Tus descendientes se conocerán por los nombres de Gallus domesticus, pollo, gallo, gallina, ave de corral, el Pollo de Mañana, pollo para asar, ponedora, Mr. McDonald[151] , y muchos otros. Cada uno de esos nombres encierra una historia, pero de momento no se ha contado historia alguna, no hay nombre para ti ni para ningún otro animal.
Como todos los animales de esta época anterior al principio, te reproduces en función de tus preferencias e instintos. No te alimentan, no te obligan a trabajar, no te protegen. No te designan como posesión con marcas ni etiquetas. Ni siquiera nadie ha pensado en ti como algo que pueda ser una propiedad.
Como gallo salvaje, oteas el panorama, adviertes a los otros de la presencia de intrusos mediante gritos complejos y defiendes a tus compañeros con el pico y las garras. Como gallina salvaje, empiezas a comunicarte con las crías[152] antes de que salgan del huevo, reaccionando a los indicios de incomodidad mediante un movimiento de tu cuerpo. Esa imagen de protección y el cariño materno se usará en el segundo versículo del Génesis[153] para describir ese primer aliento de Dios que se cierne sobre las primeras aguas. Jesús te invocará como la imagen del amor protector: «Mi anhelo es reunir a vuestros hijos de la misma forma que una gallina reúne a sus crías bajo las alas». Pero el Génesis aún no se ha escrito, ni Jesús ha nacido aún.
Todo lo que comes es comida que has encontrado por tus propios medios. En términos generales no vives cerca de los animales que matas. No compartes la tierra con ellos, ni compites con ellos por ella, pero debes ir en su busca. Cuando lo haces, sueles matar a animales que no conoces como individuos, aparte del breve contacto que supone el rato de la caza, y consideras a los animales que cazas[154] como a tus iguales. No en todos los sentidos (por supuesto), pero los animales que conoces tienen poder: poseen habilidades de las que los humanos carecen, pueden ser peligrosos, pueden crear vida, significan cosas que significan cosas. Cuando creas ritos y tradiciones, lo haces con ellos. Los dibujas[155] en la arena, en la tierra, y en las paredes de las cuevas: no sólo sus figuras, sino también criaturas híbridas que mezclan formas animales y humanas. Los animales son y a la vez no son lo que eres tú. Mantienes con ellos una compleja relación que, en cierto modo, es igualitaria. Esto está a punto de cambiar.
Estamos en el 8000 a.C. Un ave salvaje, el pollo, ha pasado a ser un animal doméstico, al igual que las cabras y el ganado. Esto implica una nueva intimidad con los humanos: una nueva clase de cuidado y una nueva clase de violencia.
Un tropo común, antiguo y moderno, describe la domesticación como un proceso de coevolución entre humanos y otras especies. Básicamente, el ser humano alcanzó un trato con los animales a los que hemos dado en llamar pollos, vacas, cerdos, y demás: nosotros os protegeremos, os daremos de comer, etc., y a cambio nos quedaremos con el rendimiento de vuestro trabajo, con vuestra leche y vuestros huevos, y, a veces, se os matará para comeros. La vida en la jungla no es una fiesta (la naturaleza es cruel), así que se impone la lógica y el trato es bueno. Y los animales consienten. Michael Pollan, en The Omnivore’s Dilemma, sugiere esta historia:
La domesticación supone[156] un desarrollo evolutivo más que político. No se trata de un sistema que los humanos impusieran a los animales diez mil años atrás. En realidad, la domesticación se produjo cuando un puñado de especies especialmente oportunistas descubrieron, a través del ensayo y error darwiniano, que les era más fácil sobrevivir y prosperar aliándose con los humanos que por su cuenta. Los humanos proveían a los animales de comida y protección, a cambio de lo cual los animales proporcionaban leche, huevos y… sí, su carne. Desde el punto de vista de los animales, el trato resultó un completo éxito, al menos hasta nuestros días.
Esta es la versión post-darwiniana del antiguo mito del consentimiento de los animales. Lo sacan a colación los rancheros en defensa de la violencia que forma parte de su profesión y aparece citado también en los libros de texto de las escuelas agrícolas. En esta historia subyace la idea de que los intereses de las especies y los de los individuos a menudo entran en conflicto, pero si no hubiera especies, no habría individuos. Por lógica, si la humanidad se volviera vegana, dejarían de existir los animales de granja (lo cual no es del todo cierto, ya que existen docenas de criaderos de pollos y cerdos que son más bien ornamentales, o criados como animales de compañía, y otros se mantendrían para abonar las cosechas). En efecto, los animales quieren que los domestiquemos. Lo prefieren así. Algunos rancheros que he conocido me han comentado que en alguna ocasión se habían dejado las puertas de los corrales abiertas y que ni un solo animal huyó.
En la antigua Grecia, el mito del consentimiento se representaba en el oráculo de Delfos echando agua en las cabezas de los animales antes de matarlos. Cuando estos meneaban la cabeza para sacudirse el agua, el oráculo lo interpretaba como el consentimiento para el sacrificio y decía: «Con este gesto de asentimiento[157] … digo que puedes ser sacrificado». Una fórmula tradicional usada por los yakutios rusos dice así: «Has venido a mí, Señor Oso[158] , deseas que te mate». En la antigua tradición israelí, el ternero que debe ser sacrificado[159] para expiar los pecados de Israel debe caminar hacia el altar de manera voluntaria; en caso contrario el ritual es inválido. El mito del consentimiento tiene muchas versiones distintas, pero todas implican un «trato justo», y, al menos en un sentido metafórico, la complicidad animal en su propia domesticación y sacrificio.
Pero las especies como tales no toman decisiones, son los individuos quienes lo hacen. E incluso si de alguna forma las especies pudieran hacerlo, llegar a la conclusión de que escogerían la perpetuidad por encima del bienestar individual resulta difícil de aplicar de manera más amplia. Siguiendo este mismo razonamiento, esclavizar a un grupo de humanos es aceptable si la alternativa que les quedara fuera la desaparición. (En lugar de Vivir libre o morir, el lema que hemos acuñado para los animales que nos comemos es: Muere esclavizado pero vive). Resulta más obvio aún pensar que la mayoría de los animales, incluso individualmente, son incapaces de entender ese acuerdo. Los pollos saben hacer muchas cosas, pero no pueden llegar a tratos sofisticados con los humanos.
Dicho esto, estas objeciones tal vez no sean el punto central. En cualquier caso, la mayoría de la gente es capaz de imaginar lo que significa un trato justo o injusto para, por ejemplo, el perro o el gato de casa. Y podemos imaginar ciertos métodos de cría a los que los animales podrían dar su consentimiento, aunque sea hipotéticamente. (Si a un perro se le ofrecen varios años de comida sabrosa, mucho tiempo en el exterior con otros perros y todo el espacio que desee, consciente de las penalidades que soportan los perros que viven en condiciones más salvajes y menos reguladas, es probable que consienta en que se lo coman al final como parte del trato).
Podemos imaginar tales cosas, y así lo hemos hecho desde siempre. La persistencia de esa idea del consentimiento animal en nuestra era nos habla de que el humano aprecia lo que está en juego y de que desea hacer las cosas bien.
No es sorprendente que, desde un punto de vista histórico, mucha gente parezca haber aceptado comer animales como un hecho cotidiano. La carne llena, y su olor y sabor resultan sabrosos para la mayoría. (Tampoco es sorprendente que, durante casi toda la historia de la humanidad, ciertos humanos hayan tenido a otros como esclavos). Pero desde tiempos inmemoriales los humanos han expresado una ambivalencia en relación con la violencia y la muerte inherentes al hecho de comer animales. De manera que hemos contado historias.
Hoy en día vemos tan pocos animales en granjas que resulta fácil olvidarse de todo esto. Las antiguas generaciones estaban más familiarizadas que nosotros tanto con las personalidades de los animales de granja como con la violencia que se ejercía sobre ellos. Sabían que los cerdos son juguetones, listos y curiosos (nosotros diríamos que son «como perros»), y que mantienen relaciones sociales complejas («como los primates»). Sabían qué aspecto tiene y cómo se comporta un cerdo encerrado, además de cómo suena su chillido infantil cuando es castrado o sacrificado.
Mantener escaso contacto con los animales hace mucho más fácil dejar a un lado las cuestiones de cómo nuestras acciones influyen en el trato que estos reciben. El problema planteado por la carne se ha convertido en algo abstracto: no hay animales individualizados, no hay una sola mirada única de alegría o sufrimiento, no hay ningún rabo agitándose ni ningún grito. La filósofa Elaine Scarry ha señalado que «la belleza siempre se manifiesta en lo particular[160] ». La crueldad, por su parte, prefiere la abstracción.
Algunos han intentado resolver este dilema cazando y matando a los animales por sí mismos, como si esas experiencias pudieran legitimar de algún modo el empeño en comer animales. Esto es una estupidez. Asesinar a alguien probaría seguramente que eres capaz de matar, pero no sería la forma más razonable de comprender por qué deberías o no deberías hacerlo.
Matar a un animal es a menudo una forma de olvidar el problema mientras se finge tenerlo en cuenta. Quizá sea más dañino que la simple ignorancia. Siempre se puede despertar a alguien que está dormido, pero ningún ruido del mundo, por fuerte que sea, despertará a alguien que finge dormir.
Érase una vez en que la ética dominante hacia los animales domésticos se basaba en las exigencias de su cría y respondía al fundamental problema de la vida que se alimenta de otras vidas: no se trataba de no comer (por supuesto), pero tampoco de da lo mismo. Más bien era: come con cuidado.
La atención hacia los animales domesticados exigida por esa ética de come con cuidado no se correspondía necesariamente con ninguna moral oficial: no hacía falta, ya que esa ética se basaba en la necesidad económica de tener animales domesticados. La propia naturaleza de la relación entre el ser humano y el animal ya requería cierta cantidad de cuidados, en el sentido de proporcionarles alimento y de tener un entorno seguro para el rebaño. Cuidar de los animales de uno era, en realidad, un buen negocio. Pero se exigía un precio a cambio de esas garantías que incluían perros pastores y agua (moderadamente) limpia: la castración, trabajos agotadores, sacarles sangre o cortarles carne aun estando vivos, marcarlos, separar a las crías de sus madres, y, por supuesto, matarlos, también suponían pingües negocios. A los animales se les aseguraba protección policial a cambio de ser sacrificados a esos mismos policías: proteger y servir.
La ética de come con cuidado persistió y evolucionó durante miles de años. Se convirtió en varios y distintos sistemas éticos según las diversas culturas donde se desarrollaba: en India desembocó en la prohibición de comer carne de vaca, en el islam y el judaísmo llevó a mandatos que exigían para los animales una muerte rápida, en la tundra rusa llevó a que los yakutios proclamaran que los animales querían ser matados. Pero eso no iba a durar.
La ética de come con cuidado no se volvió obsoleta con el tiempo, sino que murió de repente. En realidad, la mataron.
Empezaron en Cincinnati y se expandieron a Chicago a finales de la década de 1820[162] y principios de la siguiente. Las primeras plantas industriales de «procesamiento» (también llamadas «mataderos[163] ») reemplazaron los conocimientos prácticos de los carniceros por grupos de hombres que realizaban una serie coordinada de tareas mentales, musculares y entumecedoras. Matarife, degollador, desollador, jifero, destazador, casquero, ahumador. El propio Henry Ford reconoció que la eficacia de esas cadenas de trabajadores[164] le inspiró para aplicar el modelo a la industria del automóvil, lo que condujo a una revolución en su fabricación. (Ensamblar un coche es como trocear una vaca, pero al revés).
La presión para mejorar[165] la eficacia de los mataderos llegó en parte debido a los avances en el transporte ferroviario, como la invención en 1879 del vagón refrigerado, que permitía trasladar desde distancias más lejanas a una cantidad de ganado cada vez mayor. Hoy en día no es en absoluto raro que la carne viaje por medio mundo antes de llegar a tu supermercado más cercano. La distancia media de viaje de nuestra carne[166] es de unos 2500 kilómetros: como ir desde Brooklyn a las afueras de Texas para comer.
En 1908[167] se introdujeron los sistemas de cintas transportadoras en las cadenas de los mataderos, lo que permitía que fueran los supervisores en lugar de los obreros quienes controlaran la velocidad de la cadena. Estas velocidades fueron aumentando durante más de ochenta años, en muchos casos doblándose e incluso triplicándose[168] , con los previsibles incrementos de ineficacia[169] y otros riesgos laborales.
A pesar de esta tendencia, a principios del siglo XX la mayor parte de los animales aún se criaba en granjas y ranchos, prácticamente como siempre, y como la mayoría de la gente cree que aún sucede. A los granjeros aún no se les había ocurrido tratar a los animales vivos como si estuvieran muertos.
En 1923[170] , en la Península Delmarva (Delaware-Maryland-Virginia), un ama de casa de Oceanview, Celia Steele, sufrió un leve y casi divertido accidente, que inició la moderna industria avícola y el nacimiento global de las granjas industriales. Se cuenta que Steele, que se ocupaba de un pequeño corral de pollos, recibió un pedido de quinientos pollos en lugar del de cincuenta que había solicitado. En lugar de librarse de ellos, decidió probar a tenerlos encerrados durante el invierno. Con la ayuda de los últimos avances en comederos[171] , las aves sobrevivieron, y la mujer aumentó sus experimentos. Hacia 1926 , Steele tenía 10.000[172] aves, y en 1935, 250.000[173] . (La media de las granjas[174] de Norteamérica seguía siendo sólo de 23).
Apenas diez años después[175] de la innovación de Steele, la Península Delmarva era la capital avícola del mundo. El Condado de Sussex Delaware produce ahora más de 250 millones de pollos al año, casi el doble que cualquier otro condado de Estados Unidos. La producción avícola[176] es la principal actividad económica de la región, y la principal fuente de su contaminación. (Los nitratos contaminan un tercio[177] de todas las aguas que surcan las zonas agrícolas de Delmarva).
Amontonadas y privadas durante meses tanto de ejercicio como de la luz del sol, las aves de Steele nunca habrían sobrevivido[178] de no haber sido por los beneficios recientemente descubiertos de añadir vitaminas A y D a la comida de los pollos. Ni Steele habría podido pedir más crías de no haber sido por la reciente aparición de criaderos provistos de incubadoras artificiales. Múltiples fuerzas (generaciones de tecnologías acumuladas) convergían y se amplificaban unas a otras de formas inesperadas.
En 1928, Herbert Hoover prometía «un pollo en cada cazuela». La promesa se cumpliría con creces, aunque no de la forma que nadie hubiera imaginado. A principios de la década de los treinta, entraron en el negocio arquitectos de las emergentes granjas industriales, como Arthur Perdue y John Tyson. Contribuyeron a cimentar la floreciente ciencia de la ganadería moderna, creando una serie de «innovaciones» en la producción avícola alrededor de la Segunda Guerra Mundial. Un híbrido de maíz, producido con la ayuda de subvenciones gubernamentales[179] , proporcionaba comida barata que rápidamente fue incorporada a las cadenas de alimentación de las granjas[180] . Se inventó la amputación del pico[181] , que habitualmente se realizaba arrancando los picos de las crías con un filo caliente y que luego se automatizó (el pico es el principal instrumento de exploración de las crías). Las luces y ventiladores automáticos hicieron posibles mayores densidades y dieron lugar final mente a la manipulación del crecimiento a través del control de la iluminación, que es hoy la práctica común.
Cada aspecto de las vidas de los pollos había sido remodelado para producir más comida a menor coste. Era el momento de otro gran paso adelante.
En 1946, la industria avícola dirigió su mirada al mundo de la genética y, con la ayuda del Departamento de Agricultura norteamericano, lanzó un concurso llamado el Pollo del Mañana para crear un ave que pudiera producir más carne de pechuga con menos comida. El ganador fue una sorpresa: Charles Vantress, de Marysville, California. (Hasta entonces, Nueva Inglaterra había sido la principal fuente de criaderos). El cruce de un pollo de plumas rojas Cornish con un New Hampshire presentado por Vantress introducía la sangre de Cornish, que, según una publicación de la industria, ofrecía «la amplia pechuga[182] que pronto sería demandada por las exigencias del marketing de la posguerra».
Los años cuarenta presenciaron también[183] la introducción de sulfatos y antibióticos en la comida de los pollos, que estimulaban el crecimiento y reducían las enfermedades provocadas por el confinamiento. Los regímenes de comida y medicamentos se desarrollaron de manera coordinada con esa nueva raza de pollos del mañana, y hacia los años cincuenta había dos especies: una para carne, otra para huevos.
La propia genética de esas aves, junto con la alimentación y el entorno, estaba siendo sometida a una intensa manipulación, ya fuera con el fin de producir un excesivo número de huevos[184] o de carne (sobre todo de pechugas). De 1993 a 1995, el peso medio[185] de las aves aumentó un 65 por ciento, mientras que el tiempo que tardaban en llegar al mercado se rebajó en un 60 por ciento y sus necesidades de comida en un 57 por ciento. Para que os hagáis una idea de lo radical del cambio, imaginad a unos niños que llegan a pesar 136 kilos en diez años alimentándose únicamente de barritas de cereales enriquecidos con miel y de las vitaminas de los Picapiedra.
Estos cambios en la genética de las aves no supusieron un cambio más: dictaron cómo podían ser criadas. Con estas nuevas alteraciones, los medicamentos y el confinamiento no se usaban sólo para aumentar los beneficios, sino porque las aves ya nunca estaban «sanas», y a menudo ni siquiera podían sobrevivir sin ellas.
Peor aún: estas aves genéticamente grotescas no han llegado sólo a copar gran parte de la industria sino que hoy en día son prácticamente los únicos pollos que se crían para el consumo. Antaño había docenas de razas distintas (Jersey Giants, New Hampshire, Plymouth Rock), todas adaptadas al entorno de su zona. Ahora tenemos aves de fábrica.
En los años cincuenta y sesenta, las empresas avícolas empezaron a lograr una integración vertical total. Poseían el acervo genético (actualmente dos empresas poseen las tres cuartas partes[186] de la estructura genética de todos los pollos y gallinas del planeta), las aves (los granjeros sólo las atendían, como harían los monitores de campamentos), los fármacos necesarios, los comederos, los mataderos, las plantas procesadoras y las marcas comerciales. No era sólo que hubieran cambiado las técnicas: la biodiversidad había sido reemplazada por la uniformidad genética, los departamentos universitarios de cría de animales se convirtieron en departamentos de ciencias animales, un negocio tradicionalmente dominado por las mujeres pasó entonces a manos de hombres y los hábiles granjeros fueron sustituidos por obreros fijos o temporales. Nadie disparó una pistola para marcar el inicio de la carrera hacia abajo. La tierra se limitó a inclinarse y todo el mundo se deslizó hacia el pozo.
La granja industrial supuso más un acontecimiento que una innovación. Unos terrenos estériles y custodiados ocuparon el lugar de los pastos, sistemas de confinamiento intensivo se alzaron donde antes había establos, y seres manipulados genéticamente (aves que no sabían mover las alas, cerdos incapaces de sobrevivir por sí solos, pavos que no podían reproducirse de manera natural) reemplazaron a los animales de siempre.
¿Qué significaron, y significan, estos cambios? Jacques Derrida es uno de los escasos filósofos contemporáneos que han abordado esta incómoda pregunta. «Se interprete como se interprete[187] —argumenta—, cualquiera que sea la consecuencia práctica, técnica, científica, jurídica, ética o política que se extraiga de ello, ya nadie puede negar este aserto, nadie puede negar que los animales están sujetos a una dominación sin precedentes». Y prosigue:
Tal dominación… podría denominarse violencia en el sentido más moral y neutro del término… Nadie puede negar en serio, o durante mucho tiempo, que los hombres hacemos lo que podemos con el fin de disimular esta crueldad o de ocultarla ante nosotros mismos, con el fin de organizar el olvido de esta violencia a escala global.
Por su cuenta, y mediante alianzas con el gobierno y la comunidad científica, los empresarios norteamericanos del siglo XX planearon y ejecutaron una serie de cambios revolucionarios en el mundo agrícola. Transformaron una proposición filosófica moderna (abanderada por Descartes) que proponía considerar a los animales como máquinas en una realidad para miles, luego millones y ahora miles de millones de animales de granja.
Tal y como consta[188] en las publicaciones de la industria desde 1960 en adelante, la gallina ponedora debía considerarse sólo como «una eficiente máquina de conversión». (Farmer and Stockbreeder), el cerdo era «una máquina más de la granja». (Hog Farm Management), y el siglo XXI traería consigo un nuevo «libro de cocina computerizado con recetas para criaturas diseñadas por encargo». (Agricultural Research).
Tales trucos científicos lograron producir carne, leche y huevos baratos. En los últimos cincuenta años[189] , a medida que las granjas industriales se extendían del mundo avícola al de los productores de ternera, lácteos y cerdo, el coste medio de una casa nueva aumentó casi un 1500 por ciento; los coches nuevos incrementaron su precio en un 1400 por ciento; pero el precio de la leche es sólo un 350 por ciento más alto, y los huevos y el pollo apenas si han doblado su precio. Si tomamos en cuenta la inflación, las proteínas animales cuestan hoy menos que en cualquier otro momento de la historia. (Es decir, a menos que uno también tome en cuenta los costes externos: subvenciones agrícolas, impacto ambiental, enfermedades humanas, etcétera, que convertirían su precio en uno históricamente elevado).
Las granjas industriales dominan ahora el mundo de la ganadería: un 99,9 por ciento de los pollos[190] , el 97 por ciento de las gallinas, el 99 por ciento de los pavos, el 95 por ciento de los cerdos y el 78 por ciento del ganado se crían en ellas. Sin embargo, aún persisten algunas efervescentes alternativas. En la industria del cerdo, algunos pequeños granjeros han empezado a trabajar de manera asociada para mantenerse. Y la tendencia hacia la pesca y la cría de ganado sostenibles han captado la atención de la prensa y del mercado. Pero la transformación de la industria avícola, la mayor y más influyente de la ganadería (el 99 por ciento de todos los animales terrestres que pasan por el matadero son aves), es total y absoluta. Por increíble que parezca, tal vez sólo quede un granjero avícola independiente…