6. EL ESPECISMO, HOY…

defensas, racionalizaciones y objeciones a la liberación animal, y los progresos logrados para superarlas.

Hemos visto cómo, violando el principio moral fundamental de idéntica consideración de los intereses que debería regir nuestras relaciones con los demás seres, los humanos hacen sufrir a los no-humanos por motivos triviales; y también hemos visto cómo generación tras generación de pensadores occidentales han procurado defender el derecho de los humanos a hacerlo. En este capítulo final examinaré algunas de las formas en que se mantienen y promocionan hoy las prácticas especistas y los diversos argumentos y excusas que siguen esgrimiéndose en defensa de la esclavitud animal. Algunas de estas defensas han sido utilizadas para atacar la posición tomada en este libro, y por tanto este capítulo nos brinda la oportunidad de responder a algunas de las objeciones más frecuentes contra la causa de la liberación animal; pero también está concebido como una continuación del anterior, revelando la existencia continua de la ideología cuya historia habíamos trazado hasta sus orígenes en la Biblia y en los antiguos griegos. Es importante exponer y criticar esta ideología, porque aunque las actitudes contemporáneas ante los animales son lo bastante benévolas como para permitir —sobre unas bases muy selectivas— que se produzcan ciertas mejoras en las condiciones de los animales sin que esto suponga una amenaza a las actitudes básicas hacia ellos, estas mejoras siempre correrán el peligro de erosionarse a menos que lleguemos a modificar la postura fundamental que sanciona la explotación despiadada de los no-humanos para fines humanos. Sólo mediante una ruptura radical con dos mil años de pensamiento occidental sobre los animales lograremos construir una base sólida para abolir esta explotación.

Nuestras actitudes hacia los animales comienzan a tomar cuerpo cuando somos muy pequeños y están dominadas por el hecho de que empezamos a comer carne a una edad temprana. Resulta interesante que al principio muchos niños se nieguen a comer carne y que sólo se acostumbren a ello después de los denodados esfuerzos de sus padres, quienes creen, equivocadamente, que es necesario para gozar de una buena salud. Cualquiera que sea la reacción inicial del niño, sin embargo, lo que hay que destacar es que comemos carne animal antes de estar capacitados para entender que lo que comemos es el cadáver de un animal. Así, pues, nunca tomamos una decisión consciente reflexiva, libre de la parcialidad que acompaña a todo hábito establecido y reforzado por las presiones del conformismo social, de comer carne animal. A la vez, los niños sienten un amor natural por los animales, y nuestra sociedad les fomenta el afecto por animales como los perros y los gatos y por los simpáticos animales de peluche. De estos hechos surge la característica más distintiva de las actitudes de los niños ante los animales en nuestra sociedad —esto es, que no hay una actitud unificada sino dos en conflicto, que coexisten en el mismo individuo cuidadosamente separadas de forma que la contradicción inherente entre ellas apenas causa problemas.

No hace tanto tiempo que se formaba a los niños con cuentos de hadas donde los animales, especialmente los lobos, eran representados como astutos enemigos del hombre. Un típico final feliz consistía en que el lobo se ahogara en un estanque, arrastrado por las piedras que el ingenioso héroe había conseguido meter en la barriga del animal mientras dormía. Y en el caso de que los niños no comprendieran las implicaciones de estos cuentos, podían jugar tomados de las manos y cantar una tonada de este tipo:

Tres ratones ciegos. Mira cómo corren.

Corrieron todos tras la mujer del granjero que les cortó los rabos con un cuchillo de trinchar.

¿Viste en tu vida algo similar a tres ratones ciegos?

Para los niños que alimentaban su imaginación con estos cuentos y tonadas no había ninguna inconsistencia entre lo que se les enseñaba y lo que comían. Sin embargo, hoy en día estos cuentos han pasado de moda y, por lo que respecta a las actitudes de los niños con los animales, todo aparenta dulzura y facilidad. De ahí que haya surgido un problema: ¿qué pasa con los animales que nos comemos?

Una respuesta es la simple evasión. El afecto del niño por los animales se dirige hacia aquellos que no se comen: perros, gatos y demás animales de compañía, ya que son estos los que un niño urbano tendrá más probabilidades de ver. Los graciosos peluches suelen ser osos o leones, más que cerdos y vacas. Sin embargo, cuando se menciona a los animales de granja en los libros de ilustraciones o en los cuentos y en los programas de televisión infantiles la evasión puede convertirse en un intento deliberado de engañar al niño sobre la naturaleza de las granjas modernas y, por tanto, de ocultarle la realidad que analizamos en el capítulo 3. Un ejemplo de esto es el conocido libro Farm Animals de Hallmark, que presenta al niño imágenes de gallinas, pavos, vacas y cerdos, todos ellos rodeados de sus crías sin una sola jaula, corral o establo a la vista. El texto nos dice que los cerdos «disfrutan de una buena comida, después se revuelcan por el barro y lanzan un gruñido», mientras que «las vacas no tienen nada que hacer excepto mover el rabo, comer hierba y mugir[1]». Los libros británicos, como The Farm, publicado en la popular serie Ladybird, dan la misma impresión de simplicidad rural, mostrando a la gallina suelta por un corral con sus polluelos y a todos los demás animales viviendo en lugares espaciosos con sus crías[2]. No es de sorprender que con esta clase de lecturas infantiles los niños crezcan creyendo que, incluso si los animales «tienen que» morir para proporcionar alimento a los seres humanos, viven felizmente hasta que les llega la hora.

Reconociendo la importancia de las actitudes que nos formamos siendo muy jóvenes, el movimiento feminista ha logrado crear una nueva literatura infantil, en la que valientes princesas rescatan a veces a príncipes indefensos y las muchachas desempeñan los papeles centrales y activos que antes se reservaban a los muchachos. Cambiar la temática de los cuentos sobre animales que leemos a nuestros hijos no será tan fácil, puesto que la crueldad no es un tema ideal para cuentos infantiles. No obstante, debería ser posible evitar los detalles más espantosos y, además, dar a los niños libros de ilustraciones y cuentos que fomentaran el respeto a los animales como seres independientes y no como pequeños y graciosos objetos que existen para nuestra diversión y nuestra mesa; así, a medida que los niños van creciendo se les puede ir creando conciencia de que la mayoría de los animales vive en condiciones que no son muy agradables. La dificultad estribará en que los padres no-vegetarianos se mostrarán reacios a dejar que sus hijos se enteren de toda la verdad, por miedo a que el afecto del niño por los animales pueda trastornar las comidas familiares. Incluso ahora, oímos con cierta frecuencia que, al enterarse de que se mata a los animales para obtener alimento, el hijo de algún amigo se niega a comer carne. Desafortunadamente, es probable que esta rebelión instintiva encuentre una gran resistencia en los padres no-vegetarianos y que la mayor parte de los niños sean incapaces de mantener su negativa ante la oposición de unos padres que son los que les proporcionan las comidas y les dicen que no se harán grandes ni fuertes sin carne. Esperemos que, al extenderse el conocimiento sobre la nutrición, más padres se den cuenta de que en esta materia sus hijos quizá sean más sensatos que ellos[3]. Una muestra que nos indica lo alejada que está hoy la gente de los animales que come es que los niños educados con cuentos que les llevan a creer que una granja es un lugar donde los animales viven libremente en condiciones idílicas podrían perfectamente vivir el resto de su vida sin verse obligados nunca a modificar esta imagen de color de rosa. No hay granjas en las ciudades ni en sus alrededores, y si al darnos un paseo por el campo vemos muchos corrales y relativamente pocos animales en los campos, ¿cuántos de nosotros somos capaces de distinguir entre un granero y una nave de pollos de engorde?

Los medios de comunicación tampoco educan al público en este tema. La televisión norteamericana emite, casi cada noche de la semana, programas de animales que viven en estado natural y salvaje (o supuestamente salvaje; a veces, los animales han sido capturados y soltados en un espacio menor para facilitar la filmación); pero los documentales sobre explotaciones intensivas se limitan a brevísimas ojeadas, como parte de los escasos programas «especiales» sobre agricultura o producción alimentaria. El televidente medio tiene que saber más acerca de las vidas de los leopardos indios y los tiburones que sobre los pollos o las terneras. El resultado es que la mayor parte de la «información» sobre explotaciones ganaderas que se obtiene por la televisión es en forma de publicidad pagada, que varía entre ridículas caricaturas de cerdos queriendo ser convertidos en salchichas, atunes intentando envasarse a sí mismos y simples mentiras sobre las condiciones en que se cría a los pollos de engorde. Los periódicos no lo hacen mejor. Las páginas dedicadas a los animales no-humanos están dominadas por sucesos de «interés humano», como el nacimiento de un gorila en el zoológico, o por las amenazas a una especie en peligro; pero el desarrollo de las técnicas agropecuarias que privan de libertad de movimiento a millones de animales nunca salen a la luz.

Antes de los recientes éxitos del Movimiento de Liberación Animal al acusar a uno o dos laboratorios conocidos, lo que sucedía en los laboratorios no se conocía mejor que lo que sucede en las granjas. El público, por supuesto, no tiene acceso a los laboratorios. Aunque los investigadores publican sus informes en revistas profesionales, las noticias de experimentos sólo se filtran al público cuando se puede decir que han descubierto algo de extraordinaria importancia. De este modo, y hasta que el Movimiento de Liberación Animal logró atraer la atención de los medios de comunicación nacionales, el público nunca supo que la mayoría de los experimentos realizados con animales jamás llega a publicarse y que, en cualquier caso, casi todos los publicados son triviales. Puesto que, como vimos en el capítulo 2, nadie sabe exactamente cuántos experimentos se realizan con animales en Estados Unidos, no es de sorprender que el público no tenga la más remota idea de la extensión de la experimentación animal. Los edificios dedicados a investigación se suelen diseñar de tal forma que el público no pueda ver a los animales vivos que entran y a los muertos que salen. (Un libro de texto estándar sobre el uso de animales en la experimentación aconseja a los laboratorios que instalen un incinerador, ya que el panorama de docenas de cadáveres de animales desechados de modo rutinario «sin duda, no va a aumentar la estima del público por la facultad o centro de investigación[4]»).

Así, pues, la ignorancia es la primera línea de defensa del especista, aunque cualquiera puede superarla fácilmente si dispone de tiempo y está decidido a enterarse de la verdad. La ignorancia ha durado tanto sólo porque la gente no quiere enterarse de la verdad. «No me lo digas, me estropearás la comida», es la respuesta habitual ante un intento de decirle a alguien simplemente la manera en que fue producida aquella comida. Incluso la gente que es consciente de que la granja familiar tradicional ha sido absorbida por los intereses de las grandes empresas, y de que en los laboratorios se están llevando a cabo ciertos experimentos cuestionables, se aferra a la vaga creencia de que las condiciones no pueden ser excesivamente malas, puesto que, en tal caso, el Gobierno o las sociedades protectoras de animales habrían hecho algo al respecto. Hace algunos años, el doctor Bernhard Grzimek, director del Zoológico de Francfort y uno de los más decididos oponentes a las explotaciones intensivas en Alemania Occidental, comparó la ignorancia actual de los alemanes respecto a estas explotaciones con la de una generación anterior respecto a otra forma de atrocidad que también estaba oculta para la mayoría de la población[5]; y en ambos casos, sin duda, el responsable de la falta de conocimiento no es la incapacidad de enterarse de lo que sucede tanto como el deseo de no conocer unos hechos que pueden pesar en la conciencia, además, por supuesto, del reconfortante pensamiento de que, después de todo, las víctimas de lo que esté sucediendo en esos lugares no son miembros de nuestro propio grupo.

La idea de que podemos confiar en las sociedades protectoras de animales para que no se les trate cruelmente es bastante reconfortante. Hoy en día, la mayoría de los países tiene al menos una sociedad de protección animal grande y bien establecida: en Estados Unidos están la American Society for the Prevention of Cruelty to Animals, la American Humane Association y la Humane Society of the United States; en Gran Bretaña, la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals sigue siendo la principal. A la vista de tanta institución similar, cabe preguntarse lo siguiente: ¿por qué estas asociaciones no han dado a conocer al público los hechos que yo he presentado en los capítulos 2 y 3 de este libro?

Hay varias razones que explican su silencio frente a los casos de crueldad más importantes. Una es histórica. Cuando se establecieron, la RSPCA y la ASPCA eran grupos radicales que iban muy por delante de la opinión del público de su tiempo y que se oponían a todas las formas de crueldad animal, incluida la que afecta a los animales de granja que, entonces como ahora, eran víctimas de muchos de los abusos más graves. Paulatinamente, sin embargo, a medida que iban aumentando los recursos, los miembros y la respetabilidad de las organizaciones, estas perdieron su radicalismo y se convirtieron en parte del «sistema». Establecieron contactos directos con miembros del Gobierno y con hombres de negocios y científicos. Intentaron usar estos contactos para mejorar las condiciones de los animales y se obtuvieron algunas mejoras de segundo orden; pero, a la vez, el contacto con personas cuyos intereses básicos están estrechamente ligados al uso de animales para alimento o para fines de investigación mitigó las críticas radicales a la explotación animal que habían inspirado a los fundadores. Una y otra vez, las sociedades comprometían sus principios fundamentales por conseguir unas reformas triviales. Más valen algunas mejoras ahora que nada en absoluto, decían; pero a menudo las reformas demostraban su ineficacia para mejorar las condiciones de los animales, sirviendo, en cambio, para tranquilizar a la gente respecto a que no era necesario hacer nada más[6].

Al aumentar su riqueza, cobró importancia otro tipo de consideración. Las sociedades protectoras de animales se habían establecido como instituciones de caridad, lo que les suponía un ahorro sustancial de impuestos; pero, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, es condición para establecerse como institución de caridad que la organización no participe en actividades de tipo político. Por desgracia, a veces la acción política es lo único que cabe hacer para mejorar las condiciones de los animales (especialmente si una organización es demasiado cautelosa como para organizar boicots a los productos animales), pero la mayoría de los grandes grupos se mantuvo al margen de todo aquello que podía haber puesto en peligro su posición como instituciones caritativas. Esto les ha llevado a centrarse en actividades que no encierran ningún peligro, como recoger perros callejeros y denunciar actos individuales de crueldad innecesaria, en lugar de hacer amplias campañas contra la crueldad sistemática.

Finalmente, en algún momento de los últimos cien años las principales sociedades protectoras de animales perdieron interés por los animales de granja. Esto quizás ha obedecido a que los defensores y los funcionarios de las organizaciones provenían de las ciudades y conocían mejor y se preocupaban más de los perros y los gatos que de los cerdos y los terneros. Cualquiera que sea la razón, durante la mayor parte de este siglo los escritos y la publicidad de los grupos más antiguos contribuyeron de manera importante a la actitud generalizada de que los perros, los gatos y los animales salvajes necesitan protección, pero no el resto de los animales. Según esto, el público acabó creyendo que la «protección animal» es algo reservado a las damas de buen corazón que se chiflan por los gatos, y no una causa fundada sobre principios básicos de justicia y moralidad.

En la última década se ha producido un cambio. Primero, han aparecido docenas de grupos nuevos y más radicales de liberación animal y de derechos de los animales. Junto con otras organizaciones ya existentes que hasta entonces habían tenido un impacto relativamente pequeño, estos nuevos grupos han aumentado notablemente el conocimiento público sobre la inmensa y sistemática crueldad que existe en la producción intensiva de animales, en laboratorios, circos, zoos y cacerías. En segundo lugar, quizá en respuesta a esta nueva ola de interés por las condiciones de los animales, grupos más establecidos como la RSPCA en Inglaterra y en América la ASPCA y la Humane Society of the United States han tomado una postura mucho más firme contra la crueldad con los animales de granja y de laboratorio, incluso organizando boicots a productos tales como las terneras, el bacón y los huevos procedentes de la cría intensiva[7].

Entre los factores que dificultan la tarea de provocar el interés público por los animales destaca, como uno de primer orden, el supuesto de que «los humanos están primero» y que cualquier problema relativo a los animales no puede ser comparable a los problemas de los hombres, tanto por su seriedad moral como por la importancia política del tema. Sobre este supuesto debe hacerse una serie de puntualizaciones. Primero, es en sí mismo una muestra de especismo. ¿Cómo puede saber nadie, sin antes haber hecho un estudio detallado, que el problema es menos serio que los problemas relativos al sufrimiento humano? Únicamente se estaría en posición de defender esta tesis si se asume que los animales realmente no importan y que, aunque sufran mucho, su sufrimiento es menos importante que el de los humanos. Pero el dolor es el dolor, y la importancia de evitar el dolor y el sufrimiento innecesarios no disminuye porque el ser afectado no sea un miembro de nuestra especie. ¿Qué pensaríamos si alguien nos dijera que «los blancos están primero» y que, por tanto, la pobreza en África no plantea un problema tan serio como la pobreza en Europa?

Es cierto que hay muchos problemas en el mundo que merecen que les dediquemos tiempo y energía. El hambre y la pobreza, el racismo, la guerra y la amenaza de aniquilación nuclear, el sexismo, el desempleo, la conservación de nuestro frágil medio ambiente, todos ellos son asuntos importantes, y ¿quién puede decir cuál es el más importante? Sin embargo, si nos situamos fuera del marco especista, podemos ver que la opresión de los no-humanos por los humanos ocupa un lugar próximo al de estos temas. El sufrimiento que causamos a los seres no-humanos puede ser extremo y las cantidades con que se opera son gigantescas: más de cien millones de cerdos, ganado vacuno y ovino pasan anualmente por los procesos descritos en el capítulo 3 tan sólo en Estados Unidos; lo mismo ocurre con miles de millones de pollos, y al menos 25 millones de animales se destinan cada año a la experimentación. Si se obligara a un millar de seres humanos a sufrir el tipo de pruebas que padecen los animales para probar la toxicidad de los productos domésticos, habría una conmoción nacional. La utilización de millones de animales para el mismo fin debería causar, al menos, una preocupación similar, sobre todo cuando este sufrimiento es tan innecesario y podría detenerse fácilmente si así lo deseáramos. La gente sensata desea poner fin a la guerra, la desigualdad racial, la pobreza y el desempleo; el problema es que hemos estado intentándolo durante años y ahora tenemos que admitir que, realmente, no sabemos cómo hacerlo. En términos comparativos, la reducción del sufrimiento de los animales no-humanos a manos de los humanos será relativamente fácil en cuanto los humanos se lo propongan.

En cualquier caso, la idea de que los «humanos están primero» se utiliza más a menudo como excusa para no hacer nada por los animales humanos ni por los no-humanos que como una verdadera elección entre alternativas incompatibles. Porque lo cierto es que aquí no hay incompatibilidad alguna. Dando por sentado que todos disponemos de un tiempo y una energía limitados, y que el tiempo que le dediquemos a una causa va a suponer una reducción del que nos queda disponible para otra, no hay ninguna razón, sin embargo, para que los que dedican su tiempo y sus energías a problemas humanos no puedan también unirse al boicot de unos artículos que son producto de la crueldad de la agroindustria. No se pierde más tiempo en ser vegetariano que en comer carne animal. De hecho, como ya vimos en el capítulo 4, los que dicen preocuparse por el bienestar de los humanos y la conservación de nuestro medio ambiente deberían hacerse vegetarianos aunque sólo fuese por esa razón. De este modo aumentaría la cantidad de grano disponible para alimentar a las personas en otras partes, se reduciría la contaminación, se ahorraría agua y energía y se dejaría de contribuir a la tala de los bosques; además, puesto que un régimen vegetariano es más barato que uno basado en platos de carne, dispondrían de más dinero para dedicarlo a la reducción del hambre en el mundo, el control de la población o cualquier causa social o política que consideraran más urgente. No se me ocurriría dudar de la sinceridad de los vegetarianos que se toman poco interés por la liberación animal porque dan prioridad a otras causas; pero cuando los no vegetarianos dicen que «los problemas humanos están primero», no puedo evitar preguntarme qué es exactamente lo que están haciendo por los humanos que les obliga a continuar apoyando la cruel e innecesaria explotación de los animales de granja.

Conviene, al llegar a este punto, hacer una digresión histórica. A menudo se dice, como corolario a la idea de que «los humanos están primero», que las personas dedicadas a las sociedades protectoras de animales se preocupan más por los animales que por los humanos. No hay duda de que esto es cierto de algunos. Históricamente, sin embargo, los líderes del movimiento a favor de la protección de los animales se han preocupado mucho más por los seres humanos que otros que no se han preocupado en absoluto por los animales. De hecho, a menudo coinciden los líderes de los movimientos contra la opresión de los negros y las mujeres y los del movimiento contra la crueldad con los animales; esto es tan frecuente que nos proporciona un tipo inesperado de confirmación del paralelismo que hay entre el racismo, el sexismo y el especismo. Entre los fundadores de la RSPCA, por ejemplo, estaban William Wilberforce y Fowell Buxton, dos de los líderes de la lucha contra la esclavitud negra en el Imperio británico[8]. En cuanto a las primeras feministas, Mary Wollstonecraft escribió, además de su Vindication of the Rights of Woman, una colección de cuentos para niños titulada Original Stories, concebidos expresamente para fomentar actitudes más compasivas hacia los animales[9], y un grupo de las primeras feministas norteamericanas, incluidas Lucy Stone, Amelia Bloomer, Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton, mantenía contacto con el movimiento vegetariano. Junto con Horace Greeley, el editor reformista y anti-esclavitud de The Tribune, se reunían para brindar por «Los Derechos de la Mujer y el Vegetarianismo[10]».

También se debe al movimiento a favor de la protección de los animales el comienzo de la lucha contra la crueldad con los niños. En 1874 se le pidió a Henry Bergh, el pionero de las sociedades protectoras de animales en América, que hiciera algo por un animalito al que habían golpeado cruelmente. Resultó que el animalito era un niño; no obstante, Bergh hizo prosperar una querella contra su tutor basada en malos tratos a un animal, según una ordenanza de protección a los animales del estado de Nueva York que él mismo había elaborado y que había conseguido que fuese aprobada por el cuerpo legislativo estatal. Posteriormente se presentaron más casos y se estableció la New York Society for the Prevention of Cruelty to Children. Cuando se supo esto en Inglaterra, la RSPCA organizó la National Society for the Prevention of Cruelty to Children[11]. Lord Shaftesbury fue uno de los fundadores de este grupo; destacado reformador social, autor de las leyes Factory Acts que acabaron con el trabajo infantil y las jornadas de catorce horas, y notable luchador contra la experimentación incontrolada y otras formas de crueldad con los animales, su vida, como la de tantos otros filántropos, fue una viva negación de la idea de que quienes se preocupan por los no-humanos no se preocupan por los humanos, o de que el trabajar para una causa impide trabajar para la otra.

Nuestras concepciones sobre la naturaleza de los animales no-humanos, y un razonamiento defectuoso sobre las implicaciones que se derivan de nuestra concepción de la naturaleza, también contribuyen a fortalecer nuestras actitudes especistas. Siempre nos ha gustado considerarnos menos salvajes que el resto de los animales. Decir que una persona es «humana» equivale a decir que es bondadosa; decir que es «una bestia», «brutal», o simplemente que se comporta «como un animal», es sugerir que es cruel e intratable. Raramente nos detenemos a pensar que el animal que mata con menos razón es el animal humano. Consideramos salvajes a los leones y los lobos porque matan, pero tienen que matar o morirse de hambre. Los humanos matan a otros animales por deporte, para satisfacer su curiosidad, para embellecer sus cuerpos y para dar gusto a sus paladares. Los seres humanos matan también a los miembros de su propia especie por codicia o por poder. Además, los humanos no se contentan simplemente con matar. A través de la historia han mostrado una tendencia a atormentar y torturar, antes de darles muerte, tanto a sus iguales los humanos como a sus iguales los no-humanos. Ningún otro animal muestra demasiado interés por hacer esto.

Si bien pasamos por alto nuestro propio salvajismo, exageramos el de otros animales. Por ejemplo, el temido lobo, el malo de tantos cuentos populares, es un animal muy social, fiel y cariñoso con su pareja —no sólo durante una estación, sino para toda la vida—, un padre dedicado y un miembro leal de la manada, según han demostrado cuidadosas investigaciones de zoólogos que lo han estudiado en condiciones naturales. Los lobos casi nunca matan, excepto para comer. Si los machos se pelean entre sí, la pelea acaba con un gesto de sumisión en el que el vencido ofrece a su conquistador la parte interna de su cuello, la zona más vulnerable de su cuerpo. Con los colmillos a una pulgada de la yugular del adversario, el vencedor se contenta con la sumisión y, contrario al conquistador humano, no mata al enemigo vencido[12].

Al compás de nuestra imagen del mundo animal como una sangrienta escena de combate, ignoramos hasta qué punto las otras especies presentan una vida social compleja, reconociendo a otros miembros de su especie y relacionándose entre sí individualmente. Cuando los seres humanos se casan, atribuimos su intimidad al amor mutuo que sienten y nos afecta profundamente el dolor de un ser humano que ha perdido a su esposo o su esposa. Cuando otros animales se emparejan para toda la vida, decimos que el instinto es lo único que les mueve a esa conducta, y si un cazador o trampero mata o captura a un animal para la investigación, o para el zoológico, no se nos ocurre pensar o considerar que pueda tener una «esposa o esposo» que vaya a sufrir por la desaparición repentina del animal muerto o capturado. De modo similar, sabemos que separar una madre humana de sus hijos es trágico para ambas partes; pero ni al granjero ni al criador de mascotas o animales para investigación le importan nada los sentimientos de las madres no humanas ni de sus crías, a los que separa rutinariamente como parte de su trabajo[13].

Curiosamente, aunque la gente rechaza con frecuencia aspectos complejos de la conducta animal calificándola de «mero instinto» y, por tanto, considera que no merece comparación con la conducta aparentemente similar de los seres humanos, esta misma gente también ignorará o menospreciará la importancia de simples esquemas de conducta instintiva cuando les sea conveniente hacerlo. Así, se dice a menudo que tener metidas en jaulas a las gallinas ponedoras, a los terneros y a los perros dedicados a la experimentación no les causa ningún sufrimiento puesto que nunca han conocido otras condiciones. Vimos en el capítulo 3 que esto es una falacia. Los animales tienen necesidad de ejercitarse y estirar sus miembros o alas, de acicalarse y de darse la vuelta, independientemente de que hayan vivido o no en condiciones que les permitan hacerlo. A los animales que viven en manadas o rebaños se les perturba cuando se les aísla de los miembros de su especie, aunque no hayan conocido nunca otras condiciones, y si la manada o el rebaño son demasiado grandes puede producirse el mismo efecto por la incapacidad del animal individual de reconocer al resto de los individuos. Estos desórdenes se manifiestan en forma de «vicios» como el canibalismo.

La ignorancia reinante sobre la naturaleza de los animales no humanos es responsable de que quienes los tratan de esta forma puedan eludir todas las críticas diciendo que, después de todo, «no son humanos». En efecto, no lo son; pero tampoco son máquinas para convertir forraje en carne, ni son instrumentos de investigación. Teniendo en cuenta lo atrasado que está, por lo general, el conocimiento del público respecto a los últimos descubrimientos de los zoólogos y etólogos que se han pasado meses y a veces años observando a los animales con un cuaderno y una cámara fotográfica, los peligros de incurrir en antropomorfismo sentimental son menos preocupantes que el riesgo contrario de que nos domine la creencia conveniente y útil de que los animales son pedazos de barro que podemos moldear como queramos.

La naturaleza de los animales no-humanos sirve de base a otros intentos de justificar el tratamiento que les damos. Se dice a menudo, como objeción al vegetarianismo, que, puesto que otros animales matan para alimentarse, también lo podemos hacer nosotros. Esta analogía era ya vieja cuando William Paley la refutó en 1785, refiriéndose al hecho de que mientras que los humanos pueden vivir sin matar, al resto de los animales no les queda otra opción que la de matar para sobrevivir[14]. Esto, sin duda, es cierto en la mayoría de los casos; se pueden encontrar algunas excepciones —animales que podrían sobrevivir sin carne pero la comen a veces, como, por ejemplo, los chimpancés— pero no suelen ser las especies que servimos en la mesa. De cualquier manera, incluso si otros animales que podrían vivir con un régimen vegetariano matan a veces para alimentarse, esto no apoyaría el argumento de que es moralmente defendible que nosotros hagamos lo mismo. Es extraño que los humanos, que se suelen considerar tan por encima del resto de los animales, estén dispuestos, si ello les favorece en sus preferencias alimenticias, a utilizar un argumento que implica que debemos considerar a los otros animales como inspiración moral y guía. La cuestión, por supuesto, es que los anímales no-humanos no son capaces de considerar las alternativas ni de reflexionar moralmente sobre si está bien o mal matar para alimentarse; simplemente, lo hacen. Podemos lamentarnos de que el mundo en que vivimos sea así, pero no tiene sentido que consideremos que los animales son moralmente responsables o que les culpemos por lo que hacen. Por otra parte, todos los lectores de este libro son capaces de tomar una decisión moral respecto a este punto. No podemos evadir la responsabilidad ante nuestra opción, imitando las acciones de unos seres que son incapaces de hacer este tipo de elección.

(Ahora, seguro que alguien dirá que he admitido que existe una diferencia importante entre los humanos y los otros animales y que por tanto he descubierto el fallo que hay en mi defensa de la igualdad de todos los animales. Toda persona a quien se le ocurra esta crítica debería leer con más cuidado el capítulo 1, y se dará cuenta de que ha malinterpretado la esencia de la defensa de la igualdad que hice allí. Nunca he sostenido la absurda idea de que no existan diferencias importantes entre los adultos humanos normales y otros animales. Mi argumento no es que los animales sean capaces de actuar moralmente, sino que el principio moral de la misma consideración de los intereses se les puede aplicar a ellos tanto como a los humanos. Que a menudo es adecuado incluir dentro de la esfera de igual consideración a seres incapaces de hacer elecciones morales queda implicado en el trato que les damos a los niños pequeños y a otros humanos que, por una razón u otra, carecen de capacidad mental para entender la naturaleza de la elección moral. Como podría haber dicho Bentham, la cuestión no es si pueden o no elegir, sino si pueden sufrir).

Quizá el problema sea otro. Como vimos en el capítulo anterior, Lord Chesterfield utilizó el hecho de que los animales se comen a otros animales para argumentar que esto es parte del «orden general de la naturaleza[15]». No indicó por qué habríamos de pensar que nuestra naturaleza se parece más a la del tigre carnívoro que a la del gorila vegetariano o la del chimpancé, prácticamente vegetariano. Pero aparte de esta objeción, deberíamos desconfiar de las apelaciones a la «naturaleza» cuando se trata de cuestiones de ética. La naturaleza es a menudo «más sabia», pero debemos usar nuestro propio juicio para decidir cuándo seguimos la pauta de la naturaleza. Hasta donde yo sé, la guerra es «natural» para los seres humanos —no hay duda de que parece haber sido una gran preocupación de muchas sociedades, en circunstancias muy diversas y durante un largo período de la historia—, pero no tengo la intención de hacer una guerra para asegurarme de que actúo de acuerdo con la naturaleza. Tenemos capacidad para razonar sobre lo que es mejor. Deberíamos usar esta capacidad (y a quien realmente le interese apelar a la «naturaleza» se le puede decir que nos es natural usarla).

Hay que admitir que la existencia de animales carnívoros plantea un problema para la ética de la liberación animal, y es el de decidir si debemos o no hacer algo al respecto. Suponiendo que los humanos pudieran eliminar de la tierra a las especies carnívoras y que por consiguiente se redujera la cantidad total de sufrimiento de los animales en el mundo, ¿deberíamos hacerlo?

La respuesta corta y simple es que, una vez que hemos abandonado nuestra pretensión de «dominar» a las otras especies, deberíamos abstenernos por completo de interferir en sus vidas, dejarles en paz en la medida de lo posible. Habiendo abandonado el papel de tiranos, tampoco deberíamos intentar ser Dios.

Aunque contiene parte de verdad, esta respuesta es demasiado corta y simple. Nos guste o no, los humanos sabemos más que otros animales acerca de lo que puede suceder en el futuro y este conocimiento puede colocarnos en una situación en la que sería insensible por nuestra parte no intervenir. En octubre de 1988, los telespectadores de todo el mundo aplaudieron el éxito de los esfuerzos de americanos y rusos para liberar a dos ballenas grises atrapadas en el hielo de Alaska. Algunos críticos señalaron la ironía de realizar esfuerzos tan intensos para salvar a dos ballenas mientras unas dos mil ballenas mueren al año en manos de cazadores humanos, sin mencionar los aproximadamente 125.000 delfines que se ahogan anualmente en las redes de la industria atunera[16]. De cualquier modo, sólo una persona endurecida podría afirmar que tal rescate era una tontería.

Así, pues, es concebible que la interferencia humana mejore las condiciones de los animales y que, por tanto, esté justificada. Pero cuando nos referimos a un esquema como el de la eliminación de las especies carnívoras, la cuestión es completamente distinta. Juzgando por nuestra propia historia, cualquier intento de cambiar los sistemas ecológicos a gran escala va a acarrearnos más daños que beneficios. Por esa razón, aunque fuera la única, es cierto decir que salvo en unos pocos casos muy limitados ni podemos ni debemos intentar controlar toda la naturaleza. Ya hacemos bastante si eliminamos por nuestra parte las muertes innecesarias y la crueldad con otros animales[17].

Hay aún otra supuesta justificación de nuestro trato a los animales, basada en el hecho de que en su estado natural algunos animales matan a otros. A menudo se dice que, por muy malas que sean las condiciones de las explotaciones modernas, no son peores que las que tienen los animales en estado salvaje, donde están expuestos al frío, al hambre y a los depredadores; esto implica que, por tanto, no debemos objetar a las condiciones de las explotaciones modernas.

Curiosamente, los defensores de la esclavitud de los negros africanos han utilizado con frecuencia el mismo razonamiento. Escribía uno de ellos:

En suma, es evidente sin ningún género de dudas que sacar a los africanos del estado de brutalidad, bajeza y miseria en que se hallan tan profundamente inmersos en su país y traerlos a esta tierra de luz, humanidad y sabiduría cristiana es para ellos una gran bendición; y por muy culpable que pueda haber sido cualquier individuo por actos de crueldad innecesaria practicados en este negocio, el hecho de que el estado general de subordinación en que aquí se encuentran, que es consecuencia necesaria de su traslado, esté de acuerdo con la ley de la naturaleza, no se puede seguir cuestionando bajo ningún concepto[18].

Si bien es difícil comparar dos tipos tan diversos de condiciones como las de los animales salvajes y las de una granja industrial (o las de los africanos libres y las de los esclavos de una plantación), si hay que hacer la comparación seguramente se preferirá la vida en libertad. Los animales de una granja industrial no pueden andar, correr, estirarse libremente ni pertenecer a una familia o rebaño. Es cierto que muchos animales salvajes mueren a causa de las condiciones adversas o víctimas de sus predadores, pero tampoco los animales de las granjas viven más allá de una fracción de la duración normal de su vida. La manutención continua que ofrece la granja no es una bendición sin más, ya que priva al animal de su actividad natural más básica, la búsqueda del alimento. El resultado es una vida de absoluto aburrimiento, sin nada que hacer en todo el día más que yacer en el establo y comer.

En cualquier caso, la comparación entre las condiciones naturales y las de una granja industrial es irrelevante para la cuestión de justificar o no esta clase de explotaciones, puesto que no es esta la alternativa con que nos encontramos. La abolición de las granjas industriales no iba a suponer el retorno de los animales a las condiciones naturales. Los animales que ocupan actualmente estas granjas fueron criados por los humanos para que crecieran en estas condiciones y fueran vendidos como alimento. Si el boicot a la producción de las granjas industriales que se defiende en este libro es eficaz, se reducirá la compra de sus productos. Esto no quiere decir que pasemos en un abrir y cerrar de ojos de la situación actual a otra en la que nadie los compre. (Soy optimista respecto a la Liberación Animal, pero no me engaño). La reducción será gradual. Hará que la cría de animales sea una actividad menos lucrativa. Los granjeros se dedicarán a otros tipos de explotaciones agrícolas y las grandes empresas invertirán su capital en otros lugares. Como resultado, se criarán menos animales. Disminuirá el número de animales de las granjas industriales porque aquellos a los que se mate no serán reemplazados por otros, y no porque se «devuelva» a los animales a sus condiciones naturales. Y, por último (y ahora estoy dando rienda suelta a mi optimismo), quizá sólo haya rebaños de ganado y piaras de cerdos en grandes reservas del estilo de nuestros cotos de animales salvajes. No se trata, por tanto, de elegir entre la vida en una explotación moderna o en condiciones naturales, sino en si los animales destinados a vivir en granjas industriales y a morir en el matadero para servirnos de alimento deberían nacer o no.

Al llegar a este punto es posible que se plantee una nueva objeción. Teniendo en cuenta que si todos fuéramos vegetarianos habría muchos menos cerdos, pollos y ganado vacuno y lanar, algunas personas que comen carne han afirmado que de hecho les hacen un favor a los animales que se comen ya que, si no fuera por su deseo de comer carne, esos animales ¡nunca habrían llegado a existir![19].

En la primera edición de este libro rechacé esta opinión, porque nos obliga a pensar que darle existencia a un ser supone un beneficio para ese ser —y para mantener esto debemos creer que es posible beneficiar a un ser inexistente—. Esto, pensé, es absurdo. Pero ahora no estoy tan seguro. (De hecho, mi rechazo inequívoco de esta opinión es el único punto filosófico de la edición anterior sobre el que he modificado mi postura). Después de todo, la mayoría de nosotros puede estar de acuerdo con que estaría mal traer un niño al mundo si supiéramos, antes de que fuera concebido, que tendría un defecto genético que haría triste y corta su vida. Concebir tal niño es causarle daño. Por tanto, ¿podemos realmente negar que traer al mundo a un ser que tendrá una vida placentera le procura un beneficio? Para negarlo tendríamos que explicar por qué son diferentes estos casos, y no encuentro una forma satisfactoria de hacerlo[20].

El argumento que estamos considerando plantea el tema de lo incorrecto de matar —un tema que, al ser mucho más complicado que lo incorrecto de causar sufrimiento, he mantenido aparte hasta ahora—. No obstante, nuestra pequeña exposición al final del primer capítulo bastó para mostrar que puede haber algo inherentemente malo en matar a un ser con capacidad de sentir deseos para el futuro, algo que no queda igualado por la creación de otro ser. La verdadera dificultad se presenta respecto a seres sin capacidad de tener expectativas de futuro —seres que se puede considerar que viven momento a momento en lugar de tener una existencia mental continua—. De acuerdo que, incluso así, matar sigue pareciendo repugnante. Un animal puede luchar contra una amenaza a su vida, aun cuando no pueda darse cuenta de que tiene una «vida» en el sentido de comprender lo que significa existir durante un período de tiempo. Pero en ausencia de alguna forma de continuidad mental no es fácil explicar por qué, desde un punto de vista imparcial, la pérdida que sufre el animal muerto no se compensa con la creación de un animal nuevo que disfrutará de una vida igualmente agradable[21].

Todavía tengo dudas sobre este asunto. La idea de que la creación de un ser deba de alguna manera compensar la muerte de otro tiene un aire peculiar. Naturalmente, si tuviéramos una base clara para decir que todas las criaturas sintientes tienen derecho a la vida (incluso aquellas que no son capaces de tener deseos para el futuro), sería fácil decir por qué matar a una criatura sintiente es una especie de mal que no se puede convertir en un bien creando una nueva criatura. Pero tal postura encierra profundas dificultades filosóficas y prácticas, como otros y yo mismo hemos indicado ya en otro lugar[22].

En un nivel puramente práctico, se puede decir lo siguiente: matar animales para comer (excepto cuando sea estrictamente necesario para sobrevivir) nos hace considerarlos como objetos que podemos usar tranquilamente para nuestros propios fines no esenciales. Con lo que ya sabemos sobre la naturaleza humana, mientras sigamos pensando así de los animales no conseguiremos cambiar las actitudes que, cuando son practicadas por seres humanos comunes, conducen a no respetar —y por tanto maltratar— a los animales. Así, pues, lo mejor sería establecer este simple principio general: evitemos matar animales para comer excepto cuando sea necesario para sobrevivir.

Este argumento contra matar para comer se fundamenta en una predicción sobre las consecuencias de mantener una actitud. Es imposible probar que esta predicción es correcta; eso es algo que sólo podemos juzgar basándonos en nuestro conocimiento de nuestros compañeros humanos. Aunque esta predicción no resulte persuasiva, el argumento que estamos considerando sigue teniendo una aplicación muy limitada. Ciertamente, no justifica comer carne de animales procedentes de factorías, ya que sufren vidas de aburrimiento y privación, incapaces de satisfacer sus necesidades básicas de darse la vuelta, acicalarse, estirarse, ejercitarse o participar de las interacciones sociales normales de sus especies. Traerlos al mundo para que tengan una existencia así no es beneficioso para ellos; más bien, es un gran perjuicio. Como mucho, el argumento sobre el beneficio de traer un ser al mundo podría justificar que se siguiese comiendo animales criados en libertad (de una especie incapaz de tener deseos para el futuro), que tienen una existencia agradable en un grupo social adecuado a sus necesidades de comportamiento y a los que después se mata rápidamente y sin dolor. Puedo respetar a las personas concienzudas que se preocupan de comer sólo la carne que procede de tales animales, pero sospecho que, a menos que vivan en una granja donde puedan vigilar a sus propios animales, en la práctica serán casi vegetarianos[23].

Una última observación sobre el razonamiento de que la pérdida de un animal se compensa con la creación de uno nuevo. Quienes emplean esta ingeniosa defensa de su deseo de comer cerdo o vaca raramente siguen sus implicaciones. Si fuera bueno traer seres al mundo, y siempre que otras cosas fueran iguales, también deberíamos traer al mundo tantos seres como pudiéramos, y si a esto le añadimos la mentalidad de que las vidas humanas son más importantes que las de los animales (mentalidad que un comedor de carne seguramente aceptará), se le puede dar la vuelta al argumento e incomodar así a quien lo propone. Puesto que más humanos podrán alimentarse si no le damos al ganado el grano de que disponemos, la conclusión del argumento es, a fin de cuentas, ¡que debemos hacernos vegetarianos!

El especismo es una actitud tan extendida y con tantas facetas que quienes atacan una o dos de sus manifestaciones —como la matanza de los animales salvajes por los cazadores, o la cruel experimentación de los laboratorios, o las corridas de toros— a menudo participan en otras actividades especistas. Esto permite que, a su vez, los atacados acusen a sus oponentes de inconsistencia. «Nos acusan de crueldad porque disparamos contra los ciervos», dicen los cazadores, «pero ustedes comen carne. ¿Cuál es la diferencia, excepto que pagan a otra persona para que les mate a los animales?» «Se oponen a que matemos animales para vestirnos con sus pieles», dicen los peleteros, «pero llevan zapatos de cuero». El que realiza experimentos probablemente se preguntará por qué, si la gente acepta que se mate a los animales para dar gusto a sus paladares, se oponen a matarlos para que avance el conocimiento; y si la objeción sólo se plantea contra el sufrimiento, puede señalar que tampoco viven sin sufrir los animales a los que se mata para obtener alimento. Incluso el entusiasta de los toros puede aducir como razón justificante que la muerte del toro en el ruedo da placer a miles de espectadores, mientras que la del buey en el matadero sólo satisface a las pocas personas que se comen alguna parte de su cuerpo; y aunque es posible que al final el toro sufra un dolor más intenso que el buey, durante casi toda su vida recibe mejor trato.

La acusación de inconsistencia no da ningún apoyo lógico a los defensores de prácticas crueles. Como dijo Brigid Brophy, sigue siendo cierto que es cruel romperle la pierna a alguien aunque quien afirme tal cosa tenga la costumbre de ir por ahí rompiendo brazos a la gente[24]. Pero nos será difícil persuadir a los demás de la validez de nuestras creencias si nuestra conducta no es consistente con ellas, y aún será más difícil persuadirles para que actúen de acuerdo con esas creencias. Desde luego que siempre es posible encontrar alguna razón para distinguir, por ejemplo, entre vestirse con pieles y vestirse con cuero: muchos de los animales de los que se obtienen las pieles no mueren hasta después de horas o incluso días de tener una pata atrapada por un cepo de dientes metálicos, mientras que los animales de cuyas pieles se saca el cuero no tienen que sufrir esta agonía[25]. Sin embargo, se tiende a mitigar la fuerza inicial de la crítica con estas sutiles distinciones, y hay algunos casos en que no creo que se pue dan establecer, en absoluto, distinciones. ¿Por qué, por ejemplo, se critica más al cazador que mata a disparos a un venado para obtener su carne que a la persona que compra un jamón en el supermercado? En términos generales, es probable que haya sufrido más el cerdo procedente de la cría intensiva.

El primer capítulo de este libro establece un principio ético claro —considerar por igual los intereses de todos los animales— por el que podemos determinar cuáles de nuestras actitudes y actividades con los animales no-humanos son justificables y cuáles no. Si aplicamos este principio a nuestras propias vidas conseguiremos que nuestras acciones sean consistentes, y así les negaremos la oportunidad de acusarnos de inconsistencia a quienes pasan por alto los intereses de los animales.

Para todos los fines prácticos, en lo que respecta a los habitantes urbanos y de la periferia de las naciones industrializadas, cumplir con el principio de considerar iguales los intereses de todos los seres exige que seamos vegetarianos. Este es el paso más importante y al que más atención he prestado; pero, para ser consecuentes, también deberíamos dejar de utilizar otros productos que requieren que se mate o se haga sufrir a los animales. No debemos vestirnos con sus pieles. Tampoco debemos comprar productos de cuero, puesto que la venta de los pellejos desempeña un papel importante en los beneficios de la industria de la carne.

Para los pioneros del vegetarianismo del siglo XIX, renunciar al cuero significó un auténtico sacrificio porque escaseaban los zapatos y las botas hechos con otros materiales. Lewis Gompertz, el segundo secretario de la RSPCA y un vegetariano estricto que incluso se negó a montar en coches tirados por caballos, sugirió que los animales deberían criarse en praderas y tener la oportunidad de envejecer y morir de muerte natural, tras lo cual podían utilizarse sus pellejos para hacer cuero[26]. La idea es un tributo a la humanidad de Gompertz más que a su sentido de la economía, pero en la actualidad las cosas van por el lado contrario. Hoy en día se pueden adquirir zapatos y botas de material sintético en muchas tiendas más baratas, a precios considerablemente más reducidos que los de cuero; y las zapatillas deportivas de lona y goma son el calzado estándar entre la juventud americana. Cinturones, bolsas y otros artículos que antes sólo se hacían con cuero se pueden encontrar fácilmente en otros materiales.

También han desaparecido otros problemas que solían acosar a los más avanzados oponentes a la explotación de los anímales. Las velas, que sólo se hacían con sebo, ya no son indispensables, y para quienes aún las quieren se pueden obtener de materiales no animales. En las tiendas de productos naturales hay jabones elaborados con aceites vegetales y no con grasa animal. Si quisiéramos, podríamos pasar sin lana y, aunque a las ovejas se les permite que vaguen libremente, hay una gran base para hacerlo teniendo en cuenta las muchas crueldades a las que se somete a estas dóciles criaturas[27]. De los cosméticos y los perfumes, que con frecuencia se obtienen de sustancias de animales salvajes como el almizclero y el gato de algalia de Etiopía, no se puede decir que sean artículos esenciales, pero quien desee usarlos puede conseguir en muchas tiendas y organizaciones cosméticos cuya elaboración no ha implicado crueldad, esto es, no contienen productos animales y tampoco han sido probados en animales[28].

Aunque menciono estas alternativas a los productos animales para demostrar que no es difícil negarse a participar en las principales áreas de explotación de los animales, no creo que ser consistente equivalga a, o implique, una insistencia rígida en normas de absoluta pureza respecto a todo lo que uno consume o se pone encima. Modificar nuestros hábitos consumistas no significa mantenerse intacto de todo mal, sino reducir el sostenimiento económico de la explotación de los animales y persuadir a otros para que hagan lo mismo. Así que no es un pecado continuar usando los zapatos de cuero que nos compramos antes de empezar a pensar en la liberación animal. Cuando estos zapatos se gasten, no compraremos otros de cuero; pero las ganancias derivadas de matar animales no se van a reducir porque nos deshagamos ahora de esos zapatos usados. Respecto al régimen alimenticio, también es más importante recordar los objetivos principales que preocuparse por detalles como el de si la tarta que nos dan en una fiesta está hecha con un huevo de granja industrial.

Aún estamos muy lejos del momento en que sea posible presionar a los restaurantes y a los productores de alimentos para que eliminen completamente los productos animales. Ese momento llegará cuando una porción significativa de la población boicotee la carne y otros productos de granja industrial de manera sistemática. Hasta entonces, la coherencia sólo nos exige que no contribuyamos de un modo importante a la demanda de productos animales. Así podemos demostrar que no tenemos ninguna necesidad de ellos. Es más probable que convenzamos a los demás para que adopten nuestra actitud si acomodamos nuestros ideales al sentido común que si nos empeñamos en un tipo de pureza más propio de una ley de abstinencia religiosa que de un movimiento ético y político.

No suele resultar demasiado difícil ser consistente en nuestras actitudes hacia los animales. No tenemos que sacrificar nada esencial, porque en nuestra vida normal no hay una seria confrontación de intereses entre los animales humanos y los no-humanos. Sin embargo, tenemos que admitir la existencia de casos más atípicos donde se da una auténtica incompatibilidad de intereses. Por ejemplo, nos es necesario cultivar vegetales y cereales para alimentarnos, y estas cosechas pueden verse amenazadas por conejos, ratones u otras «plagas». Aquí nos encontramos con un claro conflicto de intereses entre los humanos y los no-humanos. ¿Qué debería hacerse si fuéramos a actuar de acuerdo con el principio de considerar iguales los intereses de todos?

Señalemos primero cómo se resuelven hoy estas situaciones. El granjero intentará acabar con las «plagas» mediante el método más barato, que, probablemente, será el veneno. Los animales comerán cebos envenenados y sufrirán una muerte lenta y dolorosa. No se consideran en absoluto los intereses de las «plagas» —la propia palabra «plaga» parece excluir toda preocupación por los propios animales[29]. Pero la clasificación de «plaga» es nuestra, y un conejo considerado como plaga tiene tanta capacidad de sufrir y merece tanta consideración como un conejo blanco que es una querida mascota. El problema radica en cómo defender nuestro suministro esencial de alimento mientras respetamos los intereses de estos animales en la mayor medida posible. No debería de estar más allá de nuestras habilidades tecnológicas el hallar una solución a este problema que, aunque no sea totalmente satisfactoria para todos los implicados, al menos cause menos sufrimiento que la «solución» actual. Utilizar cebos que causasen esterilidad en lugar de una lenta agonía sería una mejora obvia.

Cuando tenemos que defender nuestro suministro de alimentos contra los conejos, o nuestras casas y nuestra salud contra ratas y ratones, es tan natural que ataquemos violentamente a los animales que invaden nuestra propiedad como lo es para los propios animales el conseguir comida allí donde la encuentren. En el estado actual de nuestras actitudes hacia los animales, sería absurdo pretender que las personas cambien su conducta a este respecto. Quizá con el tiempo, cuando se hayan remediado más abusos flagrantes y las actitudes hacia los animales hayan cambiado, se llegará a ver que incluso los animales que en cierto modo «amenazan» nuestro bienestar no merecen las crueles muertes que les damos; así, quizá poco a poco desarrollemos métodos más humanitarios para limitar la cantidad de animales cuyos intereses son realmente incompatibles con los nuestros.

Una respuesta similar podría darse a esos cazadores y controladores de los mal llamados «refugios de animales salvajes» que afirman que para impedir el exceso de población de ciervos, focas o cualquier otro animal en cuestión hay que permitir a los cazadores que «cosechen» periódicamente la población animal sobrante; se supone que esto favorece a los propios animales. El uso del término «cosecha» —frecuente en las publicaciones de las organizaciones de cazadores— da un mentís a la pretensión de que esta matanza obedece a un interés por los animales. El término indica que el cazador concibe al ciervo o a las focas como si fueran maíz o carbón, objetos de valor sólo en la medida en que sirven a los intereses humanos. Esta actitud, que en gran medida comparte el US Fish and Wildlife Service (Servicio Norteamericano de Pesca y Animales Salvajes de Estados Unidos), pasa por alto el hecho vital de que los ciervos y otros animales de caza son capaces de sentir placer y dolor. No son, por tanto, medios para nuestros fines, sino seres con intereses propios. Si es cierto que en circunstancias especiales su población crece de tal forma que dañan su propio medioambiente y las perspectivas de su propia supervivencia o la de otros animales que comparten su hábitat, entonces puede ser conveniente que los humanos emprendan alguna acción supervisora; pero es obvio que si tenemos en cuenta los intereses de los animales nunca dejaremos entrar a los cazadores para que maten a algunos e inevitablemente hieran a otros muchos, sino que reduciremos su fertilidad. Si hiciéramos un esfuerzo por desarrollar métodos más humanos de control de la población en las reservas naturales de animales salvajes, no sería difícil que surgiera algo mejor que lo que se hace ahora. El problema es que las autoridades responsables de los cotos tienen una mentalidad de «cosecha» y no se interesan por encontrar métodos de control que reduzcan el número de animales que van a «cosechar» los cazadores[30].

He dicho que la diferencia entre los animales como el ciervo —o como los cerdos y los pollos, si vamos a esto—, a los que no debemos «cosechar», y las plantas como el maíz, que sí podemos cosechar, es que los animales tienen capacidad de sentir dolor y placer, mientras que las plantas no la tienen. Llegados a este punto, seguro que alguien pregunta: «¿Cómo sabemos que las plantas no sufren?».

Esta objeción puede proceder de un auténtico interés por el bienestar de las plantas, pero la mayoría de las veces quienes la plantean no piensan seriamente en ampliar la esfera de nuestra consideración para que incluya a las plantas, en caso de que pudiera demostrarse que sufren; muy al contrario, espera mostrar que, si actuáramos según el principio que he defendido, tendríamos que dejar de comer tanto plantas como animales y, por tanto, nos moriríamos de hambre. La conclusión que saca el objetor es que, si es imposible vivir sin violar el principio de igual consideración, no hemos de preocuparnos en absoluto sino que podemos seguir, como siempre hemos hecho, comiendo plantas y animales.

La objeción es débil tanto por su contenido como por su lógica. No existe evidencia fiable de que las plantas puedan sentir placer o dolor. Aunque en un libro de gran éxito, The Secret Life of Plants se afirmaba que las plantas poseen todo tipo de capacidades notables, incluida la de leer la mente de las personas. Los experimentos más sorprendentes citados en el libro no están realizados en centros de investigación serios y los intentos más recientes de repetirlos en universidades importantes no han podido obtener ningún resultado positivo. Las afirmaciones del libro han sido ya completamente desacreditadas[31].

En el primer capítulo de este libro di tres razones distintas para creer que los animales no-humanos pueden sentir dolor: su conducta, la naturaleza de sus sistemas nerviosos y la utilidad del dolor para la evolución. Sin embargo, ninguna de ellas nos proporciona motivos para creer que las plantas lo sientan. En ausencia de datos experimentales científicamente creíbles, no hay ningún comportamiento observable que sugiera la existencia de dolor; en las plantas no se ha encontrado nada parecido a un sistema nervioso central, y resulta difícil imaginar por qué unas especies que son incapaces de alejarse de una fuente de dolor o de utilizar la percepción del mismo para evitar la muerte deberían haber generado la capacidad de sentirlo. Así, pues, parece que la creencia de que las plantas sienten dolor está bastante injustificada.

Valga todo esto por lo que respecta a la base fáctica de la objeción. Pasemos ahora a considerar su lógica. Supongamos que, con todo lo improbable que parece, los investigadores aporten datos que sugieran que las plantas sienten dolor. Ni aun así se desprendería que podemos comer lo mismo que hemos comido siempre. Si la alternativa a causar dolor es morirse de hambre, tendríamos que elegir el mal menor. Cabe suponer que todavía sería cierto que las plantas sufren menos que los animales, y entonces seguiría siendo mejor comer plantas que animales. De hecho, esta conclusión sería válida aun cuando las plantas fueran tan sensibles como los animales, puesto que la ineficacia de la producción de carne significa que los que la comen son responsables de la destrucción indirecta de una cantidad diez veces superior, como poco, a la de los vegetarianos. Admito que en este punto el argumento se vuelve un tanto absurdo, y lo he continuado hasta aquí sólo para demostrar que, en realidad, quienes hacen esta objeción pero no desarrollan sus implicaciones están buscando una excusa para seguir comiendo carne.

Hasta ahora, en este capítulo hemos estado examinando unas actitudes compartidas por muchas personas en las sociedades occidentales, así como las estrategias y los argumentos que se suelen usar para defenderlas. Hemos visto que, desde el punto de vista lógico, estos argumentos y estrategias son muy débiles. Son, más que argumentos, racionalizaciones y excusas. No obstante, podría pensarse que su debilidad obedece a que la gente corriente suele carecer de conocimiento especializado cuando discute problemas éticos. Por eso, en la primera edición de este libro examiné lo que algunos filósofos notables de los años sesenta y principios de los setenta habían dicho sobre la posición moral de los animales no-humanos. Los resultados no favorecían a la filosofía.

La filosofía debe cuestionarse los supuestos básicos de la época. Pensar en profundidad, crítica y cuidadosamente, lo que la mayoría de nosotros da por sentado constituye, creo yo, la tarea principal de esta disciplina y lo que la convierte en una actividad valiosa. Lamentablemente, la filosofía no siempre está a la altura de su papel histórico. La defensa de la esclavitud de Aristóteles estará siempre ahí para recordarnos que los filósofos son seres humanos y están sometidos a todos los prejuicios de la sociedad a la que pertenecen. A veces logran librarse de la ideología prevaleciente, pero más a menudo se convierten en sus defensores más sofisticados.

Así sucedía con los filósofos del período justamente anterior a la primera edición de este libro. No desafiaban los prejuicios de nadie respecto a nuestras relaciones con otras especies. La mayoría de los filósofos que abordaron problemas relacionados de alguna forma con nuestro tema revelaban en sus escritos que partían de los mismos supuestos infundados que el resto de los seres humanos, y lo que decían tendía a confirmar al lector en sus cómodos hábitos especistas.

En aquel momento, las discusiones sobre la igualdad y los derechos en la filosofía moral y política se planteaban casi siempre como problemas de igualdad y derechos humanos. La consecuencia de esto era que el tema de la igualdad de los animales nunca surgió como tema en sí mismo, ni ante el filósofo ni ante los estudiantes —indicación de cómo había fracasado la filosofía hasta aquel momento en desafiar las creencias aceptadas—. Con todo, a los filósofos les fue difícil discutir el tema de la igualdad humana sin interrogarse sobre el status de los no-humanos. La razón para ello —que nos puede ser evidente ya por lo dicho en el primer capítulo de este libro— tiene que ver con el modo en que se interprete y defienda el principio de igualdad, en el caso de que vaya a defenderse.

Para los filósofos de los años cincuenta y sesenta, el problema era cómo interpretar la idea de que todos los seres humanos son iguales de tal manera que no se convirtiera en algo completamente falso. En la mayoría de los aspectos, los seres humanos no son iguales; y si buscamos alguna característica común a todos, ha de ser una especie de mínimo denominador común, situada en un nivel tan bajo que ningún humano carezca de ella. Lo curioso es que, sea cual sea esta característica poseída por todos los seres humanos, no será poseída sólo por seres humanos. Por ejemplo, todos los humanos, pero no sólo ellos, tienen capacidad para sentir dolor; y si bien son los únicos capaces de resolver complejos problemas matemáticos no todos pueden hacerlo. Así, resulta que en el único sentido en que podemos decir verdaderamente, como una afirmación de hecho, que todos los humanos son iguales, al menos algunos miembros de otras especies también son «iguales»; esto es, iguales a algunos humanos.

Si por otra parte decidimos, como defendí en el capítulo primero, que estas características son realmente irrelevantes para el problema de la igualdad y que esta debe basarse en el principio moral de igual consideración, más que en poseer alguna característica, es aún más difícil encontrar una base para excluir a los animales de la esfera de igualdad.

Este resultado no es el que los filósofos igualitaristas de aquel tiempo intentaron afirmar en su origen. En lugar de aceptar las conclusiones a las que de manera natural tienden sus propios razonamientos, trataron de conciliar sus creencias en la igualdad humana y la desigualdad animal mediante argumentos tortuosos o bien miopes. Por ejemplo, un filósofo de aquellos tiempos que destacaba en discusiones filosóficas sobre la igualdad era Richard Wasserstrom, profesor de filosofía y derecho en la Universidad de California, Los Angeles. En su artículo «Rights, Human Rights and Racial Discrimination», Wasserstrom define los «derechos humanos» como aquellos que tienen los seres humanos y que no tienen los no humanos. Pasa entonces a afirmar que hay derechos humanos al bienestar y a la libertad. Al defender la idea de un derecho humano al bienestar, Wasserstrom dice que si se le niega a alguien el alivio de un fuerte dolor físico se le está imposibilitando para que viva una vida plena o satisfactoria. Continúa después: «En un sentido real, el disfrute de estos bienes distingue las entidades humanas de las no-humanas[32]». El problema es que, cuando retrocedemos para hallar aquello a que se refiere la expresión «estos bienes», nos encontramos con que el único ejemplo que se nos ofrece es el alivio de un dolor físico agudo —algo que los no-humanos pueden apreciar tanto como los humanos. Por tanto, si los seres humanos tienen derecho a ser aliviados del dolor físico agudo, no se trataría de un derecho específicamente humano en el sentido que había precisado Wasserstrom. Los animales también lo tendrían.

Enfrentados a una situación en la que vieron la necesidad de asentar ciertas bases para salvar el abismo moral que todavía se suele pensar que separa a los seres humanos de los animales, pero incapaces de encontrar diferencias concretas entre los seres humanos y los animales que cumplan este cometido sin deteriorar la igualdad de los humanos, los filósofos tendían a vacilar. Recurrieron a frases altisonantes como «la dignidad intrínseca del individuo humano[33]». Hablaron del «valor intrínseco de todos los hombres» (el sexismo estaba tan poco cuestionado como el especismo), como si todos los hombres (¿los seres humanos?) poseyeran un valor no especificado del que carecen otros seres[34]. O dirían que los seres humanos, y solamente ellos, son «fines en sí mismos», mientras que «cualquier otra cosa diferente a una persona sólo puede tener valor para una persona[35]».

Como vimos en el capítulo anterior, la idea de una dignidad y un valor distintivos del ser humano tiene una larga historia. En nuestro siglo, hasta los años setenta, los filósofos soltaron amarras y se liberaron de las antiguas cadenas metafísicas y religiosas de esta idea, invocándola libre mente sin sentir necesidad alguna de justificarla. ¿Por qué no habríamos de atribuirnos a nosotros mismos una «dignidad intrínseca» o un «valor intrínseco»? ¿Por qué no decir que somos lo único del universo que posee valor intrínseco? Es improbable que nuestros iguales, los humanos, vayan a rechazar las lisonjas con que tan generosamente les distinguimos, y aquellos a quienes les negamos el honor son incapaces de objetar. De hecho, cuando sólo pensamos en los humanos puede ser muy liberal y progresista hablar de la dignidad de todos ellos. Al hacerlo, condenamos de manera implícita la esclavitud, el racismo y otras violaciones de los derechos humanos y admitimos que, en cierto sentido fundamental, estamos al mismo nivel que los miembros más pobres e ignorantes de nuestra propia especie. Sólo cuando concebimos a los seres humanos como un mero sub grupo pequeño de todos los seres que habitan nuestro planeta podemos darnos cuenta de que, al elevar a nuestra propia especie, rebajamos simultáneamente la posición relativa de todas las demás especies.

La verdad es que el recurso a la dignidad intrínseca de los seres humanos parece solucionar los problemas del filósofo igualitario tan sólo en la medida en que no se le presenten desafíos. Una vez que nos preguntamos por qué todos los humanos —incluyendo a los niños recién nacidos, los intelectualmente incapacitados, los psicópatas criminales, Hitler, Stalin y tantos otros— deberían tener algún tipo de dignidad o valor que ningún elefante, cerdo o chimpancé jamás alcanzará, la respuesta nos resulta tan difícil como nuestra búsqueda primera de algún dato relevante que justifique la desigualdad entre los humanos y otros animales. De hecho, estas dos preguntas se reducen en realidad a una sola: hablar de dignidad o valor moral intrínsecos no nos ayuda, porque cualquier defensa satisfactoria de la afirmación de que todos los humanos, y sólo ellos, tienen dignidad intrínseca tendría que referirse a ciertas capacidades o características relevantes que únicamente poseen los humanos, en virtud de las cuales se les atribuye esta dignidad o valor únicos. Introducir ideas de dignidad y valor como sustitutas de otras razones para distinguir a los humanos de los animales no basta. Las frases bonitas son el último recurso de quienes se quedan sin argumentos.

En caso de que alguien piense todavía que puede ser posible encontrar alguna característica que distinga a los seres humanos de todos los miembros de las otras especies, consideremos de nuevo el hecho de que hay algunos seres humanos que se encuentran muy claramente por debajo del nivel de conciencia, autoconciencia, inteligencia y capacidad de sentimiento de muchos seres no humanos. Estoy pensando en todos aquellos seres humanos que padecen graves e irreparables lesiones cerebrales y en los seres humanos recién nacidos; sin embargo, para evitar la complicación del potencial de los recién nacidos, voy a concentrarme en los seres humanos con retrasos mentales permanentes y profundos.

Los filósofos que se proponen encontrar una característica que distinga a los seres humanos de los demás animales raramente han seguido la vía de abandonar a estos grupos de seres humanos sumándolos a la categoría de los otros animales. Es fácil ver por qué no lo han hecho; adoptar esta postura sin replantearnos nuestras actitudes hacia los otros animales significaría que tenemos derecho a realizar experimentos dolorosos con humanos retrasados por razones triviales; de modo parecido, se supondría que tenemos el derecho de criarlos y sacrificarlos para alimentarnos.

Para los filósofos que abordaban el problema de la igualdad, la forma más fácil de salvar la dificultad planteada por la existencia de seres humanos con discapacidades mentales profundas y permanentes era ignorarla. Al filósofo de Harvard John Rawls le surgió este problema al intentar explicar, en su largo libro A Theory of justice, por qué les debemos justicia a los seres humanos y no a otros animales, pero se lo quitó de encima con la siguiente observación: «No puedo examinar aquí este problema, pero doy por hecho que mi exposición sobre la igualdad no se vería esencialmente afectada[36]».

Esta es una forma extraordinaria de plantear el tema de la igualdad de trato: parecería dar a entender que o bien podemos tratar a las personas con discapacidades intelectuales profundas y permanentes como ahora tratamos a los animales o que, al contrario que las afirmaciones del propio Rawls, debemos justicia a los animales.

¿Qué otra cosa puede hacer el filósofo? Si confronta con sinceridad el problema planteado por la existencia de seres humanos que carecen de toda característica moral relevante que tampoco posean los no-humanos, parece imposible aferrarse a la igualdad de los seres humanos sin sugerir una revisión radical del status de los no-humanos. En un intento desesperado por salvar las opiniones habituales, incluso se llegó a argumentar que deberíamos tratar a los seres según lo que es «normal para las especies» y no según sus características reales[37]. Para ver lo indignante que es esto, imaginemos que en una fecha futura se llegara a demostrar que, incluso en ausencia de condicionamientos culturales, lo normal en una sociedad fuera que un mayor número de hembras que de machos se quedara en casa cuidando de los niños en lugar de salir a trabajar. Por supuesto, este hallazgo sería perfectamente compatible con el hecho obvio de que algunas mujeres son menos aptas que algunos hombres para cuidar niños y más, en cambio, para salir a trabajar. ¿Afirmaría entonces algún filósofo que la forma de tratar a estas mujeres excepcionales es según lo que es «normal para el sexo» —y por lo tanto no admitirlas, digamos, en la facultad de medicina— y no según sus características reales? No lo creo así. Me resulta difícil ver en este argumento algo distinto a una defensa de la preferencia por los intereses de los miembros de nuestra propia especie por el hecho de pertenecer a ella.

Como en el caso de los demás argumentos filosóficos comunes antes de que los filósofos se tomaran en serio la idea de la igualdad para los animales, también este constituye un aviso de la facilidad con que no sólo la gente normal, sino también los especialistas en el discurso moral, se pueden volver víctimas de la ideología imperante. Pero ahora estoy encantado de informar que la filosofía por fin ha dejado caer la venda ideológica tras la que se escondía. Muchos cursos universitarios actuales de ética retan a sus estudiantes a que se replanteen sus actitudes ante diversos temas éticos, y entre ellos la situación moral de los animales no-humanos ocupa un lugar destacado. Hace quince años tuve que buscar mucho para hallar un puñado de referencias de filósofos académicos sobre el tema de la situación de los animales; hoy podría haber llenado todo este libro con un informe de lo que ha sido escrito sobre este asunto durante los últimos quince años. Hay artículos sobre cómo tratar a los animales en casi todas las colecciones estándar de lecturas utilizadas en cursos de ética aplicada. Lo que ahora es difícil encontrar son las suposiciones complacientes e incuestionadas sobre la insignificancia moral de los animales no-humanos.

De hecho, a lo largo de estos quince años la filosofía académica ha desempeñado un papel principal en el fomento y apoyo al Movimiento de Liberación Animal. La cantidad de actividad se puede ver en la reciente bibliografía de Charles Magel de libros y artículos sobre los derechos de los animales y temas afines. Desde la antigüedad hasta comienzos de los años setenta, Magel tan sólo encuentra 95 obras dignas de mención, y de estas sólo dos o tres por filósofos profesionales. Durante los siguientes dieciocho años, sin embargo, Magel encuentra 240 obras sobre los derechos de los animales, muchas de ellas escritas por filósofos que enseñan en universidades[38]. Además, las obras publicadas son sólo una parte de la historia; en departamentos de filosofía de Estados Unidos, Australia, Gran Bretaña, Canadá y muchos otros países, los filósofos están instruyendo a sus estudiantes sobre la situación moral de los animales. Muchos de ellos también trabajan con grupos de activistas para lograr un cambio en los derechos de los animales, tanto en la universidad como fuera de ella.

Obviamente, los filósofos no son unánimes respecto al apoyo al vegetarianismo y la liberación animal (aunque ¿cuándo han sido unánimes respecto a algo?). Pero incluso aquellos filósofos que han criticado algunas posturas tomadas por sus colegas a favor de los animales han aceptado elementos importantes de la petición de cambio. Por ejemplo, R. G. Frey, de la Universidad Estatal de Bowling Green de Ohio, que ha escrito más oponiéndose a mis puntos de vista que cualquier otro filósofo, comienza uno de sus artículos indicando llanamente: «No soy un antiviviseccionista…». Pero a continuación reconoce que:

Ni tengo ni conozco nada que me permita decir, a priori, que una vida humana de cualquier calidad, por muy baja que sea, es más valiosa que la de cualquier animal de cualquier calidad, por alta que esta sea.

Como resultado, Frey reconoce que «el argumento antiviviseccionista es mucho más importante que lo que la mayoría de las personas admite». Concluye que si intentamos justificar los experimentos con no-humanos por los beneficios que producen (que es, en su opinión, la única manera en que esta práctica se puede justificar), no hay razón intrínseca alguna por la que tales beneficios no justificaran también los experimentos en «humanos cuya calidad de vida es excedida o igualada por la de los animales». Ahí está aceptando los experimentos con animales cuando los beneficios son lo bastante importantes, pero sólo al precio de aceptar la posibilidad de experimentos similares con humanos[39].

Aún más dramático fue el cambio de opinión del filósofo canadiense Michael Alien Fox. En 1986, la publicación de su libro The Case for Animal Experimentation pareció asegurarle un lugar preeminente en las conferencias especializadas como principal defensor filosófico de la industria de la investigación animal. Sin embargo, las compañías farmacéuticas y los lobistas de experimentos con animales que pensaron que por fin tenían un filósofo domesticado que podrían usar para defenderse contra la crítica ética debieron desilusionarse cuando, de pronto, Fox negó su propio libro. En respuesta a una reseña muy crítica publicada en The Scientist, Fox escribió una carta al editor diciendo que estaba de acuerdo con el crítico: había comprendido que las argumentaciones de su libro eran erróneas, y que no era posible justificar la experimentación con animales bajo el prisma de la ética. Más tarde, Fox continuó con su valiente cambio de opinión volviéndose vegetariano[40].

El auge del Movimiento de Liberación Animal puede ser único entre las causas sociales modernas en la medida en que se ha vinculado al desarrollo del tema como tópico de discusión en los círculos de filosofía académica. Al considerar la posición de los animales no-humanos, la propia filosofía ha sufrido una notable transformación: ha abandonado el cómodo conformismo del dogma aceptado y ha regresado a su antiguo papel socrático.

La esencia de este libro consiste en la afirmación de que discriminar a unos seres sólo en virtud de su especie es una forma de prejuicio, tan inmoral e indefendible como la discriminación basada en la raza es inmoral e indefendible. No me he contentado simplemente con aseverar este hecho ni con exponerlo como si se tratara de mi opinión personal, con la que los demás pueden o no estar de acuerdo. Lo he defendido con argumentos, apelando a la razón más que a las emociones o a los sentimientos. He elegido este camino no porque no sea consciente de la importancia de la compasión y los sentimientos de respeto hacia otras criaturas, sino porque la razón es más universal y su reclamo indiscutible. Así como admiro enormemente a aquellos que han eliminado el especismo de sus vidas, simplemente porque su generoso interés por los demás se extiende hasta abarcar a todas las criaturas sintientes, no creo en la eficacia de invocar la compasión y la generosidad como única medida para convencer a la mayoría de la gente de la injusticia del especismo. Incluso tratándose de otros seres humanos, las personas son sorprendentemente aficionadas a limitar sus simpatías a las personas de su misma nación o raza. Aun así, casi todo el mundo está preparado al menos nominalmente para escuchar la voz de la razón. Sin duda, hay quien coquetea con un subjetivismo excesivo en cuestiones de moralidad y sostiene que cualquier planteamiento moral es válido; pero cuando se presiona a estas mismas personas a pronunciarse sobre si la moralidad de Hitler o la de los comerciantes de esclavos es tan válida como la de Albert Schweitzer o la de Martin Luther King, se dan cuenta de que, después de todo, creen que algunas moralidades son mejores que otras.

Así, pues, me he servido de la argumentación racional a lo largo de todo el libro. A menos que se pueda echar abajo el argumento central de esta obra, hay que reconocer que el especismo está mal y esto significa que, si nos tomamos en serio los problemas de la moral, debemos intentar eliminar las prácticas especistas de nuestras propias vidas y oponernos a ellas dondequiera que nos las encontremos. De no hacerlo nos quedaremos sin base para criticar, sin caer en la hipocresía, el racismo o el sexismo.

En general, he evitado el punto de vista de que debemos ser compasivos con los animales porque la crueldad con ellos acaba generando crueldad con los humanos. Quizá sea cierto que la compasión por los humanos y por otros animales vayan unidas frecuentemente; pero, en cualquier caso, decir que esta es la verdadera razón por la que debemos ser compasivos con los animales, como dijeron santo Tomás y Kant, es una postura profundamente especista. Debemos considerar los intereses de los animales porque tienen intereses y porque es injustificable excluirlos de la esfera de preocupación moral; hacer que esta consideración dependa de las consecuencias beneficiosas que puedan resultar para los humanos es aceptar implícitamente que los intereses de los animales no son en sí mismos suficientes para que los tengamos en cuenta.

Del mismo modo, he evitado una discusión extensa sobre si un régimen vegetariano es más sano que uno que incluye carne de animal. Hay muchos datos que sugieren que sí lo es, pero yo me he contentado con mostrar que un vegetariano puede esperar encontrarse al menos tan sano como alguien que come carne. Si se va más allá de estas afirmaciones, es difícil no dar la impresión de que si posteriores investigaciones demostraran que una alimentación que incluya carne es aceptable para la salud, la razón para hacerse vegetariano se viene abajo. Desde el punto de vista de la Liberación Animal, sin embargo, siempre que podamos vivir sin provocar sufrimiento a los animales, será eso lo que debamos hacer.

Creemos que la causa de la Liberación Animal es convincente desde el punto de vista lógico y que no se puede refutar; pero, en la práctica, derrocar el especismo es una labor de titanes. Hemos visto que sus raíces históricas penetran profundamente la conciencia de la sociedad occidental. Hemos visto que la eliminación de las actividades especistas amenazaría los intereses de las grandes corporaciones de la agroindustria y de las asociaciones profesionales de investigadores y veterinarios. Cuando lo consideran necesario, estas grandes sociedades y organizaciones están dispuestas a desembolsar millones de dólares en defensa de sus intereses y a bombardear al público con publicidad que niega las alegaciones de malos tratos. Además, el público tiene —o cree tener— interés en continuar la actividad especista de criar y matar animales para alimentarse, y esto le predispone a aceptar las afirmaciones de que, al menos a este respecto, hay poca crueldad. Como hemos visto, la gente también está dispuesta a aceptar formas engañosas de razonar, del tipo que hemos visto en este capítulo, que no consideraría ni por un momento si no fuera porque estas falacias parecen justificar su dieta preferida.

Contra estos viejos prejuicios, poderosos intereses creados y hábitos adquiridos, ¿puede acaso hacer algo el Movimiento de Liberación Animal? Aparte de razón y moralidad, ¿tiene alguna otra cosa a su favor? Hace diez años no existía una base concreta para esperar que sus argumentos prevalecieran, aparte de la confianza en la victoria final de la razón y la moralidad. Desde entonces, ha tenido lugar un enorme crecimiento en el número de seguidores del movimiento, en su visibilidad pública y, lo más importante, en la lista de ventajas conseguidas para los animales. Hace diez años, el Movimiento de Liberación Animal se consideraba una locura y el número de socios de grupos con una filosofía verdaderamente liberacionista era mínimo. Hoy, People for the Ethical Treatment of Animals (PETA) cuenta con 250.000 miembros, y la Humane Farming Association, que emprende fuertes campañas contra los cajones para ternera, tiene 45.000[41]. Trans-Species Unlimited ha crecido desde un diminuto grupo con una oficina en el centro de Pennsylvania hasta una organización nacional con sucursales en Nueva York, Nueva Jersey, Filadelfia y Chicago. La Coalición para la Abolición de las Pruebas Draize y LD50 reúne a grupos que defienden los derechos de los animales y de protección animal con un número de socios combinados que se cuenta en millones. En 1988, Liberación Animal logró algo que se ha convertido en una insignia de reconocimiento: un respetuoso artículo de fondo en Newsweek[42].

Hemos señalado algunas de las ventajas conseguidas para los animales conforme surgieron en nuestra discusión de determinados temas, pero vale la pena agruparlas. Incluyen la prohibición en Gran Bretaña de encajonar a las terneras y la desaparición de las jaulas en batería en Suiza y los Países Bajos, así como la legislación de mayor alcance en Suecia que eliminará las terneras en cajón, las jaulas en batería, los establos de cerdas y todos los demás mecanismos que evitan que los animales se muevan libremente. También volverá ilegal mantener ganado sin permitirle pastar en el campo durante los meses cálidos. La campaña mundial contra la industria peletera ha tenido gran éxito al reducir enormemente la cantidad de pieles vendidas, sobre todo en Europa. En Inglaterra, la importante cadena de grandes almacenes House of Fraser fue el blanco de la protesta contra las pieles. En diciembre de 1989 anunció que cerraba los salones peleteros en 59 de sus 60 tiendas, dejando tan sólo una en el famoso almacén de Londres, Harrods, que acabó también por cerrar finalmente.

En Estados Unidos aún no se ha conseguido ningún beneficio para los animales de granja, pero varias series de experimentos especialmente cuestionables se han cancelado. El primer éxito se alcanzó en 1977, cuando una campaña dirigida por Henry Spira persuadió al Museo Americano de Historia Natural para que acabara con una serie de inútiles experimentos que consistían en mutilar gatos a fin de investigar los efectos que esto tenía sobre sus vidas sexuales[43]. En 1981, el activista de Liberación Animal Alex Pacheco publicó las terribles condiciones en que se encontraban 17 monos en el Instituto de Investigación de Conducta Edward Taub, en Silver Springs, Maryland. Los Institutos Nacionales de Salud cortaron la subvención de Taub, que pasó a ser el primer convicto de crueldad en Estados Unidos, aunque la condena se retiró después sobre las bases técnicas según las cuales los experimentadores que reciban subvenciones federales procedentes de impuestos no precisan obedecer las leyes estatales anticrueldad[44]. Aun así, el caso proporcionó cobertura nacional a un grupo incipiente llamado People for the Ethical Treatment of Animals, que en 1984 dirigió su esfuerzo para acabar con los experimentos del doctor Thomas Gennarelli, que provocaba heridas en las cabezas de los monos en la Universidad de Pennsylvania. Estos esfuerzos surgieron a raíz de unas extraordinarias cintas de vídeo sobre el abuso a los animales que rodaron los propios experimentadores, y que el Frente de Liberación Animal robó del laboratorio en una redada nocturna. La subvención a Gennarelli fue retirada[45]. En 1988, después de meses de manifestaciones por Trans-Species Unlimited, un investigador de la Universidad de Cornell renunció a una subvención de 530.000 dólares para estudiar la adicción a barbitúricos con el uso de gatos[46]. Aproximadamente en la misma época Benetton, la cadena de modas italiana, anunció que no continuaría sus pruebas de seguridad para nuevos cosméticos y artículos de baño con animales. Benetton había sido el blanco de una campaña internacional, coordinada por People for the Ethical Treatment of Animals, que implicaba a liberacionistas animales de siete países. Noxell Corporation, un fabricante de cosméticos americano, no había sido objeto de tal campaña, pero decidió por sí mismo basarse en cultivos de tejidos para determinar si sus productos pueden dañar el ojo humano en lugar de realizar pruebas Draize con conejos. La decisión de Noxell fue parte de un movimiento continuo en busca de alternativas por parte de las principales corporaciones de cosmética, artículos de tocador y farmacéuticas, iniciadas y constantemente aguijoneadas por la Coalición para la Abolición de las Pruebas Draize y LD50[47]. Muchos años de duro trabajo obtuvieron su recompensa en 1989 cuando Avon, Revlon, Fabergé, Mary Kay, Amway, Elizabeth Arden, Max Factor, Christian Dior y varias firmas pequeñas anunciaron que estaban terminando, o al menos suspendiendo, toda experimentación animal. En ese mismo año la Comisión Europea, responsable de las pruebas de seguridad en diez naciones de la Unión Europea, anunció que aceptaría alternativas a las pruebas LD50 y Draize, e invitó a todas las naciones de la OCDE (grupo que incluye a Estados Unidos y Japón) a que trabajasen para desarrollar pruebas de seguridad alternativas comunes. Tanto la prueba Draize como la LD50 han sido ya prohibidas por la regulación gubernamental en Victoria y Nueva Gales del Sur, los estados más poblados de Australia y en los que más experimentación con animales se ha realizado[48].

En Estados Unidos está aumentando mucho el interés por el tema de la disección en los institutos de bachillerato. La férrea resistencia contra la dirección de una estudiante de bachillerato californiana, Jenifer Graham (y su insistencia en que no bajasen sus notas por su objeción de conciencia), llevó a que en 1988 se aprobase la Declaración de Derechos de los Estudiantes de California, que confiere a los estudiantes de escuelas primarias y secundarias el derecho a negarse a diseccionar animales sin sufrir castigos. Hoy en día se están introduciendo leyes similares en Nueva Jersey, Massachusetts, Maine, Hawaii y otros estados.

Conforme los logros del movimiento alcanzan mayor visibilidad y apoyo, la oleada de personas que ponen su granito de arena aumenta cada vez más. Los músicos de rock han contribuido a que circule el mensaje de la Liberación Animal. Artistas de cine, modelos y diseñadores de modas han prometido no usar pieles. El éxito internacional de la cadena Body Shop ha conseguido que los cosméticos en cuya elaboración no ha habido crueldad sean más atractivos y accesibles. Los restaurantes vegetarianos están proliferando, e incluso los no vegetarianos ofrecen platos vegetarianos. Todo esto facilita al recién llegado unirse a quienes ya hacen lo que pueden para limitar la crueldad con los animales en su vida diaria.

No obstante, la liberación animal necesitará un altruismo mayor por parte de los seres humanos que cualquier otro movimiento de liberación. Los animales son incapaces de exigir su propia liberación, o de protestar mediante votaciones, manifestaciones o boicots contra su condición. Los seres humanos tienen el poder de continuar oprimiendo siempre a otras especies, o hasta que hagamos que este planeta se vuelva inhabitable para los seres vivos. ¿Continuará nuestra tiranía, confirmándose así que somos los tiranos egoístas que los poetas y filósofos más cínicos han pensado siempre que somos? ¿O nos alzaremos ante el desafío y probaremos nuestra capacidad de comportarnos con auténtico altruismo, poniendo fin a la cruel explotación de las especies en nuestro poder, no porque nos veamos forzados a ello por rebeldes o terroristas, sino porque reconozcamos que nuestra postura es moralmente indefendible?

La forma en que respondamos a esta pregunta dependerá de cómo cada uno de nosotros la responda individualmente.