantidad de sopa fecal que absorben sus cuerpos. Son diferencias que importan. En otros, sin embargo, las granjas avícolas industriales (bien llevadas o no, «libres de jaulas» o no) son básicamente idénticas: todas las aves proceden del mismo acervo frankestiniano; todas viven confinadas; ninguna disfruta de la brisa o del calor del sol; ninguna es capaz de satisfacer todas (normalmente ninguna) las conductas asociadas a su especie como anidar, posarse, explorar su entorno o formar unidades sociales estables; la enfermedad es moneda común; el sufrimiento es la regla; los animales son simples unidades; su muerte es invariablemente cruel. Estos puntos en común importan más que las diferencias.
El enorme peso de la industria avícola significa que si hay algo malo en el sistema, es que hay algo malo en el mundo. Hoy en día seis mil millones de pollos[264] son criados en estas condiciones en la Unión Europea todos los años, más de nueve mil millones en América y más de siete mil millones en China. La inmensa población de la India consume muy poco pollo, pero aun así podemos hablar de un par de miles de millones de aves que pasan por ese proceso de crianza en ese país, una cifra que aumenta (como en China) en proporciones agresivas y globalmente significativas (a menudo doblando el crecimiento de la siempre en expansión industria estadounidense). En resumen, la cifra mundial alcanza los cincuenta mil millones de aves en granjas (y va en aumento). Si la India y China llegaran a consumir la misma proporción de pollo que Estados Unidos, dicha increíble cifra aumentaría a más del doble.
Cincuenta mil millones. Cada año se obliga a cincuenta mil millones de aves a vivir y morir así.
No puede pasarse por alto lo revolucionaria y relativamente reciente que es esta realidad: el número de aves en granjas industriales era cero antes de los experimentos de Celia Steele en 1923. Y no sólo estamos criando a las aves de manera distinta, sino que las comemos aún más: los norteamericanos comen 150 veces[265] más pollo del que comían hace sólo ochenta años.
Otra cosa que puede comentarse sobre esos cincuenta mil millones es que la cifra se calcula con la máxima meticulosidad. Los estadísticos que han generado[266] esa cifra de nueve mil millones en Estados Unidos la dividen por mes, estado y peso del ave, y la comparan, todos y cada uno de los meses, con la tasa de muertos del mismo mes en el año anterior. Esos números son estudiados, debatidos, proyectados y prácticamente reverenciados como objeto de culto por la industria. No son simples hechos, sino la proclamación de una victoria.