PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 1975

Este libro trata de la tiranía de los humanos sobre los no humanos, tiranía que ha causado, y sigue causando, un dolor y un sufrimiento sólo comparables a los que provocaron siglos de dominio de los hombres blancos sobre los negros. La lucha contra ella es tan importante como cualquiera de las batallas morales y sociales que se han librado en años recientes.

La mayoría de los lectores pensará que lo que acaba de leer es una tremenda exageración. Hace cinco años también yo me habría reído de estas afirmaciones que hoy escribo con absoluta seriedad. Hace cinco años desconocía cosas que ahora sé. Si lee este libro con atención, especialmente los capítulos segundo y tercero, acabará sabiendo tanto como yo acerca de la opresión de los animales, al menos todo lo que se puede incluir en un libro de tamaño razonable. Podrá juzgar entonces si mi párrafo inicial es una exageración fuera de tono o una moderada valoración de una situación muy desconocida por el público general. Así pues, por el momento no le pediré que se crea este párrafo. Lo único que pido es que reserve su juicio hasta que concluya la lectura del libro.

Poco después de haber comenzado este libro, a mi mujer y a mí —vivíamos en Inglaterra por aquel entonces— nos invitó a tomar el té una señora que había oído que yo pensaba escribir una obra sobre animales. Le interesaban mucho los animales, nos dijo, y tenía una amiga que ya había escrito un libro sobre el tema y que estaría encantada de conocernos.

Cuando llegamos, la amiga de nuestra anfitriona ya estaba ahí y, ciertamente, estaba deseosa de hablar de animales. «Adoro a los animales», comenzó; «tengo un perro y dos gatos, y se llevan maravillosamente bien. ¿Conoce a la señora Scott? Dirige una pequeña clínica de animales domésticos…», y se disparó. Hizo una pequeña pausa mientras se servían los refrescos, cogió un sandwich de jamón y nos preguntó qué animales domésticos teníamos nosotros.

Le respondimos que no teníamos ninguno. Nos miró sorprendida y dio un mordisco a su sandwich. Nuestra anfitriona, que ya había terminado de servir el té, se unió a nosotros e intervino en la conversación: «Pero a ustedes que les interesan los animales, ¿no es así, señor Singer?».

Intentamos explicarle que estábamos interesados en evitar el sufrimiento y la miseria; que nos oponíamos a la discriminación arbitraria, que considerábamos que está mal causar sufrimiento innecesario a otro ser, incluso si ese ser no pertenece a nuestra propia especie, y que sí creíamos que los humanos explotan despiadada y cruelmente a los animales y queríamos que esto dejara de ser así. Aparte de esto, dijimos, no nos «interesaban» especialmente los animales. Ninguno de los dos habíamos estado excesivamente apegados a perros, gatos o caballos como lo está mucha gente. A nosotros no nos «encantaban» los animales. Simplemente queríamos que se les tratara como seres independientes y sensibles que son, y no como medios para fines humanos, como se había tratado al cerdo cuya carne estaba ahora en los sandwiches de nuestra anfitriona.

Este libro no trata sobre mascotas. Es probable que su lectura no resulte agradable a quienes piensan que el amor por los animales no requiere más que acariciar a un gato o echar de comer a los pájaros en el jardín. Más bien, se dirige a la gente que desea poner fin a la opresión y la explotación dondequiera que ocurran y que considera que el principio moral básico de tener la misma consideración hacia los intereses de todos no se restringe arbitrariamente a los miembros de nuestra propia especie. Suponer que para interesarse por este tipo de cuestiones hay que ser un «amante de los animales» es un síntoma de que no se tiene la más ligera sospecha de que los estándares morales que los humanos nos aplicamos a nosotros mismos se podrían aplicar a otros animales. Nadie, salvo un racista que calificase a sus oponentes de «amantes de los negratas», sugeriría que para interesarse por la igualdad de las minorías raciales oprimidas hay que amar a esas minorías, o considerarlas una monada y una lindeza. Entonces, ¿por qué presuponer esto cuando se trata de gente que trabaja para mejorar las condiciones de los animales?

Definir a quienes protestan contra la crueldad a los animales como «amantes de los animales» —con clara connotación sentimental y emocional— ha tenido el efecto de excluir completamente el tratamiento que damos a los no humanos de todo debate político y moral serio. Es fácil advertir por qué hacemos esto. Si abordásemos seriamente el tema, si, por ejemplo, observásemos de cerca las condiciones en que viven los animales de las «granjas industriales» modernas que producen la carne que comemos, podríamos sentirnos muy incómodos ante los bocadillos de jamón, el asado, el pollo frito y todos los otros componentes de nuestra alimentación a los que preferimos no considerar animales muertos.

Este libro no hace apelaciones sentimentales a la simpatía por los animales «graciosos». No me indigno más cuando se matan caballos y perros para aprovechar su carne que cuando se matan cerdos con el mismo propósito. Tampoco me siento aliviado cuando el Departamento de Defensa de Estados Unidos decide, ante las oleadas de protestas, cambiar la utilización de beagles en los experimentos con gases letales por la de ratas.

Este libro es un intento de reflexionar en profundidad, cuidadosa y consistentemente, sobre el tema de cómo debemos tratar a los animales no humanos. Su desarrollo saca a la luz los prejuicios que laten bajo nuestras actitudes y comportamientos actuales. En los capítulos que describen el significado de estas actitudes en la práctica —cómo sufren los animales por la tiranía de los seres humanos— hay pasajes que conmoverán a algunos lectores, y espero que sean sentimientos de cólera y rabia, además del propósito de hacer algo para cambiar este tipo de prácticas. No obstante, en ninguna parte del libro invoco las emociones del lector si no pueden apoyarse en la razón. Cuando se trata de describir cosas desagradables, sería deshonesto hacerlo de una forma neutral que escondiese su auténtica naturaleza. No se puede escribir objetivamente sobre los experimentos de los «doctores» de un campo de concentración nazi con aquellos a los que consideraban «subhumanos» sin conmoverse profundamente; y esto mismo se aplica a la descripción de algunos experimentos realizados con los no humanos en laboratorios de América, Inglaterra y otros lugares. Pero en ambos casos la justificación última para oponerse a ambos tipos de experimentos no es emocional. Apela a unos principios morales básicos que todos aceptamos, y la aplicación de estos principios a las víctimas de estos experimentos la impone la razón, no el sentimiento.

El título de este libro esconde una consideración importante. Un movimiento de liberación exige que se ponga fin al prejuicio y la discriminación basados en una característica arbitraria como la raza o el sexo. El ejemplo clásico es el movimiento de liberación de los negros. La atracción inmediata que produjo este movimiento, y su triunfo inicial aunque limitado, lo convirtieron en modelo para otros grupos oprimidos. Enseguida nos familiarizamos con la Liberación Gay y con los movimientos a favor de los indios americanos y de los americanos hispanoparlantes. Cuando un grupo mayoritario —las mujeres— comenzó su campaña, algunos pensaron que habíamos tocado fondo. La discriminación en virtud del sexo, se decía, constituía la última forma de discriminación aceptada universalmente y practicada sin secretos o simulaciones, incluso en los círculos liberales que desde hace tiempo se enorgullecen de carecer de prejuicios contra las minorías raciales.

Siempre deberíamos ser cautos al decir «la última forma de discriminación existente». Si algo hemos aprendido de los movimientos de liberación, debería ser lo difícil que es tomar conciencia de los prejuicios latentes en nuestras actitudes hacia ciertos grupos hasta que nos fuerzan a reconocerlos.

Un movimiento de liberación exige que ensanchemos nuestros horizontes morales. Actitudes que antes se consideraban naturales e inevitables pasan a verse como el resultado de un prejuicio injustificable. ¿Quién puede decir con sinceridad que ninguna de sus actitudes y acciones está abierta a un legítimo cuestionamiento? Si queremos evitar formar parte de los opresores, hemos de replantearnos todas nuestras actitudes hacia otros grupos, incluyendo las más fundamentales. Debemos considerarlas desde el punto de vista de quienes sufren por ellas y por las situaciones que generan en la práctica. Si somos capaces de hacer este desacostumbrado giro mental, es posible que descubramos unas pautas de comportamiento que siempre benefician al mismo grupo —habitualmente al que pertenecemos— a expensas de otro grupo. Entonces nos daremos cuenta de que hay motivos suficientes para un nuevo movimiento de liberación.

El propósito de este libro es provocar este giro mental en las actitudes y prácticas del lector con respecto a un grupo muy numeroso de seres: aquellos que no pertenecen a nuestra especie. Mi opinión es que nuestras actitudes actuales hacia estos seres se basan en una larga historia de prejuicios y discriminación arbitraria, y defiendo que no hay razón —salvo el deseo egoísta de mantener los privilegios del grupo explotador— para negarse a extender el principio básico de igualdad de consideración a los miembros de otras especies. Pido al lector que reconozca que las actitudes hacia los miembros de otras especies son una forma de prejuicio tan rechazable como los basados en la raza o el sexo de una persona.

En comparación con otros movimientos de liberación, el de Liberación Animal presenta gran cantidad de obstáculos. El primero y más obvio es el hecho de que el grupo explotado no puede auto-organizarse en protesta por el tratamiento que recibe (aunque puede protestar y lo hace lo mejor que puede de manera individual). Tenemos que alzar la voz por los que no pueden hablar por sí mismos. Podemos darnos cuenta de la importancia de este obstáculo preguntándonos cuánto habrían tenido que esperar los negros por la igualdad de derechos de no haber podido levantarse en grupo y exigirla. Cuanto menos capaz es un grupo de alzarse y organizarse contra la opresión, más fácil resulta oprimirlo.

Un hecho aún más significativo en el panorama del Movimiento de Liberación Animal es que casi todos los grupos opresores están implicados directamente en la opresión y consideran que se benefician de ella. Sin duda, pocos humanos son capaces de ver la opresión de los animales con el distanciamiento, por ejemplo, de los blancos del norte cuando debatían sobre la institución de la esclavitud en los estados sureños de la Unión. A la gente que come a diario trozos de no humanos descuartizados le resulta difícil creer que esté haciendo algo malo, y también imaginar lo que podría comer en su lugar. A este respecto, todo aquel que come carne es parte interesada. Se está beneficiando —o al menos así lo cree— de la actual falta de consideración por los intereses de los animales no humanos. Esto vuelve más difícil la persuasión. ¿Cuántos propietarios de esclavos sureños fueron persuadidos por los argumentos que utilizaban los abolicionistas del norte, y que hoy aceptamos la mayoría? Algunos, pero no muchos. Pido que se deje a un lado la afición a comer carne mientras se consideran los argumentos de este libro; pero sé por propia experiencia que esto no es fácil, aun con la mejor voluntad del mundo. Y es que, tras el simple deseo momentáneo de comer carne en una determinada ocasión, hay muchos años de costumbres que han condicionado nuestras actitudes hacia los animales.

El hábito. Es la barrera final que se encuentra el Movimiento de Liberación Animal. Hay que desafiar y cambiar no sólo hábitos de alimentación, sino también del pensamiento y el lenguaje. Los hábitos en nuestra manera de pensar nos hacen pasar por alto descripciones de crueldad con los animales, tachándolas de emocionales y «sólo para amantes de los animales»; o, si no es así, el problema es tan trivial comparado con los problemas de los seres humanos que ninguna persona sensata le concedería su tiempo y atención. Esto es también un prejuicio, porque ¿cómo se puede calificar un problema de trivial si uno no se ha parado a examinarlo? Aunque para dar al tema mayor profundidad este libro sólo se ocupa de dos áreas en las que los humanos causan sufrimiento a otros animales, no creo que nadie que lo lea hasta el final piense nunca más que los únicos problemas que merecen tiempo y energía son los referentes a los humanos.

Los hábitos del pensamiento que nos llevan a despreciar los intereses de los animales pueden cuestionarse, como se hace en las páginas que siguen. Este desafío tiene que expresarse mediante una lengua que, en este caso, es el inglés. La lengua inglesa, como las otras, refleja los prejuicios de los que la hablan. Por tanto, un autor que desee atacar estos prejuicios se encuentra en un dilema bastante común: o utiliza un lenguaje que refuerza los mismos prejuicios que desea cuestionar, o fracasa en su intento de comunicarse con el público. Este libro ya se ha visto obligado a optar por la primera vía. Habitualmente, cuando usamos la palabra «animal» nos referimos en realidad a los animales no humanos, dando a entender con ello que nosotros no somos animales, y todo el que tenga unas nociones elementales de biología sabe que esto es falso.

En la acepción vulgar, el término «animal» mezcla seres tan diferentes como las ostras y los chimpancés, al tiempo que interpone un abismo entre los chimpancés y los humanos, a pesar de que nuestra relación con esos simios sea mucho más estrecha que la de estos con las ostras. Dado que no existe ningún otro vocablo corto para designar a los animales no humanos, en el título y en las páginas del libro he tenido que utilizar la palabra «animal» como si no incluyera al animal humano, un lapsus lamentable desde una perspectiva de pureza revolucionaria, pero que parece necesario para una comunicación eficaz. De cuando en cuando, sin embargo, utilizaré expresiones más largas y precisas para referirme a los que en otro tiempo se llamaban «bestias», con el fin de recordar al lector que la confusión terminológica a que me he referido antes obedece, exclusivamente, a una cuestión de conveniencia. En otros casos, también he tratado de evitar un lenguaje que tiende a degradar a los animales o a esconder la naturaleza de los alimentos que comemos.

Los principios básicos de la Liberación Animal son muy simples. He intentado escribir un libro claro y de fácil comprensión para personas sin ningún tipo de especialización. Aun así, se hace necesario comenzar exponiendo los principios que subyacen a mi desarrollo posterior del tema. Aunque no encierra ninguna dificultad, es posible que los lectores que no están acostumbrados a este tipo de discurso puedan encontrar bastante abstracto el primer capítulo del libro. Este arduo comienzo no debe desanimar, ya que en los capítulos siguientes llegamos a los detalles menos conocidos de la opresión que ejerce nuestra especie sobre otras bajo su control. No hay nada de abstracto en esta opresión ni en los capítulos que tratan sobre ella.

Si se aceptan las recomendaciones que se hacen en los capítulos siguientes se evitará un daño considerable a millones de animales. Y también saldrán beneficiados millones de humanos. Mientras yo escribo, hay gente que muere de hambre en muchas partes del mundo y muchos más corren el mismo peligro inminente. El Gobierno de Estados Unidos ha declarado que, debido a las malas cosechas y al escaso volumen de grano almacenado, sólo puede proporcionar una ayuda limitada (e inadecuada); pero, tal y como deja claro el capitulo 4 de este libro, el enorme énfasis que ponen las naciones más ricas en la cría de animales para la alimentación da como resultado un despilfarro de alimentos varias veces superior a los que se producen. Si cesara la cría de animales y su sacrificio como fuente de alimento, quedaría disponible una cantidad mucho mayor de alimentos para los humanos que, distribuida adecuadamente, eliminaría del planeta la muerte por hambre y desnutrición. La liberación de los animales es, también, la liberación de los humanos.