o cómo producir menos sufrimiento y más alimento a un menor coste para el entorno.
Ahora que hemos entendido la naturaleza del especismo y hemos visto las consecuencias que tiene para los animales no humanos, es hora de preguntarnos: ¿qué podemos hacer para cambiar esta situación? Hay muchas cosas que podemos y debemos hacer respecto al especismo. Deberíamos, por ejemplo, escribir a nuestros representantes políticos acerca de los temas discutidos en este libro; hacer que nuestros amigos tomaran conciencia de ellos; educar a nuestros hijos de forma que se preocupasen por el bienestar de todos los seres sintientes, y protestar públicamente en representación de los animales no humanos siempre que se nos presente una oportunidad eficaz de hacerlo.
Si bien debemos hacer todo esto, hay una cosa más que podemos hacer y que tiene suma importancia; culmina y da consistencia y significado a todas nuestras demás actividades a favor de los animales. Se trata de que seamos responsables con nuestras propias vidas y evitemos la crueldad tanto como nos sea posible. El primer paso es dejar de comer animales. Muchas personas que se oponen a la crueldad con los animales establecen el límite en la cuestión de hacerse vegetarianos. Fue sobre estas personas sobre las que Oliver Goldsmith, el ensayista humanitario del siglo XVIII, escribió: «Sienten piedad, y se comen los objetos de su compasión[1]».
Desde un punto de vista puramente lógico, quizá no haya contradicción alguna en interesarse por los animales por razones compasivas y gastronómicas simultáneamente. Si alguien se opone a causar sufrimiento a los animales, pero no a que se les sacrifique sin dolor, esa persona podría ser coherente comiendo animales que hubieran vivido sin sufrimiento y a los que se sacrificara de una manera instantánea e indolora. Sin embargo, práctica y psicológicamente es imposible ser consistente con nuestro interés por los animales no humanos mientras sigamos sirviéndolos en la mesa a la hora de comer. Si estamos dispuestos a disponer de la vida de otro ser simplemente para satisfacer nuestra apetencia por un determinado tipo de alimento, está claro que ese ser no es más que un medio para nuestros fines. Acabaremos por considerar a los cerdos, al ganado vacuno y a los pollos como objetos para nuestro uso, por muy fuerte que sea la compasión que podamos sentir; y cuando sepamos que para que continúe el suministro de los cuerpos de estos animales a un precio asequible para nuestros bolsillos es necesario cambiar un poco sus condiciones de vida, no es probable que adoptemos una actitud crítica hacia estos cambios. La granja industrial no es más que la aplicación de la tecnología a la idea de que los animales son un medio para nuestros fines. El apego que tenemos a nuestros hábitos alimenticios es tal, que no resulta fácil modificarlos. Ponemos un gran interés en convencernos de que nuestra preocupación por el bienestar de los otros animales no exige que dejemos de comerlos. Nadie que tenga el hábito de comerse a un animal queda completamente libre de todo prejuicio a la hora de juzgar si las condiciones en que fue criado le causaron sufrimiento.
En la práctica, es imposible criar animales a gran escala para que nos sirvan de alimento sin hacerles sufrir bastante. Incluso si no se utilizan métodos intensivos, la cría tradicional comprende la castración, la separación de la madre de sus crías, la destrucción de manadas y rebaños, el marcado, el transporte al matadero y, por último, la propia muerte de los animales. Es difícil imaginar una producción animal dirigida a alimentarnos sin estas formas de sufrimiento. Posiblemente podría lograrse a pequeña escala, pero nunca se podría alimentar a las enormes poblaciones urbanas de hoy en día con carne obtenida de esta manera. Pero, si se pudiera hacer, esa carne animal sería muchísimo más cara que ahora, y la cría de animales es ya una forma costosa e ineficaz de producir proteínas. La carne de animales criados y sacrificados con igual consideración por el bienestar de los animales mientras estaban vivos sería una golosina accesible tan sólo a los ricos.
En cualquier caso, todas estas consideraciones son irrelevantes para la cuestión inmediata de la ética de nuestra alimentación diaria. No importa cuáles sean las posibilidades teóricas de criar animales sin sufrimiento; el hecho es que la carne que se vende en carnicerías y supermercados proviene de unos animales a los que no se trató con ninguna consideración real mientras se les criaba. Por tanto, no debemos preguntarnos: ¿Es en general correcto comer carne?, sino: ¿es correcto comer esta carne? En este punto, creo que quienes se oponen a la muerte innecesaria de los animales y los que únicamente se oponen a causarles sufrimiento deben unirse y dar la misma respuesta negativa.
Hacerse vegetariano no es un mero gesto simbólico. Tampoco es un intento de aislarse de las feas realidades del mundo, manteniéndonos puros y, por tanto, sin responsabilidad alguna por la crueldad y las matanzas que abundan en todas partes. Hacerse vegetariano es el paso más eficaz y práctico que se puede dar para poner fin tanto a la muerte de los animales no humanos como a todo aquello que les causa sufrimiento. Supongamos, por el momento, que es únicamente el sufrimiento con lo que no estamos conformes; sí, en cambio, con sacrificarlos. ¿Cómo podemos terminar con los métodos de producción animal intensiva descritos en el capítulo anterior?
En la medida en que la gente esté dispuesta a comprar los productos de las explotaciones intensivas, las formas habituales de protesta y acción política jamás conseguirán una reforma importante. Incluso en Gran Bretaña, donde se supone que se ama tanto a los animales, aunque la amplia polémica suscitada por la publicación del libro de Ruth Harrison Animal Machines forzó al Gobierno a nombrar un grupo de expertos imparciales (el comité Brambell) para investigar el asunto del maltrato a los animales y dar recomendaciones, cuando el comité presentó su informe al Gobierno, este se negó a ponerlas en práctica. En 1981, el House of Commons Agriculture Committee volvió a hacer otra investigación de la cría intensiva, que también resultó en recomendaciones para eliminar los peores abusos. Una vez más, nada se hizo[2]. Si el destino del movimiento a favor de la reforma en Gran Bretaña era este, nada mejor puede esperarse de Estados Unidos, donde la influencia política de las explotaciones industriales es aún más poderosa.
Esto no quiere decir que los canales normales de protesta y acción política sean inútiles y deban abandonarse. Por el contrario, constituyen una parte necesaria de la lucha global por un cambio efectivo en el trato a los animales. Especialmente en Gran Bretaña, organizaciones como Compassion in World Farming han mantenido viva la atención del público hacia el tema e incluso han logrado acelerar el fin de los cajones para las terneras. Más recientemente, algunos grupos americanos también han empezado a despertar la preocupación del público por el tema de la cría intensiva. Pero estos métodos no son suficientes por sí solos.
Las personas que se benefician de la explotación de grandes cantidades de animales no necesitan nuestra aprobación. Necesitan nuestro dinero. El principal apoyo que piden los ganaderos industriales del público es que este compre los cadáveres de los animales que producen (el otro, en muchos países, son grandes subsidios del Gobierno). Utilizarán métodos intensivos mientras puedan vender lo que producen con esos métodos; dispondrán de los recursos necesarios para combatir la reforma políticamente, y podrán defenderse de las críticas argumentando que ellos sólo están abasteciendo al público con lo que este les pide.
De aquí la necesidad de que cada uno de nosotros deje de comprar los productos de las modernas explotaciones pecuarias, incluso aunque no estemos convencidos de que esté mal comer animales que vivieron vidas placenteras y murieron sin dolor. El vegetarianismo es una forma de boicot. Para la mayor parte de los vegetarianos el boicot es permanente, porque una vez suprimidos los hábitos de comer carne ya no pueden aprobar que se mate a los animales para satisfacer los triviales deseos de sus paladares. Pero la obligación moral de boicotear la carne que se vende en carnicerías y supermercados es igualmente ineludible para quienes sólo condenan que se cause sufrimiento, y no que se mate a los animales. Mientras no boicoteemos la carne y los demás productos de las granjas industriales, cada uno de nosotros estará contribuyendo a la permanencia, la prosperidad y el crecimiento de las granjas industriales y a las restantes prácticas crueles que utiliza la producción animal para la alimentación.
Es en este punto donde las consecuencias del especismo intervienen directamente en nuestras vidas, y nos vemos obligados a responder personalmente de la sinceridad de nuestro interés por los animales no humanos. Se nos está presentando la oportunidad de hacer algo en lugar de simplemente hablar y desear que lo hagan los políticos. Resulta fácil adoptar una postura sobre un suceso remoto, pero los especistas, como los racistas, revelan su verdadera naturaleza cuando el tema les toca de cerca. Protestar por las corridas de toros en España, por que coman perros en Corea del Sur o por la matanza de crías de focas en Canadá, a la vez que seguimos comiendo huevos de gallinas que han pasado toda su vida hacinadas en jaulas o terneros a los que se ha privado de sus madres, de una alimentación adecuada y de libertad para tumbarse con las patas estiradas, se parece a denunciar el apartheid en Sudáfrica mientras pedimos a nuestros vecinos que no vendan sus casas a personas negras.
Para que el aspecto de boicot que encierra el vegetarianismo sea más eficaz, no debemos mostrarnos tímidos ante nuestra negativa a comer carne. En una sociedad omnívora, a un vegetariano siempre se le pregunta por las razones de su extraña dieta. Esto puede resultar irritante e incluso embarazoso, pero también nos brinda la oportunidad de contarle a la gente las crueldades que se cometen con los animales y que quizá desconozcan. (Yo me enteré de la existencia de granjas industriales gracias a un vegetariano que se tomó la molestia de explicarme por qué no comía los mismos alimentos que yo). Si el boicot es el único modo de acabar con la crueldad, tenemos que animar al mayor número de personas posible a que se una a él. Sólo seremos eficaces si nosotros mismos damos ejemplo.
Algunas veces la gente intenta justificar su actitud de comer carne diciendo que el animal ya estaba muerto cuando lo compró. La debilidad de esta racionalización —que yo he oído a menudo dicha muy en serio— debería ser obvia si consideramos el vegetarianismo como una forma de boicot. Las uvas no sindicalizadas que se vendían en las tiendas durante el boicot que instigó César Chávez para mejorar los salarios y las condiciones de los recogedores de uvas ya habían sido producidas por trabajadores mal pagados, y tan imposible nos era aumentar los salarios de los trabajadores que ya habían recogido esas uvas como devolverle la vida al filete de nuestro plato. En ambos casos, el objetivo del boicot no es modificar el pasado, sino prevenir que continúen las condiciones a las que nos oponemos.
He hecho tanto hincapié en el elemento de boicot del vegetarianismo que el lector puede preguntarse, en caso de que el boicot no prospere ni demuestre ser una medida eficaz, si ha logrado algo volviéndose vegetariano. Pero a menudo tenemos que atrevernos aun sin estar seguros del triunfo, y no habría argumentos en contra de hacerse vegetariano si este fuera el único que se pudiera esgrimir, ya que ninguno de los grandes movimientos contra la opresión y la injusticia habrían existido si sus líderes no se hubieran esforzado hasta tener la certeza de su éxito. En lo que concierne al vegetarianismo, sin embargo, sí creo que lograremos algo con nuestros actos individuales, incluso si el boicot como proyecto global fracasara. George Bernard Shaw dijo en cierta ocasión que a su tumba lo seguiría un tropel de ovejas, vacas, cerdos, pollos y todo un banco de peces, agradecidos de que su alimentación vegetariana les hubiese evitado morir. Aunque no nos sea posible identificar a ningún animal individual que se haya beneficiado de que nos hayamos hecho vegetarianos, sí podemos suponer que nuestra dieta, junto a la de muchos otros que ya están evitando comer carne, repercutirá de alguna manera en la cantidad de animales criados en granjas industriales y conducidos al matadero para servir de alimento. Se trata de un supuesto razonable, ya que la cantidad de animales producidos y sacrificados depende en parte de la demanda del producto. Cuanto más pequeña sea la demanda, más bajo será el precio y menor el beneficio. Cuanto menor sea el beneficio, menor será el número de animales criados y sacrificados. Estos son principios elementales de economía, y en los cuadros sinópticos de las revistas avícolas puede observarse, por ejemplo, que existe una correlación directa entre el precio de la carne de aves de corral y el número de pollos de engorde que se instalan en naves para iniciar sus lúgubres existencias.
Así, pues, en realidad el vegetarianismo se apoya en bases incluso más sólidas que la mayoría de los otros tipos de boicots y protestas. La persona que boicotea productos sudafricanos para intentar que caiga el apartheid no logra nada a menos que el boicot consiga forzar a los blancos sudafricanos a modificar su política (aunque, independientemente del resultado, el esfuerzo puede haber sido muy valioso en sí); pero los vegetarianos saben que sí contribuyen con sus acciones a reducir el sufrimiento y la matanza de los animales, lleguen o no a ver cómo sus esfuerzos dan paso a un boicot masivo a la carne y al fin de la crueldad de la producción animal.
Además de todo esto, hacerse vegetariano tiene una trascendencia especial porque los vegetarianos constituyen una refutación práctica y viva de un tipo de defensa habitual, si bien completamente falsa, de los métodos de explotación intensiva. Se dice a veces que estos métodos son necesarios para alimentar a la creciente población del mundo. Puesto que la verdad sobre este punto es tan importante —de hecho, lo bastante importante como para argumentar convincentemente a favor del vegetarianismo, por razones ajenas a la cuestión del bienestar animal que aborda este libro—, haré una breve disgresión para discutir los fundamentos de la producción de alimentos.
En la época actual, millones de personas carecen de alimento suficiente en muchas partes del mundo. Otros millones más tienen bastante, pero no del tipo adecuado; sobre todo, les faltan proteínas. Lo que debemos preguntarnos es: ¿contribuye a resolver el problema del hambre la producción de alimentos con los métodos que adoptan las naciones ricas?
Los animales deben alimentarse para alcanzar el tamaño y el peso que los humanos consideran adecuado para comérselos. Si, por ejemplo, un ternero apacenta en un pastizal que sólo da hierba y donde no se puede sembrar maíz ni ningún otro grano de directa utilidad alimenticia para los humanos, el resultado será una ganancia neta de proteínas para los seres humanos, ya que cuando el ternero haya crecido nos proporcionará proteínas que —todavía— no podemos extraer de la hierba de manera rentable. Pero si agarramos al mismo ternero y lo metemos en un establo para someterlo a un sistema de confinamiento, las cosas cambian. Ahora, tenemos que alimentar al ternero. Por muy reducido que sea el espacio donde se le amontona con sus compañeros, hay que utilizar un terreno para cultivar el maíz, el sorgo, la soja o cualquier otra planta con que se le vaya a alimentar. En este caso, lo estamos alimentando con productos que nosotros mismos podríamos comer. El ternero necesita casi todo este alimento para los procesos fisiológicos habituales de su vida diaria. Independientemente de lo severas que sean las restricciones impuestas a su ejercicio, su cuerpo sigue teniendo que quemar alimentos simplemente para mantenerse vivo. La comida también se usa para desarrollar partes de su cuerpo que, como los huesos, no son comestibles. Sólo la comida que queda una vez satisfechas estas necesidades se puede convertir en carne y, finalmente, en comida para los seres humanos.
¿Qué proporción de las proteínas ingeridas en su alimento consume el ternero y cuánta queda disponible para los humanos? La respuesta es sorprendente. Se necesita dar a un ternero 9 kg de proteínas para que produzca tan sólo medio kg de proteína animal destinada a los humanos. Recibimos menos del 5% de lo que invertimos. ¡No es extraño que Francés Moore Lappé haya denominado a este tipo de explotación «una fábrica de proteínas a la inversa[3]»!
Podemos expresarlo de otra forma. Supongamos que contamos con un acre (40,46 a) de tierra fértil y que podemos utilizarlo para cultivar una planta alimenticia de alto valor proteínico, como guisantes o judías. Si lo hacemos, obtendremos de nuestro acre entre 135 y 235 kg de proteínas. Tenemos la alternativa de cultivar una cosecha que sirva para alimentar a los animales y después sacrificarlos y comérnoslos. En este caso, obtendremos entre 18 y 20 kg de proteínas con el mismo terreno. Es interesante señalar que, aunque la mayoría de los animales convierte la proteína vegetal en animal con más eficacia que el ganado vacuno —un cerdo, por ejemplo, «sólo» necesita ingerir 3,5 kg de proteínas para producir medio kg para el consumo humano— esta ventaja casi se elimina si consideramos la cantidad de proteínas que podemos producir por acre, porque el ganado vacuno puede utilizar otras fuentes de proteínas que no son digeribles para los cerdos. Por tanto, la mayoría de los estudios sobre este tema concluyen que los alimentos vegetales producen aproximadamente diez veces más de proteínas por acre que la carne, aunque existen diferencias en estos cálculos y la proporción, algunas veces, llega a ser de veinte a uno[4].
Si en lugar de sacrificar a los animales y comernos su carne los utilizamos para que nos proporcionen leche o huevos, mejoramos considerablemente los rendimientos. No obstante, también en este caso tiene el animal que consumir proteínas para sus propios procesos, y las formas más eficaces de producir leche y huevos no aportan más que un cuarto de las proteínas obtenidas por acre mediante plantas alimenticias.
Naturalmente, la proteína sólo es uno de los nutrientes necesarios. Si comparamos el número total de calorías producidas por las plantas alimenticias con los alimentos procedentes de animales, ganan las plantas. Una comparación de los rendimientos de un acre usado para producir cerdos, leche, aves o ganado vacuno muestra que un acre de avena rinde seis veces más calorías que el cerdo, que es el más eficiente de los productos animales. El acre de brócoli rinde casi tres veces más en calorías que el cerdo. La avena produce 25 veces más en calorías por acre que el vacuno. El estudio de otros nutrientes rompe varios mitos creados por las industrias cárnica y láctea. Por ejemplo, un acre de brócoli produce 24 veces el hierro que un acre usado para vacuno, y un acre de avena 16 veces la misma cantidad de hierro. Aunque la producción de leche rinde más calcio por acre que la avena, el brócoli rinde todavía más, proporcionando cinco veces más calcio que la leche[5].
Las implicaciones de todo esto para la alimentación mundial son asombrosas. En 1974 Lester Brown, miembro del Overseas Development Council, calculó que si los americanos redujeran solamente en un 10% su consumo de carne durante un año quedarían disponibles para el consumo humano por lo menos 12 millones de toneladas de grano, o, dicho de otra forma, una cantidad suficiente para alimentar a 60 millones de personas. Don Paarlberg, un antiguo secretario adjunto de agricultura de Estados Unidos, ha dicho que con sólo reducir la población ganadera americana a la mitad se dispondría de comida suficiente para cubrir y casi cuadruplicar el déficit calórico de las naciones subdesarrolladas no socialistas[6]. Es más, la comida desperdiciada por la producción de animales en las naciones ricas sería suficiente, si se distribuyera de modo adecuado, para acabar tanto con el hambre como con la desnutrición en el mundo. La respuesta simple a nuestra pregunta, entonces, es que criar animales para comerlos con los métodos usados en las naciones industrializadas no contribuye a solucionar el problema del hambre.
La producción de carne también incide negativamente sobre otros recursos. Alan Durning, investigador del Instituto World-watch, gabinete de estudios medioambientales con base en Washington, DC, ha calculado que medio kilo de bistec procedente de terneros cebados en establos de engorde cuesta 2 kg de grano, 11.000 l de agua, la energía equivalente a 5 l de gasolina y unos 16 kg de mantillo. Más de un tercio de América del Norte está ocupado por pastos; más de la mitad de las tierras cosecheras de Estados Unidos se usa para alimentar animales y más de la mitad del agua consumida va a parar al ganado[7]. En todos estos aspectos, las plantas alimenticias exigen mucho menos de nuestros recursos y nuestro entorno.
Vamos a considerar primero el uso de energía. Cabría pensar que la agricultura es una manera de usar la fertilidad de la tierra y la energía de la luz solar para aumentar la cantidad de energía de que disponemos. La agricultura tradicional hace precisamente eso. El maíz cosechado en México, por ejemplo, produce 83 calorías de comida por cada caloría de energía de combustible fósil utilizada. La agricultura de los países desarrollados, sin embargo, está basada en un aporte alto de combustible fósil. La forma más eficiente de utilizar la energía en la producción de alimentos en Estados Unidos (avena, de nuevo) produce escasamente 2,5 calorías de alimento por caloría de energía de combustible fósil, mientras que las patatas sólo rinden un poco más de dos y el trigo y la soja alrededor de 1,5. Sin embargo, incluso estos flacos resultados son una bonanza comparados con la producción de animales de Estados Unidos, ya que cada una de sus modalidades cuesta más energía que lo que rinde. La menos deficiente —el vacuno de las praderas— usa más de 3 calorías de energía fósil por cada caloría de comida que rinde; mientras que la más deficiente —el vacuno de engorde— usa 33 calorías de combustible por cada caloría de comida. En lo que respecta a la eficacia energética, los huevos, los corderos, la leche y las aves se encuentran en medio de las dos formas de producción de vacuno. En otras palabras, limitándonos a la agricultura de Estados Unidos, cultivar cosechas es en general al menos 5 veces más eficaz que criar ganado en pastos, unas 20 veces más que producir pollos y 50 veces más que producir ganado en parcelas de engorde[8]. La producción animal en Estados Unidos funciona solamente porque utiliza energía solar acumulada durante millones de años, almacenada en la tierra en forma de petróleo o carbón. Esto tiene sentido económico para las corporaciones agropecuarias porque la carne tiene más valor que el petróleo, pero en cuanto a la utilización racional y a largo plazo de nuestros limitados recursos, carece de sentido.
La producción de animales también sale perdiendo en lo relativo al uso del agua si se compara con la producción de las cosechas. Medio kilo de carne necesita 50 veces más agua que una cantidad equivalente de trigo[9]. Newsweek describió gráficamente este volumen de agua cuando dijo: «En el agua que usa un buey de 450 kg podría flotar un destructor[10]». Las necesidades de la producción de animales están secando las vastas reservas subterráneas de agua de las que dependen tantas regiones secas de América, Australia y otros países. En la zona ganadera que se extiende desde el oeste de Texas hasta Nebraska, por ejemplo, las reservas de agua están bajando y los pozos se están secando a medida que el gran lago subterráneo conocido como Acuífero Ogalalla (otro recurso cuya creación, como el petróleo y el carbón, duró millones de años) se sigue utilizando para producir carne[11].
Tampoco podemos pasar por alto los efectos de la producción de animales sobre el agua que no usa. Las estadísticas de la Water Authorities Association británica muestran que en 1985 hubo más de 3500 casos de contaminación del agua por granjas. He aquí sólo un ejemplo de aquel año: un tanque de una unidad de cerdos reventó, con lo que un cuarto de millón de litros de excrementos de cerdos fueron a parar al río Perry y murieron 110000 peces. Más de la mitad de las denuncias por contaminación grave de los ríos que cursan las autoridades responsables de la calidad del agua se dirigen ahora contra granjeros[12]. Esto no es sorprendente, ya que una modesta granja huevera de 60000 aves produce 82 toneladas de estiércol a la semana, y en el mismo período 2000 cerdos producirán 27 toneladas de estiércol y 32 toneladas de orina. Las granjas holandesas producen 94 millones de toneladas de estiércol al año, pero sólo 50 millones pueden ser absorbidas por la tierra sin peligro. Se ha calculado que el exceso llenaría un tren de mercancías de 16000 kilómetros; se extendería desde Amsterdam hasta las costas más lejanas de Canadá. Pero el exceso no se desplaza a ningún sitio, sino que se tira sobre la tierra, donde contamina los suministros de agua y mata la vegetación natural restante de las regiones granjeras de los Países Bajos[13]. En Estados Unidos, los animales de granja producen 2000 millones de toneladas de estiércol al año, unas diez veces más que los humanos, y la mitad procede de animales criados en granjas industriales, donde los residuos no regresan naturalmente a la tierra[14]. Como dijo un porquero: «Hasta que el fertilizante no sea más caro que la mano de obra, los residuos tienen muy poco valor para mí[15]». Por tanto, el estiércol que debería restaurar la fertilidad de la tierra acaba contaminando nuestros arroyos y ríos.
Pero será la dilapidación de los bosques la que termine siendo la mayor de las locuras causadas por la demanda de carne. Históricamente, el deseo de hacer pastar a los animales ha sido el motivo dominante de la tala de bosques. Todavía lo es hoy. En Costa Rica, Colombia, Brasil, Malasia, Tailandia e Indonesia se están talando las selvas húmedas para proporcionar pastos al ganado. Pero la carne que produce este ganado no beneficia a los pobres de estos países. En cambio, se vende a los ricos en las grandes ciudades o se exporta. Durante los veinticinco últimos años, se ha destruido casi la mitad de las selvas húmedas tropicales de América Central, en gran parte para proporcionar carne de vaca a América del Norte[16]. Quizá el 90% de las especies vegetales y animales de este planeta vivan en los trópicos; muchas siguen siendo desconocidas para la ciencia[17]. Si la tala continúa a la velocidad actual, estarán condenadas a extinguirse. Además, la tala erosiona la tierra, el aumento del arrastre provoca inundaciones, los campesinos se quedan sin leña para quemar y puede que disminuya la pluviosidad[18].
Estamos perdiendo estos bosques justo en el momento en que empezamos a darnos cuenta de lo vitales que son. Desde la sequía norteamericana de 1988, muchas personas han oído hablar de la amenaza que supone para nuestro planeta el efecto invernadero, causado principalmente por cantidades cada vez mayores de dióxido de carbono en la atmósfera. Los bosques almacenan cantidades inmensas de carbono; se ha calculado que, a pesar de todas las talas que ya se han hecho, los restantes bosques del mundo aún tienen 400 veces la cantidad de carbono que libera cada año a la atmósfera el uso por parte de los humanos de combustibles fósiles. Destruir un bosque libera a la atmósfera el carbono en forma de dióxido de carbono. De la misma manera, un bosque nuevo, en crecimiento, absorbe el dióxido de carbono de la atmósfera y lo mantiene como materia viva. La destrucción de los bosques existentes intensificará el efecto invernadero; en la reforestación a gran escala, combinada con otras medidas para reducir la producción de dióxido de carbono, está nuestra única esperanza de mitigarlo[19]. Si no lo hacemos, el calentamiento de nuestro planeta traerá, en los próximos cincuenta años, sequías generalizadas, una mayor destrucción de los bosques debido al cambio climático, la extinción de innumerables especies incapaces de superar los cambios en su hábitat, y el deshielo de los casquetes polares, que a su vez aumentará el nivel del agua de los mares e inundará las ciudades y llanuras costeras. Una elevación de un metro en el nivel del mar inundaría el 15% de Bangladesh, afectando a 10 millones de personas, y amenazaría la existencia misma de varias islas-naciones del Pacífico que están a un nivel bajo sobre el agua, como las Maldivas, Tuvalu y Kiribati[20].
Los bosques y los animales para carne compiten por la misma tierra. El tremendo apetito de las naciones ricas por la carne significa que el negocio agrícola puede pagar más que quienes desean preservar o restaurar los bosques. Estamos, literalmente, apostando con el futuro de nuestro planeta —y todo para tener más hamburguesas.
¿Hasta dónde deberíamos llegar? Están claras las razones para una ruptura radical con nuestros hábitos alimenticios, pero ¿debemos comer sólo vegetales? ¿Dónde exactamente debemos establecer el límite?
Siempre resulta difícil delimitar con precisión. Voy a hacer algunas sugerencias, pero es posible que el lector las encuentre menos convincentes que lo que he dicho antes sobre casos más claros. Cada uno debe decidir por sí mismo dónde situar el límite, y esta decisión quizá no coincida exactamente con la mía. Esto no es tan importante, a fin de cuentas. Podemos distinguir a los calvos de los que no lo son sin tener que establecer en cada caso el límite diferenciador. Lo importante es llegar a un acuerdo sobre lo esencial.
Espero que cualquiera que haya leído hasta aquí reconocerá la necesidad moral de negarse a comprar o comer carne, u otros productos, de animales que han sido criados bajo las condiciones imperantes en las modernas granjas industriales. Esta es la conclusión más clara, el mínimo absoluto que debería aceptar cualquiera con capacidad para ir más allá del estrecho campo del interés personal.
Vamos a ver lo que implica este mínimo necesario. Significa que a menos que estemos seguros del origen del producto concreto que compremos, debemos evitar el pollo, el pavo, el conejo, el cerdo, la carne de ternera, la de vacuno y los huevos. Hoy por hoy, la producción intensiva de corderos es relativamente pequeña, pero algo hay y es posible que crezca en el futuro. La posibilidad de que la carne de vaca que usted compra proceda de una parcela de engorde o de alguna otra forma de confinamiento, o de pastizales creados por la tala de bosques húmedos, dependerá del país en el que viva. Es posible obtener provisiones de estas carnes que no se hayan producido en una granja industrial, pero, a menos que usted viva en una zona rural, resulta bastante complicado. La mayoría de los carniceros no tiene ni idea de cómo han sido criados los animales cuyos cuerpos están vendiendo. En algunos casos, como el de los pollos, los métodos tradicionales de cría han desaparecido tan completamente que es casi imposible comprar un pollo al que se le haya dejado picotear en un corral en libertad; y la carne de ternera es un tipo de carne que, simplemente, no se puede producir de manera humanitaria. Incluso cuando se dice que la carne es «orgánica», puede que esto no signifique más que los animales no recibieron las dosis habituales de antibióticos, hormonas u otras drogas; triste consuelo para un animal que careció de libertad para moverse al aire libre. Por lo que respecta a los huevos, en muchos países se dispone fácilmente de «huevos de corral», aunque en la mayor parte de Estados Unidos aún son muy difíciles de encontrar.
Una vez que se ha decidido no comer más pollo, cerdo, ternera, vacuno y huevos de granja industrial, el próximo paso consiste en rechazar también comer cualquier ave o mamífero al que se haya dado muerte. Esto constituye tan sólo un mínimo paso adicional, ya que muy pocas aves y mamíferos de los que se comen habitualmente no han pasado por una cría intensiva. A las personas que no tienen la experiencia de lo satisfactoria que puede ser una dieta vegetariana imaginativa les puede parecer un gran sacrificio. A esto sólo puedo contestar: «¡Pruébalo!». Compra un buen libro de cocina vegetariana (se mencionan algunos en el Apéndice 2 de este libro) y encontrarás que ser vegetariano no supone ningún sacrificio. La razón para dar este nuevo paso puede ser la creencia de que está mal matar a estas criaturas por una causa trivial, como dar gusto a nuestros paladares; o quizá que, aun cuando estos animales no hayan sido sometidos a métodos de producción intensiva, sufren de las diversas formas que describimos en el capítulo anterior.
Es ahora cuando surgen interrogantes más difíciles. ¿Hasta dónde deberíamos descender en la escala de la evolución? ¿Vamos a comer pescado? ¿Y las gambas? ¿Y las ostras? Para responder a estas preguntas tenemos que tener presente el principio central sobre el que se basa nuestra consideración hacia otros seres. Como dijimos en el primer capítulo, el único límite legítimo a nuestro respeto por los intereses de otros seres es aquel punto en el que ya no sea certero decir que el otro ser tiene intereses. Para que un ser tenga intereses en un sentido estricto, no metafórico, tiene que ser capaz de sufrir o experimentar placer. Si un ser sufre, no puede haber ninguna justificación moral para no tener en cuenta ese sufrimiento, o para negarse a considerarlo del mismo modo que el sufrimiento similar de cualquier otro ser. Pero también es verdad lo contrario. Si un ser es incapaz de sufrir, o de disfrutar, no hay nada a tener en cuenta.
Así, pues, el problema de establecer un límite es el problema de decidir cuándo estamos justificados para asumir que un ser es incapaz de sufrir. En mi anterior exposición de las pruebas de que los animales son capaces de sufrir sugerí dos indicadores de esta capacidad: la conducta del ser (si se retuerce, emite chillidos, intenta escapar de la fuente de dolor, etc.) y la similitud que haya entre su sistema nervioso y el nuestro. A medida que descendemos en la escala evolutiva, y si nos basamos en estos dos argumentos, percibimos que disminuyen las pruebas de que existe capacidad de sentir dolor. En cuanto a las aves y los mamíferos, la evidencia es abrumadora. Los reptiles y los peces poseen sistemas nerviosos que difieren en algunos aspectos importantes de los de los mamíferos, pero comparten con ellos la estructura básica de las redes nerviosas centralizadas. Los peces y los reptiles manifiestan una conducta de dolor muy parecida a la de los mamíferos. En la mayoría de las especies hay incluso vocalización, aunque no sea audible para nuestros oídos. Los peces, por ejemplo, emiten sonidos vibratorios, y los investigadores han diferenciado distintas «llamadas» que incluyen sonidos que indican «alarma» y «fastidio»[21]. Los peces también dan muestras de ansiedad cuando se les saca del agua y se les deja sacudiéndose en una red o en tierra hasta que mueren. Sin duda, que los peces no chillen ni giman de un modo tal que podamos oírles explica el hecho de que a personas de buenos sentimientos les pueda resultar agradable pasar una tarde sentadas a la orilla del agua lanzando anzuelos, mientras los peces ya cogidos mueren lentamente a su lado.
En 1976, la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals británica (RSPCA) organizó un panel de investigación independiente sobre la caza y la pesca. El panel estaba presidido por Lord Medway, conocido zoólogo, y formado por expertos ajenos a la RSPCA. La investigación examinó con detalle datos sobre si los peces podían sentir dolor, y concluyeron categóricamente que las pruebas de que los peces sienten dolor son tan fuertes como las pruebas del dolor en otros animales vertebrados[22]. Las personas a quienes preocupa más no causar dolor que matar a los animales pueden preguntarse: suponiendo que los peces puedan sufrir, ¿cuánto sufren realmente en el proceso normal de la pesca comercial? Puede parecer que los peces, al contrario de lo que sucede con las aves y los mamíferos, no se exponen al sufrimiento del proceso de criarles para nuestra alimentación, ya que, por lo general, no se les cría; los seres humanos sólo interfieren con ellos al cogerlos y matarlos. En realidad, esto no es siempre cierto: la piscifactoría, que es una modalidad de granja industrial tan intensiva como el engorde del ganado vacuno, es una industria en rápido crecimiento. Comenzó con peces de agua dulce como la trucha, pero los noruegos desarrollaron una técnica para producir salmón en jaulas en el mar, y otros países están usando ahora este método con diversos peces marinos. Los potenciales problemas relativos al bienestar de los peces de criadero, tales como la densidad de ocupación, negarles su instinto migratorio, el estrés durante la manipulación y así sucesivamente, ni siquiera se han investigado. Pero incluso con peces que no son de criadero, la agonía de la muerte que depara la pesca comercial es más lenta que, por ejemplo, la de un pollo, ya que a los peces simplemente se les arrastra y lanza por los aires para dejarlos morir. Puesto que con las agallas pueden extraer oxígeno del agua, pero no del aire, no pueden respirar fuera del agua. El pescado que se vende en el supermercado puede haber muerto lentamente por asfixia. Si era un pez de agua profunda, al arrastrarle las redes de un barco pesquero a la superficie quizás haya muerto dolorosamente por descompresión.
Cuando los peces son atrapados en vez de criados, no sirve el argumento ecológico que condena que se coman animales criados con métodos intensivos. No desperdiciamos grano y soja para alimentar a los peces del océano. Pero hay un argumento ecológico diferente contra la pesca comercial a gran escala practicada ahora en los océanos, y este es que estamos vaciando los océanos de peces. En años recientes, los resultados de la pesca han decaído enormemente. Varias especies de peces abundantes en otro tiempo, como los arenques de Europa del Norte, las sardinas de California y el róbalo de Nueva Inglaterra, escasean tanto ahora que, desde un punto de vista comercial, se pueden considerar extinguidas. Las modernas flotas pesqueras barren de forma sistemática los bancos de pesca con redes de malla fina que capturan todo lo que encuentran en su camino. Las especies no buscadas, conocidas en la industria como «basura», pueden alcanzar hasta la mitad de la captura[23]. Sus cuerpos se tiran por la borda. Puesto que la pesca implica el arrastre de una gran red por el fondo del mar, antes intocado, se daña la frágil ecología del lecho marino. Al igual que otras formas de producir alimentos animales, tal pesca desperdicia también combustibles fósiles, consumiendo más energía que la que produce[24]. Asimismo, las redes que utiliza la industria atunera también capturan miles de delfines al año, aprisionándolos bajo del agua y ahogándolos. Además del desastre ocasionado a la ecología oceánica, este exceso de pesca también tiene consecuencias nefastas para los humanos. Por todo el mundo, los pequeños pueblos costeros que viven de la pesca se están encontrando con que sus fuentes tradicionales de alimento están agotándose. Desde las comunidades de la costa oeste de Irlanda hasta los pueblos pesqueros birmanos y malayos, la historia es la misma. La industria pesquera de las naciones desarrolladas se ha convertido en una forma más de redistribución que va de los pobres a los ricos.
Así, pues, si nos preocupan los peces y los seres humanos deberíamos dejar de comer pescado. Es cierto que los que continúan comiendo pescado, negándose sin embargo a comer otros animales, han dado un gran paso para alejarse del especismo; pero los que rechazan ambas cosas han dado un paso más.
Cuando vamos más allá del pescado hacia las otras formas de vida marina que solemos comer los humanos, ya no podemos estar tan seguros de la existencia de una capacidad para sentir dolor. Los crustáceos —langostas, cangrejos, camarones, gambas— poseen unos sistemas nerviosos muy diferentes a los nuestros. Sin embargo, el doctor John Baker, un zoólogo de la Universidad de Oxford y perteneciente a la Royal Society, ha indicado que sus órganos sensoriales están muy desarrollados, sus sistemas nerviosos son complejos, sus células nerviosas son muy similares a las nuestras y sus respuestas a ciertos estímulos son inmediatas y vigorosas. El doctor Baker, por tanto, cree que la langosta, por ejemplo, puede sentir dolor. También está convencido de que la forma normal de matar a la langosta, echándola en agua hirviendo, puede causar dolor durante al menos dos minutos. Experimentó con otros métodos que a veces se dice que son más humanitarios, tales como ponerlas en agua fría y calentarlas lentamente, o dejarlas en agua dulce hasta que dejan de moverse, pero encontró que estas dos formas provocaban un forcejeo más prolongado y, aparentemente, sufrimiento[25]. Si los crustáceos pueden sufrir, debe de haber una gran cantidad de sufrimiento, no sólo por el método con que se les mata, sino también por las formas en que se les transporta y mantiene vivos en los mercados. Para mantenerlos frescos, con frecuencia simplemente se les empaqueta vivos, unos encima de otros. Así, aunque cabe dudar de la capacidad de estos animales para sentir dolor, el hecho de que puedan estar sufriendo mucho, combinado con la ausencia de cualquier necesidad por nuestra parte de comerlos, hace que el veredicto sea simple: deben recibir el beneficio de la duda.
Las ostras, almejas, mejillones, lapas y similares son moluscos, y los moluscos son, en general, organismos muy simples. (Hay una excepción: el pulpo es un molusco, pero incomparablemente más desarrollado y presuntamente más sintiente que sus parientes lejanos). Con criaturas como las ostras, las dudas sobre la capacidad de sentir dolor son considerables, y en la primera edición de este libro sugerí que la línea bien pudiera trazarse en algún lugar intermedio entre una gamba y una ostra. Por eso seguí comiendo ostras, lapas y mejillones de cuando en cuando durante algún tiempo después de volverme, en todos los demás aspectos, vegetariano. Pero, si bien no se puede asegurar con certeza que estas criaturas sienten dolor, tampoco se puede afirmar que no lo sientan. Es más, si sienten dolor, un plato de ostras o de mejillones causaría dolor a una cantidad considerable de criaturas. Puesto que es tan fácil evitar comerlos, ahora pienso que es mejor hacerlo[26].
Esto nos lleva al final de la escala evolutiva por lo que respecta a criaturas que normalmente comemos: esencialmente, nos quedamos con una dieta vegetariana. La dieta vegetariana tradicional, sin embargo, incluye productos animales, tales como los huevos y la leche. Algunos han tratado de acusar a los vegetarianos de inconsistentes.
«Vegetariano», dicen, es una palabra que tiene la misma raíz que «vegetal», y un vegetariano debería comer únicamente alimentos de origen vegetal. A pesar de su literalidad, esta crítica es históricamente inadecuada. El término «vegetariano» se extendió como consecuencia de la formación de la Sociedad Vegetariana en Inglaterra, en 1874. Puesto que las normas de dicha sociedad permiten que se coman huevos y leche, el término «vegetariano» se aplica adecuadamente a aquellos que utilizan estos productos animales. Teniendo en cuenta este fait accompli lingüístico, los que no comen carne animal, ni huevos, ni leche, ni derivados de la leche, se denominan a sí mismos «veganos». La disquisición verbal, sin embargo, no es lo que importa. Lo que sí debemos preguntarnos es si el uso de estos otros productos animales es justificable moralmente. Esta es una cuestión de importancia real, porque es posible alimentarse adecuadamente sin consumir ningún producto animal en absoluto, un hecho que no es lo bastante conocido, aunque ahora la mayor parte de la gente sabe que los vegetarianos pueden vivir vidas largas y sanas. Hablaré más adelante, en este mismo capítulo, sobre la nutrición; por el momento, basta con que el lector sepa que podemos prescindir de los huevos y la leche. Pero ¿existe alguna razón por la que debamos hacerlo?
Hemos visto que la industria de producción de huevos constituye uno de los regímenes intensivos más despiadados de las modernas granjas industriales, que explota implacablemente a las gallinas para producir la mayor cantidad de huevos a unos costes mínimos. La obligación que tenemos de boicotear este tipo de explotaciones es tan fuerte como la de boicotear al cerdo o al pollo producidos con métodos intensivos. ¿Qué sucede entonces con los huevos de corral, suponiendo que los podamos conseguir? Aquí hay menos objeciones éticas. Las gallinas que están provistas de un sitio para cobijarse y de un corral exterior donde poder moverse y escarbar, viven cómodamente. No parece que les importe que se les quiten los huevos. Las razones principales para objetar son que los pollos machos de las gallinas ponedoras serán sacrificados al nacer, y que a las propias gallinas se las sacrificará cuando dejen de poner productivamente. La cuestión es, por tanto, si las agradables vidas de las gallinas (más el beneficio que nos dan sus huevos) son suficientes para compensar la muerte que forma parte del sistema. La respuesta a esto dependerá de nuestro punto de vista sobre la muerte, diferenciándola de causar dolor. Esta discusión de los temas filosóficos relevantes se amplía en el capítulo final de este libro[27]. Basándonos en las razones aquí apuntadas, yo no me opongo en principio a la producción de huevos de corral.
La leche y sus derivados, como el queso y el yogurt, plantean problemas distintos. Hemos visto en el capítulo 3 que la producción lechera puede estresar a las vacas y sus terneros de varias formas: la necesidad de preñar a las vacas y la consiguiente separación de la vaca y su ternero, el grado cada vez mayor de confinamiento en muchas granjas, los problemas de salud y estrés que provoca el alimentar a las vacas con dietas muy ricas y criarlas con el fin de conseguir rendimientos lecheros cada vez más altos y, ahora, la posibilidad de que aumente el estrés a causa de las inyecciones diarias de hormonas para el crecimiento bovino.
En principio, no existe ningún problema por evitar los derivados de la leche. Es más, en muchos lugares de Asia y África la única leche que se consume es la humana, para los niños. Muchos adultos de estas partes del mundo no tienen capacidad de digerir la lactosa que contiene la leche, y enferman si la beben. Los chinos y los japoneses han usado desde hace mucho tiempo la soja para conseguir muchos de los productos que nosotros hacemos con leche. Las leches de soja son hoy muy fáciles de adquirir en los países occidentales, y el helado de tofu es muy popular entre aquellos que tratan de reducir su consumo de grasa y colesterol. Hay incluso quesos, cremas para untar y yogures hechos de soja.
Así, pues, los «veganos» tienen razón al decir que no debemos usar productos derivados de la leche. Ellos son vivos ejemplos de lo práctico y nutritivamente sensato de una dieta que no exige en absoluto que se explote a otros animales. Al mismo tiempo, se debería decir que no resulta fácil en nuestro actual mundo especista adherirse tan estrictamente a lo que es moralmente justo. Un plan de acción razonable y defendible es cambiar la dieta a un ritmo moderado con el que uno pueda sentirse a gusto. Aunque en principio todos los productos derivados de la leche son sustituibles, en las sociedades occidentales es mucho más difícil en la práctica suprimir la carne y los productos lácteos que suprimir simplemente la carne. Quien no se dedique a leer las etiquetas de los alimentos con la idea de evitar productos lácteos, no se dará cuenta de la enorme cantidad de alimentos que los contienen. Incluso comprar un sandwich de tomate se convierte en un problema, puesto que probablemente estará untado bien con mantequilla o con una margarina que contiene suero o leche desnatada. Poco consiguen los animales si dejamos de comer carne animal y huevos de gallinas en batería y nos limitamos a sustituirlos por una mayor cantidad de queso. Por otra parte, lo siguiente es, si no ideal, sí una estrategia razonable y práctica:
Eliminar el especismo de un solo golpe en nuestros hábitos dietéticos es una tarea muy difícil. Las personas que adoptan la estrategia que yo apoyo aquí han contribuido con un claro compromiso público al movimiento contra la explotación animal. El quehacer más urgente del Movimiento de Liberación Animal es persuadir al mayor número posible de personas para que acepte este compromiso, de tal forma que el boicot se extienda y atraiga atención. Si debido a un admirable deseo de poner fin inmediatamente a todas las formas de explotación de los animales damos la impresión de que a menos que renunciemos a los derivados de la leche no estamos haciendo nada mejor que los que todavía comen carne, el resultado puede ser que mucha gente se desanime y no haga nada, y la explotación de los animales continuará exactamente igual que antes.
Estas, al menos, son algunas de las respuestas a los problemas con que probablemente se encontrará un no-especista al preguntarse qué es lo que debe y no debe comer. Como dije al comienzo de esta sección, mis observaciones no tienen otra intención que la de servir de sugerencias. Los no-especistas sinceros pueden muy bien discrepar entre ellos acerca de los detalles. En tanto que exista un acuerdo sobre lo esencial, el resto no debería obstaculizar los esfuerzos hacia un objetivo común.
Mucha gente está dispuesta a admitir que existen razones de peso para aceptar el vegetarianismo. Con demasiada frecuencia, sin embargo, hay un abismo entre la convicción intelectual y la acción necesaria para romper con un hábito de toda la vida. Este abismo no se llena con libros; en última instancia, poner en práctica nuestras convicciones depende de cada uno de nosotros. Pero puedo intentar disminuir este abismo en las próximas páginas. Mi intención es conseguir que la transición desde una dieta omnívora a una vegetariana sea mucho más fácil y atractiva, de forma que, en lugar de considerar este cambio como un deber desagradable, el lector llegue a interesarse por un tipo de cocina nuevo y atractivo, lleno de alimentos frescos y de originales platos sin carne oriundos de Europa, China y el Medio Oriente, platos tan variados que, por comparación, convierten el habitual «carne, carne y más carne» de casi todas las dietas occidentales en algo rancio y repetitivo. El placer de tal cocina se ve aumentado al saber que su buen gusto y sus cualidades nutritivas fueron proporcionadas directamente por la tierra, sin desperdiciar lo que la tierra produce y sin exigir el sufrimiento y la muerte de ningún ser sintiente.
El vegetarianismo introduce una nueva relación con los alimentos, las plantas y la naturaleza. La carne mancha nuestras comidas. Por mucho que lo disimulemos, no podemos negar el hecho de que la pieza central de nuestra comida viene del matadero, chorreando sangre. Si no la tratamos y refrigeramos, pronto comienza a pudrirse y a apestar. Cuando la comemos, se asienta pesadamente en nuestros estómagos, bloqueando el proceso digestivo hasta que, días después, nos esforzamos por eliminarla[28]. Cuando comemos plantas, el alimento adquiere cualidades diferentes. Se trata de frutos de la tierra que están preparados para que los ingiramos y que no luchan contra nosotros cuando los tomamos. Sin carne que nos adormezca el paladar, se puede apreciar mucho mejor el magnífico sabor de los vegetales frescos recién sacados de la tierra. Personalmente, encontré tan atractiva la idea de recoger los frutos para mi propia comida que, poco después de hacerme vegetariano, empecé a cavar en una parte de nuestro jardín trasero y a cultivar algunos de mis propios vegetales, algo que nunca había pensado hacer antes, pero que varios de mis amigos vegetarianos también hacían. De esta forma, suprimir en mi alimentación la carne animal me puso en un contacto más directo con las plantas, la tierra y las estaciones del año.
La cocina también fue algo que me interesó solamente después de volverme vegetariano. Para aquellos acostumbrados a los menús anglosajones habituales, en los que el plato principal consiste en carne acompañada de dos vegetales excesivamente cocidos, la eliminación de la carne plantea un desafío interesante a la imaginación. Cuando hablo en público de los temas que se abordan en este libro, a menudo se me pregunta qué se puede comer en lugar de carne, y por cómo se formulan las preguntas está claro que las personas han sustraído mentalmente la chuleta o la hamburguesa de su plato, dejando el puré de patata y el repollo cocido, y se están interrogando sobre qué poner en lugar de la carne. ¿Un poco de soja, quizá?
Puede que haya alguien a quien le guste una comida de este tipo, pero para la mayoría la respuesta está en replantearse completamente la idea del plato principal, de modo que consista en una combinación de ingredientes, quizá con una ensalada aparte, en lugar de ingredientes separados. Los platos chinos bien hechos, por ejemplo, son soberbias combinaciones de uno o más ingredientes con muchas proteínas. En la cocina china vegetariana pueden incluir tofu, nueces, brotes de judías, hongos o gluten de trigo, con arroz y vegetales frescos ligeramente cocidos. Un curry indio en el que las lentejas aportan las proteínas, servido sobre arroz integral y rodajas de pepino fresco para aligerar, constituye una comida igualmente satisfactoria, como lo es una lasaña italiana vegetariana con ensalada. Incluso se pueden poner «albóndigas de tofu» sobre los espaguetis. Una comida más simple podría consistir en granos integrales y vegetales. La mayoría de los occidentales comen muy poco mijo, trigo integral o trigo negro, pero estos granos pueden formar la base de platos que suponen un cambio refrescante. En la primera edición de este libro incluí algunas recetas y sugerencias sobre la cocina vegetariana para ayudar a los lectores a hacer la transición a lo que, en aquel entonces, aún era una dieta poco usual. Pero en estos años se han publicado tantos libros magníficos de cocina vegetariana que la ayuda que yo podía proporcionar parece ahora totalmente innecesaria. (Recomiendo algunos libros de cocina en el Apéndice 2.) Al principio, a algunas personas les resulta difícil cambiar su actitud hacia la comida. Puede que lleve tiempo acostumbrarse a comidas donde no hay una pieza central de carne, pero, una vez que esto sucede, verá que se puede elegir entre tantos platos nuevos interesantes que se preguntará cómo pudo pensar que le sería difícil prescindir de los alimentos cárnicos.
Independientemente del sabor de las comidas, es probable que las personas que contemplan la idea vegetariana se preocupen de si este régimen les va a proporcionar la nutrición adecuada. Estas preocupaciones carecen de fundamento. En numerosas partes del mundo han existido culturas vegetarianas cuyos miembros han gozado de la misma salud, y a menudo mejor, que los no vegetarianos que vivían en zonas similares. Los hindúes ortodoxos han sido vegetarianos desde hace más de dos mil años. Gandhi, vegetariano toda su vida, tenía cerca de 80 años cuando una bala asesina acabó con su activa vida. En Gran Bretaña, donde viene existiendo un movimiento vegetariano oficial desde hace más de 140 años, hay vegetarianos de tercera y cuarta generación. Muchos vegetarianos famosos, como Leonardo da Vinci, León Tolstoy y George Bernard Shaw, han vivido vidas largas e inmensamente creativas. De hecho, la mayoría de las personas que han llegado a edades excepcionalmente avanzadas han comido poca carne o ninguna. Los habitantes del valle de Vilcabamba, en Ecuador, sobrepasan a menudo los cien años, y los científicos han encontrado hombres de hasta 123 y 142 años de edad; estas personas comen menos de 30 gr de carne a la semana. En Hungría, un estudio de las personas centenarias vivas descubrió que casi todas eran vegetarianas[29]. Que la carne es innecesaria para la resistencia física lo demuestra la larga lista de atletas triunfadores que no la prueban, una lista que incluye al campeón olímpico de natación de fondo Murray Rose y al famoso corredor de fondo finlandés Paavo Nurmi, la estrella del baloncesto Bill Walton, el triatleta «hombre de hierro» Dave Scott y el campeón olímpico de carreras de obstáculos de 400 metros Edwin Moses.
Muchos vegetarianos piensan que se sienten más ágiles, más sanos y con más ganas de vivir que cuando comían carne. Ahora les apoya una gran cantidad de pruebas. El Informe sobre Nutrición y Salud del ministro de Sanidad de Estados Unidos en 1988 cita un importante estudio que indica que la tasa de mortandad por ataques cardíacos de vegetarianos con edades entre 35 y 64 años supone solamente el 28% de la tasa general de los americanos de ese mismo grupo de edad. Para los vegetarianos de más edad, la tasa de mortandad por ataques cardíacos era aún menor que la mitad con respecto a la de los no vegetarianos. El mismo estudio mostraba que los niveles de colesterol de los vegetarianos que comen huevos y productos lácteos eran un 16% más bajos que los de las personas que comían carne, y que los veganos tenían niveles de colesterol un 29% más bajos. Las principales recomendaciones del informe eran reducir el consumo de colesterol y grasas (especialmente grasas saturadas) y aumentar el consumo de comidas con granos integrales, productos cereales, vegetales (incluyendo judías secas y guisantes) y frutas. Recomendar que se reduzca el colesterol y la grasa saturada es, de hecho, recomendar que se evite la carne (excepto, quizá, el pollo sin piel), la nata, la mantequilla y todos los productos lácteos menos los desnatados[30]. El informe fue muy criticado por no decir esto en términos suficientemente específicos; parece ser que la vaguedad obedecía a las presiones de grupos como la National Cattlemen's Association (Asociación Nacional de Ganaderos) y la Dairy Board (Junta Lechera)[31]. Aun así, la presión, fuera cual fuera, no consiguió impedir que la sección sobre el cáncer informara que los estudios indicaban una conexión entre el cáncer de mama y el consumo de carne, y también entre el consumo de carne, especialmente vacuno, y el cáncer del intestino grueso. La American Heart Association (Asociación Americana del Corazón) también recomienda, desde hace muchos años, que los americanos disminuyan su consumo de carne[32]. Las dietas concebidas para mejorar la salud y la longevidad, como el plan Pritikin y el plan McDougall, son en gran parte o completamente vegetarianas[33].
Los expertos en nutrición ya no discuten sobre si la carne animal es o no esencial. Hoy en día, todos están de acuerdo en que no lo es. Si las personas normales recelan todavía de una alimentación que no la incluya, se deberá sin duda a la ignorancia. La mayoría de las veces se trata de una ignorancia sobre la naturaleza de las proteínas. A menudo se nos dice que las proteínas son un elemento importante de una alimentación adecuada y que la carne tiene un alto porcentaje de proteínas. Ambas afirmaciones son ciertas, pero hay otras dos cosas que no oímos con la misma frecuencia. La primera es que el americano medio ingiere demasiadas proteínas. Su ingestión excede en un 45% el generoso nivel recomendado por la Academia Nacional de Ciencias. Otros cálculos dicen que la mayoría de los americanos consumen entre dos y cuatro veces más carne de la utilizable por sus cuerpos. El exceso de proteínas no puede almacenarse. Una parte se elimina y la otra puede ser convertida por nuestro cuerpo en hidratos de carbono, lo que supone una manera muy cara de aumentar nuestra ingestión de estos últimos[34].
Lo segundo que debemos saber sobre las proteínas es que la carne no es más que uno entre los muchos alimentos que contienen proteínas, distinguiéndose de los demás, sobre todo, en que es el más caro. En otro tiempo se pensó que las proteínas de la carne eran de superior calidad, pero ya en 1950 el British Medical Association's Committee on Nutrition (Comité de Nutrición de la Asociación Médica Británica) afirmaba:
Está generalmente aceptado que no importa que las unidades esenciales de proteína se deriven de alimentos vegetales o animales, siempre que aporten una mezcla adecuada de estas unidades en formas asimilables[35].
Algunas investigaciones más recientes han confirmado aún más esta conclusión. Sabemos ahora que el valor nutritivo de las proteínas consiste en los aminoácidos esenciales que contienen, ya que son estos los que determinan la cantidad de proteínas que puede utilizar el cuerpo. En tanto que es cierto que los alimentos animales, especialmente los huevos y la leche, tienen una composición de aminoácidos muy equilibrada, algunos alimentos vegetales como la soja y los frutos secos del tipo de las nueces contienen también una amplia gama de estos nutrientes. Además, al comer diferentes tipos de proteína vegetal a la vez, resulta fácil hacer una comida que proporcione un equivalente exacto de la proteína animal. Este principio se denomina «complementariedad proteica», pero no es necesario saber mucho de nutrición para ponerlo en práctica. El campesino que come sus judías o lentejas con arroz o maíz está poniendo en práctica la complementariedad proteica. Lo mismo hace la madre que le da a su hijo un sandwich de crema de cacahuete untada en pan integral, una combinación de dos alimentos, cacahuetes y trigo, que contienen proteínas. Las diversas formas de proteína de los distintos alimentos se combinan entre sí de tal modo que el cuerpo absorbe más proteínas si se comen juntos que por separado. Aun así, incluso sin el efecto complementario de la combinación de diferentes proteínas, la mayoría de las plantas alimenticias que comemos, no sólo los frutos secos, los guisantes y las judías, sino también el trigo, el arroz y las patatas, contienen suficiente proteína en sí mismas para proporcionar a nuestros cuerpos la proteína que necesitamos. Si evitamos la comida basura con alto contenido en azúcares o grasas y nada más, casi la única manera de que no consigamos suficiente proteína será siguiendo una dieta insuficiente en calorías[36].
Las proteínas no son el único elemento nutritivo de la carne, pero los demás pueden obtenerse fácilmente con un régimen vegetariano y sin poner un cuidado especial. Tan sólo los veganos, que no ingieren ningún producto animal en absoluto, necesitan tener un cuidado especial con su alimentación. Parece ser que hay una sustancia nutritiva necesaria, y sólo una, que normalmente no se encuentra en los vegetales; es la vitamina B12, presente en los huevos y la leche, pero no de forma directamente asimilable en las plantas alimenticias. Se puede obtener, sin embargo, de algas marinas como el kelp, de una salsa de soja hecha por el sistema tradicional japonés de fermentación, o del tempero, un producto de soja fermentada que se consume en partes de Asia y que a menudo se encuentra en establecimientos de alimentos naturales occidentales. También es posible que la produzcan microorganismos de nuestros propios intestinos. Estudios de veganos que aparentemente no han usado fuente alguna de B12 durante muchos años han mostrado que los niveles de esta vitamina en la sangre se mantienen aún dentro de la media normal. Sin embargo, para tener la seguridad de que se evita esta deficiencia, es simple y barato tomar vitaminas B12. La B12 en pastillas se obtiene de bacterias criadas en alimentos vegetales. Estudios realizados con niños pertenecientes a familias de veganos demuestran que su desarrollo es normal cuando sus dietas contienen un suplemento de vitamina B12, aunque no hayan comido alimentos animales desde el destete[37].
En este capítulo he intentado aclarar las dudas que pueden surgir al considerar la idea de hacerse vegetariano y que se pueden expresar y explicar fácilmente. Pero algunas personas tienen una resistencia más profunda que les impide decidirse. Quizá la razón de que se vacile sea el miedo a que los amigos le tomen a uno por chiflado. Cuando mi esposa y yo empezamos a plantearnos volvernos vegetarianos hablamos de esto. Nos preocupaba que se convirtiera en una forma de aislamiento de nuestros amigos no vegetarianos, y en aquel tiempo ninguno de nuestros amigos antiguos lo era. Ciertamente, hacernos vegetarianos juntos hizo que esta decisión fuera mucho más fácil de tomar, pero tal y como salieron las cosas no teníamos por qué preocuparnos. Explicamos nuestra decisión a nuestros amigos y comprendieron que teníamos buenas razones para ello. No todos se hicieron vegetarianos, pero tampoco dejaron de ser amigos nuestros; de hecho, creo que más bien disfrutaban invitándonos a cenar y mostrándonos lo bien que podían cocinar sin carne. Es posible, por supuesto, encontrarse con personas que le consideren a uno un chiflado. Hoy en día esto es mucho menos probable que hace unos años, porque ahora hay muchos más vegetarianos. Pero si esto sucede, recuerde que se halla en buena compañía. Al principio, los mejores reformadores —los que se opusieron antes que nadie al comercio de esclavos, las guerras nacionalistas y la explotación de los niños que trabajaban catorce horas al día en las fábricas de la Revolución Industrial— fueron tildados de locos por aquellos cuyos intereses eran inseparables de los abusos a los que se oponían.