Paula Casal
Peter Singer es uno de los filósofos morales con mayor influencia en el mundo. Este libro ha transformado el modo de pensar y de vivir de cientos de miles de personas y con ello ha contribuido a cambiar la vida y la muerte de millones de criaturas. Aunque Singer ha escrito sobre muchos otros temas, esta «Biblia del Movimiento de Liberación Animal», como se la suele llamar, sigue siendo su obra más conocida.
Singer nació en Australia (Melbourne, 1946), en vez de en Austria, porque sus padres tuvieron que escapar de su Viena natal, debido a la persecución de los judíos, poco después del Anschluss, la unión política de Alemania con Austria. Singer no llegó a aprender alemán hasta que fue a la Universidad de Melbourne a estudiar derecho, historia y filosofía. Sus estudios filosóficos continuaron en Oxford, donde participó en el movimiento contra la guerra de Vietnam, que inspiró su primer libro Democracia y desobediencia. También fue en Oxford, donde empezó a enterarse de lo que ocurría en laboratorios y granjas industriales, cuando conoció a cuatro de los cinco vegetarianos a los que dedica Liberación animal. Renata, su mujer, ya era compañera suya en su antigua universidad. Ambos han escrito juntos artículos en defensa de inmigrantes y refugiados, tema relacionado con la labor de la organización de ayuda al Tercer Mundo donde ella trabaja[1].
La influencia de esos años y de su maestro R. M. Haré todavía pesan hoy en su vinculación a la tradición utilitarista iniciada por Bentham y J. S. Mill. Los utilitaristas recomiendan que sigamos principios que disminuyan el sufrimiento y aumenten la felicidad y el bienestar. Desde que Animal Liberation se publicó por primera vez en 1975, es posible que el sufrimiento en el mundo haya aumentado por muchas causas. Pero lo que aquí se defiende solo pudo haber contribuido a su disminución.
Singer es la antítesis perfecta del filósofo encerrado en su torre de marfil, desvinculado de los problemas reales del mundo, y dedicado a divagar en un lenguaje dificilísimo sobre cuestiones que no preocupan a nadie. Todos sus libros tratan temas sobre los que es necesario pensar. Necesario e inevitable. La prensa diaria publica a menudo noticias sobre el hambre en el mundo, el racismo, la inmigración, la desobediencia civil, los problemas ecológicos, las granjas industriales, la experimentación con animales, el aborto, el infanticidio, la eutanasia, las nuevas tecnologías reproductivas, la experimentación en embriones, los clonación, los trasplantes de órganos y el racionamiento de los bienes y servicios de los hospitales de la seguridad social. En cuanto abrimos el periódico, los interrogantes morales saltan de los titulares y se nos cuelgan del cuello. Por incómodo que nos resulte, no nos queda más remedio que asir la interrogación por los cuernos: tenemos que decidir qué es lo que se debe hacer. Además de ayudarnos a pensar sobre estos temas, Singer escribe con tal sencillez y claridad, y va planteando los problemas de una forma tan amena que sus libros casi se leen solos. Aun así, conocer sus obras completas lleva su tiempo: además de un centenar de artículos, ha escrito ya nueve libros[2], es coautor de otros nueve[3], y editor y coeditor de otros tantos[4].
Pero Singer no sólo es un filósofo práctico y con los pies en la tierra. Entre manos tiene muchas cosas más. Da clase como catedrático en la Universidad de Monash y desde 1999 empezará a hacerlo en Princeton. Ha sido director del Centro de Bioética Humana, co-director del Instituto de Ética y Política Pública (ambos en Monash), coeditor de la revista Bioethics y editor o consejero de muchas otras publicaciones internacionales. Ha sido profesor en las Universidades de Oxford y de La Trobe, y profesor visitante en Nueva York, Washington, Vancouver, Boulder, Irvine y Roma. Ha recibido un buen número de premios y menciones honoríficas y ha intervenido en incontables programas de radio y televisión.
Y todavía queda por mencionar lo más importante: la práctica de su teoría. No se sabe cómo, pero aún parece sobrarle tiempo para protestar por las injusticias que expone en sus libros, para hacer sentadas dentro de una jaula en las plazas públicas o vigilias ante las peleterías, para ir a las manifestaciones y a las reuniones de las organizaciones que unas veces dirige y otras apoya como uno más, para trabajar en el partido de los Verdes Australianos y presentarse como candidato a las elecciones, e incluso para ser arrestado fotografiando cerditos en la granja porcina del Primer Ministro.
Cuando viaja por el mundo dando conferencias y apoyando sus muchas causas, deja una estela de noticias, artículos y entrevistas. Todos ellos mencionan Liberación animal, que probablemente sigue siendo la obra a la que Singer debe más. Es la que le hizo saltar a la fama, la que continúa siendo la más conocida, y quizá también la más original. El alcance de su difusión es impresionante: se han vendido ya alrededor de medio millón de ejemplares, se ha publicado en once idiomas (inglés, holandés, alemán, español, japonés, italiano, finlandés, sueco, francés, chino y croata), pronto aparecerá en dos más (coreano y polaco) y el río de reseñas, artículos y libros a que ha dado lugar no baja de caudal. Y es que este libro, además de una gran importancia política, tiene muchísimo interés filosófico. Está tan lleno de ideas, dilemas y observaciones, que en cuanto uno empieza a tirar del ovillo, acaba poniendo en movimiento casi todos los recursos de la ética. Por ello, no sólo ha logrado poner en marcha a miles de activistas, sino también a un buen número de filósofos.
Algunos de los activistas inspirados por este libro se convirtieron en una fuente de inspiración para Singer. El caso más notable es el de Henry Spira[5]. Spira fue pasando por muchas de las batallas que se han librado este siglo, desde Berlín y La Habana a los sindicatos y la lucha antiracista del movimiento por los derechos civiles, y terminó luchando a favor de los animales. Incluso durante los últimos meses de su vida —Henry murió mientras se revisaban estas líneas—, siguió dialogando con los productores de hamburguesas y luchando por reformas legales que pudiesen asegurar a millones de animales un destino mejor. Singer ha hecho un documental y escrito una extensa biografía de Spira porque su vida expresa lo que el filósofo ha estado intentando comunicar: que la misma compasión, el mismo sentido de la justicia, la misma oposición a la crueldad y la explotación, que nos hicieron rechazar la esclavitud y después tantas otras formas de opresión y de abuso, tienen que hacernos reaccionar contra la tortura sistemática y prolongada de millones de criaturas sintientes hacinadas en jaulas de laboratorios o en los siniestros barracones de las granjas industriales.
Para Singer, el que Spira haya pasado de la lucha anti-racista a la defensa del animal no es casualidad. De hecho, esta es la intuición fundamental que guía este libro: el especismo, es decir, la discriminación en base a la especie es semejante al racismo. Esta afirmación puede resultar chocante hasta que uno observa lo mucho que se parecen las justificaciones de la explotación de un grupo debido a la raza, el sexo o la especie.
En los tres casos existe una letanía de argumentos teológicos relativos a su carencia de alma inmortal, racionalidad, autonomía y cultura que intentan explicar la inferioridad de status y justificar la existencia del grupo inferior por su función al servicio del grupo de status superior. De ahí que los crímenes contra animales, mujeres y esclavos se castigasen según el daño causado al amo. O piénsese en las deficiencias lingüísticas atribuidas a los tres grupos, o en la larga lista de supuestas diferencias que luego resultaron ser falsas, exageradísimas, irrelevantes, o estar basadas en estadísticas inaplicables a individuos concretos.
Afortunadamente la ciencia ha ido descartando muchos errores empíricos. Pero todavía quedan muchos errores morales que desterrar. El hecho de que los capítulos más escalofriantes de este libro estén basados en buena parte en las publicaciones de los propios laboratorios e industrias cárnicas sugiere que las atrocidades aquí descritas no surgen, ni se toleran, tanto a causa de un analfabetismo biológico, como de un analfabetismo moral. El problema ya no es tanto que las diferencias se exageren para hacernos creer que unos u otros no sufren tanto como parece, sino que se interpreta mal la relevancia moral de las diferencias. En primer lugar, la importancia de las diferencias es muy distinta cuando se trata de discutir la cuestión del sufrimiento o de la muerte. Este libro se centra en la primera cuestión. La segunda se discute por extenso en obras posteriores.
Aquí es suficiente decir que rechazar el especismo no significa pensar que es lo mismo matar a una persona que a cualquier animal. Quitar la vida a una criatura capaz de concebirse a sí misma como un ser que existe en el tiempo, que tiene recuerdos y expectativas, que aprende cosas nuevas y las emplea para alcanzar lo que desea, y que forma vínculos afectivos duraderos con familiares y amigos, es mucho más grave que quitársela a un ser que no tiene ninguna de estas facultades. Por razones parecidas, también es peor matar a un chimpancé que a un pez. Los peces suelen tener una memoria de sólo unos segundos, y por ello difícilmente pueden aprender del pasado o reconocer a sus amistades.
Esta posición respecto a la gravedad de la muerte de unos y otros es perfectamente coherente con la afirmación de que el dolor, mientras sea del mismo tipo y de la misma intensidad, tiene la misma gravedad tanto si es parte de una vida humana como de una vida animal. Singer no se contradice al afirmar la desigualdad ante la muerte y la igualdad ante el sufrimiento. El interés en seguir viviendo es muy distinto al interés en evitar el dolor. Por ejemplo, cuando tras un embarazo difícil se llega a la conclusión de que no resulta posible evitar el dolor de madre e hijo, generalmente las madres prefieren soportar un dolor muy fuerte, si con ello evitan a su hijo el más mínimo sufrimiento. Pero cuando la conclusión a la que llegan los médicos es que no se pueden salvar ambas vidas, se tiende siempre a salvar la de la madre, incluso cuando no hay otros familiares que puedan quedar profundamente afectados por su muerte.
La diferencia entre el interés en evitar la muerte y el interés en evitar el sufrimiento proporciona el argumento de un buen número de películas de guerra. Por ejemplo, cuando hay varios heridos y sólo queda un botiquín, los calmantes —o el coñac— se dedican a aquel a quien la explosión ha dejado destrozado, trastornado y con poco tiempo de vida. Los que han sufrido heridas más leves se aguantan a palo seco. Pero cuando empieza el bombardeo y hace falta salir corriendo para no salir todos volando por los aires, el que está peor de todos es quien insiste en ser el que ha de quedar atrás. El que más interés tenía en el coñac, respecto a la vida, es el que menos tiene que perder.
Mientras que el interés que un sujeto pueda tener en conservar su vida depende de qué vida va a ser esa —lo cual depende, al menos en parte, de las capacidades del sujeto—, el interés en evitar el sufrimiento es universal. Y mientras sea del mismo tipo y de la misma intensidad, independientemente de quién lo padezca, tiene la misma importancia moral.
La diferencia de capacidades sólo es relevante cuando afecta al tipo o la intensidad del sufrimiento. Por ejemplo, la capacidad de muchos animales para formar fuertes vínculos afectivos hace que puedan sufrir al ser separados de sus seres queridos. Ello nos obliga a plantearnos la legitimidad ética de hacerles sufrir esta pérdida. Cuando se trata de almejas, por ejemplo, y no de animales afectivos, la separación no causa dolor y no tiene ninguna importancia moral. En este caso las capacidades y el sufrimiento están correctamente relacionados. Lo que no se puede hacer es justificar el sufrimiento por la falta de una capacidad que no tiene nada que ver. No se puede justificar el doloroso corte de pico de los pollos en las granjas industriales por la ineptitud avícola para la poesía, la inmovilidad permanente de las terneras por su limitada habilidad musical o el maltrato de los perros por su incapacidad para firmar peticiones.
Ni siquiera existe una relación sistemática entre la inferioridad de capacidades y la disminución del sufrimiento. La incapacidad del niño para entender lo que le pasa, por ejemplo, no disminuye, sino que empeora, su experiencia de dolor. Por ello, los niños pueden sufrir terriblemente con cosas que apenas afectan a los mayores, como perderse o quedarse a oscuras, solos o encerrados. Estas diferencias en las capacidades justifican diferencias de trato, pero no de consideración moral: el limitado entendimiento de los niños no hace que su dolor tenga menos importancia. Desde un punto de vista imparcial, la importancia de los intereses varía según su contenido (el interés en evitar la tortura pesa más que el interés en cierto entretenimiento, perfume o sabor), no según su sujeto.
Todos estos argumentos resultan perfectamente claros, en cuanto se ha leído este libro. Por eso es importante que se lea en nuestro país, del que se dice que es el más cruel, si no del mundo, al menos de Europa.
Es difícil evaluar afirmaciones como esta, pero es posible que, al estar en ciertos aspectos a caballo entre el primer mundo y el tercero, reunamos algunos de los peores rasgos de ambos. En primer lugar, mientras que la mayor parte de la gente del tercer mundo es más o menos vegetariana, por religión o por necesidad, en España se come muchísima carne: 2 millones de vacas, 12 de cerdos y 30 de aves al año. Otros países ricos también son grandes consumidores: a lo largo de su vida el occidental medio engulle unas 11 vacas, 43 cerdos, 36 ovejas y 1100 pollos por persona[6]. Pero otros países desarrollados están más avanzados en legislación, control, información al consumidor y oferta de productos orgánicos, vegetarianos y veganos. En otros países europeos existe la producción supervisada por asociaciones anti-crueldad, y hay supermercados que venden exclusivamente huevos de corral, mientras que en España con frecuencia sólo puede uno encontrar huevos de granja industrial. Y con eso de que hay que competir en el mercado común con países más avanzados, cada vez empleamos métodos de producción más intensivos.
Algo parecido ocurre con la experimentación. Los países pobres no suelen tener una legislación restrictiva, ni una fuerte y bien organizada presión social, pero tampoco tienen muchos laboratorios con los recursos económicos y tecnológicos necesarios. Nosotros, en cambio, hacemos en La Coruña experimentos que no se permiten en Europa[7] y con la característica falta de control sobre la docencia y los recursos de nuestra masificada universidad, ponemos a operar en vivo a las manos temblorosas de miles de estudiantes.
Mientras que los países pobres no tienen ni el dinero para, ni la costumbre de, adquirir y abandonar animales de compañía, por capricho o casualidad, en España, el abandono, el envenenamiento y el maltrato tienen a las sociedades protectoras sobrecargadas y sobrecogidas. Y ya no es que nos falte el amor al felino de los británicos, es que hasta tenemos pinares donde a menudo los paseantes se topan con los cuerpos oscilantes de los perros ahorcados[8]. Con frecuencia se trata de perros de caza, actividad que, a su vez, cobra unas cien mil vidas al mes[9].
Y como también estamos entre ambos mundos en sentido geográfico, disfrutamos de la situación ideal para disparar a las aves migratorias protegidas por los demás países sobrevolados y para controlar casi un tercio del tráfico ilegal de especies. Y aunque tengamos el sol del Sur, como tenemos los ingresos del Norte, consumimos tantos abrigos de piel, como dicte la moda: en España hay más abrigos de piel por persona que en cualquier otro país de Europa[10].
Hay 3000 pueblos españoles que celebran sus fiestas lanzando cabras desde los campanarios, apedreando conejos, deslomando burros o torturando a algún otro animal y unos 30000 toros y 20000 vaquillas son sacrificados anualmente en nuestra fiesta nacional[11]. Esta es probablemente la causa principal de nuestra mala fama, aunque en esta actividad sólo participe un pequeño sector de la población[12] y haya más campañas españolas contra esta práctica especista que contra cualquier otra[13].
En fin. Ya sabemos que aquí siempre llega todo tarde. Veintitrés años en el caso de este libro, que ya han leído hasta los chinos. Pero se irá prohibiendo esto y lo otro, y poco a poco las cosas cambiarán. Algún día miraremos con horror este pasado y nuestros nietos nos preguntarán de qué lado estábamos cuando empezó en España la liberación animal. Es hora de que leamos los argumentos de Peter Singer y decidamos si vamos a seguir pagando a unos señores para que, día tras día, desangren a este, torturen al otro y mutilen al de más allá; si vamos a seguir siendo parte del problema cuando podemos ser parte de la solución.
Cuando recordamos otros movimientos de liberación nos gusta pensar que, de haber estado allí, hubiéramos sido abolicionistas o sufragistas, o al menos, no habríamos cooperado con la opresión, ni nos habríamos desentendido del tema. No llegamos a tiempo. Ahora tenemos otra oportunidad, la de la revolución menos sangrienta de la historia. Y no se nos pide que arriesguemos la vida, ni siquiera la cárcel: simplemente, que elijamos otro plato en el menú[14].
Oxford, septiembre 1998.