una breve historia del especismo.
Para poner fin a la tiranía hay que comprender, primero, en qué consiste. Desde un punto de vista práctico, el dominio del animal humano sobre otros animales se expresa del modo que hemos visto en los capítulos 2 y 3 y en prácticas relacionadas, como matar a animales salvajes por deporte o por sus pieles. Estos hechos no deben considerarse aberraciones aisladas. La única forma de llegar a entenderlos es considerarlos como manifestaciones de la ideología de nuestra especie, esto es, las actitudes que nosotros, como animal dominante, sostenemos ante los otros animales.
En este capítulo vamos a ver cómo, en distintos períodos, figuras destacadas del pensamiento occidental formularon y defendieron las actitudes ante los animales que hemos heredado nosotros. Si elijo Occidente como foco de mi análisis no es porque considere que otras culturas son inferiores —lo contrario es cierto en lo que respecta a las actitudes hacia los animales—, sino porque durante los dos o tres últimos siglos las ideas occidentales se han propagado desde Europa hasta llegar a construir en la actualidad el modo de pensamiento dominante para la mayoría de las sociedades humanas, ya sean capitalistas o comunistas.
Aunque lo que presento a continuación es histórico, mi objetivo al exponerlo no lo es. Cuando una actitud está tan profundamente enraizada en nuestro pensamiento que llegamos a considerarla una verdad incuestionable, un desafío serio y consistente a esa actitud corre el riesgo de caer en el ridículo. Quizá se pueda quebrantar la complacencia con que se mantiene la actitud mediante un ataque frontal. Esto es, de hecho, lo que he intentado hacer en los capítulos precedentes. Pero una estrategia alternativa consiste en intentar socavar la plausibilidad de la actitud prevaleciente revelando sus orígenes históricos.
Las actitudes de generaciones anteriores ante los animales ya no son convincentes porque giran en torno a unos presupuestos —religiosos, morales, metafísicos— que se han quedado obsoletos. Debido a que no defendemos nuestras actitudes hacia los animales del modo en que santo Tomás de Aquino, por ejemplo, defendió las suyas, quizá estemos dispuestos a aceptar que Aquino utilizó las ideas religiosas, morales y metafísicas de su época para enmascarar el simple egoísmo que caracterizaba a las relaciones de los humanos con otros animales. Si, entonces, podemos ver que las generaciones pasadas aceptaron como buenas y naturales unas actitudes que reconocemos como camuflaje ideológico de unas acciones en beneficio propio —y si, al mismo tiempo, no puede negarse que continuamos utilizando a los animales para promover nuestros intereses secundarios en franca violación de sus intereses primarios—, quizá podamos convencernos de que debemos adoptar una posición más escéptica ante las justificaciones de nuestras propias acciones que nosotros mismos hemos calificado de buenas y naturales.
Las actitudes occidentales ante los animales tienen sus raíces en dos tradiciones: el judaísmo y la Grecia antigua. En el cristianismo se unen ambas raíces, y a esta doctrina se debe el que prevaleciesen en Europa. Sólo paulatinamente, a medida que los pensadores empiezan a adoptar posturas relativamente independientes de la Iglesia, surge una visión más civilizada de nuestras relaciones con los animales; y en los aspectos más fundamentales no nos hemos liberado todavía de las actitudes que se aceptan como incuestionables en Europa hasta el siglo XVIII. Podemos, por tanto, dividir nuestra distinción histórica en tres partes: la pre-cristiana, la cristiana y la de la Ilustración hasta nuestros días.
El pensamiento pre-cristiano
La creación del universo nos parece un buen punto de partida. La historia bíblica de la Creación establece muy claramente la naturaleza de la relación entre el hombre y el animal tal y como la concibió el pueblo hebreo. Es un ejemplo soberbio de cómo el mito le hace eco a la realidad:
Después dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes conforme a su especie: animales domésticos, reptiles y bestias salvajes con arreglo a su especie. Y vio Dios que estaba bien.
Hizo, pues, Dios las bestias salvajes sobre la tierra conforme su especie y a los animales domésticos según su especie y a toda criatura que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y llegó a ver Dios que era bueno.
Entonces dijo Dios: Hagamos un hombre a imagen nuestra, conforme a nuestra semejanza, para que domine en los peces del mar, y en las aves del cielo y los animales domésticos y todas las bestias salvajes y sobre toda la tierra y todos los reptiles que se arrastren sobre la tierra.
Y procedió Dios a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó.
Y los bendijo Dios y les dijo: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla y dominad en los peces del mar y en las aves del cielo y toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra[1].
La Biblia nos dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Otra forma de considerarlo es que fue el hombre quien creó a Dios según su propia imagen. En cualquier caso, la Biblia coloca al hombre en una posición especial en el universo, como un ser que, único entre todas las criaturas vivientes, es similar a Dios. Además, se dice explícitamente que Dios otorgó al hombre el dominio sobre todas las criaturas vivientes. Es cierto que, en los Jardines del Edén, este dominio puede no haber implicado que se sacrificara a otros animales para comerlos. El verso 29 del primer capítulo del Génesis sugiere que, en un principio, el hombre vivía de las plantas y los frutos de los árboles, y a menudo se ha representado el Paraíso como una escena de paz perfecta en la que no habría cabida para ningún tipo de muerte. El hombre gobernaba, pero en este paraíso terrenal el suyo era un despotismo benevolente.
Después de la caída del hombre (de la que se responsabiliza en la Biblia a la mujer y a un animal), matar a los animales se convirtió en algo claramente permisible. Fue Dios quien vistió a Adán y Eva con pieles de animales antes de expulsarlos de los Jardines del Edén. Su hijo Abel era pastor de ovejas y ofrecía sacrificios de su rebaño al Señor. Entonces llegó el diluvio, y el resto de la creación desapareció casi por completo para castigar al hombre por su maldad. Cuando las aguas se apaciguaron, Noé dio gracias a Dios ofreciendo holocaustos «de todas las bestias puras y de todas las aves puras». En recompensa, Dios bendijo a Noé y afianzó definitivamente el dominio del hombre:
Luego bendijo Dios a Noé y a sus hijos y díjoles: Procread y multiplicaos y llenad la tierra.
El temor y el miedo a vosotros sea sobre todas las fieras del campo y todas las aves del cielo; sobre todo aquello que pulula la tierra y todos los peces del mar. A vuestras manos los entrego.
Todo aquello que se mueva dotado de vida os servirá de alimento; así como la hierba verde os lo he dado todo[2].
Esta es la postura básica de los antiguos escritos hebreos ante los no-humanos. Hay de nuevo una pista intrigante de que en el estado original de inocencia éramos vegetarianos y sólo comíamos «la verde hierba», pero que tras la caída, la maldad que siguió de ahí y el diluvio, se nos dio permiso para añadir animales a nuestra dieta. Bajo el supuesto de dominio humano que implica este permiso, aún surge de cuando en cuando una línea de pensamiento más compasiva. El profeta Isaías condenó los sacrificios de animales, y el libro de Isaías ofrece una hermosa visión de la época en que el lobo morará con el cordero, el león comerá paja como el buey y «no se harán daño ni se destruirán en toda mi montaña sagrada». Pero se trata de una visión utópica y no de un precepto que debe cumplirse inmediatamente. Otros pasajes sueltos del Antiguo Testamento alientan cierto grado de benevolencia hacia los animales, de forma que sí es posible argumentar que la crueldad injustificable estaba prohibida, y que «dominio» es realmente «custodia», y somos responsables ante Dios por el cuidado y bienestar de aquellos que están bajo nuestra custodia. Sin embargo, no hay nada que suponga un desafío al planteamiento global establecido en el Génesis de que la especie humana es el pináculo de la creación y goza del permiso divino para matar y comerse a otros animales.
La segunda tradición antigua del pensamiento occidental es la de Grecia. Aquí nos encontramos, en un principio, con tendencias conflictivas. El pensamiento griego no fue uniforme, sino que estaba dividido en escuelas rivales cuyas doctrinas básicas procedían de importantes fundadores. Uno de estos, Pitágoras, era vegetariano e instó a sus seguidores a tratar a los animales con respeto, parece ser que porque creía que las almas de los hombres muertos transmigraban a los animales. Pero la escuela más importante fue la de Platón y su discípulo, Aristóteles.
La defensa que hace Aristóteles de la esclavitud es de sobra conocida; pensaba que algunos hombres son esclavos por naturaleza y que la esclavitud es a la vez justa y conveniente para ellos. No menciono este aspecto de su teoría para desacreditar a este pensador, sino porque nos es esencial para comprender su actitud ante los animales. Sostiene que los animales existen para servir a los propósitos de los seres humanos, aunque, a diferencia del autor del Génesis, no establece un abismo profundo entre los humanos y el resto del mundo animal.
Aristóteles no niega que el hombre es un animal; de hecho, lo define como animal racional. Pero compartir una naturaleza animal común no es suficiente para justificar una igual consideración. Para Aristóteles, el hombre que es por naturaleza un esclavo es sin duda un ser humano y es tan capaz de sentir placer y dolor como cualquier otro ser humano; no obstante, al ser presuntamente inferior al hombre libre en su capacidad de raciocinio, le considera un «instrumento viviente». Aristóteles yuxtapone de un modo muy claro ambos elementos en una sola frase: el esclavo es aquel que «aun siendo un ser humano, es también un objeto de propiedad[3]».
Si la diferencia en la capacidad de raciocinio de los seres humanos es suficiente para convertir a unos en amos y a otros en objetos de propiedad, Aristóteles debe de haber pensado que los derechos de los seres humanos sobre los otros animales son tan obvios que no hay que argumentarlos demasiado. La naturaleza, para Aristóteles, es esencialmente una jerarquía donde los que poseen una capacidad menor de raciocinio existen para provecho de los que la tienen mayor:
Las plantas existen para los animales y las bestias brutas para el hombre —los animales domésticos para su utilización y alimento; los salvajes (al menos la mayor parte), para alimento y otras necesidades de la vida, tales como el vestido y diversas herramientas.
Por tanto, si la naturaleza no hace nada sin motivo ni en vano, es innegablemente cierto que ha creado todos los animales para beneficio del hombre[4].
Fueron los criterios de Aristóteles, y no los de Pitágoras, los que habrían de formar parte de la tradición occidental posterior.
Pensamiento cristiano
Con el tiempo, el cristianismo reuniría las ideas judaicas y griegas sobre los animales. Pero esta doctrina se fundó y se hizo poderosa bajo el Imperio Romano, y la mejor manera de ver sus primeros efectos es comparar las actitudes cristianas con aquellas que sustituyeron.
El Imperio Romano se configuró mediante guerras de conquista y necesitaba destinar gran parte de su energía e ingresos públicos a las fuerzas militares que defendían y expandían su vasto territorio. Estas condiciones no fomentaron los sentimientos de compasión por los débiles, sino que, por el contrario, eran las virtudes marciales las que daban el tono a la sociedad. Dentro de Roma, lejos de las luchas fronterizas, se suponía que el modo de fortalecer el espíritu de los ciudadanos romanos era mediante los llamados juegos. Aunque cualquier colegial sabe que los cristianos eran arrojados a los leones del Coliseo, raramente se aprecia el significado de los juegos como una muestra de los posibles límites de lástima y compasión de un pueblo aparentemente —y en otros aspectos realmente— civilizado. Hombres y mujeres consideraban las matanzas de seres humanos y de otros seres como una fuente normal de entretenimiento, y esto se prolongó durante siglos sin apenas ninguna protesta.
El historiador del siglo XIX W. E. H. Lecky hace la siguiente descripción del desarrollo de los juegos romanos desde su comienzo, cuando consistían en un combate entre dos gladiadores:
El combate simple finalmente se hizo insípido, y se concibieron todas las variantes posibles de atrocidades para estimular el interés decaído. A veces un oso y un toro, encadenados juntos, rodaban por la arena en una lucha feroz; otras, criminales vestidos con pieles de animales salvajes eran arrojados a los toros, enloquecidos debido a hierros candentes o a dardos con puntas untadas de pez ardiendo. Cuatrocientos osos fueron sacrificados en un solo día con Calígula […] Con Nerón, 400 tigres lucharon contra toros y elefantes. En un solo día, en la consagración del Coliseo por Tito, perecieron 5000 animales. Con Trajano, los juegos se prolongaron durante 123 días sucesivos. Leones, tigres, elefantes, rinocerontes, hipopótamos, jirafas, toros, venados, incluso cocodrilos y serpientes, eran utilizados para dar novedad al espectáculo. Tampoco se escatimaba ninguna forma de sufrimiento humano […] 10000 hombres lucharon durante los juegos de Trajano. Nerón iluminó sus jardines durante la noche con cristianos que ardían bajo sus camisas untadas de pez. Bajo el mandato de Domitiano se obligó a luchar a un ejército de enanos enfermizos […] Tan intensa era la sed de sangre que la popularidad de un Príncipe sufría menos si descuidaba la distribución de grano que si descuidaba los juegos[5].
Los romanos no carecían por completo de sentimientos morales. Dieron muestra de una gran atención hacia la justicia, el deber público e incluso la benevolencia para con otros. Lo que demuestran los juegos con espantosa claridad es que había un límite perfectamente definido para estos sentimientos morales. Si un ser se situaba dentro de este límite, actividades del tipo de las de los juegos habrían sido una afrenta intolerable; cuando, por el contrario, quedaba fuera del ámbito de consideración moral, causar sufrimiento era una mera diversión. Algunos seres humanos —sobre todo los criminales y los prisioneros militares— y todos los animales estaban fuera de esta esfera.
Es en este contexto donde debe analizarse el impacto del cristianismo. Esta doctrina trajo al mundo romano la idea de la singularidad de la especie humana, idea que, aunque heredada de la tradición judaica, se vio reforzada por la importancia que confería a la inmortalidad del alma humana. El hombre, y sólo el hombre entre todos los seres vivos de la tierra, estaba destinado a vivir otra vida después de su muerte corporal. Es así como surgió la idea característicamente cristiana de la santidad de toda vida humana.
Ha habido religiones, sobre todo en Oriente, que han predicado que toda vida es sagrada, y muchas otras han considerado como una falta muy grave el matar a miembros del grupo social, religioso o étnico al que se pertenece; pero el cristianismo difundió la idea de que toda vida humana —y sólo la vida humana— es sagrada. Incluso un niño recién nacido y el feto en el útero tienen almas inmortales, y sus vidas, por tanto, son tan sagradas como las de los adultos.
En su aplicación a los seres humanos la nueva doctrina era en muchos aspectos muy progresiva, y supuso una enorme expansión de la limitada esfera moral de los romanos; en lo que se refiere a otras especies, sin embargo, esta misma doctrina sirvió para confirmar y rebajar aún más la despreciable posición a que se había relegado a los no-humanos en el Antiguo Testamento. Si bien afirmaba el dominio total del hombre sobre las demás especies, el Antiguo Testamento mostraba, al menos, alguna sombra de preocupación por sus sufrimientos. El Nuevo Testamento carece completamente de preceptos contra la crueldad con los animales o de recomendaciones en el sentido de considerar sus intereses. El mismo Jesús se mostró indiferente ante el destino de los no-humanos cuando incitó a 2000 cerdos a arrojarse al mar, acto que aparentemente era bastante innecesario dado que podía muy bien expulsar a los demonios sin permitir que poseyeran a ninguna otra criatura[6]. San Pablo insistió en reinterpretar la antigua Ley Mosaica que prohibía poner bozal al buey que trilla: «¿Es que a Dios le importan los bueyes?», pregunta Pablo desdeñosamente. No, respondió, la ley es «totalmente para nuestro bienestar[7]».
El ejemplo dado por Jesús no se perdió en los cristianos posteriores. Refiriéndose al incidente de los cerdos y al episodio en que Jesús maldijo una higuera, san Agustín escribió:
El mismo Cristo consideró el evitar matar animales o destruir plantas como el máximo de la superstición y decidiendo que no había derechos comunes entre nosotros y las bestias y los árboles, envió a los demonios a la piara de cerdos y con una maldición secó la higuera por no hallar en ella ningún fruto […] Ciertamente, ni los puercos ni la higuera habían cometido pecado alguno.
Según san Agustín, Jesús estaba intentando mostrarnos que no debemos regir nuestro comportamiento hacia los animales con las mismas normas morales que dictan nuestra conducta con los hombres. Esa es la razón por la que transfirió los demonios a la piara de cerdos, en lugar de destruirlos como podía haber hecho fácilmente[8].
Sobre esta base, no es difícil adivinar cuál fue el resultado de la interacción de la actitud cristiana y la romana. Puede verse, sobre todo, observando lo que pasó con los juegos romanos después de la conversión del Imperio al cristianismo. La enseñanza cristiana se oponía implacablemente a la lucha de gladiadores. El gladiador que sobrevivía habiendo matado a su oponente era considerado un asesino. La simple asistencia a estos combates era razón suficiente para excomulgar a un cristiano y, hacia finales del siglo IV, las luchas entre seres humanos habían quedado completamente suprimidas. Por otro lado, sin embargo, el rango moral de matar o torturar animales no-humanos permaneció inalterado. Los combates con animales salvajes continuaron ya entrada la era cristiana, y parece ser que la única causa de su decadencia fue también la decadencia del Imperio que, al contar con menos riqueza y extensiones, hizo más difícil la tarea de obtener animales salvajes. De hecho, todavía podemos verlos en España y Latinoamérica en su forma moderna de corridas de toros.
Lo que es cierto respecto a los juegos romanos también lo es de una manera más general. El cristianismo dejó a los no-humanos tan decididamente fuera del ámbito de la compasión como lo estaban en tiempos del Imperio. En consecuencia, aunque las actitudes ante los seres humanos se suavizaron y mejoraron hasta hacerse irreconocibles, las de estos con otros animales permanecieron tan insensibles y brutales como antes. En realidad, no sólo es que el cristianismo no sirviera para moderar lo peor de las actitudes romanas con los animales, sino que por desgracia sirvió para extinguir durante mucho, mucho tiempo, la llama de una compasión más generosa que un pequeño número de personas más sensibilizadas había mantenido encendida.
Solamente hubo unos pocos romanos que, al margen de cuál fuera el ser que sufriese, mostraron compasión ante el sufrimiento y repulsión por el uso de criaturas sintientes para el placer humano, ya fuera en la mesa de un gastrónomo o en un ruedo. Ovidio, Séneca, Porfirio y Plutarco se sitúan en esta línea, habiendo tenido Plutarco el honor, según Lecky, de ser el primero en abogar decididamente por un trato bondadoso a los animales, basándose para ello en la benevolencia universal, independientemente de toda creencia en la transmigración de las almas[9]. Pero tendremos que esperar cerca de 1600 años antes de que un escritor cristiano condene la crueldad con los animales sobre una base que no sea la de que podría fomentar a la vez una tendencia a la crueldad con los humanos.
Unos cuantos cristianos expresaron cierta preocupación por los animales. Hay una plegaria escrita por san Basilio que pide compasión con ellos, un comentario de San Juan Crisóstomo en el mismo sentido y una enseñanza de san Isaac el Sirio. Incluso hubo algunos santos que, como san Juan Neot, sabotearon cacerías rescatando venados y liebres de los cazadores[10]. Pero estos personajes no lograron desviar el pensamiento cristiano generalizado de su preocupación exclusivamente especista. Para demostrar esta falta de influencia, en lugar de seguir el desarrollo de las ideas cristianas sobre los animales desde los primeros Padres de la Iglesia hasta la escolástica medieval —un proceso tedioso, puesto que abunda más la repetición que un desarrollo evolutivo— será mejor considerar con mayor detalle que el que sería posible en otro caso la postura de Tomás de Aquino.
La Summa Theologica de santo Tomás supuso un intento de abarcar la totalidad del conocimiento teológico y reconciliarlo con la mundanal sabiduría de los filósofos, aunque, para Aquino, Aristóteles era tan extraordinario en su campo que, cuando lo menciona, se refiere a él simplemente como «el Filósofo». Si hemos de señalar a un solo escritor como representante de la filosofía cristiana anterior a la Reforma y de la filosofía católica romana hasta nuestros días, este es santo Tomás de Aquino.
Podemos empezar preguntando si, según santo Tomás, la prohibición cristiana de matar se aplica a otras criaturas que no sean las humanas, y, si no, por qué no. Santo Tomás responde:
No existe pecado en la utilización de un objeto para aquello que fue creado. Ahora bien, el orden de las cosas es tal que las imperfectas existen para las perfectas […] las cosas, como las plantas que meramente tienen vida, son todas iguales para los animales, y todos los animales lo son para el hombre. Por consiguiente, no es ilícito que los hombres usen las plantas para el bien de los animales, y a los animales para el bien del hombre, como afirma el Filósofo (Política, I, 3).
Ahora bien, la utilización más necesaria parece que debería consistir en que los animales usen las plantas, y los hombres a los animales, para alimentarse, y esto no puede hacerse a menos que se les quite la vida. Por consiguiente, es lícito acabar con la vida de las plantas para el uso de los animales y con la de los animales para el uso del hombre. De hecho, esto está de acuerdo con el mandato del propio Dios (Génesis I, 29, 30 y Génesis IX, 3)[11].
Para santo Tomás, la cuestión no es que matar para conseguir alimento sea necesario y por lo tanto justificable (puesto que conocía la existencia de sectas como los Maniqueos en las que matar animales está prohibido, no podía haber ignorado completamente el hecho de que los seres humanos pueden vivir sin matar animales, pero no vamos a fijarnos en esto por el momento); son únicamente los «más perfectos» los que están cualificados para matar por esta razón. Los animales que matan a seres humanos para alimentarse pertenecen a una categoría muy distinta:
El salvajismo y la brutalidad derivan sus nombres de un parecido con los animales salvajes. Porque los animales de esta clase atacan al hombre para alimentarse con su cuerpo, y no por ningún motivo de justicia, cuya consideración pertenece exclusivamente a la razón[12].
Los seres humanos, por supuesto, no matarán para alimentarse, ¡a menos que antes hayan considerado que era justo hacerlo!
Así, pues, el hombre puede matar a otros animales y utilizarlos como alimento; pero ¿hay, quizá, otras cosas que no debe hacerles? ¿Es el sufrimiento de otras criaturas un mal en sí mismo? Si es así, ¿no estaríamos por esta razón obrando mal al hacerles sufrir o, cuando menos, al hacerles sufrir innecesariamente?
Santo Tomás no dice que la crueldad con los «animales irracionales» sea mala en sí misma. En su esquema moral no hay cabida para ofensas de este tipo, ya que divide los pecados según se cometan contra Dios, contra uno mismo o contra el prójimo. Así, pues, los límites de la moralidad vuelven de nuevo a excluir a los no-humanos. No existe categoría para pecados que pudieran cometerse contra ellos[13].
¿Podría ser que, aun sin que sea pecado ser cruel con los animales, debamos, por caridad, ser benévolos con ellos? No, santo Tomás excluye también esta posibilidad de un modo explícito. La caridad, dice, no se extiende a las criaturas irracionales, por tres razones: no son «capaces, propiamente hablando, de poseer el bien, pues este es propio de las criaturas racionales»; carecemos de un sentimiento de hermandad con respecto a ellas; y, finalmente, porque «la caridad se basa en la comunión de la felicidad eterna que las criaturas irracionales no pueden alcanzar». Solamente es posible amarlas, nos dice, «si las consideramos como algo bueno que deseamos para los otros», esto es, «para el honor de Dios y el uso del hombre». En otras palabras, no podemos dar de comer con afecto a un pavo que esté hambriento, excepto en el caso de que lo consideremos como la cena de Nochebuena de alguien[14].
Todo esto podría llevarnos a considerar que, simplemente, santo Tomás no cree que los animales, a excepción de los humanos, sean capaces de sufrir en absoluto. Esta opinión ha sido mantenida por otros filósofos y, aunque aparentemente parezca absurda, el hecho de atribuírsela a santo Tomás le libraría al menos de la acusación de indiferencia ante el sufrimiento. Sin embargo, esta interpretación queda desechada por las propias palabras del autor. En el curso de su exposición de algunos de los preceptos que condenan moderadamente la crueldad con los animales en el Antiguo Testamento, santo Tomás propone que distingamos entre la razón y la pasión. En cuanto a la razón, nos dice:
No importa cómo se comporta el hombre con los animales, porque Dios ha sometido todas las cosas al poder del hombre y es en este sentido en el que el Apóstol dice que a Dios no le importan los bueyes, porque Dios no le pregunta al hombre lo que hace con los bueyes u otros animales.
Por otro lado, en lo que respecta a la pasión, los animales despiertan nuestra piedad porque «incluso los animales irracionales son sensibles al dolor»; no obstante, Aquino considera el dolor que los animales sufren como razón insuficiente para justificar los preceptos del Antiguo Testamento, y, por tanto, añade:
Es evidente que si un hombre siente afecto y piedad por los animales, estará aún mejor dispuesto para ser piadoso con sus iguales, los hombres, por lo que está escrito (Proverbios XII, 10) «El justo atiende las necesidades de su ganado[15]».
Así, pues, santo Tomás llega a la opinión, que habrá de repetirse a menudo, de que la única razón para no ser crueles con los animales es que serlo puede conducir a la crueldad con los seres humanos. Ningún otro argumento podría revelar más claramente la esencia del especismo.
La influencia de santo Tomás ha sido duradera. Todavía a mediados del siglo XIX, el Papa Pío IX no permitió que se estableciera en Roma una Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales, basándose en que, si se permitiera, se admitiría implícitamente que los seres humanos tienen deberes con respecto a los animales[16]. Y podemos actualizar este suceso hasta la segunda mitad del siglo XX sin encontrar modificaciones importantes en la postura oficial de la Iglesia Católica Romana. El párrafo siguiente, de un texto católico romano americano contemporáneo, sirve para ilustrar, comparándolo con el anterior de santo Tomás, que las actitudes hacia los animales siguen siendo las mismas:
En el orden de la naturaleza, lo imperfecto existe para lo perfecto, lo irracional para servir a lo racional. Al hombre, como animal racional, se le permite usar para sus necesidades reales las cosas que están por debajo suyo en este orden de la naturaleza. Necesita comer plantas y animales para mantener su vida y su fuerza. Para comer plantas y animales, tiene que matarlos. Por lo tanto, matar no es, en sí mismo, un acto inmoral o injusto[17].
Lo importante de este texto para nosotros es que su autor se adhiere tan completamente a la postura de santo Tomás que incluso repite la afirmación de que es necesario que los seres humanos coman plantas y animales. Es sorprendente la ignorancia del santo a este respecto, pero podría excusársele dado el estado del conocimiento científico en su época; que un autor moderno mantenga el mismo error, cuando en su caso podría haberlo subsanado fácilmente con sólo mirar cualquier tratado sobre nutrición o con tener en cuenta la existencia de vegetarianos en buen estado de salud, resulta increíble.
Fue en 1988 cuando una declaración autorizada de la Iglesia Católica indicó que el movimiento medioambiental está empezando a afectar a las enseñanzas católicas. En su encíclica Sollicitudo rei socialis, el Papa Juan Pablo II apremió a que el desarrollo humano incluyese «el respeto para los seres que constituyen el mundo natural», y añadió:
El dominio concedido al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni podemos hablar de una libertad para «usar y maltratar» o para disponer de las cosas como uno guste […] Cuando se trata del mundo natural estamos sujetos no sólo a las leyes biológicas, sino también a las morales, que no pueden ser violadas con impunidad[18].
El hecho de que un Papa rechace tan claramente el concepto del dominio absoluto es muy prometedor, pero aún es muy pronto para decir si anuncia un cambio histórico, tan necesario, en la dirección de las enseñanzas católicas sobre los animales y el medio ambiente.
Ha habido, por supuesto, muchos católicos compasivos que han hecho todo lo que han podido para mejorar la postura de su Iglesia hacia los animales y que, en ocasiones, han tenido éxito. Al poner el énfasis en la tendencia degradante de la crueldad, algunos escritores católicos han sido capaces de condenar los peores aspectos del comportamiento humano con otros animales. No obstante, la gran mayoría está aún limitada por la visión básica de su religión. El caso de san Francisco de Asís sirve de ilustración de este tipo de condena.
San Francisco es la importante excepción a la regla de que el catolicismo desalienta toda preocupación por los seres no humanos. «Si al menos me fuera posible presentarme al emperador», decía en cierta ocasión, «le rogaría por amor a Dios, y a mí, que emitiera un edicto prohibiendo que nadie cazara o encarcelara a mis hermanas las alondras, y ordenando que todos los que tienen bueyes o asnos los alimenten especialmente bien en Navidad». Hay muchas leyendas sobre su compasión, y la historia de cómo predicaba a los pájaros parece implicar, ciertamente, que la distancia entre ellos y los humanos no era tan abismal como otros cristianos suponían.
Sin embargo, podríamos sacar una impresión equivocada si sólo nos fijáramos en su actitud hacia las alondras y los otros animales. No fueron sólo las criaturas simientes las que este santo consideró hermanas: el sol, la luna, el viento y el fuego también eran para él hermanos y hermanas suyas. Sus contemporáneos le describieron como un ser que «disfrutaba interna y externamente casi con cualquier criatura, y cuando tenía a una en sus manos, o la miraba, parecía que su espíritu se encontraba más en el cielo que en la tierra». Este gozo se hacía extensible al agua, las rocas, las flores y los árboles. La descripción nos recuerda a alguien que estuviera en un estado de éxtasis religioso, profundamente emocionado por un sentimiento de unión con toda la naturaleza. Personas de diferentes religiones y tradiciones místicas parecen haber tenido tales experiencias y han expresado sentimientos similares de amor universal. Ver a san Francisco bajo este prisma hace más fácilmente comprensible la grandeza de su amor y compasión. También nos permite ver cómo este amor por todas las criaturas podía coexistir con una postura teológica de un especismo muy ortodoxo. San Francisco afirmaba que «todas las criaturas proclaman: “Dios me ha creado para ti, ¡oh, hombre!”». El propio sol, pensaba, brillaba para el hombre. Estas creencias formaban parte de una cosmología que nunca puso en duda; la fuerza de su amor por toda la creación, sin embargo, no quedaba limitada por consideraciones de este tipo.
En tanto que esta clase de amor universal extático puede ser una maravillosa fuente de compasión y bondad, la falta de reflexión racional puede, por otra parte, contrarrestar sus beneficiosas consecuencias. Si amamos a las rocas, los árboles, las plantas, las alondras y los bueyes por igual, puede que perdamos de vista las diferencias esenciales que hay entre ellos, especialmente las que se refieren a los grados de sensibilidad que puedan tener unos y otros. Podríamos pensar entonces que, puesto que para sobrevivir tenemos que comer y no nos es posible comer sin matar alguna cosa que amamos, no importa lo que matemos. Posiblemente fuera este el motivo de que el amor que sentía san Francisco por los pájaros y los bueyes no le llevara, según parece, a cesar de comerlos; y cuando estableció las normas de conducta para los frailes de la orden que fundó, no dio ninguna instrucción para que se abstuvieran de comer carne, excepto en algunos días de ayuno[19].
Podría parecer que el período del Renacimiento, con la llegada del pensamiento humanista en contraste con el escolasticismo del medievo, habría resquebrajado la imagen medieval del universo y con ella otras ideas anteriores sobre la posición del hombre frente a los demás animales. Pero el humanismo del Renacimiento era, después de todo, humanismo; y el significado de este término nada tiene que ver con el humanitarismo, que es la tendencia a actuar humanamente, es decir, con compasión.
El rasgo principal del humanismo renacentista es su insistencia en el valor y la dignidad de los seres humanos y en el puesto central que ocupan en el universo. El tema de este período puede resumirse en una frase de los antiguos griegos que nuevamente toma vigor en la época renacentista: «el hombre es la medida de todas las cosas». En lugar del enfoque un tanto deprimente del pecado original y la debilidad del hombre en comparación con el poder infinito de Dios, los humanistas del Renacimiento hicieron hincapié en la singularidad de los seres humanos, su libre albedrío, su potencial y su dignidad; y contrastaron todas estas cualidades con la limitada naturaleza de los «animales inferiores». Al igual que la insistencia original cristiana en la santidad de la vida humana, esta postura supuso en ciertos aspectos un gran avance en las actitudes hacia los seres humanos, pero relegó a los no-humanos a una posición más inferior que nunca.
Así, pues, los escritores renacentistas escribieron ensayos indulgentes consigo mismos en los que decían que «no se puede encontrar en el mundo nada más digno de admiración que el hombre[20]», y describían a los humanos como «el centro de la naturaleza, el eje del universo, el engarce del mundo[21]». Si bien el Renacimiento señala en cierto sentido el comienzo del pensamiento moderno, en lo que respecta a las actitudes hacia los animales se mantuvieron vigentes las ideas anteriores.
Es alrededor de esta época, no obstante, cuando surgen los primeros disidentes auténticos: los amigos de Leonardo da Vinci se mofaban de él porque se preocupaba tanto de los sufrimientos de los animales que acabó haciéndose vegetariano[22]; y Giordano Bruno, influido por la astronomía copernicana que admitía la posibilidad de que existieran otros planetas, algunos de los cuales podían estar habitados, se aventuró a afirmar que «el hombre no es más que una hormiga en presencia del infinito». Bruno fue quemado en la hoguera en 1600 por negarse a retractarse de sus herejías.
El autor favorito de Michel de Montaigne era Plutarco, y su ataque contra las tesis humanistas de su tiempo habrían obtenido la aprobación de aquel romano compasivo:
La presunción es nuestro mal natural y original […] Por la misma vanidad de la imaginación (el hombre) se iguala a Dios, se atribuye cualidades divinas y se retira y separa del conjunto de las demás criaturas[23].
Sin duda, no es ninguna coincidencia que el escritor que rechaza semejante exaltación de uno mismo sea también el primero desde la época de los romanos, en decir, en su ensayo Sobre la crueldad, que la crueldad con los animales está mal en sí, independientemente de su tendencia a abocar en la crueldad con los humanos.
¿Quizá, pues, habría de mejorar el status de los no-humanos a partir de este punto del desarrollo del pensamiento occidental? El viejo concepto del universo, y el de la posición central del hombre dentro de él, estaba cediendo poco a poco; la ciencia moderna estaba a punto de despegar hacia su hoy famoso auge; y, después de todo, el status de los no-humanos era tan bajo que cabe suponer que sólo podía mejorar.
Pero el absoluto nadir aún estaba por llegar. El último y más grotesco resultado de las doctrinas cristianas y el más doloroso —para los animales— surgió en la primera mitad del siglo XVII, con la filosofía de René Descartes. Descartes fue sin duda un pensador moderno. Se le considera el padre de la filosofía moderna y también de la geometría analítica, origen de gran parte de las matemáticas modernas. Pero también era cristiano, y sus ideas sobre los animales surgieron de la combinación de estos dos aspectos de su pensamiento.
Bajo la influencia de la nueva y excitante ciencia de la mecánica, Descartes sostuvo que todo lo que consistía de materia estaba gobernado por principios mecanicistas, como los que rigen el reloj. Un problema obvio, bajo esta óptica, lo constituía la naturaleza del hombre. El cuerpo humano se compone de materia, y es parte del universo físico. En consecuencia, parecería que los seres humanos también tienen que ser máquinas cuyo comportamiento venga determinado por las leyes de la ciencia.
Descartes consiguió eludir la insostenible y herética postura de que el hombre es una máquina mediante la idea del alma. En el universo, decía, existen no uno, sino dos tipos de cosas: las del espíritu o alma y aquellas cuya naturaleza es física o material. Los seres humanos son conscientes y la consciencia no puede originarse en la materia. Descartes identificó la consciencia con el alma inmortal, que sobrevive a la descomposición del cuerpo físico, y afirmó que el alma había sido creada especialmente por Dios. De todos los seres materiales, decía Descartes, sólo los humanos tienen alma. (Los ángeles y otros seres inmateriales tienen consciencia y nada más).
Así, pues, en la filosofía de Descartes la doctrina cristiana de que los animales carecen de almas inmortales tiene la extraordinaria consecuencia de que también carezcan de consciencia. Son, decía, simples máquinas, autómatas. No experimentan placer ni dolor, ni ninguna otra cosa. Aunque chillen cuando se les corta con un cuchillo o se retuerzan al intentar escapar del contacto con un hierro caliente, esto no significa, según Descartes, que sientan dolor en estas situaciones. Se rigen por los mismos principios que un reloj, y si sus acciones son más complejas que las del reloj, se debe a que este es una máquina hecha por el hombre, en tanto que los animales son máquinas infinitamente más complejas, hechas por Dios[24].
Esta «solución» al problema de situar la consciencia en un mundo materialista nos parece paradójica, como se lo pareció a muchos de los contemporáneos de Descartes, pero en aquella época también se pensó que gozaba de importantes ventajas. Proporcionaba una razón para creer en una vida después de la muerte, algo que Descartes consideró «de gran importancia» ya que «la idea de que las almas de los animales son de la misma naturaleza que las nuestras propias y de que no tenemos nada que temer o que esperar después de esta vida, diferente a lo que les espera a las moscas y a las hormigas» era un error que tendía a provocar una conducta inmoral. Eliminaba también el antiguo y vejatorio enigma teológico de por qué un Dios justo permitiría que los animales —que ni heredaron el pecado de Adán ni gozaban de la recompensa de una vida venidera— sufrieran[25].
Descartes también era consciente de otras ventajas prácticas:
Mi opinión no es cruel con los animales sino indulgente con los hombres —al menos con aquellos que no se entregan a las supersticiones de Pitágoras— puesto que les absuelve de la sospecha de crimen cuando comen o matan animales[26].
Para el Descartes científico, la doctrina aún tenía otra consecuencia afortunada. Fue en esta época cuando la práctica de experimentar con animales vivos se extendió por Europa. Puesto que en aquel entonces no había anestésicos, estos experimentos deben de haber obligado a los animales a comportarse de tal forma que no dejara lugar a dudas de que estaban sufriendo un gran dolor. La teoría de Descartes permitía que el experimentador se librara de cualquier escrúpulo que pudiese albergar bajo estas circunstancias. El mismo Descartes diseccionaba animales vivos para mejorar sus conocimientos de anatomía, y muchos de los prominentes fisiólogos del período se declaraban cartesianos y mecanicistas. La siguiente narración presencial de algunos de los experimentadores que trabajaban en el seminario jansenista de Port Royal a finales del siglo XVII deja clara la conveniencia de la teoría de Descartes:
Administraban palizas a perros con total indiferencia y se mofaban de los que se apiadaban de las criaturas como si sintieran dolor. Decían que los animales eran relojes; que los chillidos que emitían cuando se les golpeaba sólo eran ruidos de un muelle que habían tocado, pero que el cuerpo entero carecía de sensibilidad. Clavaban a los pobres animales en maderos por las cuatro patas para practicar la vivisección y ver la circulación de la sangre, que era un gran tema de conversación[27].
Desde este punto de partida, era realmente cierto que la situación de los animales sólo podía mejorar.
Desde la Ilustración hasta nuestros días
La nueva moda de experimentar con animales puede haber sido parcialmente responsable del cambio operado en las actitudes hacia ellos, dado que los experimentos revelaron una notable similaridad entre la fisiología de los seres humanos y la de otros animales. En un sentido estricto, esto no era inconsistente con lo que había dicho Descartes, pero sí restaba plausibilidad a sus opiniones. Voltaire lo expresó correctamente:
Hay salvajes que se apoderan de este perro, que tan sobradamente supera al hombre en fidelidad y amistad, lo clavan a una mesa y lo despedazan vivo para mostrar sus venas mesentéricas. Se descubren en él los mismos órganos sensoriales que en uno mismo. Contéstame, mecanicista, ¿es que la Naturaleza ha dispuesto todos los resortes sensoriales en este animal con el fin de que no sienta[28]?.
Aunque no se produjo ningún cambio radical, diversas influencias confluyeron para mejorar las actitudes hacia los animales. Se llegó a reconocer paulatinamente que los otros animales sufren y que son merecedores de una cierta consideración. No se pensó que tuvieran ningún derecho, y sus intereses se supeditaron a los de los humanos; no obstante, el filósofo escocés David Hume expresaba un sentimiento bastante generalizado cuando decía que estamos «obligados por las leyes de la humanidad a dar un tratamiento benigno a estas criaturas[29]».
La expresión «tratamiento benigno» resume de manera adecuada la actitud que comenzó a germinar en este período: teníamos derecho a utilizar a los animales, pero con gentileza. La tendencia de la época fue de un mayor refinamiento y civilidad, más benevolencia y menos brutalidad, y los animales, al igual que los humanos, se beneficiaron de ello.
El siglo XVIII fue también el período en que el hombre redescubrió la «Naturaleza»: el buen salvaje de Jean-Jacques Rousseau, que vagaba desnudo por los bosques recogiendo frutos a su paso, culminaba esta idealización de la naturaleza. Al vernos a nosotros mismos como parte de ella, recuperábamos un sentimiento de parentesco con «las bestias»; no obstante, este parentesco no era en ningún sentido igualitario. A lo sumo, se contemplaba al hombre en el papel de padre benevolente de la familia de los animales.
Las ideas religiosas acerca de la situación especial de los seres humanos no desaparecieron sino que se entremezclaron con la nueva actitud más benevolente. Alejandro Pope, por ejemplo, se opuso a la práctica de rajar a perros completamente conscientes con el argumento de que, aunque «la creación inferior» había sido «sometida a nuestro poder», nosotros tenemos que responder de nuestro «mal gobierno»[30].
Finalmente, y sobre todo en Francia, el aumento de los sentimientos anti clericales fue favorable al status de los animales. Voltaire, quien se deleitaba en combatir dogmas de todo tipo, comparó desfavorablemente las costumbres cristianas con las hindúes. Llegó más lejos que sus contemporáneos ingleses, defensores de un tratamiento bondadoso, cuando se refirió a la «bárbara costumbre de mantenernos con carne y sangre de seres como nosotros», aunque, aparentemente, él siguió practicando esta costumbre[31]. También Rousseau parece haber reconocido la fuerza de la argumentación a favor del vegetarianismo sin llegar a practicarlo personalmente; su tratado sobre educación, Emilio, contiene un pasaje de Plutarco largo y en su mayor parte irrelevante que ataca el uso de los animales para obtener alimento aduciendo que es un asesinato antinatural, innecesario y cruento[32].
La Ilustración no afectó de igual manera a todos los pensadores en lo referente a los animales. Immanuel Kant, en sus conferencias sobre ética, aún decía a sus estudiantes:
En lo que respecta a los animales, no tenemos deberes directos para con ellos. No son conscientes de sí mismos, y están ahí meramente como un medio para un fin. Ese fin es el hombre[33].
Pero en el mismo año en que Kant daba estas lecciones —1780— Jeremy Bentham completaba su Introduction to the Principies of Morals and Legislation, y en un pasaje de esta obra que ya he citado en el primer capítulo de este libro respondía de modo definitivo a Kant: «La pregunta no es ¿pueden razonar?, ni tampoco ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?». Al comparar la situación de los animales con la de los esclavos negros, y anticipar el día «en que el resto de la creación animal pueda adquirir esos derechos que nunca se podrían haber negado de no ser por la acción de la tiranía», Bentham fue quizá el primero en denunciar el «dominio del hombre» como tiranía en lugar de considerarlo un gobierno legítimo.
El progreso intelectual alcanzado durante el siglo XVIII tuvo como consecuencia en el XIX algunas mejoras prácticas en las condiciones de los animales, bajo forma de leyes que prohibían la crueldad innecesaria con los animales. Gran Bretaña fue el país donde se libraron las primeras batallas para conseguir derechos legales para los animales, y la reacción inicial del Parlamento británico indica que las ideas de Bentham habían tenido poco impacto en sus compatriotas.
La primera propuesta de ley para impedir el abuso de los animales se concretó en un proyecto para prohibir el «deporte» de las lidias de toros con perros. Se introdujo en la Cámara de los Comunes en 1800. George Canning, ministro de Asuntos Exteriores, la consideró «absurda» y preguntó retóricamente: «¿Qué podría ser más inocente que las peleas de toros con perros, el boxeo, o el baile?». Puesto que no se hizo ningún intento de prohibir el boxeo ni el baile, parece que este astuto hombre de estado no había comprendido la intención del proyecto de ley al que se estaba oponiendo —creyó que se trataba de un intento para dejar en la ilegalidad a las concentraciones «del populacho» que pudieran terminar en actos de conducta inmoral[34]. La presuposición que hizo posible este error era que la conducta que perjudique solamente a un animal no puede en ningún caso ser objeto de legislación —una suposición compartida por The Times, que dedicó un editorial al principio de que «todo aquello que se inmiscuya en la disposición personal privada del tiempo o la propiedad del hombre es tiranía. Hasta que otra persona no salga perjudicada no existe ocasión para que se interponga el poder». El proyecto de ley fue rechazado.
En 1821 Richard Martin, terrateniente irlandés y miembro del Parlamento por Galway, hizo una propuesta de ley para impedir los malos tratos a los caballos. El párrafo que exponemos a continuación nos da el tono del debate resultante:
Cuando Alderman C. Smith sugirió que se debería proteger a los asnos, se produjeron tales estallidos de risa que el enviado de The Times apenas pudo oír lo que se decía. Cuando el presidente repitió esta propuesta, las risas se intensificaron. Otro miembro dijo que Martin pronto empezaría a legislar para perros, lo que originó un nuevo estallido de júbilo, y un grito de «¡Y gatos!» provocó convulsiones en toda la Cámara[35].
También esta propuesta fue rechazada, pero al año siguiente Martin triunfó con otra por la que se convertía en infracción el maltratar «innecesariamente» a ciertos animales domésticos, «propiedad de cualquier otra persona o personas». Por vez primera, la crueldad con los animales era objeto de una infracción punible. A pesar del regocijo del año anterior, los asnos fueron incluidos; los perros y los gatos, sin embargo, quedaron todavía al otro lado del muro. Un hecho muy significativo es que Martin tuviera que utilizar el argumento de la propiedad privada en su propuesta de ley, de modo que pareciera una medida para proteger artículos de personas, en beneficio del propietario y no de los animales en sí[36].
La propuesta era ahora ley, pero aún había que obligar a cumplirla. Puesto que las víctimas no podían querellarse, Martin y otros conocidos altruistas constituyeron una sociedad para reunir pruebas y presentar denuncias. Así comenzó la primera organización protectora de animales que, posteriormente, se convirtió en la Royal Socíety for the Prevention of Cruelty to Animals.
Pocos años después de haberse introducido esta primera y modesta prohibición legal de malos tratos a los animales, Charles Darwin escribía en su diario: «El hombre en su arrogancia se cree una gran obra, merecedor de la mediación de una deidad. Más humilde, y yo pienso más cierto, es considerar que fue creado a partir de los animales[37]». Tuvieron que pasar otros veinte años antes de que Darwin, en 1859, considerara que había acumulado suficientes datos a favor de su teoría para hacerla pública. Incluso entonces, en El origen de las especies, Darwin evitó cuidadosamente discutir hasta qué punto su teoría de la evolución de una especie en otra se podía aplicar a los humanos, diciendo sólo que este trabajo arrojaría luz sobre «el origen del hombre y su historia». De hecho, Darwin contaba ya con suficiente material para apoyar la teoría de que el hombre procedía de otros animales, pero consideró que publicarlo «sólo contribuiría a aumentar los prejuicios contra mi punto de vista[38]». En 1871, cuando muchos científicos habían aceptado ya la teoría general de la evolución, Darwin accedió a publicar El origen del hombre, haciendo así explícito lo que había estado oculto en una sola frase de su obra anterior.
De esta forma comenzó una revolución en el conocimiento humano de la relación entre nosotros y los animales no humanos […] ¿o quizá no? Habría sido de esperar que el cataclismo intelectual originado por la publicación de la teoría de la evolución hubiera tenido como consecuencia una notable diferencia en las actitudes humanas con los animales. Una vez que fuera obvio el peso de los datos científicos a favor de la teoría, habría que rechazar prácticamente todas las justificaciones anteriores de la supremacía del hombre en la creación y de su dominio sobre los animales. Desde un punto de vista intelectual, la revolución darwiniana fue verdaderamente revolucionaria. Los seres humanos sabían ahora que no eran la creación especial de Dios, hechos a su imagen y semejanza y de una condición distinta a los animales; por el contrario, los seres humanos se dieron cuenta de que ellos mismos eran animales. Además, en apoyo a su teoría de la evolución, Darwin señaló que las diferencias entre los seres humanos y los animales no son tan grandes como generalmente se suponía. El capítulo tercero de El origen del hombre está dedicado a una comparación entre las capacidades mentales del hombre y las de los «animales inferiores», y Darwin resume los resultados de esta comparación de la siguiente forma:
Hemos visto que los sentidos y las intuiciones, las diversas emociones y facultades, tales como el amor, la memoria, la atención y la curiosidad, la imitación, la razón, etc., de las que presume el hombre, pueden encontrarse en una condición incipiente, e incluso a veces bien desarrolladas, en los animales inferiores[39].
El cuarto capítulo de la misma obra llega aún más lejos, afirmando que también el sentido moral del hombre puede remontarse a los instintos sociales de los animales que les llevan a encontrar placer en la compañía mutua, a sentir afinidad mutua y a realizar servicios de mutua asistencia. Y en una obra posterior, Expresión de las emociones en los animales y en el hombre, Darwin proporcionó más pruebas de que existen extensos paralelismos entre la vida emocional de los seres humanos y la de los otros animales.
La ola de resistencia con que se enfrentó la teoría de la evolución y de la procedencia animal del hombre —demasiado conocida como para volver a contarla aquí— indica en qué medida las ideas especistas habían llegado a dominar el pensamiento occidental. La idea de que el hombre es el producto de un acto de creación especial, y de que los otros animales fueran creados para servirle, no iba a abandonarse sin resistencia. No obstante, las pruebas científicas a favor de un origen común para la especie humana y las otras especies eran abrumadoras.
Al aceptarse finalmente la teoría de Darwin se forma una comprensión moderna de la naturaleza que desde entonces sólo se ha modificado en cuestiones de detalle, pero no en lo fundamental. Sólo quienes prefieren la fe religiosa frente a las creencias basadas en el razonamiento y las pruebas pueden seguir sosteniendo que la especie humana es la criatura favorita del universo entero o que los otros animales fueron creados para proporcionarnos alimento, o que tenemos autoridad divina sobre ellos y permiso divino para matarlos.
Si añadimos esta revolución intelectual al auge de los sentimientos humanitarios que la habían precedido, podríamos pensar que ahora todo va a marchar bien. No obstante, como espero que los capítulos anteriores hayan dejado claro, la «mano de la tiranía» humana sigue presionando a las demás especies y es probable que inflijamos más dolor a los animales hoy en día que en cualquier otra época de la historia. ¿Qué fue lo que falló?
Si observamos lo que escribieron sobre los animales los pensadores relativamente avanzados de la época en que se empezaba a aceptar el derecho de los animales a cierto grado de consideración, hacia finales del siglo XVIII, podemos constatar un hecho interesante. Con rarísimas excepciones se detienen estos escritores, incluso los mejores, en el punto en que sus argumentos les llevarían a afrontar la elección entre una ruptura con la arraigada costumbre de comer carne de otros animales o la admisión por su parte de que no viven de acuerdo a las conclusiones de sus propios argumentos morales. La secuencia se repite frecuentemente. Al leer los textos escritos a partir de finales del siglo XVIII, nos encontramos a menudo con pasajes donde el autor critica tan duramente la injusticia de nuestro tratamiento a los otros animales que resulta imposible no pensar que allí, por fin, tenemos a alguien que se ha liberado completamente de las ideas especistas —y, por tanto, también de la actividad especista más difundida, la de comerse a otros animales—. A excepción de uno o dos casos notables (Lewis Gompertz y Henry Salt en el siglo XIX)[40], el resultado es decepcionante. De pronto se introduce una salvedad o alguna nueva consideración que permite al autor ahorrarse los escrúpulos respecto a su régimen alimenticio que sin duda habría de sentir al hilo de su propio razonamiento. Cuando llegue a escribirse la historia del Movimiento de Liberación Animal, la era que empezó con Bentham será conocida como la era de las excusas.
La naturaleza de estas excusas es diversa y algunas exhiben cierta ingenuidad. Merece la pena examinar algunas de las variedades principales, ya que todavía siguen vigentes.
Primero, y no debería sorprendernos, está la Excusa Divina, que puede ilustrarse con el siguiente párrafo del libro Principies of Moral and Political Philosophy de William Paley (1785). Al establecer los «Derechos Generales de la Humanidad», Paley pregunta si tenemos derecho a la carne de los animales:
Parece necesario ofrecer alguna excusa por el dolor y los daños que ocasionamos a los animales, restringiéndoles la libertad, mutilándoles los cuerpos y, por último, poniendo fin a sus vidas (que suponemos es su única existencia) para nuestro placer o conveniencia.
[Se ha] alegado en justificación de esta práctica […] que el hecho de que las diferentes especies de seres irracionales se hayan creado para ser predadoras unas de otras proporciona un tipo de analogía para probar que la especie humana estuvo desde un principio destinada a alimentarse de las demás especies… [pero] esta analogía es extremadamente imperfecta, ya que las criaturas irracionales no tienen capacidad para mantenerse por otros medios, y nosotros sí; porque la especie humana en su totalidad podría subsistir alimentándose exclusivamente de frutos, legumbres, hierbas y raíces, como hacen de hecho muchas tribus de hindúes […]
Me parece que sería difícil defender este derecho con cualquiera de los argumentos que nos proporciona la luz y el orden de la naturaleza; y que para ello estamos sujetos al permiso otorgado en las Escrituras, Génesis IX, 1, 2, 3[41].
Paley es sólo uno de los muchos que han apelado a la revelación cuando se han visto incapaces de justificar racionalmente una alimentación consistente en otros animales. Henry Salt, en su autobiografía Seventy Years Amongst Savages (un relato de su vida en Inglaterra), recoge una conversación que tuvo siendo preceptor del Eton College. Se había vuelto vegetariano recientemente y era la primera vez que discutía el tema con un colega suyo, un distinguido profesor de ciencias. Esperaba con cierta inquietud el veredicto de la mente científica sobre sus nuevas creencias; cuando llegó, fue el siguiente: «pero ¿no crees que los animales nos fueron enviados para que nos alimentáramos[42]?».
Otro escritor, Lord Chesterfield, apeló a la Naturaleza en lugar de a Dios:
Mis escrúpulos seguían sin conciliación posible frente a comida tan espantosa, hasta que después de reflexionar seriamente llegué a convencerme de su legalidad por el orden general de la naturaleza, que ha instituido universalmente el devorar al más débil como uno de sus primeros principios[43].
No se sabe si Lord Chesterfield creía que esto justificaba el canibalismo.
Benjamin Franklin utilizó el mismo argumento —cuya flaqueza fue señalada por Paley— para justificar su retorno a una alimentación de carne después de haber sido vegetariano durante algunos años. En su Autobiografía cuenta que, mientras veía cómo pescaban unos amigos, se dio cuenta de que algunos de los peces que habían pescado se habían comido a otros peces. Este hecho le hizo concluir lo siguiente: «Si os coméis los unos a los otros, no veo por qué no podemos comeros». Sin embargo, al menos Franklin fue más sincero que otros que utilizan este argumento, ya que admitía haber llegado a esta conclusión una vez que el pescado estaba en la sartén y había empezado a oler «admirablemente bien»; y añade que una de las ventajas de ser una «criatura razonable» es que se pueden encontrar razones para todo lo que uno quiere hacer[44].
También es posible para un pensador profundo evitar enfrentarse al problemático tema de la alimentación, considerándolo como algo demasiado complejo para ser comprendido por la mente humana. Como escribía el doctor Thomas Arnold of Rugby:
Todo el tema de la creación animal es para mí tan dolorosamente misterioso que no me atrevo a abordarlo[45].
El historiador francés Michelet compartía esta actitud; al ser francés, la expresaba de un modo menos prosaico:
¡Vida animal, misterio sombrío! Inmenso mundo de pensamientos y callados sufrimientos. Toda la naturaleza protesta contra el barbarismo del hombre, que aprisiona, que humilla, que tortura a sus hermanos inferiores […] ¡Vida, muerte! El asesinato diario que supone alimentarse de animales —difíciles y amargos problemas colocados tozudamente ante mi mente—. Contradicción miserable. Esperemos que haya otra esfera donde las infames y crueles fatalidades de esta nos sean dispensadas[46].
Michelet parece haber creído que no podemos vivir sin matar; de ser así, su angustia ante esta «contradicción miserable» tiene que haber estado en proporción inversa a la cantidad de tiempo que dedicó a examinarla.
Otro que aceptó el cómodo error de que debemos matar para vivir fue Arthur Schopenhauer. Schopenhauer fue una figura que influyó en la introducción de ideas orientales en Occidente, y en varios pasajes contrastó las actitudes «repugnantemente brutales» hacia los animales prevalecientes en la filosofía y la religión occidentales con las de los budistas y los hindúes. Su prosa es incisiva e insolente, y aún hoy se pueden aplicar muchas de sus agudas críticas a las actitudes occidentales. Tras un pasaje especialmente hiriente, sin embargo, Schopenhauer aborda por encima la cuestión de matar a otros seres para alimentarnos. Le resulta muy difícil negar que los humanos pueden vivir sin matar —sabe demasiado sobre los hindúes para eso— pero afirma que «sin alimento animal la raza humana no podría ni tan siquiera existir en el norte». No nos da ningún argumento para esta distinción geográfica, aunque sí añade que debería facilitarse «aún más» la muerte del animal administrándole cloroformo[47].
Incluso Bentham, que tan claramente afirmó la necesidad de extender los derechos a los no-humanos, retrocedió en este punto:
Hay muy buenas razones por las que nada debiera impedirnos comer tantos animales como se nos antoje; nosotros nos sentimos mejor por ello, y ellos no se sienten peor. Carecen de esas prolongadas anticipaciones de las desgracias futuras que tenemos nosotros. La muerte que sufren a nuestras manos generalmente es, y puede serlo siempre, más rápida y por lo tanto menos dolorosa que la que les esperaría en el curso inevitable de la naturaleza.
No podemos evitar la sensación de que en estos pasajes Schopenhauer y Bentham redujeron la calidad habitual de su argumentación. Aparte de la cuestión de la moralidad de matar sin dolor, ninguno de los dos tiene en cuenta el sufrimiento que necesariamente implican la cría y la muerte de animales cuando se realizan con fines comerciales. Al margen de cuáles puedan ser las posibilidades puramente teóricas de matar sin dolor, la muerte masiva de los animales para procurarnos alimento es y ha sido siempre dolorosa. Cuando Schopenhauer y Bentham escribían, las condiciones de su muerte eran aún mucho más horribles de lo que lo son hoy. Se obligaba a los animales a caminar grandes distancias, siendo conducidos al matadero por conductores cuya única preocupación era realizar el viaje lo más deprisa posible; una vez allí, podían pasarse dos o tres días sin alimento y quizá sin agua; después se les mataba con métodos brutales, sin ninguna forma de aturdimiento previo[48]. A pesar de lo que dice Bentham, sí tenían algún tipo de anticipación de lo que se les avecinaba, al menos desde el momento en que entraban en el matadero y olían la sangre de sus semejantes. Bentham y Schopenhauer no hubieran aprobado estos procedimientos, por supuesto; no obstante, continuaron apoyando el proceso al consumir sus productos y justificar la práctica generalizada de la que formaba parte. En este sentido, Paley parece haber tenido una concepción más adecuada de lo que lleva implícito comer carne. Podía enfrentarse con los hechos porque tenía el permiso divino que le protegía; Schopenhauer y Bentham no podían hacer uso de esa excusa y en consecuencia tuvieron que alejar su mirada de la fea realidad. En cuanto al propio Darwin, también él mantuvo las actitudes morales hacia los animales de las generaciones anteriores, aun habiendo sido él quien demolió los fundamentos intelectuales de esas mismas actitudes. Continuó comiendo la carne de esos seres que, según había dicho, eran capaces de sentir amor, memoria, curiosidad, razón y mutuo afecto; y rehusó firmar una petición en la que se solicitaba a la RSPCA que presionara urgentemente para obtener un control legislativo de los experimentos con animales[49]. Sus seguidores se esforzaron en señalar que, aunque el hombre era parte de la naturaleza y descendía de los animales, esto no significaba que su posición se hubiese alterado en modo alguno. En respuesta a la acusación de que las ideas de Darwin socavaban profundamente la dignidad del hombre, T. H. Huxley, el mayor paladín de Darwin, dijo:
Nadie está más firmemente convencido que yo de que existe un enorme abismo entre el hombre civilizado y las bestias; nuestra reverencia por la nobleza del género humano no disminuirá por el conocimiento de que el hombre es, en esencia y en estructura, lo mismo que las bestias[50].
Huxley es un verdadero representante de las actitudes modernas: perfectamente conocedor de que las viejas razones para suponer que hubiera un enorme abismo entre el «hombre» y la «bestia» ya no se sostienen, sigue creyendo, sin embargo, en la existencia de tal abismo.
Aquí vemos con mayor claridad el carácter ideológico de nuestras justificaciones del uso que hacemos de los animales. La característica distintiva de una ideología es que se resiste a que se la refute. Si se destruyen desde abajo los fundamentos de una postura ideológica, se encontrarán unos nuevos o, de lo contrario, esa ideología quedará allí suspendida, desafiando el equivalente lógico de las leyes de gravedad. Por lo que se refiere a las actitudes ante los animales, lo segundo es lo que parece haber sucedido. Si bien la perspectiva moderna del lugar que ocupa el hombre en el mundo difiere en gran manera de todas las anteriores que hemos estudiado, no ocurre lo mismo en la cuestión práctica de cómo actuamos con otros animales. Aunque los animales ya no quedan completamente excluidos del ámbito moral, todavía están en una sección especial, próxima a su límite externo. Sólo se permite tener en cuenta sus intereses cuando no entran en conflicto con los intereses humanos. Si hay un conflicto —incluso entre una vida de sufrimiento de un animal no humano y la preferencia gastronómica de un ser humano— se desatienden los intereses del no-humano. Las actitudes morales del pasado están demasiado enraizadas en nuestro pensamiento y nuestras costumbres como para tambalearse por un simple cambio en el conocimiento de nosotros mismos y de los otros animales.