Vestido de negro, estoy en mitad de ninguna parte en mitad de la noche. Con los zapatos forrados por fundas quirúrgicas y las manos, temblorosas, enfundadas en guantes de látex. Me cacheo por quinta vez para comprobar que llevo encima todo lo necesario: linterna de infrarrojos, documentación con foto, 40 dólares en efectivo, cámara de vídeo, una copia del código penal de California, apartado 597e, una botella de agua (que no es para mí), el móvil en silencio, un megáfono. Apagamos el motor y descendemos en punto muerto los últimos treinta metros hasta llegar al punto que habíamos descubierto unas horas antes, durante una de la media docena de exploraciones que hemos hecho del lugar. Esta parte aún no da miedo.
Esta noche me acompaña una activista por los derechos de los animales, C. Hasta que la recogí no caí en la cuenta de que había imaginado a alguien que inspirara confianza. C es bajita y menuda. Lleva gafas de aviador, chanclas y aparatos dentales.
—Tienes muchos coches —observé cuando fui a recogerla a su casa.
—Ahora vivo con mis padres.
Mientras avanzábamos por la autopista a la que los de por allí llaman la Carretera de la Sangre, tanto por el elevado número de accidentes como por el número de camiones que la toman para transportar animales al matadero, C me explicó que a veces entrar es tan simple como traspasar una verja abierta, aunque esto cada vez es menos frecuente dadas las preocupaciones por la bioseguridad y por los buscalíos. Hoy en día suele haber vallas que saltar. De vez en cuando se encienden las luces y se disparan las alarmas. De vez en cuando hay perros, de vez en cuando están sueltos. En una ocasión ella se encontró con un toro que campaba a sus anchas entre los cobertizos, a la espera de embestir contra los intrusos vegetarianos.
—Un toro —medio repetí, medio pregunté, sin el menor propósito lingüístico.
—El macho de la vaca —repuso ella bruscamente mientras rebuscaba en una bolsa llena de unos objetos que recordaban a los utensilios de la consulta de un dentista.
—¿Y si esta noche nos encontramos un toro?
—Eso no pasará.
Uno de esos tipos que se te pegan al coche me obligó a hacer lo propio: delante tenía un camión lleno hasta los topes de pollos que iban camino del matadero.
—Sólo como hipótesis.
—Quédate muy quieto —C aconsejó—. Creo que no son capaces de ver objetos inmóviles.
Si la pregunta es «¿Alguna de las incursiones de C ha ido mal de verdad?», la respuesta es sí. Hubo una vez en que acabó en un foso de estiércol, con sendos conejos agonizantes bajo los brazos, y se encontró (literalmente) con la mierda al cuello. Y otra noche se vio obligada a pasarla en una oscuridad impenetrable con veinte mil desgraciados animales y sus efluvios, tras quedarse encerrada accidentalmente en el cobertizo. Y uno de sus compañeros sufrió un contagio de salmonelosis, de consecuencias casi fatales, al coger un pollo.
Las plumas se acumulaban en el parabrisas. Accioné los limpiaparabrisas y pregunté:
—¿Qué es todo eso que llevas en la bolsa?
—Es por si hace falta llevar a cabo un rescate.
No tenía ni idea de a qué se refería, y no me gustaba nada.
—Vale, me has dicho que crees que los toros no ven objetos inmóviles. Pero ¿no crees que eso es algo de lo que valdría la pena asegurarse? No quiero darle más importancia de la cuenta, pero…
«… pero ¿en qué diablos me he metido?». No soy periodista, activista, veterinario, abogado ni filósofo, honrosas profesiones de quienes han realizado este viaje anteriormente. No estoy preparado para nada. Y desde luego no soy de los que consiguen quedarse quietos delante de un toro.
Nos detenemos por fin en el camino de guijarros, junto al lugar planeado, y esperamos a que en nuestros relojes sincronizados sean las 3:00, el momento previsto. No se oye el perro que habíamos visto durante el día, aunque eso supone un magro consuelo. Saco el pedazo de papel del bolsillo y lo releo por última vez…
En caso de que un animal doméstico se vea… incautado y siga careciendo de la comida y el agua necesarias durante más de doce horas consecutivas, es legal que cualquier persona, de forma ocasional, cuando sea necesario, irrumpa dondequiera que esté confinado el animal y lo provea de la comida y agua imprescindibles para su subsistencia, siempre y cuando el animal permanezca confinado allí. Dicha persona no puede ser acusada de allanamiento…
…lo cual, a pesar de constar en una ley estatal, es casi tan tranquilizador como el silencio de Cujo. Imagino a un granjero, recién sacado de la fase REM del sueño y armado, topándose con un tipo como yo, que apenas distingue la rúcula del ruibarbo, revisando las condiciones de vida de sus pavos. Me apunta con la escopeta de cañón doble, mi esfínter se relaja, ¿y entonces qué? ¿Esgrimo ante él la sección 597e del código penal de California? ¿Eso detendrá por un momento el dedo que presiona el gatillo?
Ya es la hora.
Usamos una serie de teatrales señas con las manos para comunicar lo que un simple susurro habría hecho con la misma eficacia. Pero hemos hecho voto de silencio: ni una palabra hasta que estemos a salvo, de camino a casa. El giro del índice enguantado significa «Vamos allá».
—Tú primero —suelto yo.
Y ahora llegamos a la parte que sí da miedo.
A quien corresponda, en Tyson Foods:
Añado esta a mis cartas previas enviadas con fechas de 10 de enero, 27 de febrero, 15 de marzo, 20 de abril, 15 de mayo y 7 de junio. Como les decía en esas cartas, hace poco que soy padre y estoy deseoso de recabar tanta información como sea posible sobre la industria de la carne, con el fin de tomar fundamentadas decisiones sobre la alimentación de mi hijo. Dado que Tyson Foods es la primera empresa mundial productora de pollo, ternera y cerdo, es un punto de referencia ineludible. Me complacería visitar algunas de sus granjas y hablar con los representantes de la empresa sobre los detalles de funcionamiento de estas, así como del tema del bienestar de los animales y otros aspectos relacionados con el medio ambiente. En caso de que fuera posible, también me gustaría mantener una charla con alguno de los granjeros que trabajan para ustedes. Estoy disponible prácticamente a cualquier hora aunque se me avise con poca antelación, y no me importa desplazarme si hace falta.
Dada su «filosofía familiar» y su reciente campaña publicitaria con el eslogan «Tu familia no merece menos», supongo que comprenderán mis deseos de ver con mis propios ojos de dónde sale la comida que doy a mi hijo.
Muchas gracias por su reiterada consideración.
Saludos cordiales,
JONATHAN SAFRAN FOER
Hemos aparcado a unos cientos de metros de la granja porque descubrió en una foto por satélite que era posible llegar a los cobertizos a través de un huerto de albaricoques adyacente. Nuestros cuerpos doblan las ramas mientras caminamos en silencio. Son las seis de la mañana en Brooklyn, lo que significa que mi hijo no tardará en despertarse. Se removerá en la cuna durante unos minutos y luego soltará un grito —se pone de pie sin saber cómo volver a sentarse—; mi mujer lo cogerá en brazos, se lo llevará a la mecedora, se lo acercará al cuerpo y le dará de comer. Todo esto —esta excursión que estoy haciendo en California, las palabras que escribo en el ordenador de Nueva York, las granjas que he visitado en Iowa, Kansas y Puget Sound— me afecta de un modo que podría olvidar o ignorar más fácilmente si no fuera padre, hijo o nieto: si, como nadie en el mundo, comiera solo.
Unos veinte minutos después se para y hace un giro de noventa grados. No tengo ni idea de cómo sabe que debe pararse justo ahí, junto a un árbol que en nada se distingue de los centenares que hemos dejado atrás. Recorremos una docena de metros más, a través de un conjunto de árboles idénticos, y llegamos, como unos balseros a una catarata. A una docena de metros más, veo, a través del follaje, una valla de alambre y, más allá, la granja.
La granja está compuesta por siete cobertizos[148] : cada uno de ellos mide unos 15 metros de ancho por 150 metros de largo, y aloja en su interior a 25.000 aves. Pero lo cierto es que aún no conozco esos datos.
Junto a los cobertizos hay un granero inmenso, que parece más sacado de Blade Runner que de La casa de la pradera. Unas tuberías metálicas surcan los contornos de los edificios, unos enormes ventiladores sobresalen y hacen ruido, y los focos dan una apariencia extrañamente diurna al lugar. Todos tenemos una imagen mental de lo que es una granja, y para la mayoría probablemente consta de campos, establos, tractores y animales, o al menos alguna de esas cosas. Dudo que exista un solo ser sobre la Tierra que no esté en el negocio agrícola que imagine lo que tengo ante los ojos al pensar en una granja. Y sin embargo aquí está la clase de granja que produce casi el 99 por ciento de la carne que se consume en Norteamérica.
Con sus guantes de astronauta consigue separar los alambres de la valla hasta abrir un orificio lo bastante grande para que me introduzca por él. Se me enganchan los pantalones, pero son de usar y tirar: los he comprado para esto. Ella me pasa los guantes y yo mantengo abierto el agujero para que entre.
La superficie tiene un aspecto lunar. A cada paso, mis pies se hunden en una mezcla de abono animal, suciedad y no sé qué más, que ha sido arrojado alrededor de los cobertizos. Tengo que apretar los dedos para evitar que los zapatos queden pegados a ese ávido barro. Voy en cuclillas, para hacerme lo más pequeño posible, y llevo las manos en los bolsillos para evitar que su contenido tintinee. Nos movemos con rapidez, pasamos el claro sin hacer el menor ruido y llegamos a las filas de cobertizos, cuyas sombras nos permiten movernos con mayor libertad. Los enormes ventiladores —unos diez, de un metro y medio de diámetro— se encienden y apagan de forma intermitente.
Nos acercamos al primer cobertizo. Se ve luz por debajo de la puerta. Es una noticia buena y mala a la vez: buena, porque no tendremos que usar las linternas, que, según me ha dicho, asustan a los animales y que en el peor de los casos podrían generar un barullo de graznidos; mala, porque si algún guarda abre la puerta nos será imposible escondernos. Me pregunto: ¿para qué tendrán iluminado en plena noche un cobertizo lleno de animales?
Oigo ruido en el interior: el zumbido de las máquinas se mezcla con algo que suena parecido al susurro del público o al ruido que haría una tienda de lámparas de araña durante un terremoto. Se debate con la puerta y luego me hace señas de que debemos pasar al siguiente cobertizo.
Pasamos varios minutos así, en busca de una puerta que no esté cerrada con llave.
Otra pregunta: ¿para qué iba a cerrar con llave un granjero las puertas de su granja de pavos?
No puede ser porque tema que alguien vaya a robarle el equipamiento o los animales. No hay material que robar en esos cobertizos, y los animales no merecen el esfuerzo hercúleo que sería necesario para llevarse a un número significativo de ellos. Los granjeros no cierran con llave las puertas para que no escapen los animales. (Los pavos no saben girar los pomos). Y a pesar de las señales, tampoco es por un tema de bioseguridad. (La valla de alambres basta para mantener alejados a los curiosos). Entonces, ¿para qué?
En los tres años que pasaré inmerso en el tema nada me desasosegará más que las puertas cerradas. Nada capturará mejor el triste negocio que suponen las granjas industriales. Y nada me afianzará más en el propósito de escribir este libro.
En realidad, las puertas cerradas son el menor de los detalles. No he sabido nada de Tyson, ni de ninguna otra empresa a las que he escrito. (Decir «no» envía una clase de mensaje. No decir nada envía otra totalmente distinta). Incluso las organizaciones de investigación con personal pagado chocan constantemente con el secretismo que rodea la industria. Cuando la prestigiosa y respetable Comisión Pew decidió financiar un estudio de dos años que analizara el impacto de las granjas industriales, concluyó que:
Se han puesto serios obstáculos a que la comisión completara su trabajo y llegara a unas recomendaciones consensuadas… De hecho, mientras que algunos representantes de la industria recomendaron a posibles autores para que se encargaran de los informes técnicos para la comisión, otros desanimaban a esos mismos autores de que colaboraran con nosotros amenazándolos con retirar los fondos de sus centros o universidades. Hemos topado con la enorme influencia de la industria en todo momento: en la investigación académica, en el desarrollo de políticas agrícolas, en las regulaciones gubernamentales y en las fuerzas de la ley.
Los poderes fácticos de las granjas industriales saben que su modelo de negocio depende de que los consumidores no puedan ver (ni oír) lo que hacen.
Se oyen voces masculinas procedentes del granero. ¿Por qué están trabajando a las 3:30 de la madrugada? Las máquinas se ponen en marcha. ¿Qué máquinas son? Estamos en mitad de la noche y están pasando cosas. ¿Qué pasa?
—He encontrado una —susurra. Al correr la pesada puerta de madera, aparece un paralelogramo de luz. Entra. La sigo y cierro la puerta. Lo primero que me llama la atención es una colección de máscaras de gas que hay en la pared. ¿Para qué quieren máscaras de gas en una granja?
Avanzamos de puntillas. Hay decenas de miles de crías de pavo. Del tamaño de un puño, con plumas del color del serrín, resultan casi invisibles sobre el serrín del suelo. Las crías se apiñan en grupos, dormidas bajo las lámparas de calor instaladas para sustituir la calidez que les habrían proporcionado sus madres cluecas. ¿Dónde están esas madres?
Hay una orquestación matemática en esa densidad. Aparto la mirada de las aves por un instante y recorro con ella el edificio: luces, alimentadores, ventiladores y lámparas de calor separadas a una distancia constante para lograr un artificial ambiente diurno. Aparte de los animales, no hay allí nada que pueda considerarse natural: ni un trozo de tierra, ni una ventana que deje entrar la luz de la luna. Me sorprende lo fácil que resulta olvidar la vida anónima que se desarrolla allí y simplemente admirar la sinfonía tecnológica que regula de manera tan precisa las coordenadas de este pequeño mundo, ver la eficacia y la habilidad de la máquina, y después tomarse a las aves como extensiones o simples engranajes de esa máquina: partes de ella, en lugar de seres vivos. Verlo de cualquier otra forma requiere un esfuerzo.
Me fijo en una cría en concreto, en cómo se debate para abrirse camino hacia el centro del grupo, más cerca de la estufa. Y luego en otra, que está justo bajo la estufa, aparentemente satisfecha como un perro que dormita al sol. Luego en otra, que no se mueve, ni siquiera parece respirar.
Al principio la situación no parece tan mala. Está lleno, pero los animales parecen tranquilos. (Y las salas de recién nacidos en los hospitales también están llenas y son interiores, ¿no?). Y son monos. La alegría de ver por fin lo que he venido a ver, y encontrarme delante de todos esos bebés animales, me hace sentir bien.
C está dando agua a unas aves con aspecto agotado en otra parte del cobertizo, así que voy de puntillas y exploro el lugar, dejando difusas huellas en el serrín. Empiezo a sentirme más cómodo con los pavos, me apetece acercarme a ellos aunque no tocarlos. (El primer mandamiento de C fue que no los tocara). Cuanto más me acerco, más veo. Los extremos de sus picos están ennegrecidos, al igual que los extremos de sus patas. Algunos tienen manchas rojas en la cabeza.
Como hay muchos animales, tardo varios minutos en descubrir cuántos están muertos. Los hay manchados de sangre; los hay cubiertos de llagas. Algunos parecen haber sido atacados a picotazos; otros están deshidratados, agrupados como si fueran un montón de hojas secas. Algunos están deformados. Los muertos son la excepción, pero están por todas partes.
Voy hacia donde C está. Llevamos ahí diez minutos y no quiero tentar a la suerte. Ella está arrodillada junto a algo. Me acerco y me arrodillo a su lado. Hay una cría temblando, con las patas abiertas, los ojos cerrados. Costras en la piel, sin plumas. Tiene el pico ligeramente abierto y sacude la cabeza hacia delante y hacia atrás. ¿Cuánto tiempo tendrá? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Ha nacido así o le ha pasado algo? ¿Qué puede haberle sucedido?
Pienso que ya sabrá lo que hay que hacer para salvarla. Y así es. De la bolsa saca un cuchillo. Con una mano sujeta la cabeza de la cría —¿para mantenerla quieta o para taparle los ojos?— y con la otra le rebana el cuello.