Unos impulsos inesperados me asaltaron cuando descubrí que iba a ser padre. Empecé a ordenar la casa, a cambiar bombillas que llevaban tiempo difuntas, a limpiar ventanas y a archivar documentos. Me gradué la vista, compré una docena de pares de calcetines blancos, instalé una baca en el techo del coche y un panel divisorio en la parte trasera, me sometí al primer chequeo en media década… y decidí escribir un libro sobre comer animales.
La paternidad fue el empuje inmediato para emprender el viaje del que saldría este libro, pero lo cierto es que llevaba la mayor parte de mi vida haciendo esas maletas. A los dos años, los héroes de todos mis cuentos eran animales. A los cuatro, adoptamos al perro de un primo durante un verano. Yo le di un puntapié. Mi padre me dijo que a los animales no se los patea. Con siete años, lloré la muerte de mi pez. Me enteré de que mi padre lo había tirado por el retrete. Le dije a mi padre, con palabras menos educadas, que a los animales no se los tira por el retrete. Cuando tenía nueve años, tuve una canguro que no quería hacerle daño a nada. Lo expresó así cuando le pregunté por qué no comía pollo, como hacíamos mi hermano mayor y yo: «No quiero hacerle daño a nada».
«¿Hacer daño?», pregunté.
«Sabes que el pollo es pollo, ¿no?».
Frank me lanzó una mirada: «¿Mamá y papá han confiado sus preciosos retoños a esta imbécil?».
Ignoro si su intención era o no convertirnos al vegetarianismo el hecho de que las conversaciones sobre carne tiendan a hacer sentir incómoda a la gente no significa que todos los vegetarianos se dediquen al proselitismo, pero como ella era aún una adolescente, carecía de esos frenos que a menudo nos impiden entrar en ciertos temas. Sin dramatismos ni retóricas, compartió su opinión con nosotros.
Mi hermano y yo nos miramos, con las bocas llenas de pollo sacrificado, y tuvimos uno de esos momentos de «¿cómo diantre no había pensado en esto antes y por qué diablos nadie me lo ha dicho?». Dejé el tenedor sobre la mesa. Frank se terminó la comida y es probable que esté zampándose un muslo de pollo mientras yo escribo estas líneas.
Lo que nos dijo la canguro tenía sentido para mí, no sólo porque parecía verdad, sino porque era la aplicación al tema de la comida de todo lo que mis padres me habían enseñado. No debe hacerse daño a la familia. No debe hacerse daño a amigos ni a extraños. Ni siquiera a los muebles tapizados. El hecho de que yo no hubiera incluido a los animales en esa lista no los convertía en excepciones. Sólo dejaba constancia de que yo era un crío, ignorante del funcionamiento del mundo. Hasta que dejara de serlo. Momento en el cual debía cambiar de vida.
Mas no lo hice. Mi vegetarianismo, tan explosivo e inquebrantable en sus inicios, duró unos cuantos años, se atascó y agonizó en silencio. Nunca se me ocurrió una respuesta a lo que nos había dicho la canguro, pero encontré formas de difuminarlo, reducirlo y finalmente olvidarlo. En términos generales, no causaba daño a nadie. En términos generales, intentaba hacer el bien. En términos generales, tenía la conciencia limpia. Pásame el pollo. Me muero de hambre.
Mark Twain dijo que dejar de fumar era una de las cosas más fáciles que uno puede hacer: él lo hacía constantemente. Yo añadiría el vegetarianismo a la lista de propósitos sencillos. En mi época en el instituto pasé a ser vegetariano más veces de las que puedo recordar, normalmente como un esfuerzo para reclamar alguna identidad en un mundo poblado por personas cuyas identidades parecían fluir sin el menor esfuerzo por su parte. Quería un eslogan para lucir en el parachoques del Volvo de mi madre, una buena causa para llenar la solitaria media hora del descanso, una excusa para acercarme a los pechos de las activistas. (Y seguía pensando que estaba mal hacer daño a los animales). Lo cual no quiere decir que me abstuviera de comer carne. Sólo que me abstenía de hacerlo en público. En privado, el péndulo tendía a oscilar. En esos años muchas cenas empezaban con la siguiente pregunta por parte de mi padre: «¿Alguna nueva restricción dietética que necesite saber esta noche?».
En la universidad, empecé a comer carne con más ganas. No es que «creyera en ello», signifique lo que signifique, pero de una forma consciente alejé la preocupación de mi mente. En esos momentos no me apetecía tener una «identidad propia». Y no tenía por allí cerca a nadie que me hubiera conocido en mi época vegetariana, así que no se suscitaba el tema de la hipocresía pública, ni siquiera tenía que justificar el cambio. Tal vez fuera el predominio del vegetarianismo en el campus lo que descorazonó el mío: uno se siente menos impelido a dar dinero a un músico callejero cuya gorra rebosa billetes.
Pero cuando, a finales del segundo curso, empecé la licenciatura de Filosofía e inicié mis primeros razonamientos serios y pretenciosos, recuperé el vegetarianismo. Estaba convencido de que la clase de olvido voluntario que implicaba comer carne resultaba demasiado contradictorio con la vida intelectual que intentaba moldear. Creía que la vida debería, podía y tenía que adaptarse al tamiz de la razón. Podéis imaginar lo fastidioso que me puse.
Cuando me gradué, comí carne, montones de carne de todo tipo, durante unos dos años. ¿Por qué? Pues porque estaba buena. Y porque a la hora de forjar hábitos las historias que nos contamos a nosotros mismos son más importantes que la razón. Y yo me conté una historia que me exoneraba de toda culpa.
Entonces tuve una cita a ciegas con la mujer que luego se convertiría en mi esposa. Y unas cuantas semanas más tarde nos descubrimos abordando dos temas sorprendentes: el matrimonio y el vegetarianismo.
Su historia con la carne era notablemente parecida a la mía: había cosas en las que creía por la noche, cuando estaba acostada en la cama, y decisiones que tomaba en la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Existía en ella una sensación (aunque fuera sólo transitoria y fugaz) de estar participando en algo que estaba muy mal, y al mismo tiempo existía la aceptación tanto de la confusa complejidad del tema como de la naturaleza falible, y por tanto excusable, del ser humano. Al igual que yo, ella tenía intuiciones muy fuertes, pero al parecer no lo bastante.
La gente se casa por muchas y variadas razones, pero una de las que nos animó a tomar la decisión fue la perspectiva de iniciar, explícitamente, una etapa nueva. El ritual y el simbolismo hebreo fomentan esta idea de establecer una profunda división con lo que había antes: el mejor ejemplo de ello es la rotura del vaso al final de la ceremonia nupcial. Las cosas eran como antes, pero serían distintas a partir de entonces. Las cosas serían mejores. Nosotros seríamos mejores.
Suena genial, sin duda, pero ¿mejores en qué sentido? Se me ocurrían incontables formas de mejorar (aprender idiomas, tener más paciencia, trabajar más), pero ya había hecho demasiados buenos propósitos para seguir confiando en ellos. También se me ocurrían incontables maneras de mejorarnos a los dos, pero en una relación las cosas en las que ambos miembros pueden ponerse de acuerdo para cambiar son más bien escasas. En realidad, incluso en los momentos en que uno siente que puede hacer muchas cosas, son pocas las que al final puede realizar.
Comer animales, una preocupación que ambos habíamos tenido y olvidado, parecía un buen principio. Implicaba muchas cosas y podía dar pie a muchas otras. En la misma semana, abrazamos el vegetarianismo con fervor.
Nuestro banquete de boda no fue vegetariano, por supuesto, ya que nos convencimos de que era de justicia ofrecer proteínas animales a nuestros invitados, algunos de los cuales habían recorrido largas distancias para participar de nuestra alegría. (¿Es un razonamiento difícil de seguir?). Y comimos pescado durante la luna de miel porque estábamos en Japón, y donde fueres… Y, ya de regreso a casa, tomábamos de vez en cuando hamburguesas y caldo de pollo, salmón ahumado y filetes de atún. Pero sólo en contadas ocasiones. Sólo cuando nos apetecía de verdad.
Y me dije que así eran las cosas. Y me dije que no estaban mal. Acepté que mantendríamos una dieta marcada por una consciente incoherencia. ¿Por qué comer debía ser distinto al resto de los aspectos éticos de nuestra vida? Éramos gente básicamente honesta que a veces decía mentiras, amigos atentos que en ocasiones metían la pata. Éramos vegetarianos y comíamos carne de vez en cuando.
Y ni siquiera podía estar seguro de que mis intuiciones fueran algo más que vestigios sentimentales de mi infancia; de que si las exploraba con seriedad no me toparía con cierta indiferencia. Ignoraba qué eran los animales, y no tenía la menor idea de cómo los criaban o los mataban. El tema en conjunto me resultaba incómodo, pero eso no quería decir que tuviera que serlo para el resto del mundo. Ni siquiera para mí. Y no sentía la menor prisa o necesidad de averiguarlo.
Pero entonces decidimos tener un hijo, y esa fue una historia distinta que iba a necesitar una historia distinta.
Una media hora después del nacimiento de mi hijo, fui a la sala de espera a dar la buena noticia a mi familia.
—¡Has dicho «él»! ¿Es un chico?
—¿Cómo se va a llamar?
—¿A quién se parece?
—¡Cuéntanoslo todo!
Respondí a sus preguntas tan deprisa como pude, luego me fui a un rincón y encendí el móvil.
—Abuela —dije—. Hemos tenido un niño.
El único teléfono de su casa está en la cocina. Descolgó a la primera llamada, lo que significaba que se encontraba sentada a la mesa, esperando a que sonara. Era poco más de medianoche. ¿Estaba recortando vales? ¿Preparando pollo con zanahorias para congelarlo y dárselo de comer a alguien en el futuro? Nunca la había visto u oído llorar, pero noté un nudo de lágrimas en su voz cuando preguntó:
—¿Cuánto ha pesado?
Pocos días después de nuestro regreso del hospital, envié una carta a un amigo en la que adjunté una foto de mi hijo y mis primeras impresiones sobre la paternidad. Él respondió simplemente: «Todo vuelve a ser posible». Era la frase perfecta, porque reflejaba exactamente cómo me sentía. Podríamos volver a contar nuestras historias y hacerlas mejores, más significativas o más ambiciosas. O podíamos elegir historias distintas. El mundo tenía otra oportunidad.