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Amigos y enemigos

Perros y peces no van de la mano. Los perros van con los gatos, los niños y los bomberos. Compartimos cama y comida con ellos, los montamos en aviones y los llevamos al médico, nos alegramos de sus alegrías y lloramos sus muertes. Los peces van a los acuarios, con la salsa tártara, entre palillos, y quedan en el extremo más alejado de la consideración humana. Están separados de nosotros por superficies y silencio.

Las diferencias entre peces y perros no podrían parecer más profundas. Bajo el nombre de pez se incluye una inimaginable cantidad de animales, un océano de más de 31.000 especies distintas[25] unidas por el lenguaje cada vez que usamos esa palabra. En cambio, los perros son decididamente singulares: por raza e incluso por nombre propio (por ejemplo, George). Me encuentro entre[26] el 95 por ciento de propietarios varones de perros que les habla (aunque no en el 87 por ciento que cree que su perro les contesta). Pero resulta difícil imaginar cómo es la percepción interna de la vida para un pez, y mucho menos intentar empatizar con ella. Los peces están preparados para adaptarse a los cambios en la presión del agua y a un diverso conjunto de sustancias químicas liberadas por los cuerpos de otros animales marinos, y reaccionar a sonidos[27] que se producen a 20 kilómetros de distancia. Los perros están aquí, ensuciando nuestros salones y roncando bajo nuestras mesas. Los peces se encuentran siempre en otro elemento, silenciosos y taciturnos, sin patas y con la mirada muerta. Según la Biblia, fueron creados en un día distinto, y se les considera una parada poco elogiosa en la marcha hacia la creación del ser humano.

Históricamente, el atún (usaré el atún como embajador del mundo marino, ya que es el pez que más se come en Estados Unidos) se pescaba con anzuelos y cañas individuales, manejados por pescadores individuales. Una vez que ha mordido el anzuelo, un pez puede morir desangrado u asfixiado (los peces se asfixian cuando no pueden moverse) y luego ser arrojado a cubierta. Los peces de mayor tamaño (no sólo el atún, sino también el pez espada y el emperador) a menudo sólo resultan heridos por el anzuelo, y sus maltrechos cuerpos son capaces de resistir el tirón del sedal durante horas o incluso días. La enorme fuerza[28] de los peces grandes implicaba que a veces hacían falta hasta tres hombres para sacar a un único espécimen. Unos útiles especiales, llamados arpones, se usaban (y se usan aún) para capturar peces grandes una vez que están al alcance de los pescadores. Clavar el arpón en el costado, aleta o incluso en el ojo de un pez conforma un asidero, sangriento pero eficaz, para subirlo a cubierta. Según algunos, es más efectivo clavar el extremo del arpón justo bajo la espalda. Otros, como los autores del manual de pesca de Naciones Unidas, afirman: «Si es posible[29] , arponéenlo en la cabeza».

En los viejos tiempos[30] , los pescadores localizaban bancos de atunes y luego los capturaban uno a uno con cañas, sedales y arpones. Sin embargo, el atún que aparece hoy en nuestros platos nunca se pesca con el simple método de «caña y sedal», sino mediante uno de estos dos métodos modernos: con redes de cerco con jareta o con palangres. Como quería aprender más cosas sobre las técnicas más comunes de llevar al mercado los pescados más comúnmente comidos, mi investigación desembocó en estos dos métodos predominantes de la pesca del atún, y los describiré con mayor detalle más adelante. Pero antes de eso tenía muchas cosas que plantearme.

Internet rebosa de vídeos de pesca. Vulgares temas de rock como banda sonora de unos hombres que se comportan como si acabaran de salvarle la vida a alguien después de capturar a un fatigado emperador o a un atún. Y luego está el subgénero de chicas en biquini arponeando, niños muy pequeños arponeando, gente que usa el arpón por primera vez. Mientras contemplaba el extraño ritual, mi mente no paraba de volver al pez que aparecía en esos vídeos, al momento en que el arpón está entre la mano del pescador y el ojo del pez…

Ningún lector de este libro toleraría que alguien blandiera un arpón contra la cabeza de un perro. Nada podría ser más obvio y necesitar menos explicación. ¿Acaso esa preocupación está más fuera de lugar cuando se aplica al pescado, o somos tontos por tener esa consideración incuestionable hacia los perros? ¿El sufrimiento de una muerte provocada es algo cruel, sea cual sea el animal al que se le inflija, o sólo cuando hablamos de algunos animales concretos?

¿La familiaridad con los animales que hemos llegado a considerar de compañía puede convertirse en una guía para nosotros cuando pensamos en los animales que comemos? ¿A qué distancia nos quedan los peces (o vacas, cerdos y pollos) en el esquema de la vida? ¿Esa distancia podría ser la de un árbol, o un abismo? ¿Es relevante el concepto de proximidad o distancia en este ámbito? Si algún día nos encontráramos con una forma de vida más poderosa e inteligente que la nuestra, que nos mirara como nosotros miramos a los peces, ¿qué argumentos esgrimiríamos para que no nos comiera?

Las vidas de miles de millones de animales cada año y la supervivencia de los mayores ecosistemas de nuestro planeta dependen de las poco razonadas respuestas que damos a esas preguntas. A pesar de todo, esas preocupaciones globales pueden parecer lejanas. Nos preocupamos más de lo que tenemos cerca, y nos cuesta muy poco olvidarnos de todo lo demás. También sentimos el potente impulso de hacer lo mismo que hacen quienes nos rodean, sobre todo cuando se trata de comida. La ética de la alimentación es tan compleja porque la comida se relaciona tanto con las papilas gustativas como con el gusto, con biografías individuales y con la historia social. Nuestro Occidente, obsesionado por la libre elección, es probablemente más tolerante con los individuos que optan por comer de manera distinta que cualquier otra cultura, pero irónicamente, el omnívoro, poco selectivo por definición —«Soy fácil: como de todo»— puede parecer socialmente más sensible que el individuo que intenta alimentarse de un modo que sea beneficioso para la sociedad. La elección de los alimentos viene determinada por muchos factores, pero la razón (incluso la conciencia) no suele ocupar los primeros puestos de la lista.

El tema de comer animales tiene algo que provoca la polarización: no comerlos jamás o nunca plantearse en serio el hecho de no comerlos; uno debe convertirse en activista o despreciar a quienes lo son. Estas posturas opuestas —y la falta de voluntad, estrechamente relacionada, de tomar una postura al respecto— nos indican que comer animales es un tema importante. El hecho de comerlos o no, y de cómo comerlos, nos afecta profundamente. La carne está vinculada con la historia de quienes somos y de quienes queremos ser, desde el libro del Génesis a la última factura del supermercado. Propone significativas cuestiones filosóficas y es una industria que factura más de 140 mil millones[31] de dólares al año y que ocupa un tercio de la tierra[32] del planeta, da forma a los ecosistemas de los océanos[33] y podría decidir el futuro[34] del calentamiento global. Y sin embargo sólo parecemos capaces de pensar en los extremos de los argumentos: en los extremos lógicos más que en las realidades prácticas. Mi abuela dijo que se negó a comer cerdo aunque fuera para salvar la vida, y aunque el contexto en que se desarrollaba su historia es de los más extremos posibles, mucha gente parece incapaz de salir de ese marco de todo o nada cuando discute de los alimentos que escoge para comer en el día a día. Es una forma de pensar que no aplicaríamos a otros temas éticos. (Imaginad el dilema de mentir siempre o no mentir nunca). Ignoro las veces en que después de decirle a alguien que soy vegetariano, él o ella intentaban buscar una incoherencia en mi estilo de vida o trataban de buscar un error en una argumentación que yo no había hecho. (A menudo he pensado que mi vegetarianismo les importa más a esa gente que a mí mismo).

Debemos encontrar una forma mejor de hablar sobre el hecho de comer animales. Necesitamos una forma que lleve la carne al centro del debate público de la misma manera en que se encuentra a menudo en el centro de nuestro plato. No es que aboguemos por un acuerdo colectivo. Por fuertes que sean nuestras intuiciones de lo que es bueno para nosotros personalmente, e incluso de lo que es bueno para el prójimo, todos sabemos de antemano que nuestras posturas chocarán con las de nuestros vecinos. ¿Qué hacemos, pues, ante esa realidad inevitable? ¿Dejamos el tema o encontramos la manera de reformularlo?

Guerra

De cada diez atunes[35], tiburones u otros grandes peces depredadores que había en nuestros océanos de cincuenta a cien años atrás sólo queda uno. Muchos científicos predicen la debacle total[36] de todas las especies de peces en menos de cincuenta años, mientras se realizan intensos esfuerzos por atrapar, matar y comer más animales marinos. La situación es tan extrema que los investigadores del Centro de Pesca[37] de la Universidad de British Columbia afirman que «nuestras interacciones con los recursos de pesca [también conocidos como peces] han empezado a tener visos de… guerras de exterminio».

Por lo que he visto, «guerra» es exactamente la palabra que describe nuestra relación con los peces, ya que implica las tecnologías y técnicas que se utilizan contra ellos además del espíritu de dominación. A medida que profundizaba en el mundo de la ganadería industrial, me percaté de que las transformaciones radicales que ha sufrido la pesca en los últimos cincuenta años son representativas de algo que tiene un alcance mucho mayor. Hemos declarado la guerra, o mejor dicho hemos dejado que se declare la guerra, contra todos los animales que comemos. Es una guerra nueva y tiene un nombre: granjas industriales.

Como sucede con la pornografía, las granjas industriales son difíciles de definir pero sencillas de identificar. En un sentido estricto es un sistema de ganadería industrializada e intensiva en el cual los animales —a menudo alojados por decenas o cientos de miles— son criados genéticamente, se encuentran restringidos en su movilidad y son alimentados a base de dietas antinaturales (que casi siempre incluyen fármacos, como los antimicrobianos). Si hablamos en términos globales, cada año hay unos 450 mil millones de animales[38] en granjas industriales. (No se lleva la cuenta de los peces). El noventa y nueve por ciento[39] de los animales terrestres que comemos o usamos para producir leche y huevos en Estados Unidos proceden de esas granjas. De manera que, aunque haya importantes excepciones, hablar hoy en día de comer animales es hablar de las granjas industriales.

Más que un conjunto de prácticas, la granja industrial es todo un concepto, que se basa en reducir los costes de producción casi al mínimo e ignorar sistemáticamente, o «externalizar», costes como la degradación ambiental, las enfermedades humanas y el sufrimiento animal.

Durante miles de años, los granjeros siguieron las leyes de la naturaleza. Las granjas industriales consideran la naturaleza un obstáculo al que vencer.

La pesca industrial no es exactamente lo mismo, pero pertenece a la misma categoría y debe formar parte de la misma discusión: se une al mismo golpe de Estado agrícola. Esto resulta más evidente en la acuicultura (piscifactorías donde los peces viven confinados en viveros y son «cosechados»), pero es exactamente igual de cierto para la pesca de altura, que comparte el mismo espíritu y el mismo uso intensivo de la más moderna tecnología.

Los capitanes de los barcos de pesca de hoy se parecen más a Kirk que a Ahab. Observan a los peces desde salas llenas de instrumentos electrónicos y planean los mejores momentos para capturar bancos enteros de una vez. Si se les escapan, los capitanes lo saben y atacan por segunda vez. Estos pescadores no sólo pueden mirar los bancos de peces que tienen a cierta distancia de sus barcos. Utilizan sistemas GPS además de otros para atraer a los peces (FAD) a través del océano. Los monitores transmiten información[40] a las salas de control de los barcos de pesca sobre la cantidad de peces y la ubicación exacta de los FAD.

Una vez mostrada la imagen de la industria pesquera —los 1,4 mil millones de anzuelos[41] empleados anualmente en la pesca de palangre (cada uno con su pedazo de pescado[42] , calamar o carne de delfín como cebo); las 1200 redes[43] , de treinta metros de longitud cada una, usadas por una sola flota para capturar a una sola especie; la capacidad de un simple barco[44] de capturar cincuenta toneladas de animales marinos en apenas unos minutos—, resulta más fácil ver a los hombres de la mar contemporáneos más como a granjeros industriales que como a pescadores propiamente dichos.

La tecnología de guerra[45] se ha aplicado a la pesca de una forma sistemática y literal. Radares, sonares (antaño usados para localizar submarinos enemigos), sistemas de navegación electrónicos desarrollados por la Armada, y, en la última década[46] del siglo XX, los GPS, otorgan a los pescadores capacidades sin precedente para identificar y volver a los puntos calientes de pesca. Se usan imágenes generadas por satélite de las temperaturas de los océanos para identificar los bancos de peces.

El éxito de las granjas industriales depende de las imágenes entrañables que tienen los consumidores de la producción de alimentos —el pescador que atrapa a un pez, el criador de cerdos que conoce a cada uno de su gorrinos, el granjero de pavos que ve cómo los picos de sus crías rompen los huevos— porque esas imágenes se corresponden con algo que despierta en nosotros respeto y confianza. Pero estas persistentes imágenes son también las peores pesadillas de los granjeros industriales: tienen el poder de recordar al mundo que lo que ahora supone el 99 por ciento de las granjas no era mucho más de un 1 por ciento no hace tanto tiempo. Y el predominio de las granjas industriales podría ser derrotado.

¿Qué podría inspirar esa clase de cambio? Pocos conocen los detalles de las industrias de la carne y el pescado actuales, pero la mayoría capta lo esencial: que hay algo que no está bien. Los detalles son importantes, pero probablemente no conseguirán hacer cambiar a las personas por sí mismos. Hace falta algo más.