Uno de los escenarios clásicos de la ficción, un pequeño mundo tan tranquilizador como el San Petersburgo imperial o el Londres Victoriano, es el Connecticut residencial de los años cincuenta. Si uno cierra los ojos, puede imaginar las hojas de otoño al caer en calles plácidas, ver a los viajeros con sus sombreros de fieltro abandonar en tropel los andenes de la línea de ferrocarril de New Haven al final de la jornada, oír el tintineo de la primera coctelera de martini de la velada, y más tarde, pasada la medianoche, oír las desagradables disputas y oler el sexo desesperado o desesperante.
Tanto los consuelos como las frustraciones de este pequeño mundo pueden encontrarse en El hombre del traje gris. La novela, la primera de Sloan Wilson, se publicó en 1955. Se vendió sumamente bien y enseguida se llevó a la gran pantalla con Gregory Peck de protagonista, pero ahora ya hace décadas que está descatalogada. Hoy en día el libro se recuerda básicamente por su título, el cual, junto con La muchedumbre solitaria y El hombre organización, se convirtió en lema del conformismo de aquella década.
Puede que uno disfrute condenando ese conformismo, o tal vez lo recuerde con secreta nostalgia; en cualquier caso, El hombre del traje gris proporciona una dosis de años cincuenta en estado puro. Los personajes principales, Tom y Betsy Rath, son una atractiva pareja blanca y protestante que se organiza conforme a una división tradicional del trabajo, de modo que Betsy se queda en casa con los tres niños y Tom viaja a diario a Manhattan, donde tiene un empleo fantásticamente insulso. Los Rath se conforman, pero no de manera feliz. Betsy despotrica contra el aburrimiento de su calle; sueña con escapar de sus esforzados vecinos (también ellos descontentos); es cualquier cosa menos una supermamá. Cuando una de sus hijas pintarrajea una pared con un tintero, Betsy primero le propina una bofetada y luego se acuesta con ella; por la noche, Tom las encuentra «estrechamente abrazadas», con las caras manchadas de tinta.
Al igual que Betsy, Tom es comprensivo de manera proporcional a sus carencias. «El hombre del traje gris» es para él objeto de miedo y desprecio; sin embargo, como su vida de sostén de la familia y domesticidad de zona residencial le resulta tan radicalmente desconectada de la que llevaba como paracaidista en la Segunda Guerra Mundial, busca de modo consciente refugio en el traje gris. Al solicitar un lucrativo empleo nuevo como relaciones públicas en la United Broadcasting Corporation, descubre que el presidente de la empresa, Hopkins, planea crear una comisión nacional sobre salud mental. ¿Le interesa a Tom la salud mental?
—¡Claro que sí! —respondió Tom con entusiasmo—. ¡Siempre me ha interesado la salud mental! —Le sonó un poco tonto, pero no se le ocurrió nada para rectificarlo.
El conformismo es la droga con la que Tom espera automedicarse para tratar sus propios problemas de salud mental. Aunque es sincero por naturaleza, se esfuerza por mostrarse cínico. «Mi único interés en la vida es trabajar al servicio de la salud mental —le comenta en broma a Betsy una tarde—. No me importa nada salvo yo mismo. Soy un ser humano entregado». Cuando ella lo reprende por su cinismo y le dice que no trabaje para Hopkins si no le gusta, Tom contesta: «Lo quiero. Lo adoro. Mi corazón le pertenece».
El núcleo moral y emocional de El hombre del traje gris lo constituyen los más de cuatro años de Tom en el ejército. Tanto cuando abatía a soldados enemigos como cuando se enamoraba de una adolescente italiana huérfana, Tom Rath, en su etapa de soldado, se sentía intensamente vivo en el presente. Ahora sus recuerdos de guerra constituyen un doloroso contraste con una vida «tensa y desenfrenada» en unos tiempos de paz en los que, como lamenta Betsy, «ya nada parece muy divertido». Quizá Tom se encuentre desdichadamente traumatizado por el combate, o quizá, por el contrario, anhele la sensación de excitación y compromiso viril perdida al terminar la guerra. En cualquier caso, se merece la acusación de Betsy: «Desde que volviste, en realidad no has deseado gran cosa. Has trabajado duro, pero en el fondo nunca has hecho un verdadero esfuerzo».
Tom Rath sin duda es fruto de la Era del Consumo. Con tres hijos que mantener, no se atreve a adentrarse en el camino de la anomia, la ironía y la entropía, el camino beat que Kerouac proclamó y Pynchon siguió. Pero la noria del consumismo, el cómodo programa de desear los bienes que los demás desean, no parece mucho menos peligroso. Tom comprende que si entra en la noria hedonista se convertirá realmente en un hombre con traje gris, que persigue de modo mecánico salarios cada vez más altos a fin de financiarse «una casa más grande y una marca de ginebra mejor». Y por tanto, en la primera mitad de la novela, mientras se debate entre dos opciones poco atractivas por igual, su ánimo y su tono de voz oscila descontroladamente entre el hastío, la rabia y la fanfarronería, entre el cinismo, la timidez y la determinación basada en los principios; y Betsy, que es conmovedoramente ajena a la razón de la infelicidad de su marido, se debate y oscila a su lado.
La primera mitad del libro es la mejor. Los Rath resultan atractivos justo porque muchos de sus sentimientos no lo son. Y los primeros personajes comparsa del libro, como en un reflejo de la volatilidad de los Rath, son a menudo cómicos y fascinantes; hay un jefe de personal que se reclina horizontalmente detrás de su escritorio, un médico a domicilio que detesta a los niños, un ama de llaves que a tundas pone en vereda a los traviesos hijos de los Rath. La primera mitad del libro es divertida. Sumergirse en la manera de narrar anticuada de Wilson al estilo de la novela social es como darse un paseo en un Oldsmobile antiguo; sorprende su comodidad, velocidad y manejabilidad; el paisaje de siempre parece nuevo cuando se ve por sus pequeñas ventanillas.
La segunda mitad del libro pertenece a Betsy, la media naranja de Tom. Aunque su relación ha consistido en tres años de amor adolescente seguido de cuatro años y medio de mentiras y separación en tiempos de guerra, seguidos de otros nueve años de hacer el amor «sin pasión» y formar una familia «sin emoción verdadera, aparte de las preocupaciones», ella permanece al lado de su hombre. Emprende una campaña de mejora de su familia. Consigue que Tom participe en la política local. Vende la detestada casa y saca a los suyos de su insípido exilio a fin de llevarlos a barrios de mejor nivel. Se ofrece voluntaria para una vida de actividades empresariales de alto riesgo a jornada completa. Y lo más importante: insta sin cesar a Tom a ser sincero. El argumento, por consiguiente, se aparta poco a poco de «pareja atractivamente defectuosa lucha contra el conformismo de los cincuenta» para tender hacia «hombre corroído por la culpabilidad recibe ayuda de manera pasiva de una excelente mujer». Aunque existen en el mundo personas tan excelentes como Betsy Rath, no dan pie a personajes excelentes. En un prefacio de la novela, Sloan Wilson muestra un agradecimiento tan efusivo a su propia media naranja, su primera esposa, Elise («Muchos de los pensamientos en que se basa este libro son de ella»), que uno empieza a preguntarse si la novela no es una especie de carta de amor de Wilson a Elise, una celebración de su matrimonio, o quizá incluso un intento por parte de él de disipar sus propias dudas acerca de su matrimonio, de inducirse a amar. Desde luego, hay un trasfondo dudoso en la mitad femenina del libro. Desde luego, pese a los numerosos conflictos de la familia Rath, Wilson en ningún momento permite que los personajes rocen la verdadera infelicidad.
Una de las conclusiones claras de El hombre del traje gris es que la armonía de la sociedad depende de la armonía de cada hogar. La guerra ha enfermado a Estados Unidos, encajando una cuña entre hombres y mujeres; la guerra ha enviado a millones de hombres al extranjero para matar y presenciar la muerte y mantener relaciones sexuales con las chicas locales, mientras millones de esposas y novias norteamericanas los esperaban alegremente en casa, alimentaban su fe en finales de cuentos de hadas y sobrellevaban la carga de la ignorancia; y ahora sólo la sinceridad y la franqueza pueden reparar el lazo entre hombres y mujeres y sanar a una sociedad enferma. Como concluye Tom: «Tal vez no sea capaz de hacer nada por el mundo, pero sí puedo poner en orden mi vida».
Si uno cree en el amor, la lealtad y la justicia, puede acabar de leer El hombre del traje gris con lágrimas en los ojos. Pero, incluso mientras se le derrite el corazón, quizá se sienta molesto consigo mismo por sucumbir. Al igual que Frank Capra en sus películas más sentimentales, Wilson nos pide que creamos que basta con que un hombre muestre verdadero valor y honradez para que se le ofrezca un empleo perfecto a un paso de su casa, para que el agente inmobiliario de su zona no lo estafe, para que el juez local administre una justicia intachable, para que echen al villano inoportuno con viento fresco, para que el gran empresario muestre su decencia y espíritu cívico, para que el electorado de la zona vote a favor de una tributación mayor por el bien de los colegiales, para que la antigua amante en el extranjero sepa cuál es su lugar y no dé problemas, y el matrimonio anegado en martini se salve.
Tanto si uno se traga esto como si no, la novela sí logra captar el espíritu de los cincuenta: el conformismo incómodo, la huida del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear, el abrazo a los privilegios de clase. Los Rath son mucho más afines al traje gris de lo que se imaginan. Lo que los diferencia de sus «insulsos» vecinos no son en último extremo sus pesares o excentricidades, sino sus virtudes. Los Rath juegan con la ironía y la resistencia en las primeras páginas del libro, pero en las últimas se dedican a enriquecerse felizmente. El sonriente Tom Rath del capítulo 41 podría ser la viva imagen de la complacencia, objeto de miedo y desprecio para el confuso Tom Rath del primer capítulo. Entretanto, Betsy Rath rechaza de modo categórico la idea de que el malestar de las zonas residenciales pueda tener causas sistémicas. («Hoy en día la gente confía demasiado en las explicaciones —piensa— y no lo suficiente en el valor y la acción»). Tom se siente confuso e infeliz no porque la guerra cree anarquía moral o porque el fundamento de la empresa donde trabaja sean «las telenovelas, la publicidad y un público de plato vociferante». Los problemas de Tom son meramente personales, al igual que el activismo de Betsy es estrictamente local y doméstico. Las preguntas existenciales más profundas que suscitan cuatro años de guerra (o cuatro semanas en las oficinas de United Broadcasting, o cuatro días de maternidad en una calle insulsa de Westport) quedan abandonadas: una de las bajas inevitables, quizá, de la propia década.
El hombre del traje gris es un libro sobre los años cincuenta. La primera mitad aún puede leerse por diversión; la segunda por un vislumbre de la inminente década de los sesenta. Al fin y al cabo, fueron los cincuenta los que insuflaron a los sesenta su idealismo… y su rabia.