1. TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES…

o por qué el principio ético que fundamenta la igualdad entre los humanos exige que también extendamos la igualdad a los animales.

Es posible que la «Liberación Animal» suene más como una parodia de otros movimientos de liberación que como un objetivo serio. De hecho, la idea de «los Derechos de los Animales» se usó en otro tiempo para ridiculizar el tema de los derechos de las mujeres. Cuando Mary Wollstonecraft, una precursora de las feministas de hoy, publicó su Vindication of the Rights of Woman en 1792, muchos consideraron absurdos sus puntos de vista y al poco tiempo apareció una publicación anónima titulada A Vindication of the Rights of Brutes. El autor de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido filósofo de Cambridge) intentó rebatir los argumentos de Mary Wollstonecraft demostrando que podían llevarse un paso más lejos. Si tenía sentido hablar de igualdad con respecto a las mujeres, ¿por qué no hacerlo con respecto a perros, gatos y caballos? El razonamiento también parecía válido para estas «bestias», aunque sostener que las bestias tenían derechos era obviamente absurdo. Así, pues, el razonamiento que había conducido a esta conclusión tenía que ser falso, y si era falso al aplicarse a las bestias también tenía que serlo respecto a las mujeres, ya que en ambos casos se habían usado los mismos argumentos.

Para explicar las bases de la igualdad de los animales, sería conveniente empezar analizando la causa de la igualdad de la mujer. Asumamos que queremos defender el tema de los derechos de las mujeres contra el ataque de Thomas Taylor. ¿Cómo hemos de responder?

Una posible réplica sería decir que no es válido extender el argumento de la igualdad entre hombres y mujeres a los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho a voto, por ejemplo, porque son exactamente tan capaces de tomar decisiones racionales sobre el futuro como los hombres; por el contrario, los perros son incapaces de comprender el significado del voto y, por tanto, no pueden tener derecho al mismo. Hay muchos otros aspectos obvios de semejanza entre los hombres y las mujeres, pero entre los humanos y los animales existe una enorme diferencia. Así, pues, se podría decir, los hombres y las mujeres son seres similares y deberían tener similares derechos, mientras que los humanos y los no humanos son diferentes y no deben tener los mismos derechos.

El razonamiento que esconde esta réplica a la analogía de Taylor es correcto hasta cierto punto, pero no llega lo bastante lejos. Obviamente, existen diferencias importantes entre los humanos y otros animales y tienen que dar lugar a ciertas diferencias en los derechos que tenga cada uno. No obstante, reconocer este hecho evidente no impide que se extienda el principio básico de la igualdad a los animales no humanos. Las diferencias que existen entre los hombres y las mujeres también son innegables, y los defensores de la liberación de la mujer son conscientes de que estas diferencias pueden originar derechos diferentes. Muchas feministas sostienen que las mujeres tienen derecho a abortar cuando lo deseen. De esto no se infiere que, puesto que hacen campaña para conseguir la igualdad entre hombres y mujeres, tengan que defender también el derecho de los hombres al aborto. Puesto que un hombre no puede abortar, no tiene sentido hablar de su derecho a hacerlo. Puesto que un perro no puede votar, no tiene sentido hablar de su derecho al voto. No hay ninguna razón por la que la liberación de la mujer o la de los animales tengan que complicarse con semejantes desatinos. Extender de un grupo a otro el principio básico de la igualdad no implica que tengamos que tratar a los dos grupos exactamente del mismo modo, ni tampoco garantizar los mismos derechos a ambos. Que debamos hacerlo o no dependerá de la naturaleza de los miembros de los dos grupos. El principio básico de la igualdad no exige un tratamiento igual o idéntico, sino una misma consideración. Considerar de la misma manera a seres diferentes puede llevar a diferentes tratamientos y derechos.

Vemos, por tanto, que hay otra manera de responder al intento de Taylor de ridiculizar la causa de los derechos de las mujeres. Una respuesta que no niega las obvias diferencias entre los humanos y los no humanos, pero que penetra más profundamente en la cuestión de la igualdad y no encuentra nada absurdo en la idea de que el principio básico de igualdad se aplique a las llamadas «bestias». Por el momento, esta conclusión puede parecernos extraña, pero si examinamos más detenidamente las bases que fundamentan nuestra oposición a la discriminación por la raza o el sexo veremos que no serán muy sólidas si pedimos igualdad para los negros, las mujeres y otros grupos de humanos oprimidos y, simultáneamente, les negamos a los no humanos una consideración igual. Para aclarar este punto, lo primero que hemos de ver es exactamente por qué son repudiables el racismo y el sexismo.

Cuando decidimos que todos los seres humanos, independientemente de su raza, credo o sexo, son iguales, ¿qué es lo que estamos afirmando? Los que desean defender las sociedades jerárquicas, no igualitarias, han señalado a menudo que, sea cual fuere el método de demostración elegido, simplemente no es verdad que todos los seres humanos sean iguales. Nos guste o no, tenemos que reconocer el hecho de que los humanos tienen formas y tamaños diversos, capacidades morales y facultades intelectuales diferentes, distintos grados de benevolencia y sensibilidad ante las necesidades de los demás, diferentes capacidades para comunicarse con eficacia y para experimentar placer y dolor. En suma, si cuando exigimos igualdad nos basáramos en la igualdad real de todos los seres humanos, tendríamos que dejar de exigirla.

Aun así, podríamos aferrarnos a la idea de que la exigencia de la igualdad para los seres humanos se basa sobre la igualdad real entre los distintos sexos y razas. Se podría decir que, aunque los humanos difieren como individuos, no existen diferencias entre las razas y los sexos en cuanto tales. Del mero hecho de que una persona sea negra o mujer no se puede inferir nada sobre sus capacidades intelectuales o morales, y se podría decir que por esta razón se equivocan el racismo y el sexismo. El racista blanco alega que los blancos son superiores a los negros, pero esto es falso; aunque existan diferencias entre los individuos, algunos negros son superiores a algunos blancos en todas las capacidades y facultades que se puedan concebir como relevantes. El oponente del sexismo diría lo mismo: el sexo de una persona no nos dice nada sobre sus capacidades, y por eso es injustificable discriminar sobre la base del sexo.

Sin embargo, la existencia de variantes individuales que trascienden la raza o el sexo nos hace vulnerables frente a un oponente más sofisticado de la igualdad, uno que proponga, por ejemplo, que los intereses de todas las personas con coeficientes intelectuales inferiores a cien deben recibir una menor consideración que los de aquellas otras que superan los cien. En esa sociedad, quizá los que no los superasen serían esclavos de los que sí lo hubiesen hecho. ¿Sería una sociedad jerárquica de este tipo mejor que otra cuya jerarquía se basara en la raza o en el sexo? No lo creo, pero si limitamos el principio moral de igualdad a la igualdad real de las diferentes razas o sexos considerados en su conjunto, nuestra oposición al racismo y al sexismo no nos proporciona ninguna base para cuestionar este tipo de anti-igualitarismo.

Hay otra razón importante por la que no debemos basar nuestra oposición al racismo y al sexismo sobre ninguna clase de igualdad real, ni siquiera la del tipo limitado que afirma que las variaciones de capacidades y facultades se distribuyen uniformemente entre las diferentes razas y entre los sexos: no podemos tener una garantía absoluta de que estas capacidades y facultades se distribuyan por igual, sin atender a la raza ni al sexo, entre los seres humanos. En lo que se refiere a las capacidades reales, sí parece haber ciertas diferencias determinables tanto entre las razas como entre los sexos, aunque, por supuesto, no se muestran en cada caso individual sino sólo en valores medios. Todavía más importante: no sabemos aún cuántas de estas diferencias se deben, de hecho, a las diversas dotaciones genéticas de las razas y los sexos, y cuántas obedecen a una mala escolarización, malas viviendas y demás factores que son fruto de la discriminación pasada y presente. Es posible que todas las diferencias significativas se lleguen a identificar algún día como ambientales y no como genéticas. Todo el que se oponga al racismo y al sexismo deseará que así sea, ya que esto facilitaría mucho la tarea de acabar con la discriminación. No obstante, sería peligroso que la lucha contra el racismo y el sexismo se apoyara en la creencia de que todas las diferencias importantes tienen un origen ambiental. El que tratara de rechazar por esta vía el racismo, por ejemplo, tendría que acabar admitiendo que si se prueba que las diferencias de aptitudes tienen alguna conexión genética con la raza, el racismo de alguna manera podría ser defendible.

Afortunadamente, no hay necesidad de supeditar el tema de la igualdad a un resultado concreto de una investigación científica. La respuesta adecuada a quienes pretenden haber encontrado pruebas de diferencias con base genética entre razas o sexos en lo relativo a ciertas aptitudes no consiste en aferrarse a la creencia de que la explicación genética tiene que ser errónea, aunque existan pruebas de lo contrario, sino más bien en dejar muy claro que el derecho a la igualdad no depende de la inteligencia, capacidad moral, fuerza física u otros factores similares. La igualdad es una idea moral, no la afirmación de un hecho. No existe ninguna razón lógicamente persuasiva para asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas deba justificar una diferencia en la consideración que concedemos a sus necesidades e intereses. El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos.

Jeremy Bentham, fundador de la escuela de filosofía moral del utilitarismo reformista, incorporó a su sistema ético la base esencial de la igualdad moral mediante la siguiente fórmula: «Cada persona debe contar por uno, y nadie por más de uno». En otras palabras, los intereses de cada ser afectado por una acción han de tenerse en cuenta y considerarse tan importantes como los de cualquier otro ser. Henry Sidgwick, un utilitarista posterior, lo expresó del siguiente modo: «El bien de un individuo particular no tiene más importancia, desde el punto de vista del Universo (por decirlo así), que el bien de cualquier otro». Más recientemente, las principales figuras de la filosofía moral contemporánea han coincidido en precisar algún requisito similar, orientado a considerar por igual los intereses de todos, como supuesto fundamental de sus teorías morales. Sin embargo, no suele haber consenso entre los autores respecto a cómo se debe formular este requisito[1].

Este principio de igualdad implica que nuestra preocupación por los demás y nuestra buena disposición a considerar sus intereses no deberían depender de cómo sean los otros ni de sus aptitudes. Precisamente, lo que nos exija esta preocupación o consideración puede variar según las características de aquellos a quienes afectan nuestras acciones: el interés por el bienestar de los niños de América requiere que les enseñemos a leer, mientras que el interés por el bienestar de los cerdos puede exigir tan sólo que les dejemos estar con otros cerdos en un lugar donde haya suficiente alimento y sitio para que se muevan libremente. Pero el elemento básico —tener en cuenta los intereses del ser, sean cuales sean— debe extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.

Thomas Jefferson, responsable de que se incluyera el principio de la igualdad de los hombres en la Declaración de Independencia americana, ya tuvo esto en cuenta. Esto le llevó a oponerse a la esclavitud, aun cuando fue incapaz de liberarse por completo de su pasado como propietario de esclavos. Escribió lo siguiente en una carta dirigida al autor de un libro que subrayaba los considerables logros intelectuales de los negros para rebatir la opinión, por aquel entonces habitual, de que sus capacidades intelectuales eran limitadas:

Puede estar seguro de que nadie en el mundo desea más sinceramente que yo una refutación absoluta de las dudas que yo mismo he mantenido y expresado sobre el grado de inteligencia con que les ha dotado la naturaleza, y descubrir que son iguales a nosotros […] pero cualquiera que sea su grado de talento, no constituye la medida de sus derechos. El que Sir Isaac Newton fuera superior a otros en inteligencia no le erigió en dueño de la propiedad o de las personas de otros[2].

De modo semejante, cuando en la década de los cincuenta del siglo pasado surgió en Estados Unidos la reivindicación de los derechos de las mujeres, una extraordinaria feminista negra llamada Sojourner Truth expresó lo mismo con más dureza en una convención feminista:

Hablan de esto que tenemos en la cabeza; ¿cómo lo llaman? («Intelecto», susurró alguien que estaba cerca). Exacto. ¿Qué tiene eso que ver con los derechos de las mujeres o de los negros? Si en mi taza sólo cabe una pinta[*] y en la tuya cabe un cuarto de galón[**], ¿no pecarías de mezquindad si no me la dejaras llenar[3]?

Las luchas contra el racismo y contra el sexismo deben apoyarse, en definitiva, sobre esta base, y de acuerdo con este principio la actitud que podemos llamar «especismo» (por analogía con el racismo) también ha de condenarse. El especismo —la palabra no es atractiva, pero no se me ocurre otra mejor— es un prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras. Debería resultar obvio que las objeciones fundamentales al racismo y al sexismo de Thomas Jefferson y Sojourner Truth se aplican igualmente al especismo. Si la posesión de una inteligencia superior no autoriza a un humano a que utilice a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma finalidad[4]?

De una u otra forma, muchos filósofos y escritores han propugnado como principio moral básico la consideración igualitaria de los intereses, pero pocos han reconocido que este principio sea aplicable a los miembros de otras especies distintas a la nuestra. Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto en cuenta. En un pasaje con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses ya habían liberado a sus esclavos negros mientras que en los dominios británicos aún se les trataba como tratamos hoy a los animales, Bentham escribió:

Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se le podrían haber negado de no ser por la acción de la tiranía. Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para abandonar sin remedio a un ser humano al capricho de quien le atormenta. Puede que llegue un día en que el número de piernas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa es la que podría trazar la línea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón, o acaso la facultad del discurso? Un caballo o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura humana de un día, una semana o incluso un mes. Pero, aun suponiendo que no fuera así, ¿qué nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir[5]?.

En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica básica que le otorga a un ser el derecho a una consideración igual. La capacidad de sufrir —o, con más rigor, de sufrir y/o gozar o ser feliz— no es una característica más, como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar «la línea infranqueable» que determina si se deben o no tener en cuenta los intereses de un ser han elegido una característica errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente ningún tipo de interés, como hacen los que trazan la línea divisoria en función del lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar con sentido de intereses. Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses de una piedra porque un colegial le da un puntapié y rueda por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir, y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. No obstante, la capacidad de sufrir y gozar no sólo es necesaria sino también suficiente para que podamos decir que un ser tiene interés, aunque sea mínimo, en no sufrir. Un ratón, por ejemplo, sí tiene interés en que no se le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si esto le ocurre.

Aunque Bentham habla de «derechos» en el pasaje que he citado, en realidad la discusión trata sobre la igualdad más que sobre los derechos. En otro célebre pasaje, Bentham describió los «derechos naturales» como «tonterías» y los «derechos naturales e imprescriptibles» como «tonterías con zancos». Se refirió a los derechos morales como si fuesen una manera conveniente de mencionar protecciones que las personas y los animales deberían tener moralmente; pero el peso real del argumento moral no descansa sobre la afirmación de la existencia de un derecho, ya que esto a su vez tiene que justificarse sobre la base de las posibilidades de sentir sufrimiento y felicidad. De esta manera, podemos pedir igualdad para los animales sin implicarnos en controversias filosóficas sobre la naturaleza última de los derechos.

En intentos equivocados para refutar los argumentos de este libro, algunos filósofos han realizado verdaderos esfuerzos para desarrollar argumentos que demuestren que los animales no tienen derechos[6]. Han sostenido que, para tener derechos, un ser debe tener autonomía, formar parte de una comunidad, poseer la habilidad para respetar los derechos de los otros o tener un sentido de la justicia. Estos argumentos son irrelevantes para la causa de la Liberación Animal. El lenguaje de los derechos es una útil fórmula política. Es incluso más valioso en la era de los informativos televisados de treinta segundos que en tiempos de Bentham; pero, en lo que respecta al argumento a favor de un cambio radical en nuestra actitud hacia los animales, no es en absoluto necesario.

Si un ser sufre, no puede haber justificación moral alguna para negarse a tener en cuenta este sufrimiento. Al margen de la naturaleza del ser, el principio de igualdad exige que —en la medida en que se puedan hacer comparaciones grosso modo— su sufrimiento cuente tanto como el mismo sufrimiento de cualquier otro ser. Cuando un ser carece de la capacidad de sufrir, o de disfrutar o ser feliz, no hay nada que tener en cuenta. Por tanto, el único límite defendible a la hora de preocuparnos por los intereses de los demás es el de la sensibilidad (entendiendo este término como una simplificación que, sin ser estrictamente adecuada, es útil para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar). Establecer el límite por alguna otra característica como la inteligencia o el raciocinio sería arbitrario. ¿Por qué no habría de escogerse entonces otra característica, como el color de la piel?

El racista viola el principio de igualdad al dar más peso a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De modo similar, el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos.

Casi todos los seres humanos son especistas. Los siguientes capítulos muestran que los seres humanos corrientes —no sólo unos cuantos excepcionalmente crueles o despiadados, sino la gran mayoría— participan activamente, dan su consentimiento y permiten que sus impuestos se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otra especie para promover los intereses más triviales de la nuestra.

No obstante, existe una defensa del tipo de acciones descritas en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes de hablar de las prácticas en sí mismas. Se trata de un alegato que, si fuese verdadero, nos permitiría hacer todo tipo de cosas a los seres no humanos por la razón más insignificante, o sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso somos culpables de despreciar los intereses de otros animales, por una razón sencillísima: no tienen intereses. Según esta perspectiva, los animales no humanos carecen de intereses porque no son capaces de sufrir. Esto no significa meramente que no sean capaces de sufrir de las múltiples formas en que lo hacen los humanos; una ternera no puede sufrir por saber que la van a sacrificar en un período de seis meses. Aunque este modesto argumento no ofrezca lugar a dudas, no libera a los humanos de la acusación de especismo porque no elimina la posibilidad de que los animales sufran de otras formas: recibiendo descargas eléctricas o encerrados en jaulas pequeñas y abarrotadas, por ejemplo. El argumento que voy a discutir ahora es ese otro mucho más radical —aunque, por eso mismo, menos plausible— que afirma que los animales son incapaces de sufrir; que son autómatas inconscientes y carecen de cualquier tipo de pensamientos, sentimientos y vida mental.

Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión de que los animales son autómatas la avanzó el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la mayoría de las personas, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá dolor. Las leyes de casi todos los países civilizados confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales sufren se pueden saltar lo que queda de sección y pasar directamente a la siguiente parte, ya que las páginas intermedias se dedican exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, a pesar de ser tan poco plausible, por mor de la completud debemos discutir esta postura escéptica.

¿Sienten dolor los animales no humanos? ¿Cómo lo sabemos? ¿Cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros mismos sí podemos sentirlo. Lo sabemos porque lo experimentamos directamente cuando, por ejemplo, alguien aprieta un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero ¿cómo saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar el dolor ajeno, tanto si el «otro» es nuestro mejor amigo como si es un perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un «acontecimiento mental», y como tal nunca puede observarse. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí, como tampoco lo son las notas que un neurólogo pueda tomar sobre las observaciones del dolor a través de la actividad cerebral. El dolor es algo que sentimos, y sólo podemos inferir de diversas indicaciones externas que los demás también lo sienten.

En teoría, siempre podríamos equivocarnos cuando asumimos que otros seres humanos sienten dolor. Cabe concebir que nuestro mejor amigo es, en realidad, un robot muy bien construido, controlado por un brillante científico de tal forma que manifiesta todas las señales de sentir dolor cuando, de hecho, no es más sensible que cualquier otra máquina. Nunca podemos estar completamente seguros de que no sea este el caso, pero, si bien este tema puede ser un rompecabezas para los filósofos, nadie tiene la menor duda de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros. Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable porque se basa en observaciones de su conducta en aquellas situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, así como en el hecho de que tenemos razones para asumir que nuestros amigos son seres como nosotros y que sus sistemas nerviosos son como los nuestros y funcionan de manera similar, generando sentimientos parecidos en circunstancias similares.

Si es justificable suponer que los otros humanos sienten dolor como nosotros, ¿existe alguna razón para que una inferencia así no lo sea en el caso de otros animales?

Casi todos los signos externos que nos motivan a deducir la presencia de dolor en los humanos pueden también observarse en las otras especies, especialmente en aquellas más cercanas a nosotros, como los mamíferos y las aves. La conducta característica —sacudidas, contorsiones faciales, gemidos, chillidos u otros sonidos, intentos de evitar la fuente de dolor, aparición del miedo ante la perspectiva de su repetición, y así sucesivamente— está presente. Además, sabemos que estos animales poseen sistemas nerviosos muy parecidos a los nuestros, que responden fisiológicamente como los nuestros cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión de la sangre, dilatación de las pupilas, transpiración, aumento de las pulsaciones y, si continúa el estímulo, un descenso de la presión sanguínea. Aunque los humanos tienen una corteza cerebral más desarrollada que el resto de los animales, esta parte del cerebro está ligada a las funciones del pensamiento más que a los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Estos impulsos, emociones y sentimientos están situados en el diencéfalo, que está bien desarrollado en muchas otras especies de animales, sobre todo en los mamíferos y en las aves[7].

También sabemos que los sistemas nerviosos de otros animales no se construyeron artificialmente para remedar las reacciones de dolor de los humanos, como pudiera construirse un robot. Los sistemas nerviosos de los animales evolucionaron como los nuestros y, de hecho, la historia evolutiva de los humanos y otros animales, especialmente los mamíferos, no se diferenció hasta después de que apareciesen los rasgos centrales de nuestros sistemas nerviosos. Obviamente, la capacidad de sentir dolor aumenta las probabilidades de supervivencia de la especie, ya que hace que sus miembros eviten las fuentes del daño. Sin duda, es insensato suponer que sistemas nerviosos casi idénticos fisiológicamente, con un origen y una función evolutiva comunes y que llevan a comportamientos parecidos en similares circunstancias, funcionen de un modo radicalmente distinto en el plano de los sentimientos subjetivos.

Hace ya tiempo que la ciencia acepta como norma sensata el buscar la explicación más simple posible a aquello que se desea explicar. Se acude de cuando en cuando a este principio para calificar de «no científicas» a las teorías del comportamiento de los animales que hacen referencia a sus sentimientos y deseos conscientes, alegando que si la conducta en cuestión se puede explicar sin invocar a la conciencia o a los sentimientos, esta sería la teoría más simple. Pero ahora podemos ver que cuando estas explicaciones se formulan en relación a la conducta de los animales humanos y de los no humanos resultan, de hecho, mucho más complejas que sus contrarias. Sabemos por nuestra propia experiencia que las explicaciones de nuestro comportamiento que no hagan referencia a la conciencia y al sentimiento de dolor son incompletas, y suponer que un comportamiento igual en animales con similares sistemas nerviosos se explica del mismo modo resulta más simple que intentar inventar alguna otra explicación para diferenciar a los humanos de los no humanos a este respecto.

La inmensa mayoría de los científicos que se han pronunciado sobre este punto está de acuerdo. Lord Brain, uno de los neurólogos más importantes de nuestro tiempo, ha dicho:

Personalmente no encuentro ninguna razón para conceder que mis iguales, los humanos, tienen mente y negársela a los animales […] Al menos, no puedo dudar de que los intereses y actividades de los animales se correspondan con la consciencia y el sentimiento de la misma manera que en mi propio caso, y que, por lo que yo sé, hasta pueden ser igual de intensos[8].

Y el autor de un libro reciente sobre el dolor escribe:

Cada brizna de evidencia basada en los hechos apoya la tesis de que los vertebrados mamíferos más desarrollados experimentan sensaciones de dolor al menos tan agudas como las nuestras. Decir que sienten menos porque son animales inferiores es un absurdo; se puede demostrar fácilmente que muchos de sus sentidos son mucho más agudos que los nuestros: la agudeza visual en ciertas aves, el oído en la mayoría de los animales salvajes y el tacto en otros; en la actualidad, estos animales dependen más que nosotros del conocimiento más completo posible de un medio hostil. Aparte de la complejidad de la corteza cerebral (que no percibe dolor directamente), sus sistemas nerviosos son casi idénticos a los nuestros y sus reacciones ante el dolor extraordinariamente parecidas, aunque carentes (según la información de que disponemos) de connotaciones filosóficas y morales. El elemento emocional es de sobra evidente, ante todo en forma de miedo y de cólera[9].

En el Reino Unido, tres comités gubernamentales distintos, expertos en el tema de los animales, aceptaron la conclusión de que los animales sienten dolor. Después de señalar las evidentes pautas de conducta que apoyan este punto de vista, el Committee on Cruelty to Wild Animals decía lo siguiente:

Creemos que la evidencia fisiológica, y más concretamente la anatómica, justifica plenamente y refuerza la creencia basada en el sentido común de que los animales sienten dolor.

Y después de debatir sobre el carácter evolutivo del dolor, el informe terminaba concluyendo que el dolor tiene una «clara utilidad biológica» y que esto constituye «un tercer tipo de evidencia de que los animales sienten dolor». Pasaba entonces a considerar formas de sufrimiento distintas del simple dolor físico, y añadía que los miembros del comité estaban «convencidos de que los animales sufren de miedo y terror agudos». Posteriores informes de los comités del Gobierno inglés sobre experimentos realizados con animales y sobre el estado de los animales sometidos a métodos de crianza intensiva estaban de acuerdo con esta tesis, concluyendo que los animales tienen capacidad para sufrir no sólo por daños físicos directos, sino por miedo, ansiedad, estrés, etc[10]. Finalmente, la publicación durante la pasada década de estudios científicos con títulos tales como Animal Thought, Animal Thinking y Animal Suffering: The Science of Animal Welfare demuestra que la consciencia en los animales no humanos se acepta ya generalmente como un tema serio de investigación[11].

Se podría pensar que esto basta para poner punto final a la controversia, pero todavía hay otra objeción que debemos valorar. Después de todo, los seres humanos cuando sienten dolor cuentan con una pauta de conducta de la que carecen los no humanos: un lenguaje desarrollado. Otros animales pueden comunicarse entre sí, pero no, según parece, de una forma tan complicada como la nuestra. Algunos filósofos, incluido Descartes, han considerado importante el hecho de que mientras que los humanos pueden contar detalladamente su experiencia del dolor, otros animales no pueden. (Es interesante resaltar que esta línea divisoria entre los humanos y las otras especies, clara en otro tiempo, hoy se está poniendo en duda a causa del descubrimiento de que a los chimpancés se les puede enseñar un lenguaje[12]). Pero, como señaló Bentham hace mucho tiempo, la facultad de utilizar un lenguaje no es relevante a la hora de decidir el trato que se debe a un ser, a menos que esa facultad pueda ligarse a su capacidad para sufrir, en cuyo caso la ausencia de un lenguaje haría dudar de la existencia de esta capacidad.

Este nexo se puede abordar por dos vías. Primero, existe una vaga trayectoria de pensamiento filosófico, derivada quizá de ciertas doctrinas asociadas al influyente filósofo Ludwig Wittgenstein, que sostiene que no podemos atribuir significativamente estados de conciencia a seres sin lenguaje. Esta postura no me parece muy plausible, ya que aunque el lenguaje pueda ser necesario para el pensamiento abstracto, al menos en cierto nivel, los estados como el dolor son más primitivos y no tienen nada que ver con el lenguaje.

La segunda manera, más fácilmente comprensible, de enlazar el lenguaje con la existencia de dolor consiste en afirmar que la mejor prueba que tenemos de que otra criatura sufre es cuando nos lo dice. Este es un argumento de otro tipo, porque no niega que quienes carecen de lenguaje puedan sufrir, sino solamente que jamás podamos tener suficientes razones para creer que están sufriendo. Con todo, este tipo de argumento también fracasa. Como ha señalado Jane Goodall en su estudio sobre chimpancés, In the Shadow of Man, cuando se trata de expresar sentimientos y emociones el lenguaje es menos importante que otros modos de comunicación no lingüísticos, como un animoso golpecillo en la espalda, un abrazo efusivo, el apretón de manos, etc. Los signos básicos que usamos para transmitir el dolor, el miedo, la cólera, el amor, la alegría, la sorpresa, la excitación sexual y tantos otros estados emocionales no son específicos de nuestra propia especie[13]. El enunciado «siento dolor» puede servir de prueba para concluir que quien lo dice lo siente, pero no es la única posible y, puesto que a veces la gente miente, ni siquiera es la mejor.

Incluso si hubiera mejores razones para negarse a atribuir dolor a los que carecen de lenguaje, las consecuencias de esta negación podrían llevarnos a rechazar la conclusión. Los recién nacidos y los niños pequeños son incapaces de usar el lenguaje. ¿Vamos a negar que un niño de un año pueda sufrir? Si no lo hacemos, el lenguaje no puede ser crucial. Por supuesto que la mayoría de los padres entiende mejor las respuestas de sus hijos que las de los otros animales, pero esto es simplemente consecuencia del mayor conocimiento de nuestra propia especie y del mayor contacto que tenemos con los niños pequeños, en comparación con los animales. Tanto los que estudian la conducta de otros animales como quienes tienen animales de compañía aprenden pronto a entender sus respuestas tan bien como entendemos las de un niño, y a veces mejor.

Por lo tanto, concluimos que no hay razones convincentes, ni científicas ni filosóficas, para negar que los animales sienten dolor. Si no dudamos de que otros humanos lo sienten, tampoco deberíamos dudar de que lo sienten otros animales.

Los animales pueden sentir dolor. Como vimos antes, no puede haber justificación moral para considerar que el dolor (o el placer) que sienten los animales es menos importante que el sentido por los humanos con la misma intensidad. Pero ¿qué consecuencias prácticas se siguen de esta conclusión? Para evitar confusiones, describiré con más detalle lo que esto significa.

Si le doy a un caballo una fuerte palmada en la nalga quizá se sobresalte, pero seguramente sentirá poco dolor porque su piel es lo bastante gruesa como para protegerle de una mera palmada. Sin embargo, si hago lo mismo con un niño llorará y seguramente sentirá dolor porque su piel es más sensible. Por eso es peor pegar a un niño que a un caballo si las bofetadas se administran con igual fuerza. Pero tiene que haber algún tipo de golpe —no sé exactamente cuál, pero quizá uno asestado con un palo grueso— que cause al caballo tanto dolor como el que sentiría un niño al que golpeásemos con la mano. Esto es lo que quiero decir cuando me refiero a «la misma intensidad de dolor», y si nos parece mal causar ese dolor a un bebé sin ninguna razón convincente, entonces (a no ser que seamos especistas) nos tendrá que parecer igual de mal infligir el mismo dolor a un caballo sin motivo alguno.

Existen otras diferencias entre los humanos y los animales que dan lugar a nuevas complicaciones. Los seres humanos adultos normales tienen unas capacidades mentales que, en determinadas circunstancias, les harán sufrir más de lo que sufren los animales en las mismas situaciones. Si, por ejemplo, decidiéramos utilizar adultos humanos normales para experimentos científicos extremadamente dolorosos o letales y los secuestrásemos al azar en los parques públicos, todos los adultos que entraran en un parque tendrían miedo a ser secuestrados y este terror sería una forma de sufrimiento adicional al dolor del experimento. Los mismos experimentos realizados con animales no humanos causarían un sufrimiento menor, ya que los animales no tendrían el temor anticipatorio de ser secuestrados y convertidos en objeto de experimento. Pero, por supuesto, esto no quiere decir que estaría bien realizar el experimento con animales, sino sólo que hay una razón, que no es especista, para preferir el uso de animales al de los adultos humanos normales en caso de que haya que realizarse tal experimento. No obstante, debemos señalar que este mismo argumento nos da una razón para preferir experimentar con niños muy pequeños —huérfanos, quizá— o humanos con un grave retraso mental antes que con adultos, ya que ni unos ni otros tendrían ni idea de lo que les iba a suceder. Por lo que respecta a este argumento, los animales no humanos, los bebés y los retrasados mentales se encuentran en una misma categoría; y si es este el argumento que utilizamos para justificar los experimentos con animales no humanos, tenemos que preguntarnos también si estamos dispuestos a permitirlos con los otros dos grupos; y si establecemos una distinción entre los animales y estos humanos, ¿sobre qué base se apoya, sino sobre una preferencia mal disimulada —y moralmente indefendible— por los miembros de nuestra propia especie?

Hay muchos aspectos en los que las superiores capacidades mentales de los humanos marcan una diferencia: la anticipación, una memoria más detallada, un mayor conocimiento de lo que sucede, etc., si bien no todas estas diferencias implican un mayor sufrimiento por parte del ser humano normal. A veces un animal puede sufrir más debido a que tiene un poder de comprensión más limitado. Si, por ejemplo, capturamos en tiempos de guerra a unos prisioneros, podemos explicarles que, aunque tienen que someterse a la captura, los interrogatorios y la prisión, no se les causarán otros daños y serán puestos en libertad cuando concluyan las hostilidades. Pero si capturamos a un animal salvaje no podemos explicarle que no estamos amenazando su vida. Un animal salvaje no puede distinguir el intento de dominar y confinar del de matar, y le causaría tanto terror uno como otro.

Puede objetarse que es imposible hacer comparaciones entre los sufrimientos de las diferentes especies y que, por esta razón, el principio de igualdad no sirve cuando entran en conflicto los intereses de los animales y los de los humanos. Probablemente sea cierto que comparar el sufrimiento de los miembros de especies diferentes no es una tarea que pueda hacerse de: un modo preciso, pero la precisión no es esencial. Incluso si evitáramos hacer sufrir a los animales sólo en aquellos casos en que los intereses de los humanos se vieran afectados en menor grado que los suyos, nos veríamos forzados a cambiar radicalmente el trato que les damos, incluyendo nuestra dieta, las técnicas que utilizamos en las granjas, los procedimientos experimentales en muchos campos de la ciencia, nuestra visión de la vida animal y de la caza, de los cepos y de las pieles, y entretenimientos como los circos, los rodeos y los zoológicos. El resultado de este cambio sería evitar una gran cantidad de sufrimiento.

Hasta ahora sólo me he referido al sufrimiento que imponemos a los animales, y nada al hecho de sacrificarlos. Esta omisión ha sido deliberada. La aplicación del principio de igualdad a la imposición de sufrimiento es, al menos en teoría, bastante clara. El dolor y el sufrimiento son malos en sí mismos y deben evitarse o minimizarse, al margen de la raza, el sexo o la especie del ser que sufre. El dolor se mide por su intensidad y duración, y los dolores de una misma intensidad y duración son tan nocivos para los humanos como para los animales.

Resulta más complejo pronunciarse sobre la maldad de matar a otro ser. He mantenido la cuestión de matar en último término, y seguiré haciéndolo, porque en el estado actual de tiranía humana sobre otras especies el principio simple y claro de exigir una misma consideración respecto al dolor y al placer es base suficiente para identificar los abusos más esenciales que cometen los humanos con los animales y protestar contra ellos. Aun así, es necesario decir algo sobre la cuestión de matar.

Al igual que casi todos los humanos son especistas por su disposición a infligir a los animales un dolor que, por el mismo motivo, no causarían a los humanos, también lo son por su disposición a matar a otros animales cuando no matarían a seres humanos. Sin embargo, aquí es necesario proceder con más cautela porque la gente sostiene puntos de vista muy diversos sobre cuándo es legítimo matar a los humanos, como lo demuestran los continuos debates sobre el aborto y la eutanasia. Tampoco los filósofos morales se han puesto de acuerdo acerca de exactamente por qué está mal matar a seres humanos, ni en qué circunstancias pueda ser justificable matar a un ser humano.

Vamos a considerar primero el punto de vista de que siempre está mal privar de la vida a un ser humano inocente, punto de vista al que nos referiremos como el de la «santidad de la vida». Las personas que piensan así se oponen al aborto y a la eutanasia. En cambio, normalmente no suelen oponerse a matar a los no humanos, con lo que quizá sea más correcto describirlo como el de la «santidad de la vida humana». La creencia de que la vida humana, y sólo ella, es sacrosanta constituye una forma de especismo. Para comprender esto, veamos el siguiente ejemplo.

Supongamos que, como sucede a veces, un niño nace con una grave e irreparable lesión cerebral. La gravedad de la lesión es tal que el niño nunca podrá ser más que un «vegetal humano» incapaz de hablar, de reconocer a la gente, de actuar independientemente o de desarrollar un sentido de autoconciencia. Los padres del niño, dándose cuenta de que no hay esperanzas de que mejore su condición y no estando dispuestos a gastarse, o a pedir que se gaste el Estado, los miles de dólares que se necesitarían anualmente para proporcionar un cuidado adecuado al niño, piden al médico que lo mate sin dolor.

¿Debe hacer el médico lo que le piden los padres? Legalmente no, y en este sentido la ley refleja el punto de vista de la santidad de la vida: la vida de todo ser humano es sagrada. Sin embargo, quienes opinarían así sobre este recién nacido no tienen nada que objetar al acto de matar animales no humanos. ¿Cómo pueden justificarse tan dispares valoraciones? Los chimpancés adultos, los perros, los cerdos y los miembros de muchas otras especies superan con mucho a este recién nacido con lesión cerebral en su capacidad para relacionarse con los demás, actuar de un modo independiente, tener conciencia de sí mismos y en cualquier otra capacidad que pudiera pensarse razonablemente que confiere valor a la vida. A pesar de los tratamientos más intensivos posibles, hay niños retrasados que nunca podrán adquirir la inteligencia de un perro. Tampoco podemos apelar al afecto de los padres de la criatura ya que, en este caso imaginario (y en algunos casos reales), son ellos quienes no quieren que el niño viva. Lo único que distingue al recién nacido del animal, a los ojos de los que claman que tiene «derecho a la vida», es que biológicamente es un miembro de la especie Homo sapiens, mientras que los chimpancés, los perros y los cerdos no lo son. Pero utilizar esta diferencia como base para garantizarle al niño y no a los otros animales el derecho a la vida es, por supuesto, puro especismo[14]. Se trata exactamente del mismo tipo de diferenciación arbitraria que usa el racista más burdo y descarado al intentar justificar su discriminación racial.

Esto no significa que para evitar el especismo hayamos de sostener que es tan condenable matar a un perro como matar a un ser humano en posesión plena de sus facultades. La única postura irremediablemente especista es aquella que sitúa el límite del derecho a la vida exactamente donde está el límite de nuestra propia especie. Los que mantienen el enfoque de la santidad de la vida caen en esto, ya que, aunque hacen una distinción matizada entre los humanos y el resto de los animales, no permiten que se haga ninguna dentro de nuestra propia especie, oponiéndose a que se dé muerte tanto a personas muy retrasadas mentalmente y a las que padecen un estado avanzado de senilidad, como a los adultos normales.

Para no ser especistas debemos permitir que los seres que son semejantes en todos los aspectos relevantes tengan un derecho similar a la vida, y la mera pertenencia a nuestra propia especie biológica no puede ser un criterio moralmente relevante para obtener este derecho. Aun así, dentro de estos límites podríamos mantener, por ejemplo, que es peor matar a un adulto humano normal, con capacidad de autoconciencia, de planear el futuro y de tener relaciones significativas con otros, que matar a un ratón que, presuntamente, carece de todas estas características; o podríamos apelar a los estrechos lazos familiares y otros tipos de vínculos personales que tienen los humanos y que los ratones no poseen en la misma medida; o podríamos pensar que lo que establece una diferencia crucial son las consecuencias que se derivan para otros humanos que temerían por sus propias vidas o, también, que es una combinación de estos factores o de otros no enumerados aquí.

Cualesquiera que sean los criterios que escojamos, sin embargo, tendremos que admitir que no se ajustan con exactitud a la línea divisoria que separa a nuestra especie de las demás. Es legítimo aducir que algunos rasgos de ciertos seres hacen que sus vidas sean más valiosas que las de otros; pero sin duda habrá algunos animales no humanos cuyas vidas, sea cual fuere el estándar utilizado, sean más valiosas que las de algunos humanos. Un chimpancé, un perro o un cerdo, por ejemplo, tendrán un mayor grado de autoconciencia y más capacidad para establecer relaciones significativas con otros que un recién nacido muy retrasado mentalmente o alguien en estado avanzado de demencia senil. Por tanto, si basamos el derecho a la vida en estas características tendremos que garantizárselo a estos animales en la misma medida, o incluso mayor, que a ciertos humanos retrasados o con debilidad senil.

Ahora bien, este argumento tiene un doble filo. Por un lado, podría interpretarse en el sentido de que los chimpancés, los perros y los cerdos, junto con alguna otra especie, tienen derecho a la vida y que cometemos una grave transgresión moral si los matamos, aun cuando sean viejos y sufran y nuestra intención sea acabar con su sufrimiento. Por otro, se podría considerar este argumento como prueba de que los retrasados mentales más graves y las personas en estado de demencia senil sin esperanza no tienen ningún derecho a la vida y que se les puede dar muerte por razones completamente triviales, como hacemos ahora con los animales.

Puesto que este libro gira en torno a cuestiones de ética relativas a los animales y no a la moralidad de la eutanasia, no voy a intentar dar aquí una solución a este problema[15]. Sin embargo, creo que queda bastante claro que, aunque las dos posturas que acabamos de describir evitan el especismo, ninguna es absolutamente satisfactoria. Lo que necesitamos es una postura intermedia que evite el especismo pero que no convierta las vidas de los retrasados mentales y de los ancianos con demencia senil en algo tan despreciable como lo son ahora las de los cerdos y los perros, ni tampoco hacer de las vidas de cerdos y perros algo tan sacrosanto que creamos que está mal poner fin a su sufrimiento aunque no tenga remedio. Lo que tenemos que hacer es ampliar nuestra esfera de inquietud moral hasta incluir a los animales no humanos, y dejar de tratar sus vidas como si fuesen algo utilizable para cualquier finalidad trivial que se nos ocurra. Al mismo tiempo, cuando seamos conscientes de que el hecho de que un ser pertenezca a nuestra especie no basta para que sea siempre condenable darle muerte, podremos empezar a replantearnos nuestra política de preservar las vidas humanas cueste lo que cueste, incluso en los casos en que no haya expectativas de una vida con sentido ni de una existencia sin dolores insoportables.

Concluimos, entonces, que rechazar el especismo no implica que todas las vidas tengan igual valor. Aunque la autoconsciencia, la capacidad de hacer planes y tener deseos y metas para el futuro o de mantener relaciones significativas con otros, etc., son irrelevantes para la cuestión de causar dolor —ya que el dolor es el dolor, sean cuales sean las otras capacidades que pueda tener el ser aparte de la de sentir dolor—, sí tienen relevancia cuando se trata de la privación de la vida. No es arbitrario pensar que la vida de un ser auto-consciente, con capacidad de pensamiento abstracto, de proyectar su futuro, de complejos actos de comunicación, etc., es más valiosa que la vida de un ser sin estas capacidades. Para ver la diferencia que hay entre el hecho de causar dolor y el de sesgar una vida, consideremos cómo actuaríamos dentro de nuestra propia especie. Si tuviéramos que elegir entre salvar la vida de un ser humano normal o la de un retrasado mental, probablemente escogeríamos salvar al normal; pero si el dilema consistiera en evitar dolor tan sólo a uno de ellos —imaginemos que ambos han recibido lesiones dolorosas pero superficiales, y sólo tenemos calmantes para uno— no está en absoluto tan claro cómo deberíamos actuar. Lo mismo sucede cuando consideramos a otras especies. El mal que causa el dolor no depende en modo alguno de las otras características del ser que lo siente, mientras que el valor de la vida sí se ve afectado por estas características. Daremos tan sólo una razón de esta diferencia: quitarle la vida a un ser que ha estado deseando, planeando y trabajando con una meta futura es privar a ese ser de la consecución de esos esfuerzos; quitarle la vida a un ser con una capacidad mental inferior al nivel necesario para comprender que es un ser con futuro —y mucho menos para hacer planes sobre el futuro— no puede conllevar la misma clase de pérdida[16].

Normalmente, esto significaría que si tuviéramos que decidirnos entre la vida de un ser humano y la de otro animal, elegiríamos salvar la del humano; pero puede haber casos especiales en que pudiera mantenerse lo contrario, debido a que el ser humano en cuestión no gozara de la capacidad de uno normal. Así, lo que a primera vista podría calificarse de especismo, no lo sería, ya que la preferencia en los casos normales por salvar una vida humana en vez de la de un animal, cuando hay que elegir entre las dos, está basada en las características que tienen los humanos normales y no en el simple hecho de que sean miembros de nuestra propia especie. Y por eso, cuando nos referimos a los miembros de nuestra especie que carecen de las características de los humanos normales, ya no podemos mantener que sus vidas deban ser preferidas necesariamente a las de otros animales. Este tema vuelve a surgir en el capítulo siguiente referido a un caso práctico. En general, sin embargo, la pregunta de cuándo está mal matar (sin dolor) a un animal no exige que le demos una respuesta precisa. En tanto que recordemos que debemos respetar por igual las vidas de los animales y las de los humanos con un nivel mental similar, no andaremos muy desencaminados[17].

En cualquier caso, las conclusiones defendidas en este libro se desprenden exclusivamente del principio de minimizar el sufrimiento. La idea de que también está mal matar a los animales sin dolor confiere a estas conclusiones un apoyo adicional que es bienvenido pero en absoluto necesario. No deja de ser interesante que esto sea cierto incluso para la conclusión de que debemos volvernos vegetarianos, convicción que vulgarmente suele basarse sobre algún tipo de prohibición absoluta de matar.

Puede que el lector haya pensado ya algunas objeciones a la postura que defiendo en este capítulo. ¿Qué propongo, por ejemplo, respecto a los animales que pueden dañar a los humanos? ¿Debemos intentar impedir que los animales se maten unos a otros? ¿Cómo sabemos que las plantas no pueden sentir dolor? Y, si lo sienten, ¿tenemos que morirnos de hambre? Para no interrumpir el tema del argumento principal he preferido comentar estas y otras objeciones en un capítulo aparte, de forma que el lector que esté impaciente por saber cuáles son las respuestas puede saltarse el orden y leer el capítulo 6.

Los dos capítulos siguientes abordan dos ejemplos de especismo en la práctica. Me he limitado a dos ejemplos para desarrollar un examen más a fondo, aunque de esta forma el libro carezca de una exposición de otras prácticas que existen tan sólo porque no nos tomamos en serio los intereses de otros animales. Se trata de actividades como la caza, bien como deporte o para obtener pieles; la cría de visones, zorros y otros animales, por su piel; capturar animales salvajes (a menudo, después de matar a sus madres) y encerrarlos en pequeñas jaulas para que los humanos los contemplen descaradamente; el tormento a que se somete a los animales para que aprendan trucos en los circos y sirvan de entretenimiento en los rodeos; la matanza de ballenas con arpones explosivos, con la excusa de la investigación científica; ahogar más de 100.000 delfines al año con las redes de los barcos atuneros; cazar tres millones de canguros cada año en el campo australiano para convertirlos en pieles y comida para mascotas; y, en general, ignorar los intereses de los animales salvajes a medida que extendemos nuestro imperio de cemento y contaminación sobre la superficie del globo.

Sin embargo, no diré nada, o casi nada, sobre estas actividades, porque como ya indiqué en el prefacio a esta edición, este libro no es un compendio de todas las barbaridades que cometemos con los animales. En su lugar, he escogido dos ejemplos cruciales del especismo en activo. No he seleccionado ejemplos aislados de sadismo, sino prácticas que afectan cada año a decenas de millones de animales, en un caso, y a miles de millones en el otro. Tampoco podemos pretender que no tenemos nada que ver con estas prácticas. Una de ellas —la experimentación con animales— la promueve el Gobierno que hemos elegido y la financian en gran parte los impuestos que pagamos. La otra —la cría de animales con fines alimenticios— sólo es posible porque la mayoría de la gente compra y come los productos que se obtienen de este modo. Por eso he decidido abordar estas formas concretas de especismo, porque son su núcleo. Originan más sufrimiento a más animales que cualquier otra actividad humana. Para acabar con ellas tenemos que cambiar las directrices de nuestro Gobierno y también nuestras vidas, hasta el punto de cambiar nuestra dieta. Si estas formas de especismo, que se promueven oficialmente y se aceptan casi de manera universal, se pueden abolir, la abolición de otras prácticas especistas no puede andar muy lejos.