En una primera lectura es una novela de suspense. Sophie Bentwood, una cuarentona vecina de Brooklyn, es víctima de la mordedura de un gato callejero al que ha dado leche, y durante los siguientes tres días se pregunta qué consecuencias tendrá esa mordedura: ¿inyecciones en el vientre?, ¿la muerte por rabia?, ¿nada en absoluto? El motor del libro es el miedo cerval de Sophie. Como en las novelas de suspense más convencionales, lo que está en juego es la vida y la muerte y el destino del Mundo Libre. Sophie y su marido, Otto, son urbanitas pioneros de los años sesenta, cuando la civilización de la principal ciudad del Mundo Libre parece desmoronarse bajo un aluvión de basura, vómitos, excrementos, vandalismo, estafas y odio de clases. El amigo de toda la vida de Otto y socio suyo en un bufete de abogados, Charlie Russel, abandona el bufete y arremete contra él brutalmente por su conservadurismo. «Ojalá alguien me dijera cómo puedo vivir», dice Otto. Sophie, por su parte, oscila entre el miedo y una extraña decepción ante la posibilidad de no haber sido contagiada. La aterroriza un dolor que no está muy segura de no merecer. Se aferra a un mundo de privilegios que a la vez la asfixia.

Por el camino, página a página, descubrimos los placeres de la prosa de Paula Fox. Sus frases son pequeños milagros de condensación y especificidad, diminutas novelas en sí mismas. He aquí el momento de la mordedura del gato:

Ella sonrió, preguntándose cuántas veces el gato había sentido el contacto humano, si es que le había ocurrido en alguna ocasión, y seguía sonriendo cuando el gato se alzó sobre las patas traseras, e incluso cuando le hincó las garras, y sonrió hasta el instante en que el animal clavó los dientes en el dorso de su mano izquierda y se colgó de su carne de modo tal que ella casi cayó de bruces, atónita y horrorizada, y sin embargo lo bastante consciente de la presencia de Otto para ahogar el grito que se elevó en su garganta al retirar la mano con una sacudida de aquel círculo de alambre de espino.

Al imaginar un momento dramático como una sucesión de gestos físicos —sólo con prestar mucha atención—, Fox da cabida a todos los aspectos de la complejidad de Sophie: su generosidad, su autoengaño, su vulnerabilidad y, sobre todo, su conciencia de persona casada. Personajes desesperados es la insólita novela que hace justicia a las dos caras del matrimonio, el odio y el amor, ella y él. Otto es un hombre que ama a su esposa. Sophie es una mujer que se toma un whisky a las seis de la mañana de un lunes y desatasca el fregadero de la cocina, «soltando estridentes sonidos infantiles de repugnancia». Otto es lo bastante capullo para decir «Que tengas suerte, amigo» cuando Charlie abandona el bufete; Sophie es lo bastante capulla para preguntarle después por qué lo ha dicho; Otto se abochorna cuando ella se lo pregunta; Sophie se abochorna por haberlo abochornado.

La primera vez que leí Personajes desesperados, en 1991, me enamoré del libro. Me pareció claramente superior a cualquier novela de los contemporáneos de Fox: John Updike, Philip Roth o Saúl Bellow. Se me antojó obviamente magnífica, y al cabo de unos meses, aunque por lo general no me doy prisa en hacerlo, la releí. Había reconocido mi propio matrimonio conflictivo en el de los Bentwood, y tenido la impresión de que la novela daba a entender que el miedo al dolor es más destructivo que el propio dolor, cosa que deseaba intensamente creer. De hecho, creí que el libro, en una segunda lectura, podría explicarme cómo vivir.

No fue así en absoluto. Al contrario, pasó a ser más misterioso: pasó a ser menos una lección y más una experiencia. Cobraron importancia densidades temáticas y metafóricas antes invisibles, como imágenes en un autoestereograma de puntos aleatorios. Mi vista se posó, por ejemplo, en una frase que describía el amanecer en un salón: «Los objetos, al empezar a endurecerse sus contornos en la creciente luz, presentaban una amenaza sombría, totémica». En la creciente luz de mi segunda lectura, vi que cada objeto del libro empezaba a endurecerse de esa manera. En el párrafo inicial, por ejemplo, se presentan los higadillos de pollo como una exquisitez y como el plato fuerte de una cena sofisticada, como la esencia de la civilización del Viejo Mundo. («Coges materia prima y la transformas —comenta más adelante el izquierdista León—. Eso es la civilización»). Es el olor de los higadillos, su intensidad, lo que atrae al gato conflictivo a la puerta trasera de los Bentwood. Cien páginas más adelante, cuando el gato ya ha mordido a Sophie (el «suceso estúpido»), Otto y ella empiezan a contraatacar. Ahora están en la selva, y las sobras de los higadillos de pollo se han convertido en el cebo para capturar y matar a un animal salvaje. La carne asada continúa siendo la esencia de la civilización, pero ¡cuánto más violenta parece ahora la civilización! O sígase la comida en otra dirección; véase a Sophie agitada, un sábado por la mañana, en un intento de animarse gastando dinero en un cacharro de cocina. Va al Bazaar Provençal a comprar una sartén, un accesorio para «un sueño doméstico brumoso» de desenvoltura y sofisticación francesas. La escena termina con la inquietante dependienta barbuda levantando las manos «como para ahuyentar un maleficio» y con Sophie huyendo con una compra tan absolutamente equivocada, tan símbolo de su desesperación, que es casi graciosa: un reloj de arena para medir el tiempo de cocción de los huevos.

Aunque a Sophie le sangra la mano en esta escena, su impulso es negarlo. La tercera vez que leí Personajes desesperados —lo había puesto como lectura obligatoria en un curso de escritura creativa que daba— empecé a prestar más atención a esas negaciones. Sophie las plantea casi continuamente: «No hay de qué preocuparse», «Ah, no es nada», «Ah, bueno, no es nada», «No me hables de eso», «¡¡¡El gato no estaba enfermo!!!», «¡Es una mordedura, sólo una mordedura!», «No pienso ir corriendo al hospital por una tontería como ésta», «No es nada», «Está mucho mejor», «No tiene importancia». Estas negaciones repetidas, en apariencia desesperadas, reflejan la estructura subyacente de la novela: Sophie huye de un refugio potencial a otro, y ninguno la protege. Acude a una fiesta con Otto, se escapa furtivamente con Charlie en busca de una «emoción ilícita», se compra un regalo, busca consuelo en las viejas amistades, acude a la esposa de Charlie, intenta telefonear a su antiguo amante, accede a ir al hospital, atrapa al gato, confecciona un «nido de avestruz» a base de almohadas, intenta leer una novela francesa, huye a su querida casa en el campo, piensa en trasladarse a otro huso horario, piensa en adoptar niños, destruye una antigua amistad: nada la alivia. Su última esperanza es escribirle a su madre para contarle lo de la mordedura del gato, a fin de «dar con el tono exacto calculado para despertar el desprecio y la hilaridad de la vieja»: en otras palabras, para convertir su triste situación en arte. Pero Otto lanza su tintero contra la pared.

¿De qué huye Sophie? Confiaba en obtener respuesta la cuarta vez que leí Personajes desesperados. Quería descubrir, por fin, si el hecho de que la vida de los Bentwood se muestre de pronto en la última página del libro es un acontecimiento feliz o terrible. Quería «entender» la escena final. Pero no la entendía, y por tanto me refugié en la idea de que la buena narrativa es «trágica» en su rechazo a ofrecer las respuestas fáciles de la ideología, las curas de una cultura terapéutica, o los sueños de grata resolución propios del entretenimiento de masas. Me llamó la atención el parecido entre Sophie y Hamlet, también él un personaje morbosamente consciente de sí mismo que recibe un mensaje en extremo perturbador y a la vez ambiguo (procede de un fantasma), que experimenta agónicas contorsiones mentales en sus intentos por decidir cuál es el significado del mensaje, y por último se pone en manos de una «divinidad» providencial y acepta su destino. Para Sophie Bentwood, el mensaje ambiguo no es una admonición fantasmagórica sino una clara mordedura de gato; la ambigüedad está por entero dentro de ella: «Sólo era su mano, se dijo, y sin embargo el resto de su cuerpo parecía afectado de un modo que ella no acababa de comprender. Era como si hubiese sido herida vitalmente». Las contorsiones mentales que siguen a esta percepción no tienen que ver con su incertidumbre, sino con su reticencia a afrontar la verdad. Casi al final, cuando se dirige a una divinidad y dice: «Dios mío, si tengo la rabia, estoy igual que lo que hay fuera», no es una revelación. Es un «alivio».

Un libro que se ha descatalogado, aunque sea sólo por un tiempo breve, puede poner a prueba el amor incluso del lector más devoto. Igual que un hombre podría lamentar ciertos gestos tímidos en su mujer que empañan su belleza, o una mujer desear que su marido riese con menos estridencia sus propios chistes, por graciosos que sean, he sufrido por las pequeñas imperfecciones que podrían predisponer a los lectores potenciales contra Personajes desesperados. Pienso en la rigidez e impersonalidad del párrafo inicial, en la austeridad de la frase inicial, la chirriante palabra «ágape»: como amante del libro, ahora aprecio la manera en que la formalidad y la estasis del párrafo dan pie a la lacónica y cortante frase del diálogo que sigue («El gato ha vuelto»); pero ¿y si el lector no va más allá de «ágape»? Me pregunto asimismo si el nombre «Otto Bentwood» no será difícil de digerir en una primera lectura. En general, Fox se esfuerza mucho con los nombres de sus personajes: el nombre «Russel», por ejemplo, presenta agradables resonancias de la energía furtiva e «inquieta» de Charlie (Otto sospecha que «roba»[1] literalmente clientes), y del mismo modo que sin duda falta algo en la personalidad de Charlie, falta una segunda «l» en su apellido. Admiro lo bien que se acomoda a Otto su nombre anticuado y vagamente teutónico, del mismo modo como se acomoda a él su afán de orden compulsivo; pero «Bentwood», incluso después de muchas lecturas, sigue resultándome un tanto artificial en su imaginería bonsái. Y por otro lado está el título del libro. Es adecuado, sin duda, y sin embargo no es El día de la langosta, ni El gran Gatsby, ni Absalom, Absalom. Es un título que la gente puede olvidar o confundir con otro. A veces, en mi deseo de que sea más potente, me siento solo de la peculiar manera de alguien profundamente casado.

Con el paso de los años, he seguido entrando y saliendo de Personajes desesperados, buscando consuelo o reafirmación en pasajes de una belleza con la que estoy familiarizado. Sin embargo, ahora, al releerlo íntegramente para preparar esta introducción, me asombra hasta qué punto sigue resultándome nuevo y desconocido. Nunca había prestado mucha atención, por ejemplo, a la anécdota de Otto, ya avanzado el libro, sobre Cynthia Kornfeld y su marido, el artista anarquista: cómo la ensalada de Cynthia Kornfeld, a base de gelatina y monedas de cinco centavos, implica una mofa de la ecuación que establecen los Bentwood entre comida, privilegios y civilización; cómo la idea de las máquinas de escribir adaptadas para vomitar tonterías prefigura sutilmente la imagen final de la novela; cómo la anécdota insiste en que Personajes desesperados se lea en el contexto de un ambiente artístico contemporáneo cuyo objetivo es la destrucción del orden y el significado. Y luego está Charlie Rustid… ¿De verdad lo había visto antes? En mis anteriores lecturas era una especie de villano típico, un chaquetero, un hombre atroz. Ahora me parece casi tan importante para la narración como el gato. Es el único amigo de Otto, su llamada telefónica precipita la crisis final, cita la frase de Thoreau que da título al libro y pronuncia un veredicto sobre los Bentwood —«aburridamente esclavizados por la introspección, mientras los cimientos de sus privilegios son dinamitados bajo sus pies»— que resulta de una precisión agorera.

A estas alturas, no obstante, no estoy muy seguro siquiera de desear captar cosas nuevas. Un grave peligro de los matrimonios prolongados es lo espantosamente bien que llega uno a conocer al objeto de su amor. Sophie y Otto nutren de su mutuo conocimiento, como ahora sufro yo de mi conocimiento de Personajes desesperados. Mis subrayados y notas al margen en el libro se me van de las manos. En mi Ultima lectura, encuentro y señalo como vitales y centrales muchas imágenes antes no señaladas con relación al orden y el caos y la infancia y la vida adulta. Y como el libro no es largo, y dado que ya lo he leído media docena de veces, estoy a un paso de acabar marcando todas las frases como vitales y centrales. Esa riqueza extraordinaria da fe, por supuesto, de la genialidad de Paula Fox. Apenas hay en la novela palabra superflua o arbitraria. Un rigor y una densidad temática de tal magnitud no surgen por casualidad, y sin embargo es casi imposible que un escritor los alcance a la vez que se relaja lo suficiente para permitir que los personajes cobren vida y que se escriba la novela, y no obstante aquí está la novela, elevándose por encima del resto de la narrativa realista norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Aun así, la ironía de la riqueza de la novela es que, cuanto más aprecio la trascendencia de cada frase concreta, menos capaz soy de expresar el significado grandioso y global a cuyo servicio están todos esos significados puntuales. En último extremo, en una sobrecarga de significado se da una especie de horror. Es algo muy cercano, como afirma Melville en «La blancura de la ballena» en Moby Dick, a una ausencia de significado en un todo indistinguible. También es, no por casualidad, un sobresaliente síntoma de trastorno mental. Los maníacos, los esquizofrénicos y los depresivos a menudo tienen la convicción de que absolutamente todo en su vida está colmado de significado, tan colmado, de hecho, que localizar, descifrar y organizar el significado puede anular el acto mismo de vivir. En el caso de Otto y sobre todo en el de Sophie (a quien dos médicos distintos instan a seguir tratamiento psiquiátrico), no es el lector el único que se ve anulado. Los propios Bentwood son personajes en extremo cultos, del todo modernos. Su maldición es que están demasiado bien equipados para leerse a sí mismos como textos literarios repletos de significados superpuestos. Durante un fin de semana de finales de invierno, se sienten oprimidos y al final anulados por cómo las palabras más superficiales y los incidentes más nimios se les antojan «presagios». El enorme suspense del libro no sólo es producto del temor de Sophie, pues, ni de cómo Fox cierra paso a paso toda posible vía de escape, ni de equiparar una crisis en una relación conyugal a una crisis en una relación profesional y una crisis en una vida urbana en Estados Unidos. Más que nada, creo, es el lento ascenso de una ola de significación literaria de una pesadez aplastante. Sophie, consciente y explícitamente, presenta la rabia como metáfora de su difícil situación emocional y política, mientras que Otto, en su última frase, incluso cuando por fin se viene abajo y expresa a gritos su desesperación, no puede evitar «citar» (en el sentido posmoderno) su anterior conversación con Sophie sobre Thoreau e invocar así el resto de temas y diálogos que se han hilvanado durante el fin de semana, en especial el análisis que hace Charlie de la cuestión de la «desesperación»: cuánto peor que estar simplemente desesperado es estar desesperado y a la vez ser consciente de las cuestiones vitales de la ley y el orden público y el privilegio y la interpretación thoreaunina implícitas en la desesperación privada, y sentir que al venirse abajo uno da la razón a Charlie Russel, aunque en el fondo sabe que está equivocado. Cuando Sophie expresa su deseo de tener la rabia, como cuando Otto lanza el tintero, ambos parecen rebelarse contra un sentido insoportable, casi asesino, de la importancia de sus palabras y pensamientos. No es de extrañar que los últimos actos o acciones del libro no vayan acompañados de palabras, que Sophie y Otto hayan «dejado de escuchar» las palabras que salen a borbotones del teléfono y que la cosa escrita en tinta que se vuelven lentamente para leer sea un intenso borrón sin palabras. Tan pronto como Fox consigue el éxito más deslumbrante de encontrar orden en los no sucesos de un fin de semana de finales de invierno (¡con el gesto perfecto!), repudia ese orden.

Personajes desesperados es una novela que se rebela contra su propia perfección. Las preguntas que plantea son radicales y desagradables. ¿Para qué sirve el significado —sobre todo el significado literario— en un mundo moderno rabioso? ¿Por qué molestarse en crear y conservar el orden si la civilización es igual de criminal que la anarquía a que se opone? ¿Por qué no tener rabia? ¿Por qué atormentarse con los libros? Al releer la novela por sexta o séptima vez, siento una creciente ira y frustración con sus misterios y con las paradojas de la civilización y con la insuficiencia de mi propio cerebro, y entonces, como si surgiera de la nada, sí capto el final, siento lo que Otto Bentwood siente cuando estampa el tintero contra la pared; y de pronto vuelvo a enamorarme.