Fue duro sacrificar a la cría de pavo la noche de nuestra visita a la granja. Hace muchos años, trabajé en una planta avícola. Mi puesto era el de matador de refuerzo, lo que significaba que era responsabilidad mía rebanar las gargantas de los pollos que sobrevivían a la máquina degolladora. Maté miles de pollos de esa manera. Quizá decenas de miles. Quizá cientos de miles. En ese contexto, pierdes la noción de todo: de dónde estás, de qué haces, de cuánto tiempo llevas haciéndolo, de qué son los animales, de qué eres tú. Es un mecanismo de supervivencia que evita que te vuelvas loca. Pero en sí mismo es una locura.
Debido a mi trabajo en la planta avícola aprendí a conocer la anatomía del cuello y cómo matar a las crías instantáneamente. Y estaba plenamente convencida de que era lo que había que hacer para poner fin a su sufrimiento. Pero fue duro, porque esa cría no estaba en una fila de miles de aves que esperan a ser sacrificadas. Era un ser individual. Todo lo que rodea a esto es duro.
No soy ninguna radical. En casi todos los aspectos de mi vida soy una persona corriente. No llevo piercings . Ni un estrafalario corte de pelo. No me drogo. Políticamente, soy progresista en unos temas y más conservadora en otros. Pero veréis, las granjas industriales son un tema aparte: algo en lo que la mayoría de la gente estaría de acuerdo si tuviera acceso a la verdad.
Crecí en Wisconsin y Texas. Procedo de una familia típica: mi padre cazaba (y caza); todos mis tíos pescan y ponen trampas. Mi madre hacía asado todos los lunes por la noche, pollo los martes, etcétera. Mi hermano ha competido en categorías estatales en dos deportes.
La primera vez que tuve noticia del tema de las granjas fue cuando un amigo me mostró unos vídeos de un matadero de vacas. Éramos adolescentes, y nos lo tomamos como una de esas mierdas gore , esos vídeos tipo Las caras de la Muerte . Mi amigo no era vegetariano (nadie lo era entonces), ni intentaba convertirme a ello. Fue sólo para reírnos.
Esa noche teníamos muslitos de pollo para cenar y fui incapaz de comerlos. Cuando cogía el muslo con la mano, no me parecía que fuera pollo en abstracto, sino el de un pollo en concreto. Supongo que siempre había sabido que me comía a un ser individual, pero no había caído en la cuenta hasta entonces. Mi padre me preguntó si pasaba algo, y le conté lo de los vídeos. En ese punto de mi vida, creía a pies juntillas todo lo que él me decía y estaba segura de que era capaz de explicarlo todo. Pero lo mejor que se le ocurrió fue algo así como: «Es un tema desagradable». Si lo hubiera dejado ahí, es probable que ahora no os estuviera hablando así. Pero entonces hizo una broma sobre ello. La misma broma que gasta todo el mundo. La he oído un millón de veces desde entonces. Fingió que era un animalito llorando. Para mí fue una revelación, algo que me enfureció. En ese momento decidí no convertirme en alguien que recurre a las bromas cuando no puede explicar algo.
Quise saber si aquellos vídeos eran algo excepcional. Supongo que buscaba la forma de no tener que cambiar de vida. Así que escribí a todas las grandes empresas pidiéndoles una visita guiada. Sinceramente, no se me pasó por la cabeza que pudieran negarse o no responder. Cuando eso no funcionó, empecé a dar vueltas y a pedir a cualquier granjero que veía si me dejaba echar un vistazo a sus cobertizos. Todos tenían razones para negarse. Sabiendo lo que hacen, no los culpo por no querer que nadie lo vea. Pero dado su secretismo sobre algo tan importante, ¿quién podría culparme por sentir que debía hacer las cosas a mi manera?
La primera granja en la que entré en plena noche fue una productora de huevos, que tenía tal vez un millón de gallinas. Estaban metidas en jaulas, que a su vez estaban colocadas unas sobre otras hasta alcanzar una gran altura. Los ojos y los pulmones me ardieron durante días. Era una imagen menos sangrienta, menos violenta que la de los vídeos, pero me afectó incluso con más fuerza. Eso me cambió: ser consciente de una vida terrible es peor que una muerte terrible.
Aquella granja era tan tremenda que me dije que también tenía que ser algo excepcional. Supongo que me resistía a creer que la gente dejara que sucedieran cosas así a una escala tan enorme. De manera que me colé en otra granja, una de pavos. Por casualidad, entré en ella pocos días antes de la matanza, de manera que los pavos ya eran grandes y estaban amontonados, cuerpo contra cuerpo. No se veía el suelo. Estaban totalmente locos: aleteaban, graznaban, se atacaban unos a otros. Había aves muertas por todas partes, y otras medio muertas. Era lamentable. Yo no los había metido allí, pero me sentí avergonzada sólo de ser persona. Me dije que tenía que tratarse de un caso aislado. Así que me colé en otra granja. Y en otra más. Y en otra.
Quizá, en el fondo, seguí haciéndolo porque no quería creer que lo que había visto era representativo. Pero cualquiera que se preocupe de averiguar algo sobre el tema sabe que las granjas industriales son prácticamente la mayoría. La mayoría de la gente no puede ver esas granjas con sus propios ojos, pero pueden verlas a través de los míos. He grabado en granjas de pollos y gallinas, de pavos, en un par de granjas de cerdos (a las que ahora resulta casi imposible acceder), en granjas de conejos, instalaciones lácteas, subastas de ganado y en camiones de transporte. He trabajado en unos cuantos mataderos. De vez en cuando las cintas consiguen llegar a las noticias de la noche o a algún periódico. En algunas ocasiones se han usado en los tribunales, en acusaciones de crueldad contra los animales.
Por eso accedí a ayudarte. No te conozco. Ignoro qué clase de libro vas a escribir. Pero si en algún capítulo consigues sacar a la luz lo que pasa dentro de esas granjas, eso sólo puede ser bueno. La verdad es tan poderosa en este caso que ni siquiera importa desde qué ángulo la cuentes.
En fin, quería estar segura de que cuando escribieras el libro no me hicieras aparecer como alguien que se pasa la vida matando animales. Lo he hecho cuatro veces, sólo cuando no podía evitarse. Suelo llevar a los animales más enfermos al veterinario. Pero esa cría estaba demasiado grave para moverla. Y sufría demasiado para dejarla ahí. Mira, soy una defensora de la vida. Creo en Dios, y creo en el Cielo y el Infierno. Pero no siento el menor respeto por el sufrimiento. Estas granjas industriales calculan hasta qué punto pueden acercar a los animales a la muerte sin matarlos. Ese es el modelo de negocio. Cómo criarlos más rápidamente, cómo alojarlos en el mínimo espacio; lo máximo y lo mínimo que pueden comer, lo enfermos que pueden estar sin llegar a morir.
Esto no es experimentación con animales, donde uno puede imaginar que exista un resultado positivo después de tanto sufrimiento. Esto es lo que nos apetece comer. Decidme algo: ¿por qué el gusto, el menos elaborado de nuestros sentidos, está exento de las reglas éticas que gobiernan los otros sentidos? Si os paráis a pensarlo, es cosa de locos. ¿Por qué a un tío que está cachondo no le da por violar a un animal y en cambio a alguien hambriento sí le da por matarlo y comérselo? Es fácil desechar la pregunta, pero difícil responderla. ¿Y cómo juzgaríais a un artista que mutilara animales en una exposición sólo porque resulta visualmente impactante? ¿Cuán estremecedor debería ser el sonido de un animal torturado para hacer que uno quiera oírlo tan desesperadamente? Intentad imaginar cualquier otra finalidad, aparte del gusto, en nombre de la cual se justificara lo que les hacemos a los animales en las granjas.
Si hago un mal uso del logotipo de una empresa, pueden meterme en la cárcel (al menos en teoría); si una empresa mata a mil millones de aves, la ley no protegerá a las aves, sino el derecho empresarial de hacer lo que quiera. Así son las cosas cuando se niegan los derechos de los animales. Es descabellado que la idea de que los animales tengan derechos le parezca descabellada a alguien. Vivimos en un mundo donde lo normal es tratar a un animal como si fuera un pedazo de madera y donde casi resulta inconcebible tratarlo como a un animal.
Antes de que se dictaran las leyes que prohibían el trabajo infantil, había empresas que trataban bien a sus empleados de diez años. La sociedad no prohibió el trabajo infantil porque sea imposible imaginar a niños trabajando en unas condiciones decentes, sino porque cuando se concede tanto poder a las empresas sobre individuos que no tienen ninguno, el resultado es la corrupción. Cuando pensamos que tenemos más derecho a comernos un animal que el animal a vivir sin sufrir, estamos inmersos en esa misma corrupción. No estoy especulando. Esta es nuestra realidad. Mirad lo que son esas granjas industriales. Mirad lo que nuestra sociedad ha hecho a los animales en cuanto ha tenido el poder tecnológico para ello. Mirad lo que hacemos en nombre del «bienestar animal» y del «trato humanitario», y luego decidid si aún creéis en comer carne.