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Vergüenza

Entre las muchas cosas que puede decirse de sus diversos estudios sobre la literatura, Walter Benjamin fue el intérprete más sagaz de los cuentos con animales de Franz Kafka.

La vergüenza[47] es crucial en las lecturas que Benjamin hizo de Kafka, y la interpretó como una sensibilidad moral única. La vergüenza es a la vez íntima, la sentimos en las profundidades de nuestro interior, y al mismo tiempo social, un sentimiento que en sentido estricto se da ante los demás. Para Kafka, la vergüenza es una respuesta y una responsabilidad ante los otros que son invisibles, ante la «familia desconocida», para usar una frase de El proceso. Es la experiencia esencial de la ética.

Benjamin enfatiza que los ancestros de Kafka, su familia desconocida, incluyen a los animales. Los animales forman parte de esa comunidad ante la que Kafka puede sonrojarse, o lo que es lo mismo, se encuentran en la esfera de preocupación moral del autor. Benjamin también nos dice que los animales de Kafka son «receptáculos del olvido», una afirmación que, a primera vista, resulta misteriosa.

Menciono estos detalles para introducir una anécdota sobre Kafka, un día en que su mirada se posó en unos peces del acuario de Berlín. Su amigo Max Brod la cuenta así:

De repente empezó[48] a hablar con los peces de aquellas peceras iluminadas. «Ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como». Fue cuando se volvió vegetariano estricto. Si nunca habéis oído a Kafka diciendo esa clase de cosas con sus propios labios, es difícil imaginar con qué sencillez y facilidad, sin la menor afectación y sin el menor sentimentalismo, que era algo que le resultaba totalmente ajeno, las expresaba.

¿Qué llevó a Kafka a convertirse en vegetariano? ¿Y a qué viene ese comentario sobre el pescado que cita Brod para introducimos la dieta de Kafka? Seguro que Kafka también comentó cosas sobre animales terrestres en el proceso de hacerse vegetariano.

Una posible respuesta radica en la conexión que hace Benjamin, por un lado, entre animales y vergüenza, y por otro entre animales y olvido. La vergüenza es la obra de la memoria contra el olvido. La vergüenza es la sensación que nos invade cuando olvidamos casi por completo, pero no del todo, las expectativas sociales y nuestras obligaciones para con los otros, a cambio de nuestra satisfacción inmediata. Para Kafka, el pescado debía de ser el ejemplo vivo del olvido: sus vidas son olvidadas de una manera radical, mucho más que la de sus congéneres terrestres.

Más allá de este olvido literal de los animales al comerlos, los cuerpos de estos animales cargaban, en opinión de Kafka, con el peso del olvido de todas esas partes de nosotros mismos que preferimos olvidar. Cuando deseamos expresar desaprobación por una parte de nuestra naturaleza, la llamamos «naturaleza animal», y nos dedicamos a reprimirla u ocultarla, y sin embargo, como Kafka sabía mejor que muchos, a veces nos despertamos y nos sentimos, aún, meros animales. Y esto parece acertado. Por decir algo, no nos sonrojamos por vergüenza delante los peces. Podemos reconocer partes de nosotros en ellos —espinas dorsales, nociceptores (receptores del dolor), endorfinas (que alivian ese dolor), todas las familiares respuestas al dolor—, pero luego negar que esas similitudes importen, negando al mismo tiempo partes importantes de nuestra humanidad. Lo que olvidamos de los animales es lo que empezamos a olvidar de nosotros mismos.

Hoy en día, en la cuestión de comer animales subyace no sólo nuestra habilidad básica para responder a la vida sensible, sino nuestra habilidad para responder a partes de nuestra propia esencia animal. Se ha declarado una guerra no sólo entre nosotros y ellos, sino entre nosotros mismos. Es una guerra vieja como el tiempo y más desequilibrada que ninguna otra. Tal y como señala el filósofo y sociólogo Jacques Derrida, es

una lucha desigual[49] , una guerra (cuya desigualdad podría ser revertida algún día) establecida por un lado entre aquellos que violan no sólo la vida animal sino también, e incluso, este sentimiento de compasión, y, por el otro, quienes apelan al testimonio irrefutable de esta piedad. La guerra se libra sobre el tema de la piedad. Es una guerra probablemente eterna, pero… se encuentra ahora en una fase crítica. Estamos atravesando esa fase, y esta nos atraviesa a nosotros. Pensar en la guerra que estamos librando no es sólo un deber, una responsabilidad, una obligación, sino también una necesidad, un cerco al que, nos guste o no, directa o indirectamente, nadie puede escapar… El animal nos mira y estamos desnudos ante él.

El animal capta nuestra atención en silencio. El animal nos contempla y, tanto si desviamos la mirada (del animal, del plato, de nuestra preocupación, de nosotros mismos) como si no lo hacemos, quedamos expuestos. Tanto si cambiamos de vida o no, hemos respondido. No hacer nada es hacer algo.

Tal vez la inocencia de los niños y el hecho de que no tengan ciertas responsabilidades les permita captar el silencio de un animal y contemplarlo con más facilidad que un adulto. Tal vez nuestros hijos, al menos, no se han alineado en un bando de esta guerra, sólo toman el botín.

Mi familia vivió en Berlín durante la primavera de 2007, y pasamos varias tardes en el acuario. Observamos los mismos inmensos tanques, u otros exactamente iguales, que Kafka había contemplado. Me fascinó en especial la visión de los caballitos de mar: esas extrañas criaturas que parecen sacadas de un juego de ajedrez y que ocupan un lugar especial en el imaginario popular. Los caballitos de mar aparecen[50] no sólo en su variedad ajedrecística, sino también en pajitas para beber y adornos para las plantas, y su tamaño varía desde los 3 cm a los 30 cm. Es evidente que no soy el único que se ha sentido fascinado por la apariencia siempre sorprendente de esos peces. (Deseamos verlos[51] hasta tal punto de que millones mueren en el acuario y para ser vendidos como souvenirs). Y es precisamente este extraño sesgo estético lo que me hace dedicarles tiempo aquí, mientras apenas menciono a otros animales, seres más cercanos al tema que nos ocupa. Los caballitos de mar son el extremo del extremo.

Inspiran admiración[52] más que otros muchos animales. Hacen que nos fijemos en las sorprendentes similitudes y diferencias que existen entre una especie de criaturas y las demás. Pueden cambiar de color para fundirse con su entorno y mueven su aleta dorsal casi a la misma velocidad con que un ruiseñor bate sus alas. Como carecen de dientes y estómago, la comida se mueve a través de ellos casi al instante, lo cual les lleva a comer constantemente. (De ahí vienen elementos adaptativos tales como unos ojos que se mueven independientemente, lo que les permite buscar a sus presas sin tener que volver la cabeza). No son unos nadadores excepcionales, pueden morir de agotamiento si se ven atrapados incluso en las corrientes más débiles, de manera que prefieren anclarse en las hierbas marinas o en el coral, o unos a otros: les gusta nadar en pareja, unidos por sus colas prensiles. Los caballitos de mar tienen complejas rutinas para el cortejo y tienden a aparearse en noches de luna llena, emitiendo sonidos musicales al hacerlo. Viven en parejas monógamas que duran mucho tiempo. Sin embargo, quizá lo que resulta más inusual es que sea el macho el que lleve a las crías en su interior durante casi seis semanas. Los machos quedan literalmente «embarazados», y no sólo llevan a sus crías sino que fertilizan y nutren esos huevos con secreciones de fluidos. La imagen de los machos dando a luz es algo perturbador: un líquido turbio les sale de la bolsa abdominal, y como por arte de magia, unos minúsculos pero totalmente formados caballitos de mar surgen de esa nube.

Mi hijo no se impresionó lo más mínimo. Debería haberle encantado el acuario, pero lo cierto es que lo aterró y se pasó todo el tiempo suplicando volver a casa. Quizá notó algo en lo que, para mí, eran rostros mudos de animales marinos. O más probablemente se asustó de aquella oscuridad húmeda, del carraspeo de las bombas de agua, o del gentío. Supuse que si íbamos más veces, y nos quedábamos suficiente rato, él se percataría (¡eureka!) de que en realidad le gustaba estar allí. No sucedió nunca.

Como escritor que está al tanto de la historia de Kafka, llegué a sentir cierta vergüenza en el acuario. Reflejado en los tanques no veía el rostro de Kafka. Ese semblante pertenecía a un escritor que, cuando se comparaba con su héroe, resultaba groseramente, vergonzosamente inadecuado. Y, como judío en Berlín, sentí otros matices de vergüenza. Estaba también la de ser un turista, y la de ser norteamericano cuando se hicieron públicas las fotos de Abu Ghraib. Y la de ser humano: vergüenza de saber que veinte de las casi treinta y cinco especies[53] clasificadas de caballitos de mar del mundo se hallan en peligro de extinción porque resultan muertos «accidentalmente» en la producción de comida marina. La vergüenza ante esas matanzas indiscriminadas que no obedecen a una justificación nutricional, a motivos políticos, al odio irracional o a un conflicto humano insostenible. Sentí vergüenza por las muertes que mi cultura justificaba con una excusa tan débil como el sabor del atún (los caballitos de mar son una de las cien especies marinas[54] que mueren como presa colateral en la industria atunera moderna) o argumentando que las gambas son unos deliciosos entremeses (la pesca de gambas devasta[55] la población de caballitos de mar más que ninguna otra actividad). Sentí vergüenza por vivir en una nación que goza de una prosperidad sin precedentes, una nación que gasta menos en comida que ninguna otra en la historia de la humanidad, pero que en nombre de los bajos costes trata a los animales que come con una crueldad tan extrema que sería ilegal si se le aplicara a un perro.

Y nada inspira más vergüenza que el hecho de ser padre. Los niños nos enfrentan a nuestras paradojas e hipocresías, las sacan a la luz. Hay que encontrar una respuesta para cada porqué —¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué no lo otro?— y a menudo no existe una buena. Así que acabas diciendo: porque sí. O cuentas una historia a sabiendas de que no es cierta. Y, aunque aguantes el tipo, te sonrojas por dentro. La vergüenza de la paternidad, que es una vergüenza positiva, aparece porque queremos que nuestros hijos sean más auténticos que nosotros, darles respuestas satisfactorias. Mi hijo no sólo me inspiró a reconsiderar qué clase de consumidor de carne animal soy, sino que me avergonzó hasta que reconsideré mi postura.

Y luego está George, dormida a mis pies mientras escribo estas palabras, con el cuerpo contorsionado para encajar en el rectángulo de sol que se proyecta en el suelo. Mueve las patas en el aire, así que debe de soñar que está corriendo. ¿En pos de una ardilla? ¿Jugando con otro perro en el parque? Tal vez sueña que está nadando. Me encantaría penetrar en ese cráneo alargado y ver qué lío mental bulle en él. En ocasiones, cuando sueña emite un pequeño aullido: unas veces lo bastante fuerte para despertarse, otras lo bastante para despertar a mi hijo. (Ella siempre vuelve a dormirse; mi hijo, nunca). Algunos días, ella se despierta de un sueño jadeando, se pone en pie de un salto, se me acerca hasta que noto su cálido aliento en la cara y me mira directamente a los ojos. Entre nosotros hay… ¿qué?