Ser todo carne y puro nervio es existir fuera del tiempo y momentáneamente fuera de la narración. El adicto al crack que ha estado pulsando el botón del Placer durante sesenta horas seguidas, el vendedor que ha desayunado, almorzado y cenado ante una pantalla jugando al videopóquer, la glotona ociosa que ya va por la mitad del envase de dos litros de helado de chocolate, el estudiante universitario que ha estado encorvado sobre su portal de internet, con los pantalones bajados, desde las ocho de la noche anterior, y el asiduo a los locales gays que pasa un largo fin de semana tomándose cócteles de Viagra y metanfetaminas… todos ellos te dirán (si consigues captar su atención) que, aparte del cerebro y sus estimulantes, nada es real. Para la persona compulsivamente autoestimulante, tanto las grandes narraciones de salvación y trascendencia como las pequeñas historietas de la vida del tipo «Odio a mi vecino» o «Estaría bien visitar España alguna vez» son ilusorias e irrelevantes por igual. Ese profundo nihilismo del cuerpo es sin duda motivo de preocupación para los tres hijos del adicto al crack, para el jefe del vendedor, para el marido de la glotona de los helados, para la novia del estudiante universitario y para el virólogo del asiduo a los locales para gays. Pero la persona cuya propia identidad se ve amenazada por tan abyecto materialismo es el autor literario, cuya vida y actividad consisten en creer en la narración.
Ningún novelista ha batallado de manera más feroz e inteligente con el materialismo que Dostoievski. En 1866, cuando se publicó su breve novela El jugador, las viejas y estabilizadoras narraciones de la religión y un orden social establecido por imposición divina se hallaban en proceso de desmantelamiento por efecto de la ciencia, la tecnología y las secuelas políticas de la Ilustración, y estaba preparándose ya el terreno para el materialismo brutal de los comunistas (que en Rusia, China y en otros países produciría decenas de millones de víctimas) y la persecución moralmente desenfrenada del placer personal (que produciría más sutiles corrupciones consumistas y melancolías en Occidente). Las novelas de madurez de Dostoievski pueden leerse como campañas contra esas dos clases de materialismo, que él había identificado como amenaza no sólo a su patria anegada en vodka y políticamente inmoderada, sino a su propio bienestar. Su fervoroso idealismo juvenil, por el que había cumplido cinco años de trabajos forzados en Siberia, le proporcionó el impulso para escribir Crimen y castigo y Los demonios, su sensualismo, su naturaleza compulsiva y su racionalidad cáustica fueron las fuerzas desestabilizadoras en el plano personal contra las que posteriormente erigió la fortaleza de Los hermanos Karamazov y reductos menores como El jugador. Crear narraciones lo bastante fuertes para resistir la agresión materialista era a la vez un deber patriótico y una necesidad personal.
En un viaje a la cuenca del Rin, a principios de la década de 1860, Dostoievski descubrió que era proclive al juego compulsivo, experiencia que seguía viva en su mente pocos años después, cuando se vio obligado a escribir una novela entera en un mes. Debido a la velocidad con que creó El jugador, el libro proporciona una especie de instantánea de un primer borrador de un escritor reconciliándose con el vacío que ha atisbado dentro de sí mientras jugaba a la ruleta. La acción empieza in medias res; el tipo de suspense es el de Información Crucial Inaccesible, y en algunos momentos parece inaccesible al propio autor. Un difuso grupo familiar de rusos desesperados y unos cuantos parásitos multinacionales están acampados en un lujoso hotel, como en un paisaje onírico muy desordenado. El narrador, Alexéi Ivanóvich, preceptor de los niños más pequeños de la familia, está perdidamente enamorado, aunque de una manera poco convincente, de una niña mayor, Polina, cuyas lealtades y motivaciones son poco claras a lo largo de todo el libro. La complicada situación romántica de Alexéi Ivanóvich, como las dificultades económicas de la familia, constituyen básicamente la clásica narración decimonónica. Lo que es realmente vívido, claro y apremiante en el libro son las escenas en el casino. El estoicismo de los caballeros que juegan, la vileza de los entrometidos polacos, la atracción que siente Alexéi Ivanóvich por la «codiciosa sordidez» de sus compañeros de juego, la fiebre con que pierde el control de sí mismo y empieza a apostar de manera automática e irreflexiva, y el delirio general y la atemporalidad del casino, todo ello aparece descrito gozosamente. En El jugador, como en todas sus obras posteriores, Dostoievski aboga por el nihilismo casi demasiado bien. Una anciana rusa acaudalada se sienta a la mesa de la ruleta, y pronto la mesa ha convertido su fortuna y el enorme potencial narrativo que representa —podía comprar iglesias de pueblos, la independencia de una nieta, la obediencia de un sobrino— en un montón de fichas puramente abstractas y dilapidadas con facilidad. La anciana aparece descrita como alguien que «no tiembla externamente», sino «desde dentro»; el mundo ha pasado a segundo plano; sólo está la mesa. Del mismo modo, cuando Alexéi Ivanóvich deja de jugar con el dinero de Polina y va al casino a jugar con el suyo, se ve al instante apartado del angustiado amor por Polina que lo ha tenido ocupado día y noche. Lo que lo arrastra al casino es justo su devoción por ella, su deseo de rescatarla, pero en cuanto cae en las garras de la compulsión, queda sólo una especie de suspense y desaparece por completo la historia:
Ya apenas recordaba lo que ella me había dicho un rato antes y por qué había ido allí, y todas esas sensaciones que había experimentado recientemente, sólo una hora y media antes, ahora me parecían ya pertenecientes a un pasado lejano, alteradas, obsoletas…
Y el propio libro representa lo que describe. Un edificio novelístico del siglo XIX, en el cual es importante si el general Z recibe su herencia y en qué difiere el súbdito francés del inglés, y de quién está secretamente enamorada la hermosa y joven Polina, se desmorona por efecto de una historia moderna de adicción.
Al final de la novela, Alexéi Ivanóvich sigue en la cuenca del Rin. Su delirio da paso al remordimiento y al desprecio de sí mismo, pero sólo es el preludio del siguiente asalto del delirio. En cambio, el creador de Alexéi Ivanóvich huyó de Alemania y rápidamente escribió Memorias del subsuelo y Crimen y castigo. Para Dostoievski —al igual que para sus herederos literarios posteriores, como Denis Johnson, David Foster Wallace, Irvine Welsh y Michel Houellebecq—, la imposibilidad de accionar la palanca del Placer eternamente, la inevitable llegada de un amanecer crudo y plagado de remordimientos, constituye una fisura en el nihilismo a través de la cual puede filtrarse y reafirmarse la narración humana. El final de la juerga es el principio de la historia.