cómo se emplean tus impuestos.
Proyecto X, una conocida película estrenada en 1987, proporcionó a los norteamericanos sus primeras nociones sobre experimentos con animales realizados por sus propias fuerzas armadas. El tema de la película se centra en un experimento de la fuerza aérea para comprobar si los chimpancés podían continuar «pilotando» un avión de simulación después de haber sido expuestos a radiaciones. Un joven cadete de aviación destinado al laboratorio toma cariño a un chimpancé con el que se puede comunicar a través del lenguaje de los signos. Cuando al chimpancé le llega el turno de exponerse a las radiaciones, el joven (con la ayuda de su atractiva novia, naturalmente) decide liberar a los chimpancés.
La trama era ficticia, pero no los experimentos. Se basaban en experimentos que habían sido realizados a lo largo de muchos años en la Base de la Fuerza Aérea de Brooks, en Texas, y aún hoy siguen realizándose variantes de los mismos. Pero los espectadores se quedaron sin saber la historia completa. Lo que les ocurría a los chimpancés de la película era una versión muy atenuada de lo que realmente ocurre, por lo que debemos abordar los propios experimentos tal y como se describen en los documentos publicados por la Base de la Fuerza Aérea de Brooks.
Como se indicaba en la película, los experimentos requieren un tipo de simulador de vuelo. El aparato se llama Plataforma de Equilibrio de Primates, o PEP. Consiste en una plataforma que puede girar y saltar como un avión. Los monos se sientan en una silla que forma parte de la plataforma. Enfrente tienen una palanca de control con la que la plataforma puede regresar a la posición horizontal. Una vez que los monos han sido entrenados para hacer esto, son sometidos a radiaciones y a agentes de guerra química con el fin de ver cómo afectan a su habilidad para volar. (Ver fotografía de la PEP).
El procedimiento normal de entrenamiento del PEP se describe en una publicación de la Base de la Fuerza Aérea de Brooks titulada «Procedimiento de Entrenamiento de la Plataforma de Equilibrio de Primates[1]». He aquí un resumen:
Fase I (adaptación a la silla): Los monos son «sujetados» (en otras palabras, atados) a la silla de la PEP una hora diaria durante cinco días, hasta que se quedan sentados tranquilamente.
Fase II (adaptación a la palanca): Los monos son sujetados a la silla de la PEP. Se inclina la silla hacia adelante y los monos reciben choques eléctricos. Esto hace que el mono «gire en la silla o muerda la plataforma […] Este comportamiento se reconduce hacia la mano enguantada [del experimentador], que se coloca directamente encima de la palanca de control». Tocar la mano provoca el cese del choque eléctrico, y el mono (que ese día no ha ingerido alimento alguno) recibe una uva pasa. Esto se le hace a cada mono cien veces al día por un período de entre cinco y ocho días.
Fase III (manipulación de la palanca): En esta fase, cuando la PEP es inclinada hacia adelante, no basta simplemente con tocar la palanca para interrumpir el choque eléctrico. Los monos siguen recibiendo las descargas hasta que tiran hacia atrás de la palanca. Este proceso se repite cien veces al día.
Fases IV a VI (empujar la palanca hacia adelante y tirar de la palanca hacia atrás): En estas fases, la PEP es inclinada hacia atrás y los monos reciben descargas hasta que empujan la palanca hacia adelante. Entonces la PEP es inclinada de nuevo hacia adelante, y deben volver a aprender a tirar de la palanca hacia atrás. Esto se repite cien veces al día. Después la plataforma se mueve indiscriminadamente hacia adelante y hacia atrás y los monos reciben otra vez descargas eléctricas hasta que responden adecuadamente.
Fase VII (operación de la palanca de control): Hasta ahora, aunque los monos han estado moviendo la palanca hacia atrás y hacia adelante, esto no ha influido en la posición de la plataforma. Ahora el mono controla la posición de la plataforma al manejar la palanca. En esta fase, la descarga eléctrica automática no funciona. Las descargas se administran manualmente cada tres o cuatro segundos aproximadamente, con una duración de 0,5 segundos. Esta secuencia es más lenta que la anterior, para asegurarse de que un comportamiento correcto no se castiga y por tanto, usando la jerga del manual, no es «extinguido». Si el mono no actúa como se esperaba, el entrenamiento regresa a la fase VI. En caso positivo, el entrenamiento continúa en esta fase hasta que el mono puede mantener la plataforma a un nivel prácticamente horizontal y evitar el 80% de las descargas administradas. El tiempo marcado para entrenar a los monos en las fases III a VII es de diez a doce días.
Tras este período, el entrenamiento continúa durante otros veinte días. Durante este período, se emplea un sistema aleatorio para hacer que la silla se mueva y gire más violentamente, pero el mono debe mantener el mismo nivel de actuación mientras devuelve la silla a su posición horizontal. Si no lo hace, recibirá frecuentes descargas eléctricas.
Todo este entrenamiento, que comprende miles de choques eléctricos, es un mero paso preliminar al experimento real. Cuando los monos llegan a mantener regularmente la plataforma en su posición horizontal la mayor parte del tiempo, son expuestos a dosis letales o sub-letales de radiación o a agentes de guerra química, para comprobar durante cuánto tiempo pueden «pilotar» la plataforma. Así, con náuseas y probablemente vomitando debido a la dosis fatal de radiación, se les fuerza a tratar de mantener la plataforma horizontal, y si fallan reciben frecuentes descargas eléctricas. Aquí tenemos un ejemplo, extraído de un informe[2] de la Escuela de Medicina Aeroespacial de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, publicado en octubre de 1987 —después de haber sido estrenada la película Proyecto X.
El informe se titula «Funcionamiento del equilibrio de los monos después de ser expuestos a soman: efectos de las exposiciones diarias repetidas a dosis bajas de soman». Soman es otra denominación para el gas nervioso, agente de la guerra química que causó terribles daños a los ejércitos en la Primera Guerra Mundial y que, afortunadamente, se ha usado muy poco en guerras posteriores. El informe comienza mencionando varios informes previos en los que el mismo equipo de investigadores estudió los efectos de la «exposición aguda al soman», tal y como ocurrieron en la PEP. Sin embargo, este estudio concreto es sobre los efectos de dosis bajas recibidas a lo largo de varios días. En este experimento, los monos habían estado operando la plataforma «al menos semanalmente» por un mínimo de dos años y habían recibido diversas drogas y dosis bajas de soman con anterioridad, pero no durante las seis semanas previas.
Los experimentadores calcularon las dosis de soman que serían suficientes para reducir la habilidad de los monos para hacer funcionar la plataforma. Naturalmente, para que el cálculo se pudiera llevar a cabo los monos habrían recibido descargas eléctricas debido a su incapacidad de mantener la plataforma nivelada. Aunque el informe se refiere principalmente a los efectos del veneno en el nivel de rendimiento de los monos, ofrece también información sobre otros efectos de las armas químicas:
El sujeto estaba completamente incapacitado el día siguiente a la última exposición, mostrando síntomas neurológicos que incluían un alto grado de incoordinación, debilidad y temblor […] Estos síntomas persistieron varios días, durante los cuales el animal no pudo realizar su tarea en la PEP[3].
El doctor Donald Barnes fue durante varios años el principal investigador de la Escuela de Medicina Aeroespacial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y responsable de los experimentos con la PEP en la Base Aérea de Brooks. Barnes estima que irradió a unos mil monos entrenados durante sus años en este puesto. Posteriormente ha escrito:
Durante algunos años había tenido dudas sobre la utilidad de la información que estábamos consiguiendo. Hice algunos intentos de saber cuál era el destino y el propósito de los informes técnicos que publicábamos, pero ahora reconozco mis ganas de aceptar los razonamientos de mis superiores sobre el servicio real que se estaba proporcionando a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y, por tanto, a la defensa del mundo libre. Utilicé estas aseveraciones como si fueran una venda en los ojos para no ver la realidad, y, aunque nunca la llevé cómodamente, me protegió de las inseguridades asociadas a la potencial pérdida de prestigio y situación económica…
Pero un buen día la venda se cayó y me encontré en un serio enfrentamiento con el Dr. Roy DeHart, comandante de la Escuela de Medicina Aeroespacial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Intenté mostrarle que en caso de una confrontación nuclear no es muy probable que los altos jefes operacionales fueran a consultar gráficos y cálculos basados en datos procedentes de monos rhesus para hacer estimaciones de la fuerza probable o de la capacidad de contraataque. El Dr. DeHart insistió en que la información sería inestimable, y afirmó: «Ellos no saben que estos datos se basan en estudios con animales[4]».
Barnes presentó su dimisión y se ha convertido en un gran oponente a la experimentación animal, pero los experimentos con la PEP han continuado.
Proyecto X levantó la cortina de un tipo de experimento realizado por los militares. Lo hemos examinado con cierto detalle, aunque nos llevaría mucho tiempo describir todas las formas de radiaciones y agentes de guerra química experimentados sobre monos, a diferentes dosis, en la PEP. Lo que ahora necesitamos comprender es que esta es sólo una parte muy reducida del total de experimentación militar con animales. La inquietud ante este tipo de experimentación se remonta a varios años atrás.
En julio de 1973, el congresista por Wisconsin, Les Aspin, se enteró a través de un anuncio en un periódico poco conocido que las fuerzas aéreas estadounidenses estaban proyectando comprar 200 cachorros de beagle, con las cuerdas vocales ligadas para impedir que ladraran normalmente, a fin de realizar experimentos con gases venenosos. Poco tiempo después se supo que el ejército también se proponía utilizar beagles —esta vez, 400— para experimentos similares.
Aspin desencadenó una protesta vigorosa, apoyado por las asociaciones contra la vivisección. Se insertaron anuncios en los periódicos más importantes de todo el país y empezaron a llover las cartas de un país indignado. Un funcionario del Armed Services Committee de la Cámara de Representantes dijo que el comité había recibido más correspondencia sobre los beagles que sobre ningún otro tema desde que Truman había despedido al general McArthur, y un comunicado interno del Ministerio de la Defensa hecho público por Aspin afirmaba que el volumen de correspondencia recibido por el Ministerio fue mayor que el de ningún otro acontecimiento previo, superando incluso al recibido con motivo de los bombardeos del Vietnam del Norte y de Camboya[5]. Después de un primer momento de defender los experimentos, el Ministerio de Defensa anunció que los iba a posponer y que iba a considerar la posibilidad de sustituir a los beagles por otros animales.
Todo esto constituyó un episodio bastante curioso; curioso porque el furor del público contra este experimento concreto implicaba una ignorancia considerable acerca de los experimentos habituales que practican los ejércitos, laboratorios de investigación, universidades y firmas comerciales de muy diversos tipos. Es cierto que los experimentos propuestos por las fuerzas aéreas y el ejército fueron proyectados de tal forma que no había ninguna certidumbre de que el sufrimiento y la muerte de muchos animales fueran a salvar ni una sola vida humana ni a beneficiar de algún modo a los humanos; pero lo mismo podría decirse de los millones de experimentos que, sólo en Estados Unidos, se realizan cada año. Quizá surgiera la preocupación porque los experimentos se iban a realizar con beagles. Pero, de ser así, ¿por qué no ha habido protestas por el siguiente experimento, realizado más recientemente?
Bajo la dirección del Laboratorio de Desarrollo e Investigación de Bioingeniería Médica del Ejército de Estados Unidos en Fort Detrick, en Frederick, Maryland, los investigadores suministraron a 60 beagles diversas dosis del explosivo TNT. Los perros recibieron el TNT en cápsulas todos los días durante seis meses. Los síntomas observados incluían deshidratación, emaciación, anemia, ictericia, baja temperatura corporal, orina y heces descoloridas, diarrea, pérdida de apetito y de peso, aumento del tamaño del hígado, los riñones y el bazo, y los perros perdían la coordinación. Una hembra fue «encontrada moribunda» durante la semana 14 y fue sacrificada; otra fue encontrada muerta en la semana 16. El informe indica que el experimento representa «una porción» de los datos que el laboratorio de Fort Detrick está desarrollando sobre los efectos del TNT en mamíferos. Puesto que los daños fueron observados incluso en las dosis más bajas, el estudio no logró establecer el nivel en el que el TNT no tenía efectos observables; por lo que el informe concluye diciendo que «convendría seguir con estudios adicionales […] del TNT en perros beagles[6]».
En todo caso, no debemos limitar nuestra preocupación a los perros. La gente tiende a inquietarse por los perros porque convive con ellos como animales de compañía, pero otros animales tienen su misma capacidad de sufrimiento. Poca gente siente lástima por las ratas y, sin embargo, la rata es un animal inteligente y no puede haber lugar a dudas de que las ratas son capaces de sufrir, y de que sufren por innumerables y dolorosos experimentos que se hacen con ellas. Si el ejército dejara de hacer experimentos con perros y usara en su lugar ratas, también deberíamos preocuparnos.
Algunos de los peores experimentos militares se llevan a cabo en un lugar conocido como AFRRI —Instituto de Investigación de Radiobiología de las Fuerzas Armadas en Bethesda, Maryland—. Aquí, en lugar de usar una PEP, los experimentadores han atado a los animales a sillas y los han irradiado, o bien les han entrenado para que aprieten palancas y han observado los efectos de la irradiación sobre su rendimiento. También han entrenado a monos para correr en una «rueda de actividad», que es una especie de cinta cilíndrica sin fin (ver fotografía). Los monos reciben descargas eléctricas a menos que mantengan la rueda en movimiento a velocidades superiores a una milla por hora.
En un experimento donde se utilizaba la rueda de actividad para monos, Carol Franz, del Departamento de Ciencias del Comportamiento de AFRRI, entrenó a 39 monos durante nueve semanas, dos horas diarias, hasta que pudieron alternar períodos de «trabajo» y de «descanso» durante seis horas seguidas. Después fueron sometidos a dosis variables de radiación. Los monos que recibían las dosis más altas vomitaron hasta siete veces. Después fueron devueltos a la rueda de actividad para medir el efecto de la radiación en su habilidad para «trabajar». Durante este período, si un mono no movía la rueda durante un minuto «la intensidad de la descarga era aumentada a 10 mA». (Esta es una descarga eléctrica extremadamente intensa, incluso para los criterios excesivos de la experimentación animal americana; debe de causar un dolor inmenso). Algunos monos continuaron vomitando en la rueda de actividad. Franz informa de los efectos de las diferentes dosis de radiación en el rendimiento. El informe también indica que los monos irradiados tardaban entre día y medio y cinco días en morir[7].
Puesto que no deseo agotar todo este capítulo describiendo los experimentos realizados por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, me centraré ahora en la experimentación no militar (aunque también examinaremos por encima uno o dos experimentos militares relevantes para otros temas). Mientras tanto, espero que los contribuyentes estadounidenses, sin importar el volumen que crean que debe tener el presupuesto militar, se pregunten: ¿Es esto lo que yo quiero que el ejército haga con mis impuestos?
Por supuesto, no debemos juzgar toda la experimentación con animales por los experimentos que acabo de describir. Las fuerzas armadas, se podría pensar, están endurecidas ante el sufrimiento por su concentración en la guerra, la muerte y el daño. Sin duda, la investigación científica auténtica será muy diferente, ¿verdad? Ya lo veremos. Para comenzar nuestro examen de la investigación científica no militar, permitiré al profesor Harry F. Harlow que se explique por sí mismo. El profesor Harlow, que trabajó en el Centro de Investigación de Primates en Madison, Wisconsin, fue durante muchos años editor de una revista de psicología de primera línea, y hasta su muerte hace pocos años gozaba de gran prestigio entre sus colegas del campo de la investigación en psicología. Su trabajo se ha elogiado en muchos libros de texto básicos de psicología, leídos por millones de estudiantes de cursos de introducción a la psicología durante los últimos veinte años. La línea de investigación que él comenzó ha sido continuada después de su muerte por sus compañeros y antiguos estudiantes.
En un informe de 1965, Harlow describe su trabajo como sigue:
Durante los últimos diez años hemos estudiado los efectos del aislamiento social parcial criando monos desde su nacimiento en jaulas de alambre […] Estos monos sufren de una privación maternal total […] Más recientemente, hemos iniciado una serie de estudios del efecto del aislamiento social total criando monos desde pocas horas después del nacimiento hasta los 3, 6 o 12 meses de edad en una cámara de acero inoxidable. Durante la condena prescrita en este aparato, el mono no tiene contacto alguno con ningún otro animal, humano o subhumano.
Estos estudios, continúa Harlow, mostraron que
un temprano aislamiento lo bastante continuado y severo reduce a estos animales a un nivel socio-emocional en el que la respuesta social primaria es el miedo[8].
En otro artículo, Harlow y su antiguo alumno y asociado Stephen Suomi describían cómo estaban tratando de inducir psicopatologías en jóvenes monos por medio de una técnica que no parecía dar resultados. Recibieron entonces la visita de John Bowlby, un psiquiatra británico. Según el informe de Harlow, Bowlby escuchó un recuento de sus problemas y luego visitó el laboratorio de Wisconsin. Después de ver a los monos en sus jaulas de alambre, les preguntó: «¿Por qué están tratando de inculcar psicopatologías a monos? Ya tienen más monos psicopatológicos en el laboratorio de los que se hayan visto nunca sobre la faz de la tierra[9]».
Bowlby, por otro lado, era un investigador de primera línea de las consecuencias de la privación materna, pero sus investigaciones se desarrollaban con niños, principalmente huérfanos de guerra, refugiados y niños recluidos en instituciones. Desde antes de 1951, incluso antes de que Harlow comenzara su investigación con primates no humanos, Bowlby había llegado a la siguiente conclusión:
Las pruebas se han revisado. Se entiende que las pruebas son tales que no dejan lugar a dudas respecto al enunciado general de que la privación prolongada en un niño pequeño del cuidado materno puede tener unos efectos graves y de largo alcance sobre su carácter durante el resto de su vida[10].
Esto no disuadió a Harlow y sus colegas de inventar y realizar experimentos con monos.
En el mismo artículo en el que nos cuentan la visita de Bowlby, Harlow y Suomi describen cómo tuvieron la «fascinante idea» de inducir depresión «permitiendo que los bebés de monos se apegaran a madres de trapo sustitutorias que se podían convertir en monstruos»:
El primero de estos monstruos era una mona madre de trapo que, programada o al recibir una orden, soltaba aire comprimido a alta presión y casi le arrancaba la piel al animal. ¿Qué hacía el bebé mono? Simplemente se agarraba con más y más fuerza a la madre, porque un bebé atemorizado se agarra a su madre pase lo que pase. No conseguimos psicopatología alguna.
Sin embargo, no desistimos. Construimos otra madre monstruo sustitutoria que se mecía tan violentamente que la cabeza y los dientes del bebé castañeaban. Todo lo que el bebé hizo fue agarrarse con mayor fuerza aún a la sustituta. El tercer monstruo que construimos tenía incrustado dentro del cuerpo un marco de metal que saltaba hacia adelante y propulsaba al bebé fuera de su superficie ventral. El bebé se levantaba del suelo, esperaba a que los muelles se metieran de nuevo dentro del cuerpo de tela y volvía a agarrarse a la madre sustitutoria. Por último, construimos nuestra madre puercoespín. Al recibir una orden, esta madre sacaba afilados pinchos de metal por toda la superficie ventral de su cuerpo. Aunque los bebés se quedaban desconsolados ante estas puntiagudas expulsiones, simplemente esperaban hasta que los pinchos retrocedían, volvían y se agarraban a la madre.
Estos resultados, comentan los experimentadores, no eran tan sorprendentes, puesto que el único recurso de un bebé herido es aferrarse a su madre.
Con el tiempo, Harlow y Suomi cesaron de usar madres monstruo artificiales ya que encontraron algo mejor: una mona madre de verdad que era un monstruo. Para producir tales madres, criaron monas hembra en aislamiento total, y después trataron de dejarlas preñadas. Desgraciadamente, estas hembras no tenían relaciones sexuales normales con monos machos, por lo que tenían que ser preñadas con una técnica que Harlow y Suomi denominan «potro de violación». Cuando los bebés nacieron los experimentadores observaron a las monas. Encontraron que algunas simplemente ignoraban a los bebés que lloraban y no los acunaban acercándolos al pecho, como hacen los monos normales cuando escuchan llorar a su bebé. El otro comportamiento que observaron era diferente:
Las otras monas eran brutales o letales. Uno de sus trucos favoritos era aplastar el cráneo del bebé con sus dientes. Pero el comportamiento realmente horrible era el de aplastar la cara del bebé contra el suelo y después restregarla de un lado para otro[11].
En un artículo de 1972, Harlow y Suomi dicen que, puesto que la depresión de los humanos se ha caracterizado por conllevar un estado de «indefensión y desaliento, sumido en un pozo de desesperación», diseñaron un mecanismo «sobre bases intuitivas» para reproducir ese «pozo de desesperación» física y psicológicamente. Construyeron una cámara vertical con lados de acero inoxidable inclinados hacía adentro de tal modo que formaban un fondo circular, donde colocaron un mono joven durante períodos de hasta cuarenta y cinco días. Comprobaron que después de unos días de encierro el mono «pasaba la mayor parte del tiempo acurrucado en un rincón de la cámara». El cautiverio provocó «un comportamiento psicopatológico grave y persistente de naturaleza depresiva». Incluso nueve meses después de haber sido liberados, los monos seguían sentándose cruzando los brazos alrededor del cuerpo, en lugar de moverse y explorar el entorno como hacen los monos normales. Pero el informe concluye, de manera no concluyente e inquietante:
El que (los resultados) puedan o no referirse específicamente a variables concretas como la forma de la cámara, el tamaño, la duración del encierro, la edad a la que se produjo, el entorno social anterior y/o subsiguiente o, más probablemente, a una combinación de estas y otras variables, es una cuestión que hay que seguir investigando[12].
Otro estudio explica cómo, además del «pozo de la desesperación», Harlow y sus colegas crearon un «túnel del terror» para producir monos aterrorizados[13] y, en otro informe más, Harlow describe cómo consiguió «inducir la muerte psicológica a unos monos rhesus» dotándoles de unas «madres sustitutorias» cubiertas de felpa que, mantenidas normalmente a una temperatura de 37°C, se podían enfriar rápidamente hasta alcanzar poco más de 1°C para simular un tipo de rechazo materno[14].
Harlow ya ha muerto, pero sus alumnos y admiradores se han extendido por todos los Estados Unidos y continúan realizando experimentos del mismo calibre. John P. Capitano, bajo la dirección de uno de los alumnos de Harlow, W. A. Masón, ha realizado experimentos de privación en el Centro de Investigación de Primates de California en la Universidad de California, Davis. En estos experimentos, Capitano comparaba el comportamiento social de monos rhesus «criados» por un perro con el de monos «criados» por un caballito de plástico. Llegó a la conclusión de que «aunque los miembros de ambos grupos eran claramente anormales respecto a sus interacciones sociales», los monos que se habían mantenido con el perro se desarrollaban mejor que los criados con el juguete de plástico[15].
Después de abandonar Wisconsin, Gene Sackett continuó los estudios de privación en el Centro de Primates de la Universidad de Washington. Sackett ha criado monos rhesus, macacos y macacos cangrejeros en aislamiento total para estudiar las diferencias de comportamiento personal, comportamiento social y comportamiento exploratorio. Encontró diferencias entre las diferentes especies de monos que «ponen en tela de juicio la generalidad del “síndrome de aislamiento” en las especies de primates». Si hay diferencias incluso entre especies de monos estrechamente relacionadas, la generalización desde monos a humanos debe de ser mucho más cuestionable[16].
Martin Reite, de la Universidad de Colorado, dirigió experimentos de privación con monos capuchinos y macacos crestados. Sabía que las observaciones de chimpancés salvajes huérfanos hechas por Jane Goodall describían «trastornos profundos del comportamiento, con tristeza o cambios afectivos depresivos como componentes principales». Pero como «en comparación con los estudios sobre monos se ha publicado relativamente poco sobre las separaciones experimentales en grandes monos», él y otros experimentadores decidieron estudiar a siete chimpancés bebés que habían sido separados de sus madres al nacer y criados en un ambiente de guardería. Después de períodos comprendidos entre siete y diez meses, algunos bebés fueron colocados en cámaras de aislamiento durante cinco días. Los bebés aislados chillaban, se mecían y se arrojaban contra las paredes de la cámara. Reite concluyó que «el aislamiento en chimpancés jóvenes puede venir acompañado de grandes cambios de comportamiento», aunque señalaba que (sí, lo han adivinado) era necesario seguir investigando[17].
Desde que Harlow comenzó sus experimentos de privación materna hace unos treinta años, se han realizado más de 250 experimentos de este tipo en Estados Unidos. Estos experimentos sometieron a más de siete mil animales a procedimientos que inducían angustia, desesperación, ansiedad, devastación psicológica general y muerte. Como muestran algunas de las citas anteriores, ahora la investigación se alimenta de sí misma. Reite y sus colegas experimentaron con chimpancés porque el trabajo experimental con primates grandes había sido relativamente escaso comparado con los monos. Parece que no necesitaron hacerse la pregunta básica de por qué habríamos de realizar experimentos sobre privación materna en animales. Ni siquiera trataron de justificar sus experimentos alegando que podrían ser beneficiosos para los seres humanos. El que ya tengamos un alto número de observaciones sobre chimpancés salvajes huérfanos no parece que les importase. Su actitud era obvia: esto se ha hecho con animales de una especie pero no con animales de otra, así que hagámoslo. La misma actitud se repite constantemente a través de las ciencias psicológicas y del comportamiento. La parte más sorprendente de la historia es lo que han pagado los contribuyentes —más de 58 millones de dólares tan sólo para investigar la privación materna[18]—. En este aspecto, pero no sólo en este, la experimentación con animales en la vida civil no se diferencia tanto de la experimentación militar.
La práctica de la experimentación con animales no humanos tal y como se ha extendido hoy en todo el mundo revela las consecuencias del especismo. Muchos experimentos causan dolores extremos sin que exista la más remota probabilidad de obtener beneficios importantes para los humanos u otros animales. No se trata de ejemplos aislados, sino de parte de una gran industria. En Inglaterra, donde a los investigadores se les exige que informen del número de «procedimientos científicos» realizados con animales, las cifras oficiales del Gobierno muestran que en 1988 se habían llevado a cabo 3,5 millones de procedimientos científicos con animales[19]. En Estados Unidos no existen cifras de una exactitud comparable. El Ministerio de Agricultura de este país, conforme al Animal Welfare Act, publica un informe con el número de animales utilizados en las instituciones en él registradas, pero es una lista muy incompleta. No incluye ratas, ratones, aves, reptiles, ranas, ni animales domésticos de granja utilizados con fines experimentales; tampoco incluye a los animales utilizados en las escuelas de enseñanza secundaria, ni los experimentos realizados por instituciones que no transportan a los animales de un estado a otro ni reciben subvenciones o contratos del Gobierno federal.
En 1986, la US Congress Office of Technology Assessment (OTA) publicó un informe titulado «Alternativas al Uso de Animales en Investigación, Pruebas y Educación». Los investigadores de la OTA intentaron determinar el número de animales usados en Estados Unidos para la experimentación e informaron que «el cálculo aproximado de animales utilizados cada año en Estados Unidos estaba entre diez y más de cien millones». Concluyeron que estas cifras no eran totalmente fiables, pero su mejor valoración estaba «al menos entre 17 y 22 millones[20]».
Este cálculo es extremadamente conservador. La Asociación de Criadores de Animales de Laboratorio calculó, dando testimonio ante comités del Congreso en 1966, que el número de ratones, ratas, cobayas, hamsters y conejos dedicado a la experimentación durante el año 1965 ascendió a 60 millones aproximadamente[21]. En 1984, el doctor Andrew Rowan, de la Escuela de Veterinaria de Tufts University, calculaba que cada año se utilizan cerca de 71 millones de animales. En 1985, Rowan revisó sus cifras para diferenciar entre el número de animales producidos, adquiridos y aquellos que realmente habían sido utilizados. Esto dio una valoración de entre 25 y 35 millones de animales usados cada año en experimentos[22]. (Esta cifra no incluye animales que mueren en el transporte o son muertos antes de que comience el experimento). Un análisis del mercado bursátil de simplemente uno de los suministradores principales de animales de laboratorio, el Charles River Breeding Laboratory, señalaba que tan sólo esta compañía producía 22 millones de animales de laboratorio al año[23].
El informe de 1988 publicado por el Departamento de Agricultura incluía 140.471 perros, 42.271 gatos, 51.641 primates, 431.457 cobayas, 331.945 hamsters, 459.254 conejos y 178.249 «animales salvajes»; un total de 1.635.288 utilizados en experimentación. Recuérdese que este informe no se molesta en contar ratas y ratones, y cubre, como máximo, un 10% aproximado del número total de animales utilizados. De los casi 1,6 millones de animales que según el Departamento de Agricultura se usaron con fines experimentales, se especifica que más de 90.000 han sufrido «dolor y angustia agudos». Una vez más, esto probablemente cubra, a lo sumo, un 10% del número total de animales que sufren angustia y dolor agudos —y si a los experimentadores les preocupa menos causar dolor agudo a ratas y ratones que a perros, gatos y primates, esta proporción podría ser aún menor.
También otras naciones desarrolladas utilizan grandes cantidades de animales. En Japón, por ejemplo, un estudio muy incompleto publicado en 1988 reveló un total por encima de los ocho millones[24].
Una forma de comprender la naturaleza de la experimentación animal como industria a gran escala es estudiar los productos comerciales que fabrica y la forma en que se venden. Entre estos «productos» están, naturalmente, los propios animales. Hemos visto cuántos animales producen los Charles River Breeding Laboratories. En revistas como Lab Animal, los animales se anuncian como si fueran coches. Bajo una fotografía de dos cobayas, uno normal y otro completamente pelado, el anuncio dice:
Cuando se trata de cobayas, usted puede elegir. Puede optar por nuestro modelo normal que se presenta completo con pelo. O probar nuestro nuevo modelo 1988, sin pelo, si desea una mayor rapidez y eficacia.
Nuestros cobayas sin pelo, eutímicos, son el producto de años de cría. Pueden utilizarse en estudios dermatológicos de agentes productores de cabello. Sensibilización de la piel. Terapia transdermal. Estudios ultravioletas. Y mucho más.
Un anuncio de Charles River en Endocrinology (junio de 1985) preguntaba:
«¿Quiere usted ver nuestra operación?»
Cuando se trata de operaciones, le ofrecemos justo lo que el doctor recetó. Hipofisectomías, adrenalectomías, castraciones, timectomías, ovariohisterectomías y tiroidectomías. Realizamos miles de «endocrinectomías» cada mes a ratas, ratones o hamsters. Además de cirugía especial añadida (esplenectomía, nefrectomía, cecetomía) por encargo […] Para animales de investigación alterados quirúrgicamente, contacten (número de teléfono). Nuestros teléfonos están libres casi a todas horas.
Además de los propios animales, los experimentos con animales han creado un mercado de equipo especializado. Nature, una revista científica británica de primera línea, incluye una sección llamada «Nuevo en el Mercado» que recientemente informaba a sus lectores sobre una nueva pieza de equipo de investigación:
El instrumento de investigación con animales más moderno de Columbus Instruments es una cinta continua estanca que permite recoger datos sobre el consumo de oxígeno durante el ejercicio. La cinta tiene avenidas aisladas para correr, con estimulación de descarga eléctrica independiente, y se pueden configurar para acoger hasta cuatro ratas o ratones […] El sistema básico de 9737 libras esterlinas incluye un control de velocidad de la cinta y un administrador de descargas de voltaje ajustable. Se puede programar el sistema totalmente automático de 13.487 libras para realizar experimentos consecutivos con períodos alternos de descanso, y automáticamente registra el número de viajes a la rejilla electrificada, el tiempo de ejercicio y el tiempo pasado en la rejilla electrificada[25].
Columbus Instruments fabrica otros aparatos ingeniosos. Se anuncia en Lab Animal:
El Medidor de Convulsiones de Columbus Instruments hace posible la medición objetiva y cuantitativa de las convulsiones de los animales. Una célula sensora de precisión de la plataforma de carga convierte los componentes verticales de la fuerza de convulsión en señales eléctricas proporcionales […] El usuario debe observar el comportamiento del animal y activar el medidor mediante un botón interruptor cuando se produce una convulsión. Al final del experimento se obtendrá la fuerza totalizada y el tiempo totalizado de las convulsiones.
También tenemos el Catálogo Completo de Ratas. Publicado por Harvard Bioscience, consiste en 140 páginas de equipo para experimentos con animales pequeños, todo ello escrito con la simpática jerga de la publicidad. Respecto a los sujetadores de plástico transparente para conejos, por ejemplo, el catálogo nos dice: «¡Lo único que se menea es la nariz!». No obstante, a veces se demuestra un poco de sensibilidad hacia la controvertida naturaleza del tema. Así, la descripción de la Jaula Transportadora de Roedores sugiere: «Use esta discreta jaula para llevar de un lugar a otro a su animal favorito sin llamar la atención». Además de las jaulas, electrodos, instrumentos quirúrgicos y jeringuillas habituales, el catálogo anuncia conos de restricción de roedores, sistemas de sujeción giratoria Harvard, guantes resistentes a la radiación, equipo de telemetría FM implantable, dietas líquidas para ratas y ratones en estudios de alcohol, decapitadores para animales pequeños y grandes e, incluso un emulsionante de roedores que «rápidamente reducirá los restos de un pequeño animal a una suspensión homogénea[26]».
Es de suponer que las grandes empresas no se molestarían en fabricar y anunciar tales equipos si no esperaran ventas considerables. Y los artículos no se compran a menos que vayan a utilizarse.
Entre las decenas de millones de experimentos realizados, sólo unos cuantos contribuyen a la investigación médica importante. En las universidades, facultades como las de agronomía y psicología utilizan cantidades ingentes de animales, y muchos más son utilizados con fines comerciales como probar cosméticos nuevos, champúes, colorantes alimentarios y otros productos que no son esenciales. Todo esto puede seguir ocurriendo sólo por el prejuicio que nos impide tomarnos en serio el sufrimiento de un ser que no pertenece a nuestra misma especie. El típico defensor de los experimentos con animales no niega que sufran. No puede negar este sufrimiento porque necesita poner de relieve las semejanzas entre los humanos y otros animales para sostener que sus experimentos pueden ser relevantes para propósitos humanos. El investigador que fuerza a unas ratas a escoger entre morirse de hambre o el electrochoque para ver si desarrollan úlceras (y sí las desarrollan), lo hace porque sabe que la rata tiene un sistema nervioso muy parecido al del ser humano, y se supone que siente un electrochoque de manera similar.
La oposición contra los experimentos con animales ha existido durante mucho tiempo, pero ha progresado poco debido a que los realizadores de los experimentos, apoyados por las compañías comerciales que obtienen un beneficio proporcionando los animales de laboratorio y el equipo, han sido capaces de convencer a los legisladores y al público de que la oposición proviene de fanáticos ignorantes que consideran más importantes los intereses de los animales que los de los seres humanos. Pero oponerse a lo que está sucediendo hoy no implica insistir en que se suspendan todos los experimentos inmediatamente. Basta con decir que se suspendan aquellos experimentos que no cumplan un objetivo directo y urgente, y que en los demás campos de investigación se sustituyan, siempre que sea posible, los experimentos que requieren animales por métodos alternativos que no los necesiten.
Para comprender por qué este cambio, modesto a simple vista, sería tan importante, tenemos que saber más acerca de los tipos de experimentos que se están llevando a cabo hoy y que se vienen realizando desde hace un siglo. Nos hallaremos entonces en mejores condiciones para valorar la afirmación de los defensores de la situación actual de que sólo se experimenta con animales cuando hay razones importantes para ello. En las páginas siguientes, por tanto, describimos algunos experimentos con animales. Su lectura no es una experiencia agradable, pero tenemos la obligación de enterarnos de lo que se hace en nuestra propia comunidad, sobre todo porque estamos financiando con nuestros impuestos la mayor parte de esta investigación. Si es preciso que los animales tengan que someterse a estos experimentos, lo menos que podemos hacer es leer los informes y mantenernos enterados. Esta es la razón de que no haya intentado suavizar o trivializar algunas cosas que se les hacen a los animales. Al mismo tiempo, tampoco he tratado de presentar las cosas peor de lo que son. Los informes que vamos a ver a continuación se han sacado de las descripciones escritas por los propios experimentadores y han sido publicadas por ellos mismos en las revistas científicas con las que se comunican entre sí.
Inevitablemente, los informes tienden a favorecer más a los investigadores que si los hiciera un observador externo. Existen dos razones para ello. Una es que los investigadores no van a poner de relieve el sufrimiento que han causado a menos que sea necesario hacerlo para comunicar los resultados del experimento, y esto ocurre en pocas ocasiones. Así, pues, el sufrimiento no suele sacarse a la luz. Puede que los experimentadores consideren innecesario incluir en sus informes ninguna mención de lo que ocurre cuando no se desconecta el mecanismo que provoca el electrochoque, cuando debía haberse apagado, o cuando los animales recuperan la consciencia en medio de una operación por una anestesia mal administrada, o cuando los animales desatendidos enferman y mueren durante el fin de semana. La segunda razón de que las publicaciones científicas sean una fuente favorable a los experimentadores es que solamente incluyen los experimentos que ellos y los editores de las publicaciones consideran significativos. Un comité del Gobierno británico descubrió que sólo cerca de una cuarta parte de los mismos llegaba a salir en la prensa[27]. No hay ninguna razón para creer que en Estados Unidos se publique una proporción más alta; por el contrario, puesto que la proporción de facultades universitarias de menor importancia, con investigadores de segundo orden, es mucho mayor en Estados Unidos que en Inglaterra, parece probable que la proporción de experimentos con resultados significativos sea aún menor.
Por tanto, debemos tener presente mientras leemos las páginas que siguen que han sido obtenidas de fuentes favorables a los experimentadores; y si los resultados de los experimentos no parecen tener la suficiente importancia como para justificar el sufrimiento que han causado, recuérdese que todos estos ejemplos proceden de la pequeña porción de experimentos que los editores consideraron lo bastante significativa como para publicarse. Una última advertencia. Los informes publicados en las revistas aparecen con los nombres de los investigadores. No los he omitido porque no veo ninguna razón para proteger a estas personas con la sombra del anonimato. No debería suponerse, sin embargo, que la gente mencionada sea especialmente maligna o cruel. Están haciendo aquello para lo que recibieron una preparación y que también hacen miles de colegas suyos. Con los experimentos no se intenta ilustrar el sadismo por parte de los investigadores a título individual, sino la más difundida mentalidad especista que permite que los investigadores hagan estas cosas sin considerar seriamente los intereses de los animales que utilizan.
Muchos de los experimentos más dolorosos se realizan en el campo de la psicología. Para dar una idea de las cantidades de animales con que se experimenta en estos laboratorios, piense que en 1986 el Instituto Nacional de Salud Mental financió 350 experimentos con animales. Este Instituto es simplemente una fuente de financiación federal de experimentación psicológica. La agencia gastó más de 11 millones de dólares en experimentos que incluían la manipulación directa del cerebro, más de cinco millones en experimentos que estudiaban los efectos de las drogas en el comportamiento, casi tres millones en experimentos sobre aprendizaje y memoria, y más de dos millones en experimentos de privación del sueño, estrés, temor y ansiedad. Esta agencia del Gobierno gastó en un año más de 30 millones de dólares en experimentos con animales[28].
Una de las formas más comunes de experimentación en el campo de la psicología es aplicar descargas eléctricas a los animales. Esto se puede hacer con el fin de descubrir cómo reaccionan los animales a diferentes clases de castigo o para entrenarles a realizar diferentes tareas. En la primera edición de este libro describí experimentos realizados a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta en los que los experimentadores administraban descargas eléctricas a los animales. He aquí un ejemplo de aquellos días:
O. S. Ray y R. J. Barret, del centro de investigación del Veterans Administration Hospital, Pittsburgh, aplicaron electrochoques a los pies de 1042 ratones. Después les provocaron convulsiones mediante descargas más intensas realizadas con unos electrodos especiales aplicados a los ojos de los animales o con pinzas sujetas a las orejas. Informaron que, desgraciadamente, algunos de los ratones que «habían completado con éxito el entrenamiento del Día Uno fueron hallados enfermos o muertos antes de las pruebas del Día Dos[29]».
Ahora, casi veinte años más tarde, mientras escribo la segunda edición de este libro, los experimentadores siguen inventando nuevas variaciones ridículas para probarlas en animales: W. A. Hillex y M. R. Denny, de la Universidad de California en San Diego, colocaban ratas en un laberinto y les administraban descargas eléctricas si, después de un intento incorrecto, en su siguiente prueba no elegían el camino a seguir en tres segundos. Llegaron a la conclusión de que «los resultados son claramente reminiscentes del trabajo anterior sobre fijación y regresión en la rata, en el que los animales recibían descargas típicamente en el tallo del laberinto en forma de T justo antes del punto de elección». (En otras palabras, administrar a las ratas descargas eléctricas en el lugar del laberinto donde tenían que escoger, en vez de antes de ese punto —la faceta nueva de este experimento concreto—, no producía ninguna diferencia significativa). Los experimentadores pasan a citar trabajos realizados en 1933, 1935 y más años hasta 1985[30].
El siguiente experimento es simplemente un intento de mostrar que algunos resultados ya conocidos en humanos también son aplicables a ratones: Curt Spanis y Larry Squire, de la Universidad de California en San Diego, utilizaron dos tipos diferentes de descargas en un experimento diseñado para examinar cómo el «choque electroconvulsivo» afecta a la memoria de los ratones. Los ratones fueron colocados en el lado iluminado de una cámara de dos compartimentos, manteniéndose el otro oscuro. Cuando los ratones cruzaban del compartimento iluminado al oscuro, sus pies recibían una descarga eléctrica. Después del «entrenamiento» los ratones recibían «tratamiento de choque electroconvulsivo […] administrado cuatro veces con intervalos de una hora [… y] los ataques aparecieron en cada caso». El tratamiento de choque electroconvulsivo causó amnesia retrorregresiva, que duraba al menos veintiocho días. Spanis y Squire llegaron a la conclusión de que esto sucedía porque los ratones no recordaban que tenían que evitar pasar al compartimento oscuro, lo que hacía que recibieran las descargas eléctricas. Spanis y Squire indicaron que sus descubrimientos estaban «en línea» con los descubrimientos que Spanis ya había hecho en estudios basados en pacientes psiquiátricos. Reconocieron que los resultados del experimento «no pueden apoyar o negar firmemente» las ideas sobre la pérdida de la memoria debido a la «alta variación de los resultados en los diferentes grupos». Sin embargo, afirman lo siguiente: «Estos descubrimientos extienden el paralelo entre la amnesia experimental en animales de laboratorio y la amnesia humana[31]».
En un experimento similar J. Patel y B. Migler, trabajando para ICI Americas, Inc. (Wilmington, Delaware), entrenaron a monos ardilla para que apretasen una palanca con el fin de obtener bolitas de comida. Después se les pusieron a los monos unos collares metálicos alrededor del cuello, a través de los cuales se les administraban descargas eléctricas cada vez que recibían una bolita de comida. Podían evitar las descargas sólo si esperaban tres horas antes de intentar conseguir comida. Los monos tardaron ocho semanas de sesiones de entrenamiento de seis horas diarias en aprender de esta forma a evitar las descargas. Se suponía que esto produciría una situación de «conflicto», y entonces se les dieron varias drogas a los monos para probar si los medicados recibirían más choques. Los experimentadores informaron que también habían adaptado la prueba a ratas y que sería «útil para identificar potenciales agentes antiansiedad[32]».
Los experimentos sobre el condicionamiento se han venido realizando durante más de ochenta y cinco años. Un informe compilado en 1982 por el grupo de Nueva York United Action for Animals descubrió 1425 artículos sobre «experimentos clásicos de condicionamiento» en animales. De modo irónico, la inutilidad de gran parte de toda esta investigación la reveló tristemente un artículo publicado por un grupo de experimentadores de la Universidad de Wisconsin. Susan Mineka y sus colegas sometieron a 140 ratas a descargas de las que se podían librar y también a descargas inevitables con el fin de comparar los niveles de miedo generados por descargas tan diferentes. He aquí la lógica que argumentaban para su trabajo:
Durante los últimos 15 años, una gran cantidad de investigación se ha dirigido hacia la comprensión del comportamiento diferencial y los efectos fisiológicos que emanan de la exposición a elementos adversos controlables frente a los incontrolables. La conclusión general ha sido que la exposición a acontecimientos adversos incontrolables es considerablemente más estresante para el organismo que la exposición a sucesos adversos controlables.
Después de someter a sus ratas a diferentes intensidades de descargas eléctricas, permitiéndoles a veces sí y a veces no la posibilidad de escapar, los experimentadores fueron incapaces de determinar qué mecanismos se podían considerar correctos para explicar sus resultados. Aun así, dijeron que creían que sus resultados eran importantes porque «presentaban algunas dudas sobre la validez de las conclusiones de los cientos de experimentos realizados durante los últimos 15 años aproximadamente[33]».
En otras palabras, quince años de administrar descargas eléctricas a animales quizá no hayan producido resultados válidos. Pero en el extraño mundo de los experimentos psicológicos con animales, este descubrimiento sirve para justificar nuevos experimentos que administran descargas eléctricas ineludibles a más animales aún con el fin de obtener resultados «válidos» —y recuérdese que estos «resultados válidos» se seguirán aplicando sólo al comportamiento de animales atrapados sometidos a descargas eléctricas ineludibles.
Una historia de inutilidad igualmente triste es la de los experimentos concebidos para producir lo que se conoce como «desamparo inducido» —supuestamente, un modelo de depresión en seres humanos—. En 1953, R. Solomon, L. Kamin y L. Wynne, experimentadores en la Universidad de Harvard, colocaron a 40 perros en un mecanismo denominado «shuttlebox», consistente en una caja dividida en dos compartimentos separados por una barrera. Inicialmente, la barrera estaba colocada a la altura del lomo del perro. Se administraron cientos de electrochoques intensos a los pies de los perros a través de un suelo de rejilla. Al principio, los perros podían evitar la descarga si aprendían a saltar al otro compartimento. En un intento de «persuadir» a un perro para que no saltara, los experimentadores le forzaron a saltar cien veces sobre un suelo de descarga que había en el otro compartimento y que también administraba descargas a los pies del perro. Dijeron que el perro, al saltar, lanzaba «un agudo chillido anticipador que se convertía en un aullido cuando aterrizaba en la rejilla electrificada». Después bloquearon el paso entre los compartimentos con una plancha de cristal y continuaron el experimento. El perro «saltó hacia adelante y se estrelló la cabeza contra el cristal». Al principio, los perros manifestaban síntomas tales como «defecar, orinar, aullar y gemir, temblar, atacar el aparato» y así sucesivamente; pero después de diez o doce días de pruebas, los animales a los que se les impidió escapar de la descarga dejaron de resistirse. Los investigadores dijeron que «estaban impresionados» por ello, y acababan diciendo que la combinación de la plancha de cristal a modo de barrera con la descarga en los pies era «muy eficaz» para eliminar el salto de los perros[34].
Este estudio demostró que era posible inducir un estado de desesperanza y derrota mediante la administración repetida de choques severos ineludibles. Tales estudios de «desamparo inducido» se refinaron más en los años sesenta. Un experimentador eminente fue Martin Seligman, de la Universidad de Pennsylvania. Administró descargas eléctricas a perros a través de un suelo de rejilla de acero, con tal intensidad y persistencia que los perros dejaron de intentar escapar y «aprendieron» a estar desamparados. En un estudio escrito con sus colegas Steven Maier y James Geer, Seligman describe su trabajo como sigue:
Cuando un perro normal, ingenuo, recibe un entrenamiento de huida/rechazo en una «cápsula», suele tener la siguiente conducta: al primer asalto de la descarga el perro va de un lado a otro frenéticamente, defecando, orinando y lanzando aullidos, hasta que cruza la barrera y se escapa del electrochoque. En la prueba siguiente, el perro, corriendo y aullando, cruza la barrera con más rapidez, y así sucesivamente hasta que aparece una respuesta eficaz de huida.
Seligman modificó este modelo sujetando a los perros con un arnés y provocándoles descargas sin que tuvieran ningún medio para evitarlas. Después, cuando colocó a los animales en la situación primera de la «cápsula», de la que era posible escapar, comprobó que
este perro reacciona inicialmente en la «cápsula» de la misma forma que el perro sin condicionamiento. Sin embargo, en dramático contraste con este, pronto deja de correr y guarda silencio hasta que termina la descarga. El perro no cruza la barrera ni huye de la sacudida. Parece, más bien, que «se rinde» y «acepta» la descarga pasivamente. En pruebas sucesivas, el animal continúa sin hacer movimientos de huida y aguanta 50 segundos de fuerte descarga intermitente en cada prueba […] Un perro que haya sido expuesto previamente a una descarga inevitable […] puede aguantar descargas por un tiempo ilimitado sin escapar ni evitarlas en absoluto[35].
En los años ochenta, los psicólogos han continuado haciendo estos experimentos de «desamparo inducido». En la Universidad de Temple en Philadelphia, Philip Bersh y otros tres experimentadores entrenaron a ratas para que reconociesen una luz de alarma que las alertaba de la descarga que les sería suministrada en los cinco segundos siguientes. Una vez comprendieron la alarma, las ratas podían evitar la descarga pasando al otro compartimento. Cuando ya las ratas habían aprendido este comportamiento de rechazo, los experimentadores tapiaron la cámara segura y las sometieron a períodos prolongados de choques inevitables. Tal y como se esperaba, vieron que incluso después de ser posible la huida las ratas eran incapaces de aprender de nuevo el comportamiento de huida rápida[36].
Bersh y sus colegas también sometieron a 372 ratas a pruebas de descargas por aversión para determinar la relación entre el comportamiento pavloviano y el desamparo inducido. Informaron que las «implicaciones de estos descubrimientos en la teoría del desamparo inducido no son completamente claras» y que «un volumen sustancial de temas queda pendiente[37]».
En la Universidad de Tennessee en Martin, G. Brown, P. Smith y R. Peters crearon con muchas dificultades una «cápsula» especialmente concebida para peces, quizá para ver si la teoría de Seligman no era papel mojado. Los experimentadores sometieron a 45 peces a 65 sesiones de descargas cada uno, y concluyeron que «los datos de este estudio no proporcionan mucho apoyo a la hipótesis de Seligman de que el desamparo es aprendido[38]».
Estos experimentos han causado un dolor agudo y prolongado a muchos animales, primero para probar una teoría, después para negarla y finalmente para apoyar versiones modificadas de la teoría original. Steven Maier, que junto con Seligman y Geer fue coautor del informe antes citado sobre el «desamparo inducido» en perros, ha hecho carrera perpetuando el modelo del desamparo inducido. Sin embargo, en un reciente artículo de revisión, Maier decía lo siguiente acerca de la validez de este «modelo animal» de depresión:
Se puede discutir que no hay suficiente consenso sobre las características, la neurobiología, la inducción y la prevención/cura de la depresión como para volver significativa tal comparación […] Así, pues, no parece muy probable que el desamparo inducido sea un modelo de depresión en ningún sentido general[39].
Aunque Maier trata de salvaguardar algo de esta desmoralizante conclusión diciendo que el desamparo inducido puede constituir un modelo no de depresión sino de «estrés y superación», en realidad ha admitido que más de treinta años de experimentación con animales han sido una pérdida de tiempo y de cantidades sustanciales del dinero de los contribuyentes, al margen de la inmensa cantidad de dolor físico agudo que ha causado.
En la primera edición de este libro daba cuenta de un experimento realizado en la Universidad de Bowling Green en Ohio por P. Badia y dos colegas y publicado en 1973. En aquel experimento, 10 ratas fueron probadas en sesiones de seis horas en las que las frecuentes descargas eran «en todo momento inevitables e ineludibles». Las ratas podían pulsar cualquiera de las dos palancas que había en la cámara experimental para recibir la advertencia de que les sobrevenía una descarga. Los experimentadores concluyeron que las ratas preferían ser advertidas de una descarga[40]. En 1984 se seguía realizando este experimento. Puesto que alguien había sugerido que el experimento anterior podría haber sido «metodológicamente incorrecto», P. Badia, esta vez con B. Abbott, de la Universidad de Indiana, colocó 10 ratas en cámaras electrificadas, sometiéndolas otra vez a sesiones de choque de seis horas. Seis ratas recibieron descargas ineludibles a intervalos de un minuto, a veces precedidas de una advertencia. Después se les permitía pulsar una de dos palancas para recibir descargas con advertencia o descargas no avisadas. Las cuatro ratas restantes fueron usadas en una variación de este experimento, recibiendo descargas a intervalos de dos y de cuatro minutos. Una vez más, los experimentadores se encontraron con que las ratas preferían ser avisadas de la descarga, incluso si eso significaba recibir más descargas[41].
La descarga eléctrica también se ha usado para producir comportamiento agresivo en animales. En un estudio de la Universidad de Iowa, Richard Viken y John Knutson dividieron 160 ratas en grupos y las «entrenaron» en una jaula de acero inoxidable con un suelo electrificado. Se administraron descargas eléctricas a las ratas por parejas, hasta que aprendieron a pelear atacando a la otra rata, cara a cara y levantadas sobre dos patas o mordiéndose. Costó una media de 30 sesiones de entrenamiento el que las ratas aprendieron a hacer esto inmediatamente después de recibir la primera descarga. Los investigadores metieron entonces a las ratas entrenadas en la jaula de las ratas sin entrenar y tomaron nota de su comportamiento. Al cabo de un día todas las ratas fueron muertas, rasuradas y examinadas para ver si tenían heridas. Los experimentadores concluyeron que sus «resultados no eran útiles para comprender la naturaleza ofensiva o defensiva de la respuesta inducida por descargas[42]».
En el Kenyon College en Ohio, J. Williams y D. Lierle realizaron una serie de tres experimentos para estudiar los efectos que el control del estrés tenía sobre el comportamiento defensivo. El primer experimento se basaba en la idea de que la descarga incontrolable aumenta el temor. Dieciséis ratas fueron colocadas en tubos de plexiglás y se les administraron descargas eléctricas ineludibles en los rabos. Después fueron colocadas como intrusas en una colonia de ratas ya establecida, y se registraron sus interacciones con las otras. En el segundo experimento, 24 ratas fueron capaces de controlar la descarga durante el entrenamiento. En el tercero, 32 ratas fueron expuestas a descargas ineludibles y a descargas controlables. Los experimentadores concluyeron:
Aunque estos descubrimientos y nuestras formulaciones teóricas enfatizan la interrelación entre la posibilidad de controlar la descarga, la capacidad de predecir la terminación de la descarga, avisos de estrés condicionado y comportamiento defensivo, se necesita una experimentación más amplia para examinar la exacta naturaleza de estas complejas interacciones[43].
Este informe, publicado en 1986, cita trabajos experimentales anteriores en este campo que se remontan a 1948.
En la Universidad de Kansas, una unidad autodenominada Buró de Investigación Infantil ha estado administrando descargas a diversos animales. En un experimento se privó de agua a ponis de Shetland hasta volverles sedientos, y entonces se les dio un cuenco de agua al que se podía electrificar. Se colocaron dos altavoces a cada lado de la cabeza de los ponis. Cuando sonaba un ruido en el altavoz izquierdo, el cuenco se electrificaba y los ponis recibían una descarga eléctrica si estaban bebiendo. Aprendieron a dejar de beber cuando oían el ruido del altavoz izquierdo, pero no del derecho. Después se acercaron los altavoces hasta que los ponis no podían distinguir entre ellos y por tanto eran incapaces de evitar la descarga. Los investigadores se refirieron a experimentos similares en ratas blancas, ratas canguro, ratas de la madera, erizos, perros, gatos, monos, zarigüeyas, focas, delfines y elefantes, y llegaron a la conclusión de que los ponis, si se les compara con otros animales, tienen una gran dificultad para distinguir la dirección de los sonidos[44].
No es fácil ver cómo pueda beneficiar esta investigación a los niños. Desde luego, en general, lo inquietante de los tipos de investigación mencionados arriba es que, a pesar del sufrimiento causado a los animales, los resultados obtenidos, incluso los que ofrecen los propios experimentadores, son triviales, obvios o sin significado alguno. Las conclusiones de los experimentos citados demuestran claramente que los experimentadores psicológicos han hecho un gran esfuerzo para decirnos en jerga científica lo que siempre hemos sabido, y lo que podríamos haber descubierto por medios menos dañinos si lo hubiéramos intentado —y se supone que estos experimentos eran más significativos que otros que ni siquiera llegaron a publicarse.
Nos hemos fijado tan sólo en un pequeño número de experimentos psicológicos que utilizan descargas eléctricas. Según el informe de la Office of Technology Assessment,
un estudio de los 608 artículos aparecidos desde 1979 hasta 1983 en las revistas de la Asociación Americana de Psicología que suelen publicar temas de investigación con animales indicó que el 10% de los estudios utilizan descargas eléctricas[45].
También otras muchas revistas no asociadas con la Asociación Americana de Psicología publican informes de estudios con animales que han usado descargas eléctricas, y no debemos olvidar los experimentos que nunca se llegan a publicar. Y estos son tan sólo una clase de investigación dolorosa o angustiante realizada con animales en el campo de la psicología. Ya hemos visto los estudios de privación maternal, pero se podrían llenar varios libros con breves descripciones de más tipos de experimentación psicológica, tales como el comportamiento anormal, modelos animales de esquizofrenia, movimientos animales, mantenimiento corporal, cognición, comunicación, relación cazador-presa, motivación y emoción, sensación y percepción, y privación del sueño, la comida y el agua. Hemos visto tan sólo unos pocos de las decenas de miles de experimentos que todavía se realizan anualmente en el campo de la psicología, pero deberían ser más que suficientes para mostrar que muchos, muchos experimentos que se siguen realizando causan un gran dolor a los animales y no ofrecen probabilidad alguna de nuevos conocimientos realmente vitales o importantes. Por desgracia, los animales se han convertido, para los psicólogos y otros experimentadores, en meros instrumentos. Un laboratorio puede tener en cuenta el precio de estos «instrumentos», pero una cierta indiferencia hacia ellos se hace aparente, no sólo en los experimentos, sino también en el lenguaje de los informes. Recuérdese, por ejemplo, la mención de Harlow y Suomi a su «potro de violación» y el tono jocoso en que informan sobre los «trucos favoritos» de las monas nacidas como resultado de su uso.
Se facilita este distanciamiento con una jerga técnica que disfraza la verdadera naturaleza de lo que sucede. Los psicólogos, influidos por la doctrina conductista que afirma que sólo debe mencionarse aquello que se puede observar, han desarrollado una cuantiosa colección de términos para referirse al dolor sin que parezcan hacerlo. La psicóloga Alice Heim, una de las pocas personas que han denunciado la frivolidad con que sus colegas experimentan con los animales, describe la cuestión en los siguientes términos:
Los estudios sobre la «conducta animal» se expresan siempre con una terminología científica y aséptica que permite adoctrinar al joven estudiante de psicología, normal y en absoluto sádico, sin provocarle ansiedad. Así, pues, se utilizan técnicas de «extinción» para lo que, de hecho, son la tortura mediante la sed, el ayuno casi mortal o los electrochoques; «refuerzo parcial» es el término que se emplea para hablar de un animal al que se frustra mediante el no cumplimiento, excepto ocasionalmente, de las expectativas que el experimentador le había creado en un condicionamiento previo; «estímulo negativo» es el término utilizado para someter a un animal a un estímulo que él evita siempre que es posible. El término «avoidance» (evitar) está bien, puesto que se trata de una actividad observable. Los términos «dolorosos» o «aterrorizantes», para caracterizar ciertos estímulos, no están tan bien porque son antropomórficos, implican que los animales tienen sentimientos y que pueden ser similares a los sentimientos humanos. Esto no se permite por ser no conductista y acientífico (y también porque podría disuadir al investigador más joven y menos encallecido de continuar ciertos experimentos ingeniosos. Podría servir de alimento a su imaginación). El pecado capital para el psicólogo conductista que trabaja en el campo del «comportamiento animal» es el antropomorfismo. No obstante, si no creyera en la analogía entre el ser humano y el animal inferior, es de suponer que incluso él encontraría su trabajo muy poco justificado[46].
Podemos observar el tipo de jerga técnica a que se refiere Heim en los informes de los experimentos que hemos visto hasta ahora. Obsérvese que, incluso cuando Seligman se ve impulsado a decir que los sujetos de sus experimentos «renunciaron» a intentar huir de la descarga, considera necesario colocar este término entre comillas, como si dijera que no le está atribuyendo ningún tipo de proceso mental al perro. Pero la consecuencia lógica de esta concepción del «método científico» es que los experimentos con animales no nos pueden enseñar nada sobre los seres humanos. Aunque pueda parecer asombroso, algunos psicólogos se han preocupado tanto por evitar el antropomorfismo que han aceptado esta conclusión. Esta actitud queda ilustrada en la afirmación autobiográfica que exponemos a continuación, aparecida en New Scientist:
Cuando hace 15 años hice una solicitud para entrar en una facultad de psicología, la persona que me entrevistó, un psicólogo de mirada dura como el acero, me interrogó ampliamente acerca de mis motivos, de lo que yo creía que era la psicología y su principal objeto de estudio. En mi ingenuidad de aquellos días, le contesté que era el estudio de la mente, y que los seres humanos eran su materia prima. Con una voz triunfante por haberme desinflado con tanta eficacia, declaró que a los psicólogos no les interesaba la mente; que las ratas, y no las personas, constituían su principal objeto de estudio, y que me aconsejaba encarecidamente que me fuera derecho al departamento de filosofía que había en la puerta de al lado[47].
Quizá no haya ahora muchos psicólogos que afirmen con orgullo que su trabajo no tiene nada que ver con la mente humana. Sin embargo, muchos experimentos de los que se llevan a cabo con ratas sólo pueden explicarse si asumimos que sus autores están realmente interesados en la conducta de la rata en sí, sin ninguna idea de aprender nada sobre los seres humanos. Si esto es así, ¿qué justificación posible cabe para causar tanto sufrimiento? Ciertamente, no se trata de beneficiar a la rata.
El dilema central del investigador se plantea, pues, de forma especialmente aguda en la psicología: o bien el animal no es como nosotros —en cuyo caso no hay razón para realizar el experimento—, o bien el animal es como nosotros y, en este caso, no debemos utilizarlo para realizar un experimento que consideraríamos una atrocidad si lo hicieran con uno de nosotros.
Otro campo de investigación importante lo constituye el envenenamiento anual de millones de animales, que a menudo también se hace por razones triviales. En Inglaterra, en 1988 se realizaron 588.997 procedimientos científicos con animales para probar drogas y otros materiales; de estos, 281.358 no guardaban relación alguna con pruebas de productos médicos o veterinarios[48]. No hay cifras exactas para Estados Unidos, pero si la proporción es similar a la de Inglaterra el número de animales usados en pruebas debe de estar, como poco, en torno a los tres millones. En realidad, es probable que sea el doble o el triple de esa cantidad, ya que en Estados Unidos hay mucha investigación y desarrollo en este campo y la Food and Drug Administration exige que las sustancias nuevas se prueben ampliamente con animales antes de sacarlas al mercado. Quizá sea justificable que las drogas que potencialmente son salvadoras de vidas tengan que experimentarse antes con animales, pero el mismo tipo de pruebas se hacen para probar productos tales como cosméticos, colorantes alimentarios y abrillantadores de suelo. ¿Deben sufrir miles de animales para que se pueda comercializar un nuevo carmín de labios o cera para suelos? ¿Acaso no hay ya un exceso de la mayoría de estos productos? ¿Quién se beneficia de su introducción en el mercado, excepto las compañías que esperan obtener beneficios?
De hecho, incluso cuando las pruebas se realizan para un producto médico, lo más probable es que no vayan a contribuir a mejorar nuestra salud. Los científicos que trabajan para el Departamento de Salud y Seguridad Social británico investigaron drogas comercializadas en Inglaterra entre 1971 y 1981. Encontraron que:
[las nuevas drogas] se han introducido en gran medida en áreas terapéuticas ampliamente cubiertas ya […] para enfermedades que son comunes, en gran parte crónicas y que surgen sobre todo en la sociedad occidental de la abundancia. La innovación, por tanto, apunta principalmente al beneficio económico más que a una necesidad terapéutica[49].
Para darnos cuenta de lo que implica introducir estos nuevos productos, es necesario saber algo acerca de los métodos habituales de los tests. Para determinar lo venenosa que es una sustancia se realizan «pruebas de toxicidad oral aguda». Estas pruebas, desarrolladas en los años veinte, obligan a los animales a ingerir sustancias, incluyendo productos no comestibles como el carmín de labios y el papel. Muy a menudo, los animales no se comen la sustancia si simplemente se pone en su comida, por lo que los experimentadores se la introducen a la fuerza por la boca o a través de un tubo por la garganta. Se llevan a cabo pruebas estándar durante catorce días, pero algunas pueden durar hasta seis meses —si los animales sobreviven tanto—. Durante este tiempo, los animales a menudo muestran los síntomas clásicos del envenenamiento, incluyendo vómitos, diarrea, parálisis, convulsiones y hemorragias internas.
La prueba más conocida es la LD50. LD50 significa «Dosis Letal 50%»: la cantidad de sustancia que causará la muerte a la mitad de los animales del experimento. Para hallar esta dosis se envenena a grupos seleccionados de animales. Normalmente, antes de que se llegue al punto en que muere la mitad, los animales están muy enfermos y angustiados. En el caso de sustancias poco dañinas, se sigue considerando un buen procedimiento hallar la concentración que hará que muera la mitad de los animales; por tanto, hay que forzarles a ingerir enormes cantidades y se les puede provocar la muerte simplemente por la gran cantidad o la alta concentración que se les ha administrado, sin que esto sea relevante para las circunstancias en que los humanos van a hacer uso del producto. Puesto que el foco de estos experimentos es medir la cantidad de sustancia que envenenará a la mitad de los animales, los animales moribundos no son sacrificados por miedo a producir resultados inexactos. La Office of Technology Assessment del Congreso de Estados Unidos ha calculado que en este país se utilizan cada año «varios millones» de animales para realizar pruebas de toxicidad. No se dispone de datos más específicos sobre las pruebas LD50[50].
Los cosméticos y otras sustancias se ponen a prueba en los ojos de los animales. Las pruebas Draize de irritación de los ojos se usaron por vez primera en los años cuarenta, cuando J. H. Draize, trabajando para la Food and Drug Administration de Estados Unidos, desarrolló una escala para valorar lo irritante que es una sustancia cuando se coloca en el ojo de un conejo. Se suele colocar a los animales en unos aparatos que sólo dejan fuera sus cabezas. Esto impide que se rasquen o froten los ojos. Se pone la sustancia a probar (blanqueador de ropa, champú, tinta…) en un ojo de cada conejo. El sistema empleado consiste en separar el párpado inferior y colocar la sustancia en la pequeña cavidad resultante. Después se mantiene el ojo cerrado. A veces se repite la aplicación. Se observa diariamente a los conejos para ver si se produce hinchazón, ulceración, infección y hemorragias. Los estudios pueden durar hasta tres semanas. Un investigador que trabajaba para una gran compañía de productos químicos describió el grado más fuerte de reacción de la siguiente manera:
Pérdida total de la visión debido a una grave lesión interna de la córnea o de la estructura interna. El animal mantiene el ojo fuertemente cerrado. Puede que chille, se arañe el ojo, salte e intente escapar[51].
Pero, por supuesto, mientras el conejo está en el aparato restrictivo no puede arañarse el ojo con la pata ni huir (ver fotografía). Algunas sustancias causan un daño tan intenso que los ojos de los conejos pierden todas sus características diferenciadoras —el iris, la pupila y la córnea empiezan a parecerse a una infección masiva—. Los experimentadores no están obligados a usar anestésicos, aunque a veces usarán una pequeña dosis de anestésico tópico al introducir la sustancia, siempre y cuando no interfiera con la prueba. Esto no alivia en absoluto el dolor que puede producir un limpiador de hornos en el ojo durante dos semanas. Cifras del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos muestran que en 1983 los laboratorios de pruebas toxicológicas utilizaron 55.785 conejos, y las compañías de productos químicos un total de 22.034. Cabe suponer que muchos de estos fueron usados para las pruebas Draize, aunque no se dispone de un cálculo del número total[52].
Los animales son sometidos también a otras pruebas para determinar la toxicidad de muchas sustancias. Durante los estudios de inhalación, se introduce a los animales en cámaras estancas y se les fuerza a respirar pulverizadores, gases y vapores. En las pruebas de toxicidad dermal, se despoja de pelo a los conejos para aplicarles sustancias irritantes directamente sobre la piel. Se sujeta a los animales de forma que no puedan rascarse. Su piel puede sangrar, ampollarse y repelarse. Los estudios de inmersión, en los que los animales son colocados en bidones de sustancias diluidas, a veces provocan que los animales se ahoguen antes de que se puedan obtener resultados. En estudios de inyección, el producto a probar se inyecta directamente en el animal tanto bajo la piel como en los músculos o directamente en un órgano.
Estos son los procedimientos estándar. Aquí hay dos ejemplos de cómo se realizan:
En Inglaterra, el Huntingdon Research Institute, junto con la gigantesca corporación ICT, realizó experimentos en los que 40 monos fueron envenenados con el herbicida Paraquat. Se pusieron muy enfermos, vomitaron, tuvieron dificultades respiratorias y sufrieron hipotermia. Murieron lentamente, a lo largo de varios días. Ya se sabía que el envenenamiento con Paraquat en humanos producía una muerte lenta y agonizante[53].
Hemos comenzado este capítulo con algunos experimentos militares. He aquí un experimento militar que utiliza la prueba LD50:
Los experimentadores del Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Contagiosas del Ejército de los Estados Unidos envenenaron a ratas con T-2. Este es un veneno que, según el Departamento de Estado, tiene «la ventaja añadida de ser una eficaz arma de terror que causa síntomas anormales y horrorosos» tales como «hemorragias agudas», ampollas y vómitos, de modo que se puede «matar de una manera horrenda» a humanos y animales. El T-2 fue administrado por vía intramuscular, intravenosa, subcutánea, interperitoneal —es decir, inyectado en el tejido muscular, en las venas, bajo la piel y en la envoltura del abdomen—, a través de la nariz y boca, y sobre la piel. Las ocho pruebas fueron hechas para determinar los valores LD50. La muerte solía tener lugar entre nueve y dieciocho horas después de la exposición, pero las ratas que lo habían recibido a través de la piel tardaban una media de seis días en morir. Antes de la muerte los animales eran incapaces de caminar o comer, se les pudrían la piel y los intestinos, sufrían desasosiego y diarrea. Los experimentadores informaron que sus descubrimientos eran «claramente compatibles con estudios publicados anteriormente sobre la exposición sub-aguda y crónica al T-2[54]».
Este ejemplo ilustra que no se hacen pruebas experimentales únicamente con los productos destinados al consumo humano, sino que se da a ingerir a los animales o se les aplica a los ojos productos para la guerra química, pesticidas y todo tipo de productos industriales y domésticos. Un libro de consulta, Clinical Toxicology of Commercial Products, aporta datos, la mayoría recogidos de experimentos con animales, sobre lo venenosos que son cientos de productos comerciales. Los productos incluyen insecticidas, anticongelantes, líquidos de frenos, blanqueadores, pulverizadores para el árbol de navidad, velas de iglesia, limpiadores de horno, desodorantes, refrescantes de la piel, burbujas de baño, depilatorios, maquillaje de ojos, extintores de fuego, tintas, aceites bronceadores, esmaltes de uñas, rímel, sprays para el pelo, pinturas y lubricantes de cremalleras[55].
Muchos científicos y médicos han criticado este tipo de pruebas, aduciendo que los resultados no son aplicables a los seres humanos. El doctor Christopher Smith, un médico de Long Beach, California, ha dicho:
Los resultados de estas pruebas no pueden utilizarse para predecir la toxicidad ni para guiar la terapia relativa a la exposición de humanos. Como médico de emergencias colegiado, con más de 17 años de experiencia en el tratamiento de envenenamientos accidentales y exposiciones tóxicas, no conozco una sola ocasión en la que un médico de emergencias haya usado los datos obtenidos con la prueba Draize para solucionar un daño ocular. Nunca he usado los resultados de pruebas en animales para tratar un envenenamiento accidental. Los médicos de emergencias utilizan informes de otros casos, experiencias clínicas e información experimental de pruebas clínicas con humanos cuando hay que determinar el tratamiento óptimo para los pacientes[56].
Los toxicólogos saben desde hace ya mucho tiempo que extrapolar de una especie a otra es una empresa muy arriesgada. Entre las drogas que han causado un daño inesperado a los humanos, la más conocida es la talidomida, que había sido probada exhaustivamente en animales antes de que se autorizase su uso para el ser humano. Incluso después de sospechar que la talidomida causaba deformidades en los humanos, pruebas de laboratorio en perras preñadas, gatas, ratas, monas, hamsters y gallinas no produjeron deformidades. Sólo surgieron cuando se probó en un tipo especial de conejo[57]. Más recientemente, el Opren pasó todas las pruebas habituales con animales antes de que se autorizase y su fabricante, el gigante farmacéutico Eli Lilly, lo comercializase como una nueva «droga maravillosa» para el tratamiento de la artritis. El Opren fue retirado del mercado en Inglaterra después de más de 61 muertes y más de 3500 informes de reacciones adversas. Un informe en el New Scientist calculó que el recuento real podría haber sido muy superior[58]. Otras drogas que se consideraron apropiadas tras las pruebas con animales, pero que después demostraron ser dañinas, son el Practolol, para enfermedades del corazón, que causó ceguera, y el antitusivo Zipeprol, que produjo ataques y comas en algunos de quienes lo tomaron[59].
Además de exponer a los humanos a daños, las pruebas con animales pueden llevarnos a desechar productos valiosos que son peligrosos para los animales pero no para los seres humanos. La insulina puede producir deformidades a gazapos y ratones, pero no a los seres humanos[60]. La morfina, que es un calmante para los humanos, actúa como alucinógeno en los ratones. Y como dijo otro toxicólogo: «Si la penicilina hubiera sido juzgada por su toxicidad para las cobayas, quizá nunca se hubiera aplicado a los humanos[61]».
Tras décadas de experimentar ciegamente con animales, hay ahora algunos signos de reflexión. Como indica la doctora Elizabeth Whelan, científica y directora ejecutiva del Consejo Americano de Ciencia y Salud: «No hace falta haberse doctorado en ciencias para comprender que exponer a roedores a la sacarina equivalente a 1800 botellas de refrescos al día no se relaciona bien con nuestra ingestión diaria de unos pocos vasos de ese producto». Whelan ha aplaudido que los responsables de la Agencia de Protección del Medio Ambiente hayan rebajado recientemente los cálculos previos de los riesgos de los pesticidas y otros productos químicos medioambientales, indicando que la valoración del riesgo de cáncer derivada de la extrapolación con animales se basaba en suposiciones «simplistas» que «ponían en duda su credibilidad». Esto, dice, significa que «nuestros legisladores están empezando a tomar nota de la literatura científica que no admite la infalibilidad de las pruebas con animales de laboratorio[62]».
La American Medical Association también ha admitido que la exactitud de los modelos con animales es cuestionable. Un representante de la AMA testificó durante una investigación del Congreso sobre pruebas de drogas que «a menudo los estudios con animales prueban poco o nada, y es muy difícil trasladarlos a los humanos[63]».
Afortunadamente, se ha avanzado mucho en la eliminación de muchas pruebas con animales desde que apareció la primera edición de este libro. La mayor parte de los científicos de entonces no se tomaba en serio la posibilidad de que se pudieran encontrar sustitutos eficaces para pruebas que utilizan animales para medir la toxicidad. Fueron convencidos por la perseverancia de una gran cantidad de personas que se oponían a los experimentos con animales. Preeminente entre estos fue Henry Spira, un antiguo activista pro-derechos civiles que aglutinó coaliciones contra las pruebas Draize y LD50. La Coalición para la Abolición de la Prueba Draize comenzó invitando a Revlon, por ser la principal compañía de cosméticos de Estados Unidos, a dedicar una décima parte del 1% de sus beneficios al desarrollo de un procedimiento alternativo a la prueba Draize. Al negarse Revlon, aparecieron en The New York Times anuncios de una página que preguntaban: «¿A CUANTOS CONEJOS DEJA CIEGOS REVLON EN NOMBRE DE LA BELLEZA[64]?». Personas disfrazadas de conejo se presentaron en la Asamblea Anual General de Accionistas. Revlon comprendió el mensaje y dedicó los fondos solicitados a la investigación de alternativas a los experimentos con animales. Otras compañías como Avon y Bristol-Myers también siguieron este ejemplo[65]. Como resultado, los trabajos anteriores en este campo realizados en Inglaterra por el Fondo para la Sustitución de Animales en la Experimentación Médica se retomaron a mayor escala en Estados Unidos, especialmente en el Johns Hopkins Center for Alternatives to Animal Testing, en Baltimore. El creciente interés llevó al lanzamiento de varias revistas nuevas como In-Vitro Toxicology, Cell Biology and Toxicology y Toxicology in Vitro.
Costó algún tiempo obtener resultados de estos trabajos, pero paulatinamente fue creciendo el interés por las alternativas. Corporaciones tales como Avon, Bristol-Myers, Mobil y Procter & Gamble comenzaron a usar alternativas en sus propios laboratorios, reduciendo así el número de animales utilizados. Hacia finales de 1988, el ritmo del cambio se empezó a acelerar. En noviembre, una campaña internacional contra Benetton dirigida por la organización de Washington D.C. de People for the Ethical Treatment of Animals (PETA) convenció a la cadena de modas para que dejase de usar pruebas con animales en su división de cosméticos[66]. En diciembre de 1988 la Noxell Corporation, fabricante de las cremas para la piel Noxzema y los cosméticos Cover Girl, anunció que utilizaría una prueba que reduciría en un 80 o un 90% el número de animales que de otra forma serían usados en las pruebas de seguridad de ojos; posteriormente, Noxell anunció que no había utilizado animal alguno en estas pruebas durante la primera mitad de 1989[67].
La carrera iba ya a pasos agigantados. En abril de 1989, Avon anunció que había dado validez a unas pruebas que utilizaban un material sintético especialmente desarrollado llamado Eytex en sustitución de la prueba Draize. Como resultado, nueve años después de que Spira iniciase su campaña, Avon dejó de usar la prueba Draize[68]. Y aún habría más noticias buenas. En mayo de 1989, tanto Mary Kay Cosmetics como Amway anunciaron que habían dejado de usar animales de laboratorio en las pruebas de seguridad para el consumidor del producto mientras revisaban planes en busca de alternativas[69]. En junio, Avon, presionada por otra campaña dirigida por PETA, anunció el final permanente de todas las pruebas con animales[70]. Ocho días después del anuncio de Avon, Revlon comunicó que había terminado su plan a largo plazo para la eliminación de las pruebas con animales en todas las fases de investigación, desarrollo y fabricación de sus productos, dando fin, por tanto, a sus pruebas con animales. Entonces Fabergé eliminó el uso de pruebas con animales en sus divisiones de cosmética y artículos de tocador. Así, en unos pocos meses (aunque basados en muchos años de trabajo), las compañías más importantes de Estados Unidos habían abandonado las pruebas con animales[71].
Aunque los acontecimientos más dramáticos han ocurrido en el campo de la industria cosmética, muy público y por tanto relativamente vulnerable, el movimiento contra las pruebas en animales también está causando efecto en áreas más amplias de la industria. Según un informe de Science,
empujados por el movimiento de protección animal, los principales fabricantes de productos farmacéuticos, pesticidas y domésticos han conseguido avances significativos en los últimos años en su objetivo de reducir el número de animales utilizados en pruebas de toxicidad. Métodos alternativos, como el cultivo de células y de tejidos y los modelos de ordenador, se ven cada vez más no sólo como buenas relaciones públicas sino también como algo deseable económica y científicamente[72].
El informe cita también a Gary Flamm, director de la Food and Drug Administration Office of Toxicology Sciences, cuando dice que la prueba LD50 «debería ser sustituible en la gran mayoría de los casos». Un artículo del New York Times citaba a un veterano toxicólogo de G. D. Searle and Company, que admitía que «muchas de las observaciones del movimiento de protección animal son extremas pero correctas[73]».
Apenas parece haber dudas de que, como resultado de todos estos acontecimientos, se ha evitado una cantidad inmensa de dolor y sufrimiento innecesarios. Aunque resulte difícil precisar cuántos, millones de animales hubieran sufrido cada año en pruebas que ahora no serán realizadas. La tragedia es que si los toxicólogos, las corporaciones y las agencias reguladoras se hubieran preocupado más por los animales que estaban usando, se hubiera podido evitar un intenso dolor a millones de animales. Los responsables del negocio de la experimentación empezaron a pensar detenidamente en el sufrimiento animal tan sólo cuando el Movimiento de Liberación Animal empezó a concienciar a la gente respecto a este tema. Se cometían actos estúpidos y despiadados sólo porque así lo exigían las normativas, y nadie intentaba cambiarlas. No fue hasta 1983, por ejemplo, que las agencias federales de Estados Unidos indicaron que no era necesario probar en los ojos de conejos conscientes sustancias que ya se sabía que eran irritantes cáusticos, como la cal, el amoníaco y los limpiadores de hornos[74]. Pero la batalla no ha terminado todavía. Citemos de nuevo el informe de Science del 17 de abril de 1987:
Las pruebas innecesarias siguen consumiendo todavía a una gran cantidad de animales, no sólo por exigencias anticuadas sino porque gran parte de la información existente no es fácilmente accesible. Theodore M. Farber, director de la División de Toxicología [de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos], dijo que su agencia tiene archivos de 42.000 pruebas completadas y de 16.000 pruebas LD50. Dijo que podrían ser de una utilidad mucho mayor en la eliminación de pruebas redundantes si se computarizaran para facilitar el acceso. «Muchos de los que trabajamos en la regulación de tóxicos vemos cómo se repiten los mismos estudios una y otra vez», observó Farber.
Acabar con este desperdicio de vidas animales y con su dolor no tendría por qué ser difícil si la gente realmente se empeñase en hacerlo. El desarrollo de alternativas totalmente adecuadas a todas las pruebas de toxicidad costará más tiempo, pero debería de ser posible. Mientras tanto, hay una manera simple de reducir la cantidad de sufrimiento causado en tales pruebas. Hasta que hayamos desarrollado alternativas satisfactorias, deberíamos, como un primer paso, conformarnos con carecer de toda sustancia nueva pero potencialmente peligrosa que no sea esencial para nuestra vida.
Cuando los experimentos pueden entrar en la categoría de «médicos», nos inclinamos a pensar que cualquier tipo de sufrimiento que impliquen debe ser justificable porque la investigación está contribuyendo al alivio del sufrimiento. Pero ya hemos visto que es menos probable que las pruebas de medicinas terapéuticas estén motivadas por el deseo del bien máximo para todos que por el deseo de un beneficio máximo. La amplia etiqueta de «investigación médica» puede usarse también para encubrir un tipo de investigación que está motivada por una curiosidad intelectual general. Cabría aceptar esta curiosidad como parte de una búsqueda básica de conocimiento cuando no implica sufrimiento alguno, pero no debe tolerarse si causa dolor. También es frecuente que este tipo de investigación se haya venido realizando durante décadas y al cabo del tiempo se descubra que gran parte de la misma no ha tenido ninguna utilidad. Como ejemplo, considérese la siguiente serie de experimentos sobre los efectos del calor en los animales, iniciados hace casi un siglo:
En 1880, H. C. Wood introdujo animales en cajas con tapaderas de cristal y luego colocó las cajas sobre un pavimento de ladrillo en un día caluroso. Utilizó conejos, palomas y gatos. Son típicas sus observaciones de un conejo. A una temperatura de 42°C, el conejo salta y «patalea furiosamente con las patas traseras» hasta que, finalmente, sufre un ataque convulsivo. A los 44°C el animal se recuesta sobre un lado babeando. A los 48°C respira entrecortadamente y emite chillidos agudos y débiles. Muere poco después[75].
En 1881 apareció un informe en The Lancet sobre perros y conejos cuya temperatura había sido elevada a 45°C. Se comprobó que se podía evitar su muerte mediante corrientes de aire fresco, y se decía que los resultados indicaban «la importancia de mantener baja la temperatura en los casos en que ésta muestra una tendencia a elevarse a (una) altura extrema[76]».
En 1927, W. W. Hall y E. G. Wakefield de la US Naval Medical School colocaron a diez perros en una cámara húmeda y caliente para provocarles una insolación experimental. Primero, los animales presentaron síntomas de desasosiego, dificultades respiratorias, hinchazón y congestión en los ojos y sed. Algunos tuvieron convulsiones y otros murieron al comienzo del experimento. Los que sobrevivieron sufrieron diarrea aguda y murieron cuando se les sacó de la cámara[77].
En 1954, en la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, M. Lennox, W. Sibley y H. Zimmerman metieron a 32 gatitos en una cámara de «radiaciones calóricas». Se les «sometió a 49 periodos de calentamiento […] se peleaban con frecuencia, especialmente al aumentar la temperatura». Se produjeron convulsiones en nueve casos: «Las convulsiones repetidas eran lo normal». Se sucedían rápidamente nada menos que 30 convulsiones. Cinco gatos murieron durante las convulsiones, y seis sin convulsiones; los experimentadores dieron muerte al resto para realizar las autopsia. Su informe decía: «Los resultados obtenidos con los gatitos mediante fiebre inducida artificialmente se ajustan a los descubrimientos clínicos y del EEG (electroencefalograma) en los seres humanos y a previos descubrimientos clínicos en los gatitos[78]».
Incluimos el experimento que vamos a exponer a continuación realizado en el K. G. Medical College, Lucknow, India, por considerarlo un ejemplo del triunfo de los métodos de investigación y las actitudes hacia los animales en Occidente sobre la antigua tradición del hinduismo, cuyo respeto a los animales no humanos es mayor que el de la tradición judeocristiana. En 1968, K. Wahal, A. Kumar y P. Nath expusieron a 46 ratas a una alta temperatura durante cuatro horas. Las ratas presentaban un estado de gran agitación, respiraban con dificultad y salivaban profusamente. Una murió durante el experimento y los experimentadores sacrificaron al resto porque «en cualquier caso, no iban a poder sobrevivir[79]».
En 1969, S. Michaelson, un veterinario de la Universidad de Rochester, sometió a varios perros y conejos a microondas productoras de calor hasta que sus temperaturas alcanzaron el crítico nivel de los 41,6°C o más. Observó que los perros empiezan a jadear poco después de comenzar su exposición a las microondas. La mayoría «muestra una actividad en aumento, que varía entre el desasosiego y la agitación extrema». Cuando estaban cerca del punto de la muerte, les sobrevenían estados de debilidad y abatimiento. En el caso de los conejos, «a los cinco minutos, intentan desesperadamente escapar de la jaula», y los conejos morían en los cuarenta minutos siguientes. Michaelson concluyó que un aumento del calor de las microondas produce lesiones «indistinguibles de la fiebre en general[80]».
En el Heller Institute of Medical Research, Tel-Aviv, Israel, en experimentos publicados en 1971 y financiados por el Servicio de Sanidad Pública de Estados Unidos, T. Rosenthal, Y. Shapiro y otros colocaron 33 perros «cogidos al azar de la perrera local» en una cámara de temperatura controlada, y les obligaron a ejercitarse en una cinta continua a la alta temperatura de 45°C hasta que «sufrieron un colapso por insolación o alcanzaron una temperatura rectal prefijada». Murieron 25 perros, y nueve más fueron sometidos a una temperatura de 50°C sin tener que usar la cinta. Sólo dos de estos sobrevivieron más de veinticuatro horas, y las autopsias demostraron que habían sufrido hemorragias. Los realizadores del experimento concluyeron: «Hay conformidad entre estos resultados y los estudios sobre los humanos[81]». En otro informe publicado en 1973, los mismos investigadores describen experimentos con 53 perros en los que se utilizaron diversas combinaciones de calor y ejercicio en la cinta. Seis de los perros vomitaron, ocho tuvieron diarrea, cuatro sufrieron convulsiones, doce perdieron coordinación muscular y todos salivaron excesivamente. De los 10 perros cuyas temperaturas rectales alcanzaron los 45°C, cinco murieron «en el momento de máxima temperatura rectal» y los otros cinco en el período entre los treinta minutos y las once horas después de acabar el experimento. Los investigadores concluyeron que «cuanto antes se reduzca la temperatura de la víctima del golpe de calor, mayores son sus posibilidades de recuperación[82]».
En 1984, los experimentadores que trabajaban para la Administración Federal de Aviación sometieron a 10 beagles a calor experimental, porque «en ocasiones, algunos animales mueren debido al estrés calórico sufrido mientras viajan en los sistemas nacionales de transporte». Los perros fueron aislados en cámaras, se les pusieron bozales y se les expuso a temperaturas de 35°C combinadas con una gran humedad. No se les facilitó comida ni agua, y fueron mantenidos en esas condiciones durante veinticuatro horas. Se observó el comportamiento de los perros; incluía «actividad agitada deliberada, como arañar las paredes de la jaula, caminar en círculo constantemente, mover la cabeza para quitarse el bozal, frotar el bozal contra el suelo de la jaula y actos agresivos contra los sensores de cierre». Algunos de los perros murieron en las cámaras. Cuando se sacó a los supervivientes, algunos vomitaron sangre y todos estaban débiles y exhaustos. Los experimentadores mencionan «posteriores experimentos en más de 100 beagles[83]».
En otro ejemplo de experimentación militar, R. W. Hubbard, del Instituto de Investigación de Medicina Medioambiental del Ejército de Estados Unidos en Natick, Massachusetts, ha publicado artículos con títulos como «Modelo de mortandad por golpe de calor agudo en ratas» durante más de una década. Es de sobra conocido que cuando las ratas tienen calor extienden saliva por todo su cuerpo; la saliva cumple la misma función refrigeradora que el sudor en los humanos. En 1982, Hubbard y dos colegas vieron que las ratas incapaces de producir saliva se cubren con orina si no disponen de otro fluido[84]. Por ello, en 1985 estos tres investigadores, a los que se unió un cuarto, inyectaron a las ratas la droga atropine, que inhibe el sudor y la secreción de saliva. A otras ratas se les extirparon quirúrgicamente las glándulas salivales. Los experimentadores metieron a las ratas en cámaras a 41,6°C hasta que su temperatura corporal alcanzó los 42,6°C. Los investigadores dibujaron diagramas comparando el «modelo de distribución de orina» de una rata que había recibido atropine o había sido «desalivada» quirúrgicamente con el de una rata sin tratamiento. Encontraron que el «modelo de rata estresada calóricamente con atropine» era un «instrumento prometedor para examinar la función de la deshidratación en la enfermedad del calor[85]».
Hemos citado una serie de experimentos que datan desde el siglo XIX, y el espacio de que disponemos solamente nos permite incluir aquí una fracción de los informes publicados. Obviamente, los experimentos provocaron un gran sufrimiento; y al final de estos informes se nos ofrece el consejo de que debemos enfriar a las víctimas del golpe de calor —lo cual parece una conclusión del sentido común más elemental y, en todo caso, ya estaba confirmado por observaciones en humanos que han sufrido golpes de calor en condiciones naturales—. Respecto a la utilidad de esta investigación para los humanos, B. W. Zweifach mostró en 1961 que los perros son fisiológicamente diferentes a los seres humanos en formas que afectan a su respuesta al golpe de calor, por lo que son un modelo muy pobre para estudiarlo en seres humanos[86]. Es difícil tomarse en serio la sugerencia de que unos pequeños animales peludos drogados con atropine y que se envuelven en orina cuando tienen calor constituyen un mejor modelo.
En muchos otros campos de la medicina se encuentran series similares de experimentos. En las oficinas de la United Action for Animals de la ciudad de Nueva York hay archivos llenos de fotocopias de experimentos que han sido publicados en las revistas. Cada grueso expediente contiene informes de numerosos experimentos, a menudo 50 o más, y los títulos de los expedientes nos cuentan su propia historia: «Aceleración», «Agre sión», «Asfixia», «Ceguera», «Quemaduras», «Centrifugación», «Compresión», «Concusión», «Hacinamiento», «Aplastamiento», «Descompresión», «Tests de drogas», «Neurosis experimentales», «Congelación», «Calentamiento», «Hemorragias», «Apalea miento de las patas traseras», «Inmovilización», «Aislamiento», «Lesiones múltiples», «Depredación», «Privación de proteínas», «Castigo», «Radiación», «Hambre», «Shock», «Lesiones en la Columna Vertebral», «Tensión», «Sed» y muchos más. Mientras que algunos experimentos pueden haber promovido avances en el conocimiento médico, a menudo ese conocimiento tiene un valor cuestionable y en algunos casos se podría haber adquirido por otros medios. Muchos experimentos parecen triviales o mal pensados, y algunos ni siquiera se concibieron para obtener resultados importantes.
Consideremos ahora, como un ejemplo más del modo en que se llevan a cabo interminables variaciones de un mismo experimento o de experimentos similares, una serie relacionada con la producción del shock en los animales (no la descarga eléctrica, sino el estado de shock mental y físico que ocurre con frecuencia después de una lesión grave). En fecha tan lejana como 1946, un investigador de este campo, Magnus Gregersen, de la Universidad de Columbia, repasó la literatura y halló más de 800 ensayos publicados relativos a estudios experimentales del shock. Describe los métodos utilizados:
El uso de un torniquete en una o más de las extremidades, aplastamiento, compresión, trauma muscular por contusión con ligeros golpes de martillo, tambor Noble-Collip [aparato donde se coloca a los animales mientras el cilindro da vueltas; estos caen rodando al fondo del cilindro repetidamente y se lesionan], heridas de bala, estrangulación o nudos intestinales, congelación y quemaduras.
Gregersen también señala que «se ha utilizado mucho» la hemorragia y que «un número creciente de estos estudios se ha realizado sin el factor complicante de la anestesia». Sin embargo, no se siente satisfecho con toda esta diversidad y se queja de que la variedad de los métodos convierte en una tarea «extremadamente difícil» la evaluación de los resultados de los diferentes investigadores; existe, dice, una «necesidad imperiosa» de llegar a procedimientos estándar que produzcan, invariablemente, un estado de shock[87].
Ocho años después, la situación no había cambiado sustancialmente. S. M. Rosenthal y R. C. Millican escribían que «las investigaciones con animales en el campo del shock traumático han producido resultados diversos y a menudo contradictorios». No obstante, esperaban «que continuara la investigación en este campo» y, como Gregersen, desaconsejaban el uso de la anestesia: «la influencia de la anestesia es un tema polémico […] en opinión de los críticos, debe evitarse su uso prolongado». Aconsejaban también que «para salvar las variaciones biológicas se utilice el número idóneo de animales[88]».
En 1974, los investigadores seguían estudiando los «modelos animales» de shock experimental, realizando todavía experimentos preliminares para determinar qué lesiones se podían producir para ocasionar un estado satisfactorio de shock «estándar». Tras décadas de experimentos proyectados para producir el shock en perros mediante la provocación de hemorragias, estudios más recientes indican que (¡sorpresa!) este tipo de shock no es igual en los perros y en los humanos. Teniendo en cuenta estos estudios, unos investigadores de la Universidad de Rochester provocaron hemorragias en cerdos, ya que piensan que pueden parecerse más a los humanos en este aspecto, para determinar el volumen de pérdida de sangre necesario para producir un shock experimental[89].
Cientos de experimentos se realizan también anualmente en los que los animales son forzados a convertirse en drogadictos. Solamente con cocaína, por ejemplo, se han hecho más de 500 estudios. Un análisis de tan sólo 380 de estos estimaba que cuestan alrededor de 100 millones de dólares, en su mayor parte procedentes de los impuestos[90]. He aquí un ejemplo:
En un laboratorio en Downstate Medical Center dirigido por Geral Deneau, unos monos rhesus fueron atados a sillas restrictivas. Se enseñó a los animales a autoadministrarse cocaína directamente a la corriente sanguínea en la cantidad que quisieran pulsando un botón. Según el informe,
los monos apretaban el botón una y otra vez, incluso después de las convulsiones. No dormían. Comían cinco y seis veces su ración normal, y aun así se volvían famélicos […] Al final empezaron a automutilarse y finalmente murieron por abuso de cocaína.
El Dr. Deneau ha reconocido que «pocas personas se podrían pagar las dosis masivas de cocaína que estos monos podían obtener[91]».
Aunque se han realizado 500 experimentos con animales sobre la cocaína, esta es sólo una pequeña parte de la experimentación que se dedica a convertir a los animales en adictos. En la primera edición de este libro ya mencioné una serie similar de experimentos en los que se usaban morfina y anfetaminas. Los siguientes ejemplos son más recientes:
En la Universidad de Kentucky se usaron beagles para observar los síntomas del síndrome de abstinencia de Valium y de un tranquilizante similar llamado Lorazepam. Se forzó a los perros a convertirse en adictos a la droga, y después se les retiraba cada dos semanas. Los síntomas de la abstinencia incluían tics, contracciones, temblores corporales, carreras, pérdida de peso rápida, temor y acobardamiento. Después de cuarenta horas sin Valium, «se observaron numerosas convulsiones tónico-clónicas en siete de cada nueve perros […] Dos perros tuvieron episodios repetidos de ataques clónicos en todo el cuerpo». Cuatro de los perros murieron —dos mientras tenían convulsiones y dos después de una rápida pérdida de peso—. El Lorazepam produjo síntomas similares pero sin muertes convulsivas. Los experimentadores revisaron experimentos realizados desde 1931 en los que los síntomas del síndrome de abstinencia de barbitúricos y tranquilizantes habían sido observados en ratas, gatos, perros y primates[92].
Después de revisar la historia de los experimentos en los que se demuestra que «pueden aparecer efectos parecidos a los de la abstinencia tras administrar dosis únicas de opiáceos a varias especies», incluyendo perros, ratones, monos y ratas, D. M. Grilly y G. C. Gowans, de la Universidad Estatal de Cleveland, procedieron a probar una hipótesis de que el síndrome de abstinencia de morfina producía hipersensibilidad al dolor. Las ratas fueron entrenadas mediante un procedimiento que comprendía una media de 6387 intentos de entrenarlas con «descargas discriminatorias». En estos intentos, las ratas tenían que responder al recibir una descarga eléctrica. Después se les inyectaba morfina y se las exponía a descargas eléctricas uno, dos, tres y siete días después. Los experimentadores comprobaron que la sensibilidad a la descarga era más elevada durante los días siguientes a la administración de la morfina[93].
He aquí un ejemplo aún más grotesco de la investigación con drogas. En la Universidad de California en Los Angeles, Roñal Siegel encadenó dos elefantes a una caseta. La hembra fue utilizada en pruebas de fijación de media para «determinar los procedimientos y dosis para la administración de LSD». Se le daba la droga oralmente y con una escopeta de dardos. Después de esto, los experimentadores dosificaron a ambos elefantes cada día durante dos meses y observaron su comportamiento. Altas dosis del alucinógeno hicieron que la hembra se cayera sobre un costado —temblando y prácticamente sin respirar durante una hora—. Las altas dosis hicieron que el macho se volviera agresivo y atacara a Siegel, que describió este comportamiento agresivo repetido como «inapropiado[94]».
Al menos, el último episodio de esta triste historia de la experimentación con drogas tiene un final feliz. Los investigadores del Medical College de la Universidad de Cornell administraron grandes dosis de barbitúricos a gatos por medio de tubos implantados quirúrgicamente en sus estómagos. Después pararon de repente el suministro. Así se describieron los síntomas de la abstinencia:
Algunos no se podían tener en pie […] La postura de patas abiertas era observable en animales que mostraban los signos más severos de abstinencia y las convulsiones más frecuentes del tipo «grand mal». Casi todos los animales murieron durante, o poco después de, períodos de actividad convulsiva continua […] A menudo se observó una respiración rápida o trabajosa cuando otros signos de abstinencia eran más intensos […] Se observó hipotermia cuando los animales estaban más debilitados, especialmente después de ataques persistentes y cuando estaban cerca de la muerte[95].
Estos experimentos comenzaron en 1975. Aunque el abuso de barbitúricos había sido un serio problema en años anteriores, para entonces el uso de los mismos estaba severamente restringido y el abuso había disminuido, y viene haciéndolo desde entonces. Sin embargo, los experimentos con gatos en la Universidad de Cornell continuaron durante catorce años. En 1987, Trans-Species Unlimited, un grupo pro-derechos de los animales de Pennsylvania, reunió toda la información disponible que pudo encontrar sobre los experimentos e inició una campaña para pararlos. Durante cuatro meses personas concienciadas se manifestaron ante el laboratorio en el que se realizaban los estudios con gatos y escribieron cartas a las agencias que los financiaban, la prensa, la universidad y los legisladores. Después de defender estos experimentos durante mucho tiempo, a finales de 1988 Cornell y Michiko Okamoto, el investigador que hacía los experimentos, escribieron al cuerpo financiador, el National Institute on Drug Abuse, diciendo que renunciaban a una subvención adicional de 530.000 dólares que hubiera servido para continuar estos experimentos durante tres años más[96].
¿Cómo pueden ocurrir estas cosas? ¿Cómo pueden unas personas que no son sádicas pasar su jornada laboral provocando depresiones de por vida a los monos, calentando perros hasta la muerte o volviendo drogadictos a gatos? ¿Cómo, después de todo esto, puede alguien quitarse su bata blanca, lavarse las manos e irse a casa a cenar con su mujer e hijos? ¿Cómo pueden permitir los contribuyentes que su dinero se use para financiar estos experimentos? ¿Cómo pudieron los estudiantes realizar protestas contra la injusticia, la discriminación y la opresión de todo tipo, sin importar los límites territoriales de su país, mientras ignoraban las crueldades que se cometían —y aún se cometen— en sus propias universidades?
La respuesta a estas preguntas yace en la aceptación no cuestionada del especismo. Toleramos crueldades con miembros de otras especies que nos enfurecerían si se hicieran con miembros de la nuestra. El especismo hace que los investigadores consideren a los animales con los que experimentan como una parte más del instrumental, útiles de laboratorio y no criaturas vivas que sufren. Es más, en las solicitudes de subvención a las agencias gubernamentales financiadoras, los animales son mencionados como «artículos» junto con los tubos de ensayo y los instrumentos de grabación.
Aparte de la actitud especista general que los experimentadores comparten con otros ciudadanos, hay factores especiales que contribuyen a hacer posibles los experimentos descritos. El que más cuenta, sin duda, es el inmenso respeto que todavía sentimos por los científicos. Aunque la aparición de las armas nucleares y la contaminación ambiental nos ha hecho pensar que la ciencia y la tecnología no son tan beneficiosas como pudiera parecer a primera vista, la mayoría de la gente aún tiende a reverenciar a quien lleve una bata blanca y posea un doctorado. Stanley Milgram, un psicólogo de Harvard, demostró en una conocida serie de experimentos que las personas corrientes obedecen las instrucciones de un investigador vestido con bata blanca para administrar lo que aparenta ser (aunque de hecho no lo sea) una descarga eléctrica a un sujeto como «castigo» por no contestar correctamente a unas preguntas, y continúan haciéndolo incluso cuando el sujeto humano grita y finge sentir un gran dolor[97]. Si esto puede suceder cuando el realizador actúa en la creencia de que está causando dolor a un humano, ¿no es aún mucho más fácil que un estudiante deje a un lado sus escrúpulos iniciales cuando su profesor le está instruyendo para hacer experimentos con animales? Lo que Alice Heim, con toda razón, ha denominado el «aleccionamiento» del estudiante es un proceso gradual que comienza con disecciones de ranas en las clases de biología de la escuela. Cuando el futuro estudiante de medicina, psicología o veterinaria llega a la universidad y descubre que para completar los estudios que tanto le interesan ha de experimentar con animales vivos, le resulta difícil oponerse especialmente porque sabe que lo que se le está exigiendo es una actividad normal en su campo. Aquellos estudiantes que se han negado a hacerlo se han visto suspendiendo los cursos y a menudo se les obliga a abandonar los estudios escogidos.
La presión para adaptarse no se interrumpe cuando el estudiante acaba la carrera. Si quiere doctorarse en algún campo en que son habituales los experimentos con animales, le aconsejarán que diseñe sus propios experimentos y los utilice para su tesis doctoral. Naturalmente, si esta es la educación que reciben los estudiantes, tenderán a continuar por el mismo camino cuando se conviertan en profesores y, a su vez, entrenarán a sus propios estudiantes de la misma forma.
Aquí, el testimonio de Roger Ulrich, un experimentador que escapó a su condicionamiento y ahora reconoce que causó «años de tortura» a los animales, desde ratas hasta monos, es especialmente revelador. En 1977, la revista Monitor, publicada por la Asociación Americana de Psicología, informó que los experimentos sobre agresión realizados por Ulrich habían sido mencionados en un subcomité del congreso como ejemplo de investigación inhumana. Para sorpresa de los antiviviseccionistas que le habían criticado, y sin duda del propio director de Monitor, Ulrich escribió para decir que se sentía «estimulado» por la crítica, y añadía:
Al inicio, mi investigación fue motivada por el deseo de comprender y ayudar a resolver el problema de la agresión humana, pero posteriormente descubrí que los resultados de mi trabajo no parecían justificar su continuación. Al contrario, empecé a preguntarme si quizá las prestaciones económicas, el prestigio profesional, la oportunidad de viajar, etc., no serían los factores que me interesaban y si nosotros, los miembros de la comunidad científica (patrocinados por nuestro sistema burocrático y legislativo), no seríamos en realidad parte del problema[98].
Don Barnes, que como hemos visto antes sufrió también un cambio de actitud similar respecto a su trabajo de irradiar monos entrenados para las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, denomina el proceso que describe Ulrich «ceguera ética condicionada». En otras palabras, al igual que se puede condicionar a una rata para que apriete una palanca a cambio de un premio en comida, un ser humano puede ser también condicionado por premios profesionales para ignorar las cuestiones éticas que presentan los experimentos con animales. Como dice Barnes:
Yo representaba un ejemplo clásico de lo que he dado en llamar «ceguera ética condicionada». Toda mi vida había sido premiado por utilizar animales, tratándolos como instrumentos para la mejora o el entretenimiento de los humanos […] Durante mis dieciséis años en el laboratorio, la moralidad y la ética de la utilización de animales de laboratorio nunca se abordaron en reuniones formales o informales con anterioridad a que yo planteara esos temas durante mi última temporada como vivisector[99].
No son sólo los experimentadores quienes sufren de ceguera ética condicionada. Las instituciones de investigación a veces contestan a sus críticos diciéndoles que disponen de un veterinario para cuidar de los animales. Se supone que tales declaraciones nos van a tranquilizar, debido al mito generalizado de que todos los veterinarios son personas que quieren a los animales y no permiten que se les haga sufrir innecesariamente. Por desgracia, esto no es así. Sin duda, muchos veterinarios escogieron esa profesión porque se preocupaban por los animales, pero a alguien que realmente aprecie a los animales tiene que resultarle difícil completar los estudios de veterinaria sin que se le adormezca la sensibilidad ante el sufrimiento animal, y quizá los más sensibles no sean capaces de terminarlos. Un ex estudiante de veterinaria escribía así a una organización de protección animal:
La ambición y el sueño de mi vida de hacerme veterinario se disiparon después de varias experiencias traumáticas ligadas a los procedimientos experimentales estándar, utilizados por los desapasionados profesores de la Facultad de Veterinaria de la universidad de mi estado. Les parecía perfectamente aceptable experimentar con animales y luego acabar con las vidas de todos los que utilizaban, cosa que yo encontré repugnante e inaceptable para mi propio código moral. Después de numerosas confrontaciones con estos inhumanos viviseccionistas, decidí con dolor cambiar de carrera[100].
En 1966, cuando se estaba intentando aprobar leyes para proteger a los animales de laboratorio, la Asociación Americana de Medicina Veterinaria testificó ante los comités del Congreso que, aunque favorecía la legislación encaminada a detener el robo de mascotas para su venta posterior a laboratorios, se oponía a la concesión de licencias y a las regulaciones de los centros investigadores, ya que estas medidas podían interferir en los objetivos de la investigación. La actitud básica de la profesión era, como se indicaba en un artículo del Journal of the American Veterinary Medical Association, que «la raison d'être de la profesión veterinaria es el bienestar total del hombre, y no el de los animales inferiores[101]». Una vez comprendidas las implicaciones de este excelente ejemplo de especismo, nadie debería sorprenderse al saber que los veterinarios formaban parte de los equipos de investigación que realizaron muchos de los experimentos descritos en este capítulo. Como ejemplo, pueden revisarse las descripciones que hemos hecho del experimento en la PEP sobre exposición al gas nervioso soman. El informe del que se tomó esta descripción indica: «El cuidado rutinario de los animales fue proporcionado por la División de Ciencias Veterinarias, Escuela de Medicina Aeroespacial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos».
En América, los veterinarios ofrecen «cuidado rutinario» a los animales que sufren abusos innecesarios. ¿Es esta la meta de la profesión veterinaria? (Sin embargo, los veterinarios pueden albergar algunas esperanzas, ya que se ha creado una organización profesional para proporcionar apoyo a colegiados y estudiantes con preocupaciones éticas respecto al tratamiento de animales no humanos[102]).
Una vez que una cierta modalidad de experimentación con animales se convierte en la forma aceptada de investigación en un campo concreto, el proceso es autoconfirmante y difícil de interrumpir. No sólo las publicaciones y las promociones, sino también los premios y las subvenciones que financian la investigación, se quedan engranados en los experimentos con animales. Una propuesta de un nuevo experimento con animales es algo que los administradores de los fondos para la investigación están dispuestos a apoyar si en el pasado ya han apoyado otros experimentos con animales. Los nuevos métodos que no utilizan animales les serán menos familiares y por tanto menos propicios para recibir apoyo.
Todo esto ayuda a explicar por qué a las personas ajenas a las universidades no les es siempre fácil comprender los motivos de las investigaciones realizadas bajo los auspicios universitarios. Quizá en un primer momento los estudiosos e investigadores simplemente quisieron resolver los problemas más importantes y no se dejaron influir por otras consideraciones. No hay duda de que estas inquietudes siguen motivando a algunos. Sin embargo, muy a menudo la investigación científica se ve enmarañada en pequeños e insignificantes detalles porque las cuestiones importantes han sido ya estudiadas y solucionadas o resultan demasiado difíciles, por lo que los investigadores salen del camino ya trillado en busca de nuevos territorios donde cualquier descubrimiento que hagan será nuevo, aunque su conexión con un problema importante sea remota. No es raro, como ya hemos visto, que los experimentadores admitan que experimentos similares ya se habían hecho antes muchas veces, pero sin esta o aquella variación menor; y el final más común en las publicaciones científicas es que «se necesita una investigación más amplia».
Cuando leemos informes de los experimentos que causan dolor y ni siquiera parecen encaminados a producir resultados realmente significativos, en un primer momento tendemos a pensar que debe de haber alguna otra razón que no alcanzamos a comprender —que los científicos deben de tener algún motivo para lo que hacen aunque no lo indiquen en sus informes—. Cuando describo tales experimentos a algunas personas o leo literalmente los informes de los investigadores, la reacción más común que suscito es la de extrañeza o escepticismo. Cuando profundizamos más en el tema, sin embargo, encontramos que lo que parece trivial en la superficie resulta ser realmente trivial. Los propios experimentadores a menudo admiten este extremo extraoficialmente. H. F. Harlow, cuyos experimentos mencionamos al principio de este capítulo, fue durante doce años el editor del Journal of Comparative and Physiological Psychology, una revista que ha publicado más informes de experimentos dolorosos con animales que casi ninguna otra. Al final de este período, en el que Harlow estimó haber revisado unos 2500 manuscritos presentados para su publicación, escribió en una nota de despedida semijocosa que «no valía la pena realizar la mayoría de los experimentos, y la información obtenida carecía de suficiente valor para ser publicada[103]».
Esto no debería sorprendernos. Los investigadores, incluso los de psicología, medicina y ciencias biológicas, son seres humanos tan propensos a las mismas influencias como cualquier otro ser humano. Les gusta avanzar en su carrera, recibir promociones y que los colegas lean y discutan su trabajo. La publicación de artículos en las revistas adecuadas es un elemento importante en la escalada de las promociones y el prestigio profesional añadido. Esto sucede en todos los campos, en filosofía o historia tanto como en psicología o medicina, y es enteramente comprensible y apenas criticable en sí mismo. El único daño que causan los filósofos e historiadores que publican artículos para mejorar sus perspectivas profesionales es el gasto de papel y aburrir a sus colegas; aquellos cuyo trabajo incluye la experimentación con animales, sin embargo, causan un gran dolor o sufrimiento prolongado. Su trabajo, por tanto, debería estar sometido a criterios de necesidad mucho más estrictos.
Las agencias gubernamentales de Estados Unidos, Inglaterra y otros países que promocionan la investigación en ciencias biológicas se han convertido en los principales patrocinadores de los experimentos con animales. Ciertamente, los fondos públicos procedentes de los impuestos han pagado la gran mayoría de los experimentos descritos en este capítulo. Muchas de estas agencias están pagando experimentos que sólo tienen una conexión remota con los fines para los que las agencias fueron creadas. En las páginas anteriores he descrito experimentos que fueron financiados por el Instituto de Salud Nacional de Estados Unidos, la Agencia de Salud Mental, Abuso de Drogas y Alcohol, la Administración Federal de Aviación, el Departamento de Defensa, la Fundación Nacional de Ciencias, la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio y otras muchas. No es fácil comprender por qué el Ejército de los Estados Unidos tendría que pagar un estudio de las modalidades de la distribución de la orina de ratas calentadas y drogadas, o por qué el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos querría entregar su dinero para administrar LSD a elefantes.
Puesto que estos experimentos son financiados por agencias del Gobierno, apenas resulta necesario añadir que no existe una ley que prohíba a los científicos realizarlos. Hay leyes que prohíben a las personas corrientes apalear a sus perros hasta la muerte, pero en Estados Unidos los científicos pueden hacer esto mismo con impunidad y sin que nadie compruebe si efectivamente estos actos van a resultar en algún beneficio que no se conseguiría con una paliza normal. Esta situación es así porque la fuerza y el prestigio del cuerpo científico, apoyado por los diversos grupos interesados, incluyendo a los que crían animales para venderlos a laboratorios, han bastado para parar todo intento de control legal efectivo.
Robert J. White, del Hospital General Metropolitano de Cleveland, es un experimentador que se ha especializado en trasplantar cabezas de monos y mantenerlas vivas en líquidos después de haberlas separado por completo de sus cuerpos. Es el ejemplo perfecto del científico que considera a un animal de laboratorio como un «instrumento de investigación»; es más, él mismo ha dicho que el principal objetivo de su trabajo con cabezas de monos decapitados es «ofrecer un instrumento de laboratorio vivo» para la investigación del cerebro. El periodista a quien hizo esta declaración consideró la visita al laboratorio de White «una rara y desoladora mirada al mundo frío y clínico del científico, donde la vida del animal no tiene significado alguno más allá del propósito inmediato de la experimentación[104]».
En opinión de White, «la inclusión de animales en nuestro sistema ético carece filosóficamente de significado y es operacionalmente imposible[105]». En otras palabras, White se ve a sí mismo sin frenos éticos respecto a lo que les hace a los animales. Por tanto, no es ninguna sorpresa que otro periodista que le entrevistó observase que White «se irrite con las reglas, tanto de los administradores de hospitales como de los aseguradores. “Soy un elitista”, dice. Cree que los médicos deberían ser gobernados por sus iguales[106]».
Otro activo oponente a las regulaciones del Gobierno es David Baltimore, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts y Premio Nobel. Durante una reciente ponencia en la reunión nacional de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia se refirió a las «largas horas» que él y sus colegas habían pasado luchando contra la reglamentación de su investigación[107]. La base de la oposición de Baltimore a tal reglamentación había quedado clara algunos años antes cuando apareció en un programa de televisión con el filósofo de Harvard Robert Nozick y otros científicos. Nozick preguntó a los científicos si alguna vez consideran que el hecho de que un experimento vaya a matar a cientos de animales constituye una razón para no realizarlo. Uno de los científicos contestó: «No, que yo sepa». Nozick presionó sobre su pregunta: «Los animales ¿no cuentan para nada?» Un científico contestó: «¿Por qué debe rían contar?» En este punto, Baltimore intercaló que él no consideraba que la experimentación con animales constituyese ningún tema moral[108].
Hombres como White y Baltimore pueden ser científicos ilustres, pero sus manifestaciones sobre los animales muestran que son unos ignorantes en filosofía. No conozco a un solo filósofo profesional entre los que escriben hoy día que pueda estar de acuerdo con que es «insignificante» o «imposible» incluir a los animales en nuestro sistema ético o que experimentar con animales no constituye un tema moral. Tales declaraciones son comparables, en filosofía, a mantener que la tierra es plana.
Los científicos americanos han sido hasta la fecha extraordinariamente intransigentes ante la supervisión pública de lo que les hacen a los animales. Incluso han conseguido derrotar regulaciones mínimas para proteger a los animales de sufrir en los experimentos. En Estados Unidos, la única ley federal sobre el tema es el Acta de Protección de los Animales. La ley fija las normas para el transporte, alojamiento y manejo de los animales que se venden como mascotas, se exponen o se usan en la investigación. Por lo que se refiere a la experimentación, sin embargo, permite a los investigadores hacer lo que gusten. Esto es intencionado: el motivo ofrecido por el Comité Conferencial del Congreso de los Estados Unidos cuando se aprobó el acta fue
proporcionar protección al investigador en este tema excluyendo de las regulaciones a todos los animales durante la investigación o experimentación […] No es intención del comité interferir en modo alguno con la investigación o experimentación[109].
Una sección de la ley requiere que aquellos negocios privados y otras organizaciones que se registren bajo el acta (ni las agencias del Gobierno que realizan investigaciones ni muchas instalaciones más pequeñas tienen que registrarse) deben presentar un informe indicando que, cuando se hayan realizado experimentos dolorosos sin el uso de calmantes, ha obedecido a que era necesario para conseguir los objetivos del proyecto de investigación. No se intenta siquiera juzgar si estos «objetivos» son suficientemente importantes para justificar ese dolor. En estas circunstancias, tal condición sólo sirve para crear papeleo adicional, y esta es una queja fundamental entre los experimentadores. Naturalmente, no pueden administrar a los perros las descargas eléctricas continuas que les producirán un estado de desamparo si al mismo tiempo los anestesian; tampoco pueden producir una depresión en monos mientras los mantengan felices o indiferentes con drogas. Por tanto, en tales casos pueden decir sin faltar a la verdad que los objetivos del experimento no se pueden alcanzar si se utilizan calmantes, y continuar con el experimento como lo hubieran hecho antes de que existiera esa ley.
Así, pues, no debería extrañarnos que, por ejemplo, el informe del experimento con soman en la PEP esté prologado con la siguiente declaración:
Los animales implicados en este estudio fueron conseguidos, mantenidos y usados de acuerdo con el Acta de Protección de los Animales y la «Guía para el Cuidado y Uso de Animales de Laboratorio» preparado por el Institute of Laboratory Animal Resources-National Research Council.
De hecho, la misma declaración aparece en el manual de entrenamiento de la Base Brooks de la Fuerza Aérea para la Plataforma de Equilibrio de Primates, en el informe del experimento de la «rueda de actividad de primates» del Instituto de Investigación de Radiobiología de las Fuerzas Armadas y en otras muchas publicaciones americanas recientes de las que he extraído párrafos. La declaración no nos dice nada sobre cuánto sufrieron los animales, ni de lo trivial que pueda haber sido el objetivo por el que sufrieron; pero sí nos dice mucho sobre el valor del Acta de Protección de los Animales y de la Guía para el Cuidado y Uso de Animales de Laboratorio preparada por el National Research Council's Institute of Laboratory Animal Resources.
La total ausencia de una regulación eficaz en Estados Unidos contrasta radicalmente con la situación de otros muchos países desarrollados. En Inglaterra, por ejemplo, un experimento no se puede realizar sin una licencia concedida por la Secretaría de Estado de Asuntos Internos, y el Acta de los Animales (Procedimientos Científicos) de 1986 indica expresamente que, al decidir la concesión de una licencia para un proyecto de experimentación, «el Secretario de Estado sopesará los probables efectos adversos para los animales en cuestión frente a los beneficios que se espera conseguir». En Australia, el Código de Práctica desarrollado por los principales cuerpos científicos del Gobierno (equivalentes al Instituto Nacional de Salud en Estados Unidos) exige que todos los experimentos sean aprobados por un Comité de Ética de la Experimentación Animal. Estos comités deben incluir a una persona interesada en la protección animal que no trabaje para la institución que va a realizar el experimento y a una persona adicional independiente que no esté involucrada en la experimentación animal. El comité debe aplicar una serie detallada de principios y condiciones que incluyen instrucciones para sopesar el valor científico o educativo del experimento contra los potenciales efectos sobre el bienestar de los animales. Además, debe usarse anestesia si el experimento «puede causar dolor de una clase y en un grado para el que la anestesia sería normalmente utilizada en la práctica médica o veterinaria». El Código de Práctica australiano se aplica a todos los investigadores que obtengan subvenciones del Gobierno, y por ley estatal es vinculante para todos los experimentadores en Victoria, New South Wales y Australia del Sur[110]. Suecia también exige que los experimentos sean aprobados por comités que incluyen miembros externos. En 1986, después de revisar las leyes en Australia, Canadá, Japón, Dinamarca, Alemania, Países Bajos, Noruega, Suecia, Suiza y el Reino Unido, la Oficina de Certificaciones de Tecnología del Congreso de Estados Unidos concluyó:
La mayoría de los países examinados para este estudio tienen leyes mucho más protectoras de los animales de experimentación que las de Estados Unidos. A pesar de estas protecciones, quienes defienden la protección animal han estado ejerciendo una presión considerable para conseguir leyes aún más fuertes, y muchos países, incluidos Australia, Suiza, Alemania y el Reino Unido, están estudiando cambios importantes[111].
De hecho, en Australia y en el Reino Unido ya se han aprobado leyes más fuertes desde que se hizo esta declaración.
Espero que esta comparación no se entienda mal. No quiere decir que todo lo relativo a la experimentación animal esté bien en países como el Reino Unido y Australia. Eso estaría muy lejos de la verdad. En esos países, el «equilibrio» entre los potenciales beneficios y el daño a los animales todavía se lleva a cabo desde la asunción de una actitud especista hacia los animales, por lo que resulta imposible que los intereses de los animales reciban la misma consideración que similares intereses de los humanos. He comparado la situación en Estados Unidos con la de otros países solamente para mostrar que las normas americanas en este tema son abismales, no sólo según los criterios de los partidarios de la liberación animal, sino también según los aceptados por las comunidades científicas de otras importantes naciones desarrolladas. Sería muy conveniente que los científicos de Estados Unidos se vieran a sí mismos como les ven sus colegas de otros países. En conferencias médicas y científicas a las que asisto en Europa y Australia, a menudo hay científicos que me dicen en un aparte que pueden no estar de acuerdo con todas mis opiniones respecto a la experimentación animal, pero […] y a continuación me cuentan, con auténtico horror en la voz, algo que vieron durante su último viaje a Estados Unidos. No es de extrañar que en la respetada revista científica británica New Scientist un escritor describiera Estados Unidos como «un país que, según queda reflejado en su legislación de protección animal, parece una nación de bárbaros[112]». De la misma manera en que Estados Unidos se rezagó respecto al mundo civilizado en lo referente a la abolición de la esclavitud humana, hoy se queda atrás en lo que atañe a aplacar las brutalidades desenfrenadas de la esclavitud animal.
En 1985, varias enmiendas menores al Acta de Protección de los Animales de Estados Unidos mejoraron los requisitos de ejercicio para perros y de alojamiento para primates, pero no trataron el tema real del control a lo que sucede durante un experimento. Las enmiendas organizaban comités institucionales para animales, pero al mantener sin cambios la exención de interferencias concedida a los experimentos en sí, estos comités no tienen autoridad sobre lo que sucede en los experimentos[113].
En cualquier caso, y a pesar de que el Acta de Protección de los Animales se aprobó hace más de veinte años, su cumplimiento es prácticamente nulo. Para empezar, la Secretaría de Agricultura ni siquiera ha emitido normas para extender las provisiones del acta a ratones, ratas, pájaros y animales de granja utilizados en la investigación. Cabe suponer que esto se debe a que el Departamento de Agricultura ni siquiera tiene suficientes inspectores para comprobar las condiciones de animales como los perros, los gatos y los monos, por no hablar de los pájaros, las ratas, los ratones y los animales de granja. Como dijo la Office of Technology Assessment, «los fondos y el personal para la vigilancia no han estado nunca a la altura de las expectativas de aquellos que piensan que la misión principal de la ley existente es evitar o disminuir el sufrimiento de los animales de experimentación». El personal de esta Oficina inspeccionó una lista de 112 instalaciones de pruebas y encontró que el 39% ni siquiera se había registrado con la sección del Departamento de Agricultura que inspecciona laboratorios. Es más, el informe indica que este es un cálculo conservador del número real de laboratorios de animales sin registrar y que, por tanto, no se han inspeccionado y están fuera de todo control[114].
La reglamentación estadounidense de la experimentación animal es hoy una farsa continuada: existe una ley que sobre el papel es aplicable a todos los animales de laboratorio de sangre caliente, pero sólo puede entrar en vigor por medio de regulaciones que, en palabras de la Office of Technology Assessment, «probablemente no afecten a un porcentaje sustancial de los animales usados para fines experimentales». Esta oficina también dijo que esta exclusión de muchas especies de la protección del acta «parece frustrar la intención del Congreso e ir más allá de la autoridad legal de la Secretaría de Agricultura[115]». Estas son palabras fuertes para la normalmente comedida Oficina de Certificaciones de Tecnología; pero, tres años después, nada se ha hecho para cambiar la situación. En efecto, un informe de 1988 realizado por un panel de científicos norteamericanos de primera línea consideró, pero rechazó, una recomendación para que las reglamentaciones se extendieran para cubrir a todos los animales de sangre caliente. No se dio razón alguna para este rechazo: queda como un ejemplo más de la actitud obstruccionista de los científicos estadounidenses a las más elementales mejoras en las condiciones de los animales que usan[116].
La farsa no muestra señal alguna de que va a llegar a su fin. El problema es que no resulta nada divertida. No hay razón para creer que las ratas y los ratones son menos sensibles al dolor y al sufrimiento, o necesitan menos de unas normas mínimas de alojamiento y transporte, que las cobayas, los hamsters, los conejos o muchos otros animales.
Hasta ahora, en las descripciones de experimentos incluidas en este capítulo me he limitado a resumir los informes escritos por los propios experimentadores y publicados en las revistas científicas. No se puede decir que estos datos evidentes sean exagerados. Pero debido a la total ausencia de una inspección o escrutinio adecuados de lo que sucede en los experimentos, la realidad es a menudo mucho peor que el informe publicado. Esto quedó claro en 1984 en el caso de los experimentos dirigidos por Thomas Gennarelli en la Universidad de Pennsylvania. La finalidad de los experimentos era causar heridas en las cabezas de los monos, y después examinar la naturaleza del daño al cerebro. Según los documentos de la subvención oficial, los monos iban a ser anestesiados antes de recibir la herida en la cabeza. De esta forma, parecería que los experimentos no ocasionarían sufrimiento. Pero los miembros de un grupo llamado Frente de Liberación Animal tenían otra información. También sabían que Gennarelli grababa en vídeo sus experimentos. Asaltaron el laboratorio y robaron las cintas. Cuando las visionaron, vieron mandriles conscientes, sin anestesiar, que forcejeaban mientras se les ataba antes de que se les infligieran las heridas en la cabeza. Vieron animales retorciéndose, aparentemente despertando de la anestesia mientras los cirujanos operaban en sus cerebros expuestos. También oyeron a los cirujanos mofándose y riéndose de animales asustados y sufrientes. Las cintas de vídeo eran tan condenatorias que —aunque costó más de un año de dura labor por parte del grupo People for the Ethical Treatment of Animals, de Washington, y de cientos de activistas de la causa animal— la Secretaría de Sanidad y Servicios Humanos cesó la financiación de Gennarelli[117]. Desde entonces, otros ejemplos han salido a la luz, basados normalmente en información suministrada por alguien que trabaja en el laboratorio y da la voz de alarma, aun a costa de perder su trabajo. En 1986, por ejemplo, Leslie Fain, técnico del cuidado de los animales en el laboratorio de pruebas de Gillette en Rockville, Maryland, renunció a su trabajo y entregó a activistas de Liberación Animal fotos que ella misma había sacado dentro del laboratorio. Las fotos mostraban cómo Gillette probaba las nuevas fórmulas de tintas rosa y marrón para sus bolígrafos Paper Mate en los ojos de conejos conscientes. Las tintas resultaron ser extremadamente irritantes y causaron derrames sanguinolentos en los ojos de algunos conejos[118]. Se puede intentar adivinar el número de laboratorios en los que el abuso de animales es igual de malo, pero nadie ha tenido el suficiente coraje para hacer algo al respecto.
¿Cuándo están justificados los experimentos con animales? Al enterarse de la naturaleza de muchos de los experimentos realizados, algunas personas reaccionan diciendo que deben prohibirse todos inmediatamente. Pero si formulamos nuestras exigencias de una manera tan absoluta, los experimentadores disponen de una rápida respuesta: ¿Estaríamos dispuestos a dejar morir a cientos de humanos si se pudieran salvar mediante un solo experimento con un solo animal?
Desde luego, esta pregunta es puramente hipotética. Nunca ha habido, ni podrá haberlo, un solo experimento que salve miles de vidas. La respuesta adecuada a esta pregunta hipotética es otra pregunta: ¿Estarían dispuestos los experimentadores a realizar el experimento con un huérfano humano menor de seis meses si ese fuera el único modo de salvar miles de vidas?
Si los experimentadores no estuvieran dispuestos a utilizar una criatura humana, su disposición a utilizar animales no humanos revela una forma injustificable de discriminación sobre la base de la especie, ya que los gorilas adultos, monos, perros, gatos, ratas y otros animales son más conscientes de lo que les sucede, más capaces de autodirigirse y, por lo que sabemos, al menos igual de sensibles al dolor, que una criatura humana. (He especificado que el niño fuera huérfano para evitar las complicaciones de los sentimientos de los padres. Plantear el caso de esta manera es, si acaso, condescendiente cara a quienes defienden el uso de animales no humanos en experimentos, ya que los mamíferos destinados a uso experimental suelen ser separados de sus madres a muy temprana edad, cuando la separación causa aflicción tanto en la madre como en el hijo).
Por lo que sabemos, los bebés no poseen ninguna característica moralmente relevante en mayor medida que los animales no humanos adultos, a menos que vayamos a considerar el potencial del niño como una característica que convierta la experimentación con él en un acto condenable. Que hayamos de tener en cuenta esta característica es un tema polémico: si lo hacemos, tenemos que condenar el aborto al mismo tiempo que los experimentos con los niños, ya que el potencial del bebé y el del feto es el mismo. No obstante, para evitar las complejidades de este planteamiento, podemos modificar un poco nuestra pregunta de partida y suponer que se trata de un bebé con una lesión cerebral grave e irreversible que imposibilita su desarrollo por encima del nivel de uno de seis meses. Existen, por desgracia, muchos seres humanos así encerrados en instituciones especiales por todo el país, algunos de ellos abandonados por sus padres y parientes desde hace mucho tiempo y a veces, tristemente, sin el amor de nadie. A pesar de sus deficiencias mentales, su anatomía y fisiología son idénticas en casi todos los aspectos a las de los seres humanos normales. Si, por tanto, les forzásemos a ingerir grandes cantidades de barniz para el suelo o les echáramos soluciones concentradas de cosméticos en los ojos, tendríamos una indicación mucho más positiva de la seguridad de estos productos para otros humanos de lo que la tenemos ahora tratando de extrapolar los resultados de los tests aplicándolos a varias otras especies distintas. Las pruebas LD50, las pruebas Draize en ojos, los experimentos con radiaciones, golpes de calor y muchos otros descritos anteriormente en este capítulo nos podrían haber dicho más sobre las reacciones humanas a la situación experimental si se hubieran hecho con humanos con una lesión cerebral grave en lugar de con perros o conejos.
Así, pues, siempre que un investigador alegue que su experimento es lo bastante importante para justificar la utilización de animales debemos preguntarle si estaría dispuesto a hacerlo con un ser humano con daño cerebral cuyo nivel mental fuese el mismo que el del animal que pensaba utilizar. No puedo pensar que alguien pudiera proponer seriamente realizar los experimentos descritos en este capítulo con humanos con lesiones cerebrales. Alguna vez se ha sabido que ciertos experimentos médicos se han realizado en seres humanos sin su consentimiento; un caso afectó a niños disminuidos intelectualmente internados en instituciones, a quienes se inoculó hepatitis[119]. Cuando se llegan a conocer tales experimentos dañinos en seres humanos, suelen provocar un clamor de protesta contra los experimentadores, clamor que por otra parte está muy justificado. Muy a menudo, se trata de un ejemplo más de la arrogancia del investigador que justifica todo apelando a la ampliación del conocimiento. Pero si el experimentador aduce que el experimento es lo bastante importante como para justificar que se cause sufrimiento a los animales, ¿por qué no lo es como para justificar que se cause sufrimiento a humanos del mismo nivel mental? ¿Cuál es la diferencia entre ambos? ¿Solamente que uno es miembro de nuestra especie y el otro no? Pero apelar a esa diferencia revela un prejuicio no más defendible que el racismo o cualquier otra forma de discriminación arbitraria.
En el campo de la experimentación, la analogía entre el especismo y el racismo es válida tanto en la práctica como en la teoría. El especismo puro es lo que conduce a la experimentación dolorosa con otras especies, defendida en aras de su contribución al conocimiento y a la posible utilidad para la nuestra. El racismo sin tapujos es lo que ha conducido a la realización de dolorosos experimentos con otras razas, defendidos en aras de su contribución al conocimiento y a la posible utilidad para la raza que experimenta. En Alemania, bajo el régimen nazi, cerca de 200 médicos, algunos eminentes en el campo de la medicina, participaron en experimentos con prisioneros judíos, rusos y polacos. Miles de médicos más conocían estos experimentos, algunos de los cuales fueron tema de conferencias en academias de medicina. No obstante, las crónicas atestiguan que los doctores escuchaban los informes médicos sobre los horribles daños que se infligían a estas «razas inferiores» y que después pasaban a discutir las lecciones que se desprendían de todo ello sin que nadie hiciera la más leve protesta contra la naturaleza de los experimentos. Los paralelismos que hay entre esta actitud y la que tienen hoy los experimentadores hacia los animales son sorprendentes. Entonces, como ahora, los sujetos eran congelados, sometidos a temperaturas muy altas y metidos en cámaras de descompresión. Entonces, como ahora, se relataban estos hechos en una jerga científica desapasionada. El siguiente párrafo está tomado de un informe de un científico nazi sobre un experimento con un ser humano a quien se metió en una cámara de descompresión:
Después de cinco minutos empezaron los espasmos; entre el sexto y décimo minuto aumentó la frecuencia de la respiración, produciéndose la pérdida de la consciencia del TP [persona sometida a la prueba]. Desde el minuto once al trece, la respiración descendió a tres inhalaciones por minuto, deteniéndose completamente al final de ese período […] Una media hora después de haberse detenido la respiración, se empezó a hacer la autopsia[120].
La experimentación con la cámara de descompresión no evitó la derrota de los nazis. Se trasladó a animales no humanos. Por ejemplo, en la Universidad de Newcastle on Tyne, en Inglaterra, los científicos utilizaron cerdos. Los cerdos fueron sometidos a un total de 81 períodos de descompresión durante nueve meses. Todos sufrieron ataques del malestar de la descompresión y algunos murieron por ello[121]. El ejemplo ilustra a la perfección lo que escribió el gran escritor judío Isaac Bashevis Singer: «En su comportamiento con las criaturas, todos los hombres (son) nazis[122]».
La experimentación con sujetos ajenos al propio grupo del experimentador es una historia que se repite constantemente con distintas víctimas. En Estados Unidos, el caso más conocido de experimentación humana en el siglo XX fue dejar deliberadamente sin tratamiento a pacientes de sífilis en Tuskegee, Alabama, de forma que se pudiera observar el curso natural de la enfermedad. Esto continuó durante mucho tiempo después de que se demostrara que la penicilina era un tratamiento eficaz contra la sífilis. Las víctimas que no recibieron tratamiento eran, naturalmente, negros[123]. El que quizá fuera el mayor escándalo internacional de la última década en la experimentación con humanos salió a la luz en Nueva Zelanda en 1987. Un respetado doctor de un importante hospital de Auckland decidió no tratar a pacientes con signos incipientes de cáncer. Intentaba probar su poco ortodoxa teoría de que esta forma de cáncer no se desarrollaría, pero no informó a los pacientes de que formaban parte de un experimento. Su teoría estaba equivocada, y 27 de sus pacientes murieron. En esta ocasión, las víctimas eran mujeres[124].
Cuando sucesos así salen a la luz, la reacción del público deja muy claro que nuestro ámbito de preocupación moral es más amplio que el de los nazis, y que ya no estamos dispuestos a aceptar un menor grado de preocupación por otros seres humanos; pero aún quedan muchos seres sintientes por quienes no parecemos sentir preocupación real alguna.
Todavía no hemos contestado la pregunta de cuándo puede ser justificable un experimento. No es solución decir: «¡Nunca!». Plantear la moralidad en tales términos de blanco y negro es atractivo porque elimina la necesidad de pensar en casos particulares, pero en circunstancias extremas siempre se vienen abajo las respuestas absolutas. Torturar a un ser humano está mal casi siempre, pero no es un acto condenable en términos absolutos. Si la tortura fuera el único modo de descubrir el lugar de una bomba nuclear escondida en un sótano de Nueva York y programada para explotar en el plazo de una hora, esa tortura sería justificable. De manera similar, si un solo experimento pudiera curar una enfermedad como la leucemia, ese experimento sería justificable. Pero en la vida real los beneficios son siempre más remotos e incluso, la mayoría de las veces, inexistentes. Por tanto, ¿cómo decidimos cuándo es justificable un experimento?
Hemos visto que los experimentadores revelan una actitud parcial a favor de su propia especie cuando realizan experimentos con animales no humanos con fines para los que no considerarían justificado utilizar a seres humanos, aunque estos tuvieran algún tipo de lesión cerebral. Este principio nos sirve de orientación para responder a la pregunta que hemos planteado. Puesto que los prejuicios especistas, como los racistas, son injustificables, un experimento no puede estar justificado a menos que su importancia justifique también el uso de un ser humano con lesión cerebral.
Este no es un principio absolutista. No creo que se pueda decir que nunca es justificable experimentar con un humano que sufre una lesión cerebral. Si realmente fuera posible salvar muchas vidas con un experimento que sólo acabara con una y no hubiera ningún otro modo de salvarlas, ese experimento estaría justificado. Pero se trataría de un caso extremadamente raro. Sin duda, ninguno de los experimentos descritos en este capítulo pasaría esta prueba. Decididamente, como con cualquier línea divisoria, habría una zona gris en la que sería difícil decidir si un experimento se podría justificar. Pero no necesitamos distraernos con tales consideraciones en este momento. Como ha mostrado este capítulo, nos encontramos en una situación de emergencia en la que se está causando un sufrimiento horroroso a millones de animales con fines que, desde cualquier punto de vista imparcial, son obviamente inadecuados para justificar el sufrimiento. Cuando hayamos dejado de realizar todos esos experimentos, tendremos tiempo entonces para discutir qué hacer con aquellos otros que se consideran esenciales para salvar vidas o evitar un mayor sufrimiento.
En Estados Unidos, donde la actual falta de control sobre la experimentación permite la clase de experimentos descritos en las páginas anteriores, un primer paso mínimo sería exigir que no se realice experimento alguno sin la previa aprobación de un comité ético que incluya a representantes de la protección animal y esté autorizado a denegar la aprobación a experimentos cuando no considere que los potenciales beneficios superan ampliamente el daño a los animales. Como hemos visto, ya existen sistemas de este tipo en países como Australia y Suecia, cuyas comunidades científicas los consideran razonables y justos. Sobre la base de los argumentos éticos de este libro, tal sistema está aún muy lejos de ser ideal. Los representantes de la protección animal en tales comités proceden de grupos con una amplia gama de opiniones, pero, por razones obvias, los que reciben y aceptan las invitaciones a formar parte de los comités de ética en la experimentación animal tienden a proceder de los grupos menos radicales del movimiento. Ellos mismos pueden pensar que los intereses de los animales no humanos no merecen la misma consideración que los intereses de los humanos; o, aunque piensen que sí, quizá les resulte imposible ponerlo en práctica cuando valoran las peticiones para efectuar experimentos con animales, ya que serían incapaces de persuadir a los restantes miembros del comité. En su lugar, es probable que insistan en considerar debidamente las alternativas, los esfuerzos genuinos para minimizar el dolor, y en demostrar claramente que hay potenciales beneficios significativos cuya importancia basta para prevalecer sobre todo dolor o sufrimiento que no se pueda eliminar del experimento. Hoy en día, un comité de ética para la experimentación con animales aplicaría estas normas casi inevitablemente de una forma especista, sopesando el sufrimiento animal con mayor ligereza que el potencial beneficio humano comparable; incluso así, enfatizar estos criterios eliminaría muchos experimentos dolorosos que ahora se permiten y reduciría el sufrimiento causado por otros.
En una sociedad fundamentalmente especista, no hay ninguna solución rápida a tales dificultades de los comités de ética. Por esta razón, algunos liberacionistas de animales no quieren tener relación alguna con ellos. En su lugar exigen la eliminación absoluta e inmediata de toda la experimentación con animales. Tales reivindicaciones se han presentado muchas veces durante el último siglo y medio de actividad antiviviseccionista, pero no parecen haberse ganado a la mayoría de los votantes de cualquier país. Mientras tanto, el número de animales que sufre en laboratorios siguió creciendo, hasta llegar a los recientes avances descritos en este capítulo. Estos avances fueron fruto del trabajo de personas que encontraron una manera de evitar la mentalidad del «todo o nada», que de hecho había supuesto «nada» por lo que respecta a los animales.
Una razón por la que la demanda de la abolición inmediata de los experimentos con animales no ha logrado persuadir al público es que los experimentadores respondieron que aceptarla equivaldría a renunciar a encontrar una cura para las enfermedades principales que todavía nos matan, a nosotros y a nuestros hijos. En Estados Unidos, donde los experimentadores pueden hacer prácticamente lo que deseen con los animales, una forma de progresar podría ser preguntar a quienes utilizan este argumento que defiende la necesidad de la experimentación animal si estarían dispuestos a aceptar el veredicto de un comité de ética que, como los de otros muchos países, incluyese una representación de protectores de animales y tuviese derecho a comparar los costes para los animales con los posibles beneficios de la investigación. Si la contestación es no, la defensa de la experimentación animal que aduce la necesidad de curar enfermedades graves habrá resultado ser un mero argumento falso que sirve para engañar al público respecto a lo que quieren los experimentadores: permiso para hacer lo que gusten con los animales. Porque, si no, ¿por qué no estaría dispuesto un experimentador a dejar la decisión de realizar el experimento en manos de un comité de ética, que tendría el mismo interés en acabar con las enfermedades graves que el resto de la comunidad? Si la contestación es sí, se debería solicitar a ese experimentador que firmara una declaración pidiendo la creación de tal comité de ética.
Supongamos que se pudiera ir más allá de reformas mínimas como las que ya existen en las naciones más avanzadas. Supongamos que podemos alcanzar el punto en el que los intereses de los animales reciben realmente la misma consideración que los intereses similares de los seres humanos. Eso significaría el final de la gran industria de la experimentación animal como hoy la conocemos. En todo el mundo las jaulas quedarían vacías y se cerrarían los laboratorios. No debe pensarse, sin embargo, que la investigación médica pararía en seco o que un torrente de productos no probados inundaría el mercado. Por lo que respecta a nuevos productos es cierto, como ya dije antes, que tendríamos que arreglarnos con una cantidad menor, utilizando ingredientes que ya sabemos que no son peligrosos. Esto no parece ser ninguna gran pérdida. Pero para probar productos realmente esenciales, así como para otros tipos de investigación, se pueden encontrar y se encontrarían métodos alternativos que no precisen el uso de animales.
En la primera edición de este libro escribí que «los científicos no buscan alternativas simplemente porque no se preocupan lo suficiente por los animales que usan». Después hice una predicción: «Considerando el poco esfuerzo que se ha invertido en este campo, los primeros resultados prometen un progreso mucho mayor si se aumenta el esfuerzo». En la década pasada, estas dos afirmaciones se han revelado como verdaderas. Ya hemos visto que en las pruebas de productos ha aumentado considerablemente el esfuerzo aplicado a la búsqueda de alternativas a los experimentos con animales —no porque los científicos hayan empezado de repente a preocuparse más por los animales, sino como resultado de las duras campañas de los liberacionistas de animales—. Lo mismo podría suceder en otros muchos campos de la experimentación animal.
Aunque decenas de miles de animales han sido forzados a inhalar el humo del tabaco durante meses e incluso años, la prueba de la conexión entre el uso del tabaco y el cáncer de pulmón se basó en datos de observaciones clínicas en humanos[125]. El Gobierno de Estados Unidos continúa vertiendo miles de millones de dólares en la investigación del cáncer, a la vez que subsidia a la industria del tabaco. Gran parte del dinero para la investigación se dirige a experimentos con animales, siendo muy remota la conexión entre muchos de ellos y la lucha contra el cáncer —es sabido que los experimentadores redenominaron su trabajo «investigación del cáncer» cuando descubrieron que podían conseguir más dinero de esta forma que bajo cualquier otra etiqueta—. Mientras tanto, seguimos perdiendo la batalla contra la mayoría de las formas de cáncer. Cifras facilitadas en 1988 por el US National Cáncer Institute muestran que la media general del cáncer, incluso cuando se ajusta al aumento de edad de la población, ha estado creciendo alrededor de un 1% por año durante treinta años. Informes recientes sobre el descenso de las cifras de cáncer de pulmón entre jóvenes estadounidenses pueden ser la primera señal de un cambio de esta tendencia, puesto que el cáncer de pulmón causa más muertes que cualquier otra forma de cáncer. Sin embargo, si el cáncer de pulmón está disminuyendo, esta deseada noticia no es el resultado de ninguna mejora en el tratamiento, sino del hecho de que los jóvenes, sobre todo los hombres blancos, están fumando menos. Las cifras de supervivencia al cáncer de pulmón apenas han variado[126]. Sabemos que fumar causa entre un 80 y un 85% de todos los casos de cáncer de pulmón. Debemos preguntarnos: ¿Podemos justificar que se fuerce a miles de animales a inhalar humo de tabaco para que desarrollen cáncer de pulmón, cuando sabemos que prácticamente podríamos acabar con la enfermedad eliminando el uso del tabaco? Si las personas deciden continuar fumando, sabiendo que así se arriesgan a un cáncer de pulmón, ¿es correcto hacer sufrir a los animales el coste de esta decisión?
Nuestro pobre historial en el tratamiento del cáncer de pulmón está en la misma línea que el del tratamiento del cáncer en general. Aunque ha habido éxitos en el tratamiento de algunos cánceres específicos, desde 1974 el número de personas que sobreviven cinco años o más después de haberles sido diagnosticado un cáncer ha aumentado menos del 1%[127]. La prevención, especialmente a través de educar al público para que lleven vidas más sanas, es una opción más prometedora.
Cada vez más científicos se están dando cuenta de que la experimentación con animales a menudo frena el avance de nuestra comprensión de las enfermedades de los humanos y su tratamiento. Por ejemplo, unos investigadores del National Institute of Environmental Health Sciences (Instituto Nacional de Ciencias de Sanidad Ambiental), en Carolina del Norte, avisaron recientemente de que las pruebas con animales pueden dejar sin identificar algunos productos químicos que causan cáncer a las personas. La exposición al arsénico parece aumentar el riesgo de una persona de contraer cáncer, pero no tiene este efecto en las pruebas de laboratorio con animales[128]. Una vacuna contra la malaria desarrollada en 1985 en Estados Unidos, en el prestigioso Walter Reed Army Institute of Research, funcionó en animales pero resultó inútil en humanos; una vacuna desarrollada por científicos colombianos que trabajaron con voluntarios humanos ha resultado más eficaz[129]. Hoy en día, los defensores de la investigación con animales hablan a menudo de la importancia de hallar una cura para el sida; pero Robert Gallo, el primer americano que aisló el HIV (el virus del sida), ha dicho que una posible vacuna desarrollada por el investigador francés Daniel Zagury había resultado más efectiva para estimular la producción de anticuerpos HIV en seres humanos que en animales; y añadió: «Los resultados en chimpancés no han sido muy prometedores […] Quizá deberíamos empezar a probar más intensamente en el hombre[130]». Es significativo que personas con sida hayan apoyado esta propuesta: «Déjenos ser sus cobayas», suplicó Larry Kramer, activista gay[131]. Obviamente, esta súplica tiene sentido. Se encontrará una cura más deprisa si la experimentación se hace directamente sobre humanos voluntarios, y, debido a la naturaleza de la enfermedad y a los fuertes lazos entre muchos miembros de la comunidad gay, no hay escasez de voluntarios. Por supuesto, hay que tener cuidado con que estos voluntarios comprendan verdaderamente lo que están haciendo y no se ejerza presión o coerción alguna para que participen en un experimento. Pero no sería un sinsentido consentir esto. ¿Por qué han de estar muriéndose personas por una enfermedad invariablemente fatal mientras se prueba una posible cura en animales que no suelen desarrollar el SIDA?
A los defensores de la experimentación con animales les gusta decirnos que la experimentación animal ha aumentado en gran medida nuestra expectativa de vida. En pleno debate sobre la reforma de la ley británica sobre experimentación animal, la Association of the British Pharmacy Industry publicó un anuncio a toda página en The Guardian bajo el siguiente encabezamiento: «Dicen que la vida empieza a los cuarenta. No hace mucho, era ahí cuando acababa». El anuncio continuaba diciendo que ahora se considera una tragedia que una persona se muera en la cuarentena, mientras que en el siglo XIX era habitual asistir a un funeral de una persona de esa edad puesto que la expectativa media de vida era solamente de 42 años. El anuncio indicaba que «en gran parte, es gracias a los avances debidos a la investigación con animales el hecho de que la mayoría de nosotros podamos vivir hasta los setenta».
Tales afirmaciones son sencillamente falsas. De hecho, este anuncio concreto era tan claramente engañoso que un especialista en medicina comunitaria, el doctor David St. George, escribió a The Lancet para decir que «el anuncio es un buen material educativo, puesto que ilustra dos graves errores en la interpretación de las estadísticas». También hizo referencia al influyente libro de Thomas McKeown The Role of Medicine, publicado en 1976[132], que originó un debate sobre las relativas contribuciones de los cambios sociales y ambientales, comparados con la intervención médica, en las mejoras relativas a la mortalidad desde mediados del siglo XIX; y añadía:
Este debate ha sido resuelto y está ahora ampliamente aceptado que las intervenciones médicas tuvieron sólo un efecto marginal sobre la mortalidad de la población y, principalmente y en fecha muy posterior, después de que las tasas de mortandad habían descendido ya significativamente[133].
J. B. y S. M. McKinley llegaron a una conclusión similar en un estudio sobre la disminución de diez enfermedades contagiosas principales en Estados Unidos. Mostraron que en cada caso, excepto en la poliomielitis, la tasa de mortandad ya había descendido espectacularmente (es de suponer que debido a la mejora de la dieta y de los servicios sanitarios) antes de que se introdujese ningún sistema nuevo de tratamiento médico. Centrándose en el descenso del 40% de la mortandad bruta en Estados Unidos entre 1910 y 1984, estimaron «conservadoramente» que
quizá un 3,5% del descenso de la mortandad general pueda explicar se a través de las intervenciones médicas en las principales enfermedades contagiosas. Desde luego, puesto que es precisamente en estas enfermedades donde la medicina presume de mayores éxitos en el descenso de la mortalidad, el 3,5% probablemente represente un cálculo razonable por lo alto de la contribución total de las medidas médicas al descenso de la mortandad por enfermedades contagiosas en Estados Unidos[134].
Recuérdese que este 3,5% es una cifra que corresponde a la intervención médica total. La contribución de la experimentación animal puede ser, como mucho, una mera fracción de esta pequeñísima contribución al descenso de la mortalidad.
Sin duda, existen algunos campos de la investigación científica cuyo avance sufriría un retroceso si predominase una auténtica consideración hacia los intereses de los animales utilizados en la experimentación. No cabe duda de que se han producido algunos progresos en el conocimiento que no se habrían logrado tan fácilmente sin la utilización de animales. Ejemplos de descubrimientos importantes mencionados a menudo por los que defienden la experimentación animal se remontan hasta los tiempos del trabajo de Harvey sobre la circulación de la sangre. Incluyen el descubrimiento de Banting y Best de la insulina y su papel contra la diabetes; el reconocimiento de la poliomielitis como un virus y el desarrollo de una vacuna contra ella; varios descubrimientos que sirvieron para hacer posible la cirugía a corazón abierto y la cirugía de bypass de la arteria coronaria, así como la comprensión de nuestro sistema inmunológico y de sistemas para superar el rechazo de los órganos trasplantados[135]. El argumento de que la experimentación animal fue esencial para conseguir estos descubrimientos ha sido rechazado por algunos oponentes de la experimentación[136]. No pretendo entrar aquí en esta controversia. Acabamos de ver que cualquier conocimiento adquirido a través de la experimentación animal ha supuesto, en el mejor de los casos, una muy pequeña contribución al aumento de nuestra expectativa de vida; más difícil resulta estimar su contribución a mejorar la calidad de vida. En un sentido más fundamental, la controversia sobre los beneficios derivados de la experimentación animal es esencialmente irresoluble porque, incluso si se lograsen descubrimientos valiosos usando animales, no podemos decir cuánto éxito habría tenido la investigación médica si hubiera sido obligada, desde el principio, a desarrollar métodos alternativos de investigación. Algunos descubrimientos probablemente se hubieran retrasado, o quizá nunca hubieran tenido lugar; pero tampoco se habrían seguido muchas pistas falsas y es posible que la medicina se hubiera desarrollado en una dirección muy diferente y más eficaz, enfatizando una vida sana en lugar de la curación.
En cualquier caso, la cuestión ética de la justificabilidad de la experimentación animal no se puede resolver apuntando a sus beneficios para nosotros, sin importar lo persuasiva que pueda ser tal evidencia a favor de esos beneficios. El principio ético de igual consideración de intereses descarta algunos medios para la obtención del conocimiento. Ya estamos aceptando muchas restricciones a la empresa científica. No creemos que nuestros científicos tengan un derecho general a realizar experimentos dolorosos o letales con seres humanos sin su consentimiento, aunque existan muchos casos en los que tales experimentos avanzarían el conocimiento mucho más rápidamente que cualquier otro método. Ahora necesitamos ensanchar el alcance de la restricción existente para la investigación científica.
Por último, es importante darse cuenta de que gran parte de los principales problemas de la salud en el mundo continúan existiendo no porque no sepamos cómo prevenir las enfermedades y mantener sanas a las personas, sino porque nadie invierte el suficiente esfuerzo y dinero para poner en práctica el conocimiento que ya poseemos. Las enfermedades que azotan a Asia, África, América latina y las bolsas de pobreza del occidente industrializado son enfermedades que, en su mayoría, sabemos cómo curar. Han sido eliminadas en comunidades que cuentan con una nutrición, una sanidad y unos cuidados médicos adecuados. Se ha calculado que 250.000 niños mueren cada semana en el mundo y que una cuarta parte de estas muertes se debe a la deshidratación causada por la diarrea. Un tratamiento simple, ya conocido y que no precisa experimentación animal, podría evitar las muertes de estos niños[137]. Los que se interesan de verdad por mejorar el cuidado de la salud probablemente harían una contribución más eficaz a la salud humana si dejasen los laboratorios y se dedicaran a hacer llegar a quienes más lo necesitan nuestro bagaje actual de conocimiento médico.
Dicho todo esto, queda todavía una cuestión práctica por resolver: ¿qué podemos hacer para cambiar la extendida actividad de experimentar con animales? Sin duda, se necesita alguna acción que cambie las políticas gubernamentales, pero ¿qué acción en concreto? ¿Qué puede hacer el ciudadano corriente para ayudar a que se opere el cambio?
Los legisladores tienden a ignorar las protestas de sus votantes contra la experimentación animal porque están excesivamente influidos por los grupos científicos, médicos y veterinarios. En Estados Unidos, estos mantienen grupos de presión política en Washington y actúan fuertemente contra las propuestas para restringir la experimentación. Puesto que los legisladores carecen del tiempo necesario para hacerse conocedores de esta materia, se fían de lo que les dicen los «expertos». Pero esta es una cuestión moral, no científica, y habitualmente los «expertos» están interesados en que continúe la experimentación o están tan imbuidos de la ética de ampliar el conocimiento que no pueden distanciarse de la posición que ocupan y examinar críticamente lo que hacen sus colegas. Es más, han aparecido ahora organizaciones profesionales de relaciones públicas, como la National Association for Biomedical Research, cuyo único propósito es mejorar la imagen de la investigación animal entre el público y los legisladores. La Asociación ha publicado libros, producido cintas de vídeo y dirigido talleres de trabajo sobre cómo los investigado res deben defender la experimentación. Junto con otras organizaciones similares, ha prosperado conforme más personas se han ido preocupando por el tema de la experimentación. Ya hemos visto en el caso de otro grupo de presión, la Association of the British Pharmacy Industry, cómo estos grupos pueden engañar al público. Los legisladores tienen que aprender que, cuando se discute sobre la experimentación animal, el trato que deben dar a estas organizaciones y también a las asociaciones médicas, veterinarias, psicológicas y biológicas es el mismo que darían a General Motors y a Ford cuando se discutiese sobre la contaminación del aire.
Tampoco facilitan la tarea de la reforma las grandes compañías dedicadas al lucrativo negocio de criar o atrapar animales para venderlos, o a fabricar y distribuir las jaulas en las que vivan, la comida usada para alimentarlos y el equipo usado para experimentar con ellos. Estas compañías están dispuestas a gastar grandes cantidades de dinero para oponerse a cualquier legislación que les prive de sus beneficiosos mercados. Con intereses financieros como estos, aliados al prestigio de la medicina y la ciencia, la lucha para acabar con el especismo en el laboratorio está abocada a ser difícil y larga. ¿Cuál es el mejor sistema para avanzar? No parece probable que ninguna democracia occidental vaya a abolir la experimentación animal de un plumazo. Los Gobiernos, simplemente, no funcionan así. La experimentación animal sólo acabará cuando una serie de reformas individuales haya reducido su importancia, conseguido su sustitución en muchos campos y cambiado ampliamente la actitud del público hacia los animales. La tarea inmediata, entonces, es trabajar para lograr estas metas parciales, que se pueden ver como hitos en la larga marcha hacia la eliminación de toda la explotación de los animales sintientes. Todos aquellos a quienes preocupe acabar con el sufrimiento animal pueden tratar de dar a conocer lo que está sucediendo en las universidades y en los laboratorios de animales de sus comunidades. Los consumidores pueden negarse a comprar productos que hayan sido probados en animales, especialmente cosméticos, puesto que ahora hay alternativas disponibles. Los estudiantes deberían negarse a realizar experimentos que no considerasen éticos. Cualquiera puede estudiar las revistas científicas para saber dónde se están realizando experimentos dolorosos y después encontrar algún medio para comunicar al público lo que está sucediendo.
También es necesario hacer que este tema sea político. Como ya hemos visto, los legisladores reciben grandes cantidades de cartas sobre la experimentación con animales. Pero ha costado muchos años de duro trabajo convertirla en un tema político. Afortunadamente, esto ya ha empezado a suceder en varios países. En Europa y Australia, la experimentación animal está siendo examinada con seriedad por los partidos políticos, especialmente los que están cerca de los Verdes en el espectro político. En las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 1988, la plataforma del Partido Republicano dijo que el proceso para certificar alternativas a las pruebas con animales de medicinas y cosméticos debería volverse más simple y rápido.
La explotación de los animales de laboratorio es parte del más amplio problema del especismo y es poco probable que se elimine del todo mientras no eliminemos el propio especismo. Seguramente algún día los hijos de nuestros hijos, al leer lo que se hacía en los laboratorios en el siglo XX, sentirán ante lo que era capaz de hacer gente que, por lo demás, era civilizada el mismo horror e incredulidad que sentimos hoy nosotros cuando leemos las atrocidades de los gladiadores de los circos romanos o del comercio de esclavos en el siglo XVIII.