Hay buenas razones para afirmar que Alice Munro es la mejor escritora de narrativa actualmente en activo en América del Norte, pero fuera de Canadá, donde sus libros son número uno en ventas, nunca ha tenido muchos lectores. A riesgo de parecer que salgo en defensa una vez más de otro escritor infravalorado —y tal vez hayan ustedes aprendido a reconocer y eludir esos alegatos de defensa, del mismo modo que han aprendido a no abrir los sobres enviados por ciertas organizaciones benéficas: por favor, hagan una generosa donación a Dawn Powell, o: su aportación de sólo quince minutos semanales puede contribuir a que Joseph Roth tenga el lugar que se merece dentro del canon moderno—, abordaré la última maravilla escrita por Munro, Escapada, intentando analizar por qué la excelencia de esta escritora es tan superior a su fama.

1. Porque su obra se centra en el placer de contar una historia.

El problema es que muchos compradores de narrativa seria parecen preferir de manera fervorosa el material pseudoliterario lírico y temblorosamente serio.

2. Porque, al leer a Munro, uno deja de diversificar su atención y asimila lecciones de civismo o datos históricos.

Su tema son las personas. Personas personas personas. Si uno lee ficción sobre un tema enriquecedor como el arte renacentista o una etapa importante de la historia de nuestra nación, con toda seguridad se siente productivo. Pero si la narración está ambientada en el mundo moderno, si las preocupaciones de los personajes nos son familiares, y si nos implicamos tanto en el libro que no podemos dejarlo a la hora de acostarnos, se corre el riesgo de creer que sólo estamos entreteniéndonos.

3. Porque no pone a sus libros títulos grandilocuentes, como Pastoral canadiense, Canadian Psycho, Canadá púrpura, En Canadá o La conjura contra Canadá.

Además, se niega a presentar momentos dramáticos vitales en un oportuno resumen discursivo. Además, su contención retórica, su excelente oído para el diálogo y su empatía casi patológica con sus personajes tienen el costoso efecto de ocultar su ego de autora durante muchas páginas seguidas. Además, las fotos de sus solapas la muestran con una agradable sonrisa, como si el lector fuera un amigo, en lugar de exhibir esa clase de ceño acongojado que da a entender una intención literaria realmente seria.

4. Porque la Academia Sueca mantiene una postura firme.

Obviamente, la impresión en Estocolmo es que ya han recibido el Nobel de Literatura demasiados autores canadienses y demasiados autores que sólo escriben cuentos. ¡Todo tiene un límite!

5. Porque escribe narrativa, y la narrativa es más difícil de reseñar que la no ficción.

Ahí tenemos a Bill Clinton: ha escrito un libro sobre sí mismo, y qué interesante. Qué interesante. El propio autor es interesante —¿puede haber mejor requisito para escribir un libro sobre Bill Clinton que ser realmente Bill Clinton?—. Por otro lado, todo el mundo tiene una opinión sobre Bill Clinton y se pregunta qué dice y no dice en su nuevo libro sobre sí mismo, y cómo desarrolla tal cosa y refuta tal otra. Y así, sin darte cuenta, la reseña prácticamente se ha escrito sola.

En cambio, ¿quién es Alice Munro? Una remota proveedora de experiencias privadas intensamente placenteras. Y como no me interesa reseñar la campaña de marketing de su nuevo libro ni mostrarme mordaz de forma amena a su costa, y como soy reacio a hablar del significado concreto de su nueva obra, porque es difícil hacerlo sin revelar demasiado el argumento, es probable que salga mejor parado si sirvo en bandeja una buena frase para que su editorial la reproduzca textualmente: «Hay buenas razones para afirmar que Munro es el mejor escritor de narrativa actualmente en activo en América del Norte. Escapada es una maravilla», y sugiero a los responsables de la Time Book Review que pongan la fotografía más grande posible de Munro en el espacio más visible, además de fotos más pequeñas con cierto morbo (¿su cocina?, ¿sus hijos?) y quizá una cita de una de sus infrecuentes entrevistas: «Porque se produce una especie de agotamiento y perplejidad cuando una ve su propia obra… Lo único que te queda es aquello en lo que estás trabajando ahora. Por tanto, una va vestida mucho más exiguamente. Es como si saliera con una camisetita o algo así, que es sólo la obra que está escribiendo ahora y la extraña identificación con todo lo que ha hecho antes. Y probablemente por eso nunca asumo ningún papel público como escritora. Porque no consigo verme a mí misma haciéndolo más que como una descomunal farsante». Y lo dejamos ahí.

6. Porque, peor aún, sólo escribe cuentos.

Y con los cuentos el desafío para los reseñistas es todavía más extremo. ¿Existe algún relato en toda la literatura mundial cuyo atractivo pueda sobrevivir a la sinopsis típica? (Un encuentro casual en un paseo de Yalta une a un marido aburrido y a una mujer con un perrito… Se descubre que la lotería anual de un pueblo tiene una sorprendente finalidad… Un dublinés de mediana edad se marcha de una fiesta y reflexiona sobre la vida y el amor…) Oprah Winfrey nunca trata libros de cuentos. De hecho, hablar de ellos supone tal reto que casi puede perdonársele al ex director de la Times Book Review, Charles McGrath, que recientemente haya comparado a los jóvenes autores de cuentos con «personas que aprenden a jugar al golf sin aventurarse nunca a entrar en un campo de golf y limitándose a ensayar el drive en una zona de prácticas». El juego de verdad, en esta analogía, sería la novela.

El prejuicio de McGrath lo comparten casi todos los editores comerciales, para quienes una colección de cuentos suele ser el compromiso inicial en un acuerdo sobre dos libros cuyo compromiso final es un segundo libro, quedando contractualmente prohibido que éste sea una colección de cuentos. Sin embargo, pese a la condición de Cenicienta a que se ve relegado el cuento, o quizá a causa de ella, un alto porcentaje de la narrativa más apasionante escrita en los últimos veinticinco años han sido cuentos. Naturalmente, está la Más Grande. Están también Lydia Davis, David Means, George Saunders, Amy Hempel y el difunto Raymond Carver —todos escritores exclusivamente, o casi, de cuentos—, y luego un grupo más amplio de escritores con grandes logros en diversos géneros (John Updike, Joy Williams, David Foster Wallace, Lorrie Moore, Joyce Carol Oates, Denis Johnson, Ann Beattie, William T. Vollmann, Tobias Wolff, Annie Proulx, Michael Chabon, Tom Drury y el difunto Andre Dubus), pero que me parecen más a gusto, más ellos, mismos en estado puro, en sus obras más breves. También hay, sin duda, unos cuantos excelentes autores que sólo escriben novelas. Pero si cierro los ojos y pienso en la literatura de las décadas recientes, veo un paisaje crepuscular donde muchas de las luces más sugerentes, los lugares que me inducen a volver de visita, proceden de determinados cuentos que he leído.

Me gustan los cuentos porque no dejan al autor espacio donde esconderse. No hay manera de salir del paso a fuerza de palabrería; voy a llegar a la última página en cuestión de minutos, y si no tienes nada que decir, me daré cuenta. Me gustan los cuentos porque suelen estar ambientados en el presente o en la memoria viva; este género parece resistirse al impulso histórico, que da a muchas novelas contemporáneas un aire de fugitivas o cadáveres. Me gustan los cuentos porque se requiere la mejor forma de talento para inventar personajes y situaciones nuevos a la vez que se cuenta la misma historia una y otra vez. Todos los escritores de ficción padecen el mal de no tener nada nuevo que decir, pero los autores de cuentos son los más lamentablemente propensos a dicho mal. Tampoco en este caso hay donde esconderse. Los veteranos más diestros, como Munro y William Trevor, ni siquiera lo intentan.

He aquí la historia que Munro cuenta una y otra vez: una chica brillante y sexualmente ávida se forma en el Ontario rural sin mucho dinero, su madre está enferma o muerta, su padre es un maestro de escuela cuya segunda esposa es conflictiva, y la chica, en cuanto puede, huye del campo gracias a una beca o alguna acción decisiva interesada. Se casa joven, se traslada a la Columbia Británica, cría a sus hijos y no es ni mucho menos inocente en la ruptura de su matrimonio. Puede tener éxito como actriz o escritora o figura televisiva; vive aventuras románticas. Cuando, de manera inevitable, regresa a Ontario, descubre el paisaje de su juventud inquietantemente alterado. Pese a que fue ella quien abandonó el lugar, supone un gran golpe para su narcisismo no recibir una cálida acogida, el hecho de que el mundo de su juventud, con sus anticuadas actitudes y tradiciones, ahora juzgue las decisiones modernas que ella ha tomado. Por el mero intento de sobrevivir como persona plena e independiente, ha incurrido en pérdidas dolorosas y desplazamientos; ha hecho daño.

Y prácticamente a eso se reduce todo. Ese es el pequeño manantial que ha nutrido la obra de Munro durante más de cincuenta años. Los mismos elementos se repiten y repiten, como Clare Quilty. La razón por la que el crecimiento de Munro como artista es tan nítido y sobrecogedoramente visible —en todo Selected Stories e incluso más en sus tres últimos libros— es justo la familiaridad de su material. Fíjense en lo que puede hacer sin nada más que su propia humilde historia: cuanto más vuelve a ella, más cosas encuentra. No estamos ante un golfista en el tee de prácticas, sino ante una gimnasta vestida con una sencilla malla negra, sola en un suelo desnudo, superando a todos esos novelistas que exhiben llamativos trajes y látigos y elefantes y tigres.

«La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, parece sencillamente inagotable —declaró Munro a su entrevistador—. Quiero decir que nada es fácil, nada es simple».

Aquí estaba expresando el axioma fundamental de la literatura, el núcleo de su gancho. Y por la razón que sea —por la fragmentación de mi tiempo de lectura, las distracciones y atomizaciones de la vida contemporánea o, quizá, una auténtica escasez de novelas absorbentes—, descubro que, cuando necesito una dosis de verdadera escritura, un buen lingotazo de paradoja y complejidad, es más probable que lo encuentre en los cuentos. Además de Escapada, la narrativa contemporánea más absorbente que he leído en los últimos meses han sido los cuentos de Wallace en Extinción y una colección imponente de la escritora británica Helen Simpson. El libro de Simpson, una serie de alaridos cómicos sobre el tema de la maternidad moderna, apareció originalmente como Hey Yeah Right Get a Life [«Sí, ya, vale, haz algo de provecho»], un título que uno pensaría que no requería mejora alguna. Pero los editores estadounidenses se propusieron mejorarlo, ¿y qué se les ocurrió? Getting a Life [«Haciendo algo de provecho»]. Piensen en este triste gerundio la próxima vez que oigan decir a un editor norteamericano que los libros de cuentos no se venden bien.

7. Porque sus cuentos son aún más difíciles de reseñar que los de otros autores.

Más que ningún otro escritor desde Chéjov, Munro aspira en todas sus historias —y lo consigue— a una plenitud gestáltica en la representación de una vida. Siempre ha tenido un talento especial para desarrollar y desplegar momentos de epifanía. Pero es en las tres colecciones desde Selected Stories (1996) donde ha dado el salto realmente grande, a nivel mundial, y se ha convertido en una maestra del suspense. Los momentos que ahora persigue no son los de la toma de conciencia; son momentos de acción dramática irrevocable, fatídica. Y lo que esto significa para el lector es que uno ni siquiera puede empezar a adivinar el significado de un cuento hasta que ha seguido todos y cada uno de sus vericuetos; siempre la última página, o las últimas dos, encienden todas las luces.

Mientras tanto, al aumentar sus ambiciones narrativas, ha perdido todavía más interés en el alarde. Sus primeras obras están repletas de gran retórica, detalles excéntricos, frases deslumbrantes. (Fíjense en su relato de 1977 «Royal Beatings»). Pero como sus cuentos han acabado pareciendo tragedias clásicas en prosa, no se trata ya sólo de que no le quede espacio para lo superfluo, sino de que sería discordante, perjudicial para el clima narrativo —una traición estética y moral—, que su ego de escritora se entrometiera en el relato puro.

Leer a Munro me lleva a ese estado de reflexión tranquila en que pienso en mi propia vida: en las decisiones que he tomado, las cosas que he hecho y no he hecho, la clase de persona que soy, la perspectiva de la muerte. Ella es uno de los pocos escritores —algunos vivos, la mayoría muertos— que tengo en mente cuando digo que la narrativa es mi religión. Porque mientras me hallo inmerso en un cuento de Munro, estoy concediendo a un personaje imaginario el mismo respeto solemne y callado y el profundo interés que me concedo a mí en mis mejores momentos como ser humano.

Pero el suspense y la pureza, que son un regalo para el lector, presentan problemas para el reseñista. Básicamente, Escapada es un libro tan bueno que no quiero hablar de él aquí. Las citas no le harán justicia, como tampoco una sinopsis. La manera de hacerle justicia es leerlo.

En cumplimiento de mis obligaciones como reseñista, me gustaría ofrecer, en cambio, este rompecabezas para el último cuento de la colección previa de Munro, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001): una mujer con alzheimer es ingresada en un centro geriátrico, y para cuando se permite a su marido visitarla, después de un período de adaptación de treinta días, ella ha encontrado un «novio» entre los otros pacientes y no muestra interés en su marido.

No es ésta una mala premisa para un cuento. Pero lo que empieza a convertirlo en algo claramente munroviano es que, años atrás, allá en las décadas de los sesenta y setenta, el marido, Grant, tuvo una aventura tras otra con diversas mujeres. Sólo ahora, por primera vez, el viejo traidor es traicionado. ¿Y acaso Grant se arrepiente por fin de aquellas aventuras? Pues no, ni mucho menos. De hecho, lo que recuerda de esa etapa de su vida es «principalmente un enorme aumento del bienestar». Nunca se sintió más vivo que cuando engañaba a su mujer Fiona. Naturalmente que le resulta desgarrador visitar ahora el centro geriátrico y ver a Fiona y su «novio» en relación tan tierna y tan indiferentes a él, pero aún es más desgarrador cuando la esposa del novio saca a éste del centro geriátrico y se lo lleva a casa. Fiona se queda desolada, y Grant desolado por ella.

Y he aquí el problema de un resumen condensado de un cuento de Munro. El problema es que quiero contar lo que pasa a continuación. Que es que Grant va a ver a la esposa del novio para pedirle que lleve al novio al centro geriátrico a visitar a Fiona. Y es aquí donde uno se da cuenta de que aquello sobre lo que creía que trataba el cuento —ese material rebosante sobre el alzheimer y la infidelidad y el amor tardío— no era más que el escenario: que la gran escena del relato ocurre entre Grant y la esposa del novio. Y que la esposa, en esa escena, se niega a que su marido vea a Fiona. Que sus motivos son ostensiblemente prácticos, pero de manera solapada moralistas y rencorosos.

Y aquí mi intento de hacer un resumen condensado se viene abajo, porque no puedo ni empezar a insinuar la grandeza de la escena si no tienen ustedes una percepción concreta y vívida de los dos personajes y de cómo hablan y piensan. La esposa, Marian, es más estrecha de miras que Grant. Tiene una casa en un barrio residencial impecable y perfecta que no podrá mantener si su marido vuelve al centro. Esa casa, y no el amor, es lo que a ella le importa. No ha disfrutado de las mismas ventajas, económicas o emocionales, que Grant, y su manifiesta falta de privilegios origina un pasaje de clásica introspección munroviana mientras Grant regresa a su propio hogar en coche:

[La conversación entre ellos le había] recordado las conversaciones que había mantenido con personas de su propia familia. Sus tíos, sus parientes, probablemente incluso su madre, pensaban como pensaba Marian. Todos creían que cuando los demás no pensaban así era porque se engañaban: habían acabado siendo demasiado fantasiosos o tontos, debido a sus vidas fáciles y protegidas o su educación. Habían perdido el contacto con la realidad. Las personas cultas, las personas con inclinaciones literarias, algunas personas ricas como los suegros socialistas de Grant habían perdido el contacto con la realidad. Debido a una inmerecida buena fortuna o una estupidez innata…

Qué capullo, debía de estar pensando ella ahora.

Enfrentarse a una persona así lo llenaba de desesperanza, de exasperación, en último extremo casi de desolación. ¿Por qué? ¿Porque no sabía hasta qué punto sería capaz de ser fiel a sí mismo ante esa persona? ¿Porque temía que al final la otra tuviera razón?

Pongo fin a esta cita contra mi voluntad. Quiero seguir, y no sólo unas pocas frases sino párrafos enteros, porque resulta que lo que requiere mi resumen condensado, como mínimo, a fin de hacer justicia al cuento —las «cosas dentro de las cosas», la interacción entre clase y moral, deseo y fidelidad, personalidad y destino—, es justo lo que la propia Munro ha escrito. El único resumen apto del texto es el propio texto.

Y eso me deja con la simple indicación con que he empezado: ¡Lean a Munro! ¡Lean a Munro!

Sólo que debo contarles —no puedo dejar de hacerlo, ahora que he empezado— que, cuando Grant llega a casa tras su fallida petición a Marian, encuentra un mensaje de ésta en su contestador invitándolo a un baile en el pabellón de la Legión Americana.

También: que Grant ha estado fijándose en los pechos y la piel de Marian y comparándola, en su mente, con algo menos satisfactorio que un lichi: «Un cuerpo de atractivo extrañamente artificial, con sabor y aroma químicos, como un fruto con muy poca pulpa y hueso muy grande».

También: que unas horas después, mientras Grant reevalúa aún los encantos de Marian, vuelve a sonar el teléfono y salta el contestador: «Grant. Soy Marian. He bajado al sótano a poner la colada en la secadora y he oído sonar el teléfono, y cuando he llegado arriba, quienquiera que fuese ya había colgado. Así que he pensado que debía decirte que estoy aquí. Por si eras tú, y por si estás en casa».

Y esto no es todavía el final. El relato tiene cuarenta y nueve páginas —en manos de Munro, la extensión de toda una vida—, y se acerca otro giro. Pero fíjense en cuántas «cosas dentro de cosas» ya ha descubierto la autora: Grant, el marido amoroso; Grant, el tramposo; Grant, el marido tan leal que está dispuesto a hacer de celestina para su mujer; Grant, el que desprecia a las amas de casa remilgadas; Grant, el que duda de sí mismo y admite que las amas de casa remilgadas pueden tener razón para despreciarlo. Sin embargo, es la segunda llamada telefónica de Marian lo que nos proporciona la verdadera dimensión de la personalidad de Munro como escritora. Para imaginar esta llamada no hay que indignarse demasiado con la rigidez moral de Marian, ni avergonzarse demasiado de la laxitud de Grant. Hay que perdonar a todo el mundo y no condenar a nadie. De lo contrario, uno podría pasar por alto aquel suceso poco probable, aquella posibilidad remota, que abre una vida de par en par: la contingencia, por ejemplo, de que Marian, en su soledad, pudiera sentirse atraída por un hombre estúpido aunque de mentalidad abierta.

Y éste es sólo uno de los cuentos. Hay relatos en Escapada que incluso son mejores —más audaces, más crueles, más profundos, más amplios—, y de los que con mucho gusto escribiré la sinopsis en cuanto se publique el próximo libro de la autora.

Pero, un momento, echémosle un breve vistazo a Escapada: ¿y si esa persona ofendida por la mentalidad abierta de Grant —por su falta de fe, su autocomplacencia, su vanidad, su estupidez— no fuera una desdichada desconocida sino su propia hija? ¿Una hija cuyo juicio parece el juicio de toda una cultura, de todo un país, al que de un tiempo a esta parte le ha dado por acogerse a los absolutos?

¿Y si el gran regalo que le has dado a tu hija es la libertad personal y ella, cuando cumple veintiún años, lo usa para darse la vuelta y decirte: tu libertad me da asco, y tú también?

8. Porque el odio entretiene.

Los extremistas de la era mediática lo han comprendido muy bien. ¿Cómo explicar, si no, la elección de tantos fanáticos repelentes, la desintegración de la urbanidad política, la predominancia de Fox News? Primero el fundamentalista Bin Laden le ofrece a George Bush un enorme regalo de odio, luego Bush multiplica ese odio por medio de su propio fanatismo, y ahora medio país cree que Bush organiza una cruzada contra el Maligno mientras la otra mitad (y la mayor parte del mundo) cree que el propio Bush es el Maligno. Ahora mismo casi no hay nadie que no odie a alguien, y nadie en absoluto a quien no odie nadie. Cada vez que pienso en la política, se me acelera el pulso, como si estuviese leyendo el último capítulo de una novela de suspense comprada en un aeropuerto, o viendo el partido decisivo entre los Sox y los Yankees. Parece entretenimiento en forma de pesadilla en forma de vida cotidiana.

¿Puede una narrativa mejor salvar el mundo? Siempre hay una mínima esperanza (a veces ocurren cosas raras), pero la respuesta es que seguramente no, no puede. Sin embargo, hay bastantes probabilidades de que nos salve el alma. Si nos disgusta el odio que se ha desencadenado en nuestro corazón, podríamos tratar de imaginar cómo se siente la persona a quien odiamos. Podríamos plantearnos la posibilidad de que nosotros mismo seamos el Maligno; y si eso es difícil de imaginar, podríamos intentar pasar unas veladas con la más dudosa de las canadienses, aquella que al final de su clásico relato «The Beggar Maid» —cuando la heroína, Rose, ve a su ex marido en el vestíbulo de un aeropuerto y éste le dirige una mueca infantil y desagradable— se pregunta

¿Cómo era posible que alguien odiase tanto a Rose, en el momento mismo en que ella estaba dispuesta a acercarse con toda su buena voluntad, su risueña admisión de agotamiento, su aspecto de tímida fe en los intentos de aproximación civilizados?,

pero en realidad nos habla a nosotros, aquí y ahora.