Comer animales

Es posible que el primer deseo de mi hijo, mudo e irracional, fuera el de comer. Segundos después de nacer ya estaba mamando del pecho de su madre. Lo observé con una admiración que no tenía precedentes en mi vida. Sin explicaciones ni experiencia previa, él sabía qué hacer. Millones de años de evolución le habían transferido ese conocimiento, de la misma forma que habían codificado el latido de su diminuto corazón y la expansión y contracción de sus flamantes pulmones.

Mi admiración no tendría precedentes, pero me vinculaba a otros a través de las generaciones. Vi los anillos de mi árbol: mis padres observándome mientras comía, mi abuela viendo comer a mi madre, mis bisabuelos viendo a mi abuela… Él comía igual que lo habían hecho los niños de los pintores de cuevas.

A medida que mi hijo daba los primeros pasos en la vida y yo iniciaba este libro, daba la sensación de que todo cuanto él hacía giraba en torno a la comida. Mamaba, dormía después de mamar, lloriqueaba antes de mamar, o expulsaba la leche que había mamado. Ahora que termino el libro, él es capaz de mantener conversaciones bastante sofisticadas y, cada vez más, los alimentos que come se digieren con la ayuda de las historias que le contamos. Dar de comer a mi hijo no es lo mismo que alimentarme yo: importa más. Importa porque la comida importa (su salud física es importante, el placer de comer es importante), y porque las historias que se sirven de guarnición con la comida también importan. Estas historias unen a la familia, y unen nuestra familia a las otras. Historias sobre comida e historias sobre nosotros: nuestra historia y nuestros valores. De la tradición hebrea de mi familia, aprendí que la comida sirve para dos propósitos paralelos: nutre y te ayuda a recordar. La comida y los cuentos son inseparables: el agua salada son lágrimas, la miel no sólo tiene un sabor dulce sino que nos hace evocar la dulzura, el matzo es el pan de nuestra aflicción.

Hay miles de alimentos en el planeta, y explicar por qué comemos una parte relativamente pequeña de ellos requiere unas cuantas palabras. Tenemos que explicar que el perejil está en el plato por motivos decorativos, que la pasta no se come para desayunar, y por qué comemos alas y no ojos, vacas y no perros. Las historias establecen narrativas, las historias establecen reglas. En muchos momentos de mi vida he olvidado que tengo historias que contar acerca de la comida. Me limité a comer lo que tenía a mano o tenía buen sabor, lo que parecía lógico, sensato o sano… ¿qué había que explicar? Pero la clase de paternidad que siempre imaginé aborrece ese tipo de olvido.

Esta historia no empezó en forma de libro. Yo sólo quería saber, por mí y por mi familia, qué es la carne. Quería saberlo con la mayor concreción posible. ¿De dónde sale? ¿Cómo se produce? ¿Cómo se trata a los animales y hasta qué punto eso importa? ¿Cuáles son los efectos económicos, sociales y ambientales de comer animales? Mi búsqueda personal no se mantuvo así durante mucho tiempo. A través de mis esfuerzos como padre, me enfrenté cara a cara con realidades que como ciudadano no podía ignorar y como escritor no podía guardar para mí. Pero enfrentarse a esas realidades y escribir sobre ellas con responsabilidad son dos cosas distintas.

Quería abordar estas cuestiones de una forma global. De manera que aunque el 99 por ciento de los animales[2] que se comen en este país proceden de «granjas de producción masiva» —y por tanto dedicaré gran parte de este libro a explicar qué significa esto y qué importancia tiene—, el otro 1 por ciento de la cría de animales es también una parte de esta historia. La desproporcionada cantidad de páginas que dedico en este libro a las mejores granjas familiares refleja lo significativas que creo que son, pero al mismo tiempo, lo insignificantes que resultan en el conjunto: la excepción a la regla.

Para ser totalmente honesto (y aun arriesgándome a perder mi credibilidad en esta misma página), partí de la base, antes de empezar con mis investigaciones, de que sabía lo que iba a encontrar: no los detalles, pero sí el conjunto de la imagen. Otros asumieron exactamente lo mismo. Casi siempre que comentaba que estaba escribiendo un libro sobre «comer animales», mi interlocutor llegaba a la conclusión, sin conocer mi punto de vista, de que se trataba de una defensa del vegetarianismo. Es significativa la convicción de que una investigación concienzuda sobre la cría de animales acabará comportando que uno se aleje de comer carne y que la mayoría de la gente es consciente de ello. (¿Qué os vino a la cabeza al leer el título del libro?).

También yo asumí que mi libro sobre comer animales se convertiría en una defensa a ultranza del vegetarianismo. No ha sido así. Merece la pena escribir una defensa a ultranza del vegetarianismo, pero no es lo que he escrito.

La cría de animales es un tema muy complejo. No hay dos animales, criadores, granjas, granjeros ni consumidores de carne que sean iguales. Al echar un vistazo a la ingente cantidad de investigación —lecturas, entrevistas, observaciones de campo— que fue necesaria incluso para ponerse a pensar sobre este tema en serio, tuve que preguntarme si era posible decir algo coherente y significativo sobre una práctica tan diversa. Quizá no exista la «carne». En su lugar, existe este animal, criado en esta granja, sacrificado en esta planta, vendido de este modo y consumido por esta persona: todos demasiado distintos para ser unidos en un mismo mosaico.

Y comer animales, como el aborto, es uno de esos temas en los que es imposible saber de manera definitiva algunos de los detalles más importantes. (¿Cuándo es un feto una persona real y no potencial? ¿Cómo es en verdad la experiencia animal?), lo cual remueve las desazones más profundas de uno y a menudo provoca actitudes defensivas o agresivas. Es un tema peliagudo, frustrante y vibrante. Una pregunta lleva a otra, y resulta fácil que uno acabe defendiendo una postura mucho más radical que sus propias creencias o que su forma de vida real. O, aún peor, que acabe sin hallar una postura que merezca la pena defender o que sirva de base en su vida.

Luego está la dificultad de distinguir entre las sensaciones que provoca algo y lo que ese algo es en realidad. A menudo los argumentos sobre comer animales no son en absoluto argumentos, sino simples afirmaciones de gusto. Y donde haya hechos —esta es la cantidad de cerdo que comemos; este es el número de plantaciones de mangos que han sido destruidas por la acuicultura; así se mata una vaca—, surge la cuestión de qué hacer con ellos. ¿Deberían ser éticamente convincentes? ¿Comunitariamente? ¿Legalmente? ¿O sólo más información para que cada consumidor la digiera como le parezca?

Mientras que este libro es el fruto de una enorme cantidad de investigación, y resulta tan objetivo como cualquier otra obra periodística —usé los datos estadísticos disponibles más fiables (casi siempre del gobierno, y de fuentes del ámbito académico y de la industria que gozaban de un amplio consenso) y contraté a dos asesores externos para corroborarlos—, yo pienso en él como en una historia. Contiene muchos datos, pero a menudo se muestran lábiles y maleables. Los hechos son importantes, pero por sí solos no dotan de significado, sobre todo cuando están tan vinculados a las elecciones lingüísticas. ¿Qué significa «reacción de dolor mesurada» en los pollos? ¿Significa dolor? ¿Qué significa «dolor»? No importa cuánto aprendamos de la fisiología del dolor —cuánto tiempo persiste, qué síntomas produce, etcétera— nada de ello nos dirá algo significativo. Pero si se colocan los hechos en una historia, una historia de compasión o dominación, o quizá de ambas; si se colocan en una historia sobre el mundo en que vivimos, sobre quiénes somos y quiénes queremos ser, podremos empezar a hablar con sentido sobre la costumbre de comer animales.

Estamos hechos de historias. Pienso en esos sábados por la tarde sentados a la mesa de la cocina en casa de mi abuela, los dos solos: pan negro en la tostadora humeante, el rumor de una nevera casi cubierta por el velo de fotografías familiares. Tomando esos restos de pan de centeno y Coca-Cola, ella me hablaba de su huida de Europa, de lo que se vio obligada a comer y lo que no. Era la historia de su vida. «Escúchame», me suplicaba, y yo comprendía que me transmitía una lección vital, aunque siendo niño no alcanzara a saber de qué lección se trataba.

Ahora sí lo sé. Y aunque los detalles no podían ser más distintos, intento, e intentaré, transmitir su lección a mi hijo. Este libro es mi esfuerzo más serio por hacerlo. Al empezarlo siento una gran inquietud, porque son muchos los recuerdos. Aun dejando de lado, por un momento, los más de diez millones de animales sacrificados todos los años en Estados Unidos para servir de alimento, y dejando a un lado el entorno, los trabajadores, y otros temas tan relacionados como el hambre del mundo, las epidemias de gripe y la biodiversidad, también está la cuestión de qué pensamos de nosotros mismos y de los demás. No sólo somos los narradores de nuestras historias, somos las historias mismas. Si mi esposa y yo criamos a nuestro hijo como vegetariano, él no comerá el plato especial de su bisabuela, nunca recibirá esa expresión única y absolutamente directa de su amor, quizá nunca pensará en ella como en la Mejor Cocinera del Mundo. La historia de ella, la historia básica de nuestra familia, tendrá que cambiar.

Las primeras palabras de mi abuela al ver a mi hijo por primera vez fueron: «Mi venganza». Del infinito número de cosas que podría haber dicho, fue eso lo que escogió, o que le fue escogido.