En 1969, el viaje en coche de Minneapolis a Saint Louis duraba doce horas y transcurría principalmente por carreteras de dos carriles. Mis padres me despertaron al amanecer. Habíamos pasado una divertida semana con mis primos de Minnesota, pero en cuanto salimos del camino de acceso de la casa de mi tío, esos primos se evaporaron de mi mente como el rocío matinal del capó de nuestro coche. Yo iba otra vez solo en el asiento trasero. Me quedé dormido, mi madre sacó sus revistas y el peso del largo trayecto en pleno julio recayó plenamente en mi padre.

Para sobrellevar el día, se convirtió él mismo en un algoritmo, en un contador humano. Nuestro coche era el hacha con que arremetía contra los kilómetros mostrados en las señales de carretera, rebajando los casi insoportables 383 a unos todavía desalentadores 288, desmochando los 240 y los 225 y los 210, hasta dejarlos en la cifra semihumana de 205, que podía redondearse en 200, y en ese punto ya lograba convencerse de que sólo quedaban dos horas más de viaje, pese a que, con tanto camión de ganado y conductor desconsiderado delante de él, probablemente serían más bien tres. Por pura fuerza de voluntad, redujo los últimos ochenta kilómetros que lo separaban de los números de dos cifras, y al llegar a éstos, los kilómetros fueron cayendo de cinco en cinco y de diez en diez hasta que, por fin, lo vio: «Cedar Rapids 54». Sólo entonces, como su único premio de la jornada, se permitió recordar que 54 era la distancia al centro de la ciudad, y que de hecho estábamos a menos de cincuenta kilómetros del parque donde nos gustaba detenernos para hacer un picnic a la sombra de los robles.

Los tres comimos en silencio. Mi padre se sacó de la boca el hueso de una ciruela damascena y lo echó a una bolsa de papel, sacudiendo un poco los dedos. Estaba deseando seguir hasta Iowa City —Cedar Rapids no era siquiera la mitad del camino—, y yo volver al coche con aire acondicionado. Cedar Rapids era para mí como el espacio sideral. La brisa templada era la brisa de otros, no mía, y la posición del sol era un duro recordatorio del implacable declive del día, y todos los robles desconocidos del parque confirmaban nuestra sensación de estar en ninguna parte. Ni siquiera mi madre tenía gran cosa que decir.

Pero el tramo que se le hacía realmente interminable a mi padre era cruzar el sudeste de Iowa. Dejó caer algún comentario sobre la altura del maíz, la tierra negra, la necesidad de mejores carreteras. Mi madre bajó el reposabrazos del asiento delantero y jugó conmigo al ocho loco hasta que me harté tanto como ella. Cada pocos kilómetros, una granja de cerdos. Otra curva de noventa grados en la carretera. Otro camión con una estela de cincuenta coches. Cada vez que mi padre pisaba el acelerador para adelantar, mi madre, asustada, contenía la respiración:

¡Fffff!

»¡Fffff!

»Fffff…, ffffff… ¡¡Ay! ¡Earl! ¡Ay!… ¡Fffffff!

El resplandor del sol se reflejaba por el este y el oeste. Las cúpulas de aluminio de los silos blancos contra el cielo blanco. Daba la impresión de que llevábamos horas avanzando uniformemente cuesta abajo, circulando a toda velocidad hacia la lanilla verde de la frontera con Misuri, que parecía cada vez más lejos. Qué horror que aún no fuera ni media tarde. Qué horror que aún estuviéramos en Iowa. Habíamos dejado atrás el ameno planeta donde vivían mis primos y nos precipitábamos en dirección sur, hacia una casa silenciosa y oscura con aire acondicionado en la que yo ni siquiera identificaba la soledad como tal, tan familiarizado estaba con ella.

Mi padre no había pronunciado palabra en ochenta kilómetros. Sin hablar, aceptó otra ciruela de mi madre y al cabo de un momento le entregó el hueso. Ella bajó la ventanilla y lo lanzó al viento, en el que de pronto se percibió un intenso olor a tornado. Algo que parecía humo de gasóleo manchaba rápidamente el cielo meridional. Un oscurecimiento a las tres de la tarde. La interminable cuesta abajo cada vez más inclinada, las borlas del maíz agitándose, y de pronto todo verde: el cielo verde, el asfalto verde, los padres verdes.

Mi padre encendió la radio y buscó una emisora entre ráfagas de interferencia estática. Había recordado —o quizá nunca había olvidado— que comenzaba otro descenso. Había interferencia tras interferencia tras interferencia, descabelladas agresiones contra la integridad de la señal, pero oímos voces con acento tejano que informaban de altitudes cada vez menores, en una cuenta atrás de los kilómetros hasta llegar a cero. De pronto, una cortina de lluvia azotó el parabrisas con un rugido semejante al del aceite hirviendo. Relámpagos por todas partes. Las voces tejanas aplastadas por las interferencias, la lluvia contra el techo más estridente que los truenos, el coche sacudiéndose con las ráfagas de viento laterales.

—Earl, quizá deberías parar —dijo mi madre—. ¿Earl?

Mi padre acababa de dejar atrás el mojón 3, y las voces tejanas eran ya más estables, como si hubieran entendido que las interferencias no podían perjudicarlas: que iban a conseguirlo. Y, en efecto, los limpiaparabrisas empezaban ya a chirriar, la carretera a secarse, los nubarrones a deshacerse en jirones inofensivos. «El Águila ha alunizado», anunció la radio. Habíamos cruzado la frontera del Estado. Volvíamos a casa, en la luna.