1

George

Me pasé los primeros veintiséis años de mi vida sin que me gustaran los animales. Me parecían fastidiosos, sucios, inalcanzablemente extraños, aterradoramente imprevisibles y francamente innecesarios. Adolecía de una particular falta de entusiasmo por los perros, inspirada en gran medida por un miedo que había heredado de mi madre y que ella a su vez heredó de mi abuela. Cuando era niño, sólo accedía a ir a casas de amigos si estos confinaban a sus perros en otra habitación. Si en el parque se me acercaba un perro, me ponía histérico hasta que mi padre me sentaba sobre sus hombros. No me gustaban los programas de televisión donde aparecían perros. No comprendía —de hecho, me disgustaba— a la gente que se emocionaba con los perros. Es posible que incluso llegara a desarrollar cierto prejuicio contra los ciegos.

Y luego, un buen día, me convertí en una persona que adoraba a los perros. Me convertí en un amante de los perros.

George apareció de la nada. Mi esposa y yo nunca habíamos hablado de tener un cachorro, ni mucho menos habíamos pensado en ir a buscar uno. (¿Por qué íbamos a hacerlo si a mí no me gustaban?). En este caso, el primer día del resto de mi vida fue un sábado. Paseábamos por la Séptima Avenida, en nuestro barrio de Brooklyn, cuando nos encontramos con un cachorrillo negro, dormido en la acera, y su postura, casi fetal, fue como un signo de interrogación que dijera: ¿ME ADOPTAS? No creo en el amor a primera vista ni en el destino, pero en ese momento amé a ese condenado perro sin poder evitarlo. Aunque no me atreviera a tocarlo.

Proponer la adopción del cachorro debe de haber sido la cosa más imprevisible que he hecho nunca, pero lo cierto era que se trataba de un animalillo precioso, un animal que incluso alguien escéptico y duro de corazón como yo encontraría irresistible. Por supuesto, la gente halla la belleza en cosas que no tienen los morros húmedos. Pero hay algo único en la forma en que nos enamoramos de los animales. Canes enormes y minúsculos, de pelo largo y brillante, San Bernardos que roncan, falderos asmáticos, sharpeis desplegados y sabuesos con aire melancólico: todos tienen sus devotos fans. Los observadores de pájaros se pasan gélidas mañanas oteando el cielo en busca de esos alados objetos de fascinación. Los amantes de los gatos los quieren con una intensidad de la que carecen, a Dios gracias, la mayoría de las relaciones humanas. Los cuentos infantiles están plagados de conejos, ratoncitos, osos y orugas, sin olvidarnos de las arañas, los grillos y los cocodrilos. Nadie ha tenido nunca un peluche en forma de roca, y cuando el coleccionista de sellos más entusiasta afirma que adora los sellos, está claro que se trata de una clase de afecto totalmente distinta.

Nos llevamos al cachorro a casa. Lo —la— abracé desde el otro lado de la habitación. Luego, como ella no me dio ningún motivo para pensar que perdería algún dedo en el proceso, dejé que comiera de mi mano. Después le dejé que la lamiera. Y que me lamiera la cara. Y después lamí yo la suya. Y ahora me encantan todos los perros y somos felices para siempre.

El 63 por ciento de los hogares norteamericanos[4] tiene al menos una mascota. Este porcentaje resulta aún más impresionante debido a que se trata de un fenómeno reciente. Tener animales de compañía[5] pasó a ser algo común con el nacimiento de la clase media y las urbanizaciones, quizá debido a que sus habitantes se veían privados de cualquier otro contacto con el mundo animal, o simplemente porque las mascotas cuestan dinero y se convierten por tanto en una muestra de derroche (los norteamericanos gastan 34 mil millones de dólares en sus mascotas[6] todos los años). El historiador de Oxford, sir Keith Thomas, cuyo trabajo enciclopédico Man and the Natural World se ha convertido en un clásico, afirma que

El incremento de animales de compañía[7] en las clases medias urbanas desde los inicios del período moderno es… un desarrollo de importancia social, psicológica y desde luego comercial… Tuvo también implicaciones intelectuales. Animo a las clases medias a alcanzar conclusiones optimistas sobre la inteligencia animal; dio pie a innumerables anécdotas sobre la sagacidad de los animales; estimuló la idea de que los animales podían tener carácter y personalidad; y sentó las bases psicológicas para la idea de que al menos algunos animales tenían derecho a la consideración moral.

No sería correcto decir que mi relación con George ha supuesto para mí una revelación de la «sagacidad» de los animales. Aparte de sus deseos más básicos, no tengo la menor idea de lo que le pasa por la cabeza. (Aunque me he convencido de que hay bastante en esa cabeza, aparte de los deseos básicos). Me sorprende su falta de inteligencia tan a menudo como me sorprende lo contrario. Las diferencias entre nosotros están siempre más presentes que las similitudes.

Pero no creáis que George es una perrita ñoña que se limita a dar y recibir afecto. En realidad, la mayor parte del tiempo es un coñazo. Se masturba convulsivamente delante de las visitas, se come mis zapatos y los juguetes de mi hijo, tiene una obsesión maníaca por el genocidio de ardillas y una habilidad sobrenatural para irrumpir en cualquier foto que se tome cerca de ella, ataca a los que van en monopatín y a los judíos hasídicos, humilla a las mujeres cuando están menstruando (y es la peor pesadilla para las hasídicas que están menstruando), apoya su culo flatulento en la persona menos indicada de la sala, arranca los brotes que acabas de plantar, araña lo que acabas de comprar, lame la comida que vas a servir y de vez en cuando se venga (Dios sabe de qué) cagándose dentro de casa.

Nuestras variadas luchas —para comunicarnos, reconocernos y satisfacer los deseos mutuos, de hecho, para coexistir— me obligan a lidiar e interactuar con algo, o mejor dicho alguien, totalmente ajeno a mí. George responde a ciertas palabras (y ha decidido ignorar un número levemente más alto de otras), pero nuestra relación se desarrolla casi absolutamente fuera del mundo del lenguaje. Ella parece albergar pensamientos y emociones. A veces creo entenderlas, pero a menudo no es así. Como si fuera una foto, no puede decir lo que me deja ver. Es un secreto incorporado a un cuerpo. Y para ella yo debo de ser una foto.

Justo anoche, levanté la vista de lo que estaba leyendo y me encontré con que George me observaba desde el otro lado de la sala. «¿Cuándo has entrado?», le pregunté. Ella bajó la cabeza y se marchó hacia el pasillo: más un espacio negativo que una silueta, una sombra constante en nuestra vida cotidiana. A pesar de nuestros patrones de interacción, que son más regulares que los que marcan mi relación con ninguna otra persona, aún me resulta impredecible. Y a pesar de nuestra cercanía, a veces me sorprende, e incluso me asusta, su naturaleza totalmente extraña. Tener un hijo aumentó esta sensación en gran medida, ya que no existía la menor garantía —más allá de la que yo sentía sin lugar a dudas— de que no le hiciera algún daño al niño.

Podría escribirse un libro con la lista de nuestras diferencias pero, al igual que yo, George teme al dolor, busca el placer y anhela no sólo la comida y el juego sino también la compañía. No me hace falta conocer al detalle sus humores y preferencias para saber que los tiene. Nuestras psicologías no son iguales, ni siquiera se parecen, pero ambos tenemos una perspectiva propia, una forma de procesar y experimentar el mundo que es intrínseca y única.

Nunca me comería a George porque es mía. Pero ¿por qué no puedo comerme a un perro desconocido? O, yendo al grano, ¿qué justificación existe para librar a los perros del destino que damos a otros animales?

¿Por qué no comer perros?

A pesar de que es algo totalmente legal en cuarenta y cuatro estados de Norteamérica, comerse al «mejor amigo del hombre» es tan tabú como comerse al mejor amigo humano de uno. Ni siquiera los carnívoros más recalcitrantes comen perros. El presentador y a veces cocinero Gordon Ramsay puede ponerse muy chulo con crías de animales cuando hace publicidad de algo, pero nunca verás a un cachorrillo asomando el hocico por una de sus cazuelas. Y aunque en una ocasión afirmó que electrocutaría a sus hijos[8] si se hicieran vegetarianos, me pregunto cuál sería su reacción si se cargaran al perrito de la casa.

Los perros son maravillosos, y en ciertos sentidos únicos. Pero son notablemente vulgares en sus capacidades intelectuales y experimentales. Los cerdos son igual de inteligentes y sensibles, sea cual sea la definición que demos a ambas palabras. No pueden saltar a la parte trasera de un Volvo, pero son capaces de ir a por algo, de correr y jugar, de ser traviesos y proporcionar afecto. En ese caso, ¿por qué no los dejamos que se aovillen frente al fuego? ¿Por qué no los salvamos, como mínimo, de arder en él?

Nuestro tabú contra comer perros dice algo de ellos y mucho de nosotros.

Los franceses, que adoran a sus perros, a veces se comen a sus caballos.

Los españoles, que adoran a sus caballos, a veces se comen a sus vacas.

Los indios, que adoran a sus vacas, a veces se comen a sus perros[9].

Aunque escrito en un contexto muy distinto, las palabras de George Orwell en Rebelión en la granja pueden parafrasearse así en este contexto: «Todos los animales son nuestros iguales, pero algunos son más iguales que otros». El énfasis en su protección no es una ley natural; procede de las historias que nos contamos sobre la naturaleza.

Así pues, ¿quién tiene razón? ¿Cuáles podrían ser las razones para excluir a los cánidos del menú? El carnívoro selecto sugiere:

No comer animales de compañía. Pero los perros no son animales de compañía en todos los países donde no se los comen. ¿Y qué decir de la gente que no tiene perros en casa? ¿Tendríamos algún derecho a criticarlos si tomaran perro para cenar?

Vale, en ese caso:

No comer animales que tengan capacidades mentales significativas. Si por «capacidades mentales significativas» entendemos las que tiene un perro, entonces bien por el perro. Pero esa definición incluiría también cerdos, vacas, pollos, y muchas especies del mundo animal. Y excluiría a los humanos con minusvalías muy graves.

Entonces:

No es por mero azar que los tabúes ancestrales —jugar con la mierda, besar a tu hermana o comerse a los compañeros— son tabúes. Desde un punto de vista evolutivo, esas cosas son malas para nosotros. Pero comer perro no ha sido, ni es, tabú en muchos sitios, y no es perjudicial para nosotros en modo alguno. Bien cocinada, la carne de perro no presenta más riesgos para nuestra salud que cualquier otra, y una comida tan nutritiva no suscita grandes objeciones por parte de los componentes físicos de nuestros egoístas, genes.

Y comer perro posee un orgulloso pedigrí. Algunas tumbas del siglo IV d. C.[10] muestran imágenes de perros sacrificados junto con otros para servir de alimento. Fue una costumbre lo bastante fundamental como para influir en el lenguaje: el carácter sino-coreano[11] que define algo «justo y correcto» (yeon) se traduce literalmente por «delicioso como carne de perro asada». Hipócrates ensalzó los beneficios de la carne de perro como fuente de fortaleza. Los romanos comían[12] «cachorrillos». Los indios dakota disfrutaban[13] con el hígado de perro, y no hace tanto tiempo los hawaianos comían[14] sesos y sangre de perro. El perro sin pelo mexicano[15] era el alimento principal de los aztecas. El capitán Cook comió perro[16]. Roald Amundsen, como es de sobra conocido, se comió a los perros de su trineo. (Cierto, estaba muerto de hambre). Y aún se comen perros[17] en Filipinas para ahuyentar la mala suerte; con propósitos medicinales en China y Corea[18]; para aumentar la libido en Nigeria[19]; y en muchos otros países, de todos los continentes, simplemente porque su sabor es bueno. Durante siglos, los chinos[20] han criado razas especiales de perros, como el chow de lengua negra, para papeárselos, y en muchos países europeos[21] aún existen leyes relativas a los exámenes post mortem de los perros que se destinaban al consumo humano.

Está claro que el hecho de que algo se haya llevado a cabo prácticamente en todas partes y en todo momento no supone una justificación para seguir haciéndolo. Pero a diferencia de toda la carne de granja, que precisa de la creación y mantenimiento de los animales, los perros casi piden a gritos ser comidos. Cada año se «duerme» de tres a cuatro millones de perros[22] , lo que da lugar a millones de kilos de carne que se tiran a la basura. El destino de toda esa carne de perros sometidos a eutanasia supone un problema enorme tanto económico como ecológico. Sería una locura arrancar a las mascotas de sus hogares. Pero comer a esos perros vagabundos, callejeros, a aquellos que no son lo bastante monos para encontrar hogar o lo bastante educados para conservarlo sería como matar un puñado de pájaros de un solo tiro y luego comérselos.

En cierto sentido, eso es lo que hacemos ya. Las empresas dedicadas a los subproductos animales —la conversión de proteínas animales inadecuadas para el consumo humano en comida para ganado y mascotas— permiten a las plantas procesadoras transformar inútiles canes muertos en elementos productivos de la cadena alimenticia. En Norteamérica, millones de gatos y perros sacrificados en refugios para animales se convierten en la comida de nuestra comida. (Se sacrifican casi el doble de perros[23] y gatos que se adoptan). Eliminemos, pues, este ineficaz y extraño paso intermedio.

Esto no tiene por qué poner en entredicho nuestro civismo. No los haremos sufrir innecesariamente. Aunque está plenamente aceptado que la adrenalina mejora el sabor de la carne de perro (y de ahí vienen los métodos tradicionales de sacrificarlos: ahorcarlos, hervirlos vivos, apalearlos), creo que todos estaremos de acuerdo en que, si vamos a comerlos, deberíamos matarlos de una forma rápida e indolora, ¿no? Por ejemplo, los métodos hawaianos tradicionales de mantener cerrado el hocico del perro, con el fin de conservar la sangre, deberían ser considerados (al menos desde un punto de vista social, si no legal) como algo prohibido. Tal vez podríamos incluir a los perros en la Ley de Métodos Humanitarios para el Sacrificio. Eso no tiene nada que ver con la forma en que se les trate mientras estén vivos, y no está sujeto a ningún descuido o aplicación significativas, pero seguramente podemos confiar en la capacidad de autorregulación de la industria, tal y como hacemos con otros animales que sí nos sirven de alimento.

Poca gente aprecia suficientemente la colosal tarea que supone alimentar a un mundo poblado por miles de millones de omnívoros que exigen carne con sus patatas. El ineficaz uso de los perros, que ya se hallan convenientemente presentes en áreas de alta densidad humana (tomad nota quienes abogáis por la comida local), debería hacer enrojecer a cualquier buen ecologista. Hay quien podría argüir que varios grupos «humanitarios» son los mayores hipócritas, ya que invierten ingentes cantidades de dinero y energía en un fútil intento de reducir el número de canes indeseados mientras al mismo tiempo propagan el tabú de no comérselos para cenar. Si dejamos que los perros sean perros y se críen sin interferencias, daríamos lugar con poco esfuerzo a una provisión sostenible de carne local que haría avergonzar a la mejor granja agrícola. Para los que abogan por el ecologismo, es hora de admitir que el perro es un alimento real para los ambientalistas reales.

¿Podemos superar el sentimentalismo? Hay perros a montones, son buenos, fáciles de cocinar y sabrosos; comerlos es mucho más razonable que pasar por todos los problemas que implica su procesamiento hasta transformarlos en proteínas para alimentar a otras especies que sí nos comemos.

Para aquellos que ya se han convencido, les propongo una receta filipina clásica. No la he probado en persona, pero a veces uno lee la receta y simplemente se hace a la idea.

PERRO ESTOFADO[24] AL ESTILO BODA

En primer lugar, mata a un perro de tamaño medio y chamúscale el pelo en el fuego. Arráncale la piel con cuidado mientras aún esté caliente y guárdala para después (puede usarse en otras recetas). Corta la carne en dados. Macera la carne en una mezcla de vinagre, pimienta en grano, sal y ajo durante 2 horas. Fríe un poco la carne en un wok grande, luego añade cebollas, piña cortada y déjalo cocer todo hasta que esté tierno. Vierte la salsa de tomate y agua hirviendo, añádele pimiento verde, hojas de laurel y Tabasco. Tápalo y ponlo a fuego lento hasta que la carne esté tierna. Haz un puré con el hígado del perro y cocínalo todo entre 5 y 7 minutos más.

Aviso para astrónomos de a pie: si te cuesta ver algo, desvía un poco la mirada. Las partes de los ojos más sensibles a la luz (las que necesitamos para ver objetos difusos) se encuentran en los bordes de la región que normalmente usamos para centrar la vista.

Comer animales tiene una cualidad invisible. Pensar en los perros, y su relación con los animales que comemos es una forma de enfocar de reojo el tema y de convertir en visible lo invisible.