Frank Wedekind fue guitarrista toda su vida. Si hubiese nacido cien años más tarde, casi sin duda habría sido una estrella del rock; la única pequeña razón para dudarlo es que se crió en Suiza. Si se considera una bendición o una lástima que en cambio se convirtiera en autor de El despertar de la primavera, la mejor y más vigente obra de teatro alemana de su tiempo, depende en gran medida de lo que uno valore en una obra de arte. Los grandes méritos de El despertar de la primavera —humor, carácter, lenguaje— son elementos secundarios en el buen rock. Pero la obra, si bien carece de gancho para el gran público, consigue por otro lado participar de algunos de los méritos del rock: de su energía juvenil, su fuerza perturbadora, su sensación de autenticidad. De hecho, varias décadas después de que las conmociones de Elvis, Jimi Hendrix y los Sex Pistols dejaran de conmocionar, El despertar de la primavera se ha convertido, si cabe, en una perturbación y un reproche mayores que hace un siglo. Lo que el dramaturgo sacrificó en amplificación, lo compensa con longevidad.

Concebido en California y bautizado Benjamin Franklin, Wedekind era hijo de una joven cantante/actriz itinerante y un médico políticamente radical que le doblaba la edad. Su madre había abandonado Europa a los dieciséis años para seguir a su hermana y su cuñado a Valparaíso, Chile. El cuñado pronto se vio en problemas económicos, que las dos hermanas paliaron iniciando giras como cantantes por las costas de Sudamérica y Centroamérica, y cuando la hermana murió de fiebre amarilla, la madre de Frank se trasladó a San Francisco y mantuvo a la familia de su cuñado trabajando como artista. Tenía veintidós años cuando contrajo matrimonio con el doctor Friedrich Wedekind, que había emigrado de Alemania poco después de la represión de las revueltas de 1848. Al volver a Alemania, donde Frank nació en 1864, Friedrich abandonó el ejercicio de la medicina para dedicarse en exclusiva a la agitación política. Aun así, el talante del país era cada vez más hostil y bismarckiano, y en 1872 la familia se estableció de manera definitiva en un pequeño castillo de Suiza.

Si bien el matrimonio de los Wedekind fue tempestuoso, formaron una familia grande y muy unida e intelectualmente sofisticada. Frank era apreciado tanto en casa como en el colegio. Para cuando terminó el instituto, escribía obras de teatro y poesía, además de canciones que entonaba acompañándose de la guitarra. Se había convertido en un ateo radical y era una persona muy bien adaptada, a la vez que profundamente inadecuada para un empleo convencional y una vida de clase media. Su padre y él discutieron sobre su carrera de manera tan violenta que al final él lo agredió y se marchó a Múnich para convertirse en escritor profesional. Escribió El despertar de la primavera durante el invierno de 1890-1891; lo acabó el domingo de Pascua. Durante los siguientes quince años, se afanó por congraciarse con el mundo del teatro y conseguir que sus obras se representaran. Entre sus mejores amigos se incluían un oscuro marchante de arte y artista circense, Willy Rudinoff, famoso como tragafuegos e imitador de trinos de pájaro. En cierta ocasión, Wedekind intentó que un circo produjera su obra. Fundó un cabaret en Múnich, llamado Los Once Verdugos, donde también actuó. Con el paso de los años subió cada vez más al escenario, tanto para establecer vínculos con los teatros como para, de manera creciente, mostrar los ritmos antinaturalistas con que pretendía que se representaran sus obras. En 1906, cuando por fin llegaron el éxito y la fama, se casó con una actriz muy joven, Tilly Newes, a quien había instruido para el papel de Lulú en sus obras La caja de Pandora y El espíritu de la tierra (en la cual más tarde se basaría la ópera Lulu de Alban Berg). La pareja tuvo dos hijas, que después recordarían el excepcional respeto con que su padre trataba a los niños, como si no existiera ninguna diferencia significativa entre ellos y los adultos.

Debido en parte a los rigores de la interpretación teatral, Wedekind enfermó durante los años de la Primera Guerra Mundial y murió en 1918 a raíz de unas complicaciones tras una intervención quirúrgica abdominal. Su tumultuoso funeral en Múnich fue digno de una estrella del rock. Muchas de las principales personalidades literarias de Alemania, incluido el joven Bertolt Brecht, acudieron al cementerio, pero también asistió una turbamulta de jóvenes y raros y chiflados, miembros de una bohemia cultural y sexual que veían en Wedekind un bicho raro con la valentía de su rareza; los asistentes invadieron el cementerio, buscando un buen sitio cerca de la tumba abierta. Un poeta desequilibrado llamado Heinrich Lautensack, uno de los otros Once Verdugos, lanzó una corona de rosas sobre el ataúd y luego saltó dentro de la tumba, exclamando «¡Para Frank Wedekind, mi maestro, mi modelo, mi señor, de tu discípulo menos digno!», mientras un amigo suyo, un cineasta de Berlín, lo filmaba para la posteridad. El doliente exhibicionista y su cómplice el cámara: el mundo del rock and roll estaba ya a la vista.

* * *

Un ejemplo útil del peligro y la vitalidad vigentes en El despertar de la primavera fue la insípida versión en ópera rock que se estrenó en Broadway en 2006, cien años después del estreno mundial de la obra, y que recibió exagerados elogios. El texto que Wedekind concluyó en 1891 presentaba el sexo demasiado a las claras para ser representado en un escenario a finales de la época victoriana. Cuando por fin la obra llegó a los teatros, quince años después, ninguna administración local alemana o extranjera permitió representarla sin censura. Sin embargo, incluso las más crueles expurgaciones de hace un siglo eran más suaves que la mutilación que sufre en la actualidad una obra peligrosa a fin de convertirla en un éxito contemporáneo.

El angustiado joven Moritz Stiefel, a quien Wedekind lleva al suicidio por sacar malas notas, se transforma, en la versión musical, en un rockero punk con tal talento y carisma que resulta inconcebible que unas calificaciones puedan deprimirlo. La despreocupada violación de Wendla Bergmann a manos del personaje central de la obra, Melchior Gabor, se convierte en un atronador espectáculo de éxtasis y consentimiento. Y allí donde Wedekind mostró al joven sensualista Hansy Rilow resistiéndose a la masturbación —destruyendo a su pesar material pornográfico que amenaza con «devorarle» el cerebro—, a nosotros, en el siglo XXI, se nos obsequia con una exultante orgía coreografiada con mucho manoseo de pene y lanzamiento de semen. Sin recurrir a nada más obsceno que algunos dobles sentidos cómicamente altisonantes, Wedekind presentó la delicada situación de Hansy con toda claridad. Supo ver que lo que de verdad alimenta la vergüenza del masturbador es la soledad, identificó la ternura extrañamente personal del masturbador hacia el objeto virtual, comprendió la autonomía corrosiva de las imágenes sexuales; como todo eso le resultaría incómodamente pertinente a nuestra modernidad saturada de porno, el musical se ve obligado a volver aséptico a Wedekind y presentar los tormentos de Hansy como algo simplemente obsceno. (El resultado es «gracioso» en el mismo sentido que las comedias de situación: los espectadores sueltan risas nerviosas cada vez que se menciona el sexo y luego, oyéndose reír, llegan a la conclusión de que lo que están viendo debe de ser cómico). En cuanto a la chica de clase trabajadora Martha Bessel, que en la obra original recibe palizas de su padre, lo que la hace objeto de la intensa envidia de la burguesa masoquista Wendla Bergmann, ¿qué otra cosa podía ser en 2006 que un angelical símbolo juvenil de los abusos sexuales? Sus amigas fraternales y solidarias unen sus voces a la de ella para cantar The Dark I Know Well [«La oscuridad que conozco bien»], un himno a la aflicción de resultar carnalmente interesantes a los adultos. En lugar de la atroz naturalidad con que Martha se refiere a su vida doméstica (dice que le pegan «sólo si ocurre algo especial»), hallamos ahora una densa bruma moderna de sentimentalismo y mala fe. Un equipo de adultos crea un musical cuyo principal interés comercial es el sexo adolescente (los primeros carteles de Broadway mostraban al protagonista masculino montando a la protagonista femenina) y cuyos personajes femeninos adolescentes, poco después de explicar entre gemidos a su público mayoritariamente adulto que son chicas malas yonquis del amor, dan un paso al frente para cantar lo horrible e injustamente doloroso que es poseer una sexualidad adolescente que fascina a los adultos. Si tras recorrer el camino que lleva de las Bratz a la indumentaria a lo Britney una chica se queda con la sensación de que no es más que un trozo de carne para alguien, obviamente no puede ser culpa de la cultura comercial, ya que la cultura comercial tiene una magnífica y vibrante banda sonora y nadie entiende a los adolescentes mejor que la cultura comercial, nadie los admira más, nadie se esfuerza tanto por ayudarlos a sentirse auténticos, nadie insiste con más empeño en que los consumidores jóvenes siempre tienen razón, ya sea como héroes morales o como víctimas morales. Así que la culpa debe de estar en otra parte: quizá en la amorfa tiranía contra la que el rock and roll aún imagina que está rebelándose o quizá en esos tiranos anónimos que crean las normas embrutecedoras que la cultura comercial nos insta continuamente a incumplir. Quizá esté en ellos. Al final, lo único que de verdad importa a los adolescentes es que se los tome muy en serio. Y aquí, entre todos los aspectos en que El despertar de la primavera parece un material poco adecuado para una ópera rock comercial, se encuentra la mayor ofensa de Wedekind: se burla de los adolescentes —se ríe descaradamente de ellos—, en igual medida que los toma en serio. Y por eso ahora, más que nunca, hay que censurarlo.

El subtítulo que eligió Wedekind para su obra, Una tragedia de niños, posee una resonancia extraña, irresoluble, casi cómica. Suena como si la tragedia se agachara para entrar por la puerta de una casa de juguete, o como si unos niños tropezasen con los dobladillos de disfraces de adultos. Aunque en los informativos de las once pueden usar la palabra «tragedia» cuando un adolescente se suicida, los atributos convencionales de una figura trágica —poder, importancia, orgullo autodestructivo, capacidad para un examen de conciencia moral maduro— son por definición inasequibles a los niños. ¿Y cómo interpretar una «tragedia» cuyo personaje central, Melchior Gabor, sobrevive indemne?

Con los años, muchos críticos y productores han aceptado por fin el subtítulo de Wedekind al ver la obra como una especie de tragedia de sistemas revolucionarios. Según esta lectura, la posición del héroe trágico no la ocupa un individuo, sino toda una sociedad que está destruyendo a los niños que afirma amar. Las producciones alemanas iniciales de El despertar de la primavera hacían hincapié en esos aspectos de la obra, dando a entender que Wendla, Moritz y Melchior son seres vitales y de una inocencia primaveral que se convierten en víctimas de una moralidad burguesa decimonónica ya caduca. Para Emma Goldman, en un comentario de 1914, la obra era una «condena poderosa» de la «desdicha y la tortura» de los niños que crecen en «la ignorancia sexual». Para el dramaturgo y director inglés Edward Bond, en un comentario de sesenta años después, el propósito de la obra era denunciar una «sociedad tecnológica» en la que «todo depende de la adaptación a la rutina». El problema de estas interpretaciones no es que sean insostenibles en la realidad —al fin y al cabo, la obra produce un par de muertes desgarradoras—, sino que infravaloran el humor línea a línea de la pieza teatral. Ya en 1911, Wedekind defendía su texto contra lecturas políticas en exceso serias, insistiendo en que había pretendido que fuera una «imagen luminosa de la vida» en que, en todas las escenas salvo en una, había intentado explotar un «humor despreocupado» para hacer reír en la medida de lo posible.

El crítico y dramaturgo Eric Bentley, autor de una de las traducciones al inglés menos insatisfactorias de El despertar de la primavera, acepta el razonamiento de Wedekind respecto a la risa, pero esgrime el comprometedor subtítulo como prueba de que el dramaturgo se excedía en su declaración. Dejando de lado la posibilidad de que el subtítulo fuera simplemente irónico, o que se hiciera eco del Fausto de Goethe, que tampoco es la tragedia que su subtítulo promete, Bentley propone que El despertar de la primavera se lea como una «tragicomedia». Sea o no luminosa la imagen de la vida que presenta, la obra está incuestionablemente saturada, desde la primera página, de premoniciones de muerte y violencia. Y la palabra «tragicomedia», en su propia torpeza, como «tragedia de niños», sí parece reflejar con fidelidad los fatídicos aspectos absurdos del amor juvenil: la risibilidad de las aflicciones adolescentes, las aflicciones de la risibilidad adolescente.

Lo que ya no refleja tan fielmente la palabra es la acción real de la obra. La tragedia dramática, ya sea griega o shakespeariana o moderna o incluso semicómica, sólo tiene sentido en el contexto de un universo moralmente ordenado. (Eso es lo que les pasa a personas por lo demás excelentes, señor Hamlet, cuando toman demasiada conciencia de si mismas. Eso es lo que pasa, señor Loman, cuando uno se lleva del trabajo a casa la gran mentira del sueño americano). La tragedia siempre compensa con la reafirmación de algún tipo de justicia cósmica —por cruel que sea— que el público reconoce a partir de su experiencia de la vida. Y lo que de verdad conmociona en El despertar de la primavera —lo que conmocionaba en 1906 y, a juzgar por el vigor con que se eliminó en el musical de Broadway, no conmocionaba menos en 2006— es lo despreocupada y absolutamente amoral que es la acción de la obra. El hecho de que tanto Wendla Bergmann como Moritz Stiefel al principio estén obsesionados con la muerte quizá convierta su posterior destino en inevitable; pero la tragedia requiere algo más que simple inevitabilidad. ¿En qué universo moralmente comprensible encuentra forzosamente su final prematuro un personaje bobalicón, vívido, entrañable como Moritz Stiefel? Como muchos suicidios adolescentes, su muerte es aleatoria, contingente, sin sentido, y por tanto en completa consonancia con la visión del mundo de su amigo ateo Melchior, quien, según sus propias palabras, no cree en «nada de este mundo en absoluto».

Los adultos sobre los que recae la acción de la obra no son menos impotentes que Moritz. Uno puede aborrecer al director Hart-Payne y a los otros administradores del colegio por su autoritarismo, pero hacen frente a una «epidemia de suicidios» y no están en absoluto preparados para darle sentido. Su delito es ser adultos y estirados y poco imaginativos; son bufones inseguros, no asesinos moralmente culpables. De igual modo, uno puede detestar al señor Gabor por su fría condena de su hijo, pero el hecho es que su hijo agredió sexualmente a una chica a quien no amaba, sólo por ver qué sentía, y no se puede confiar en que no lo repita.

Las únicas maneras inteligibles de juzgar a los personajes de El despertar de la primavera son cómicas y estéticas, no morales. Y así nos topamos de nuevo con la insistencia de Wedekind en que su tragedia de niños es, en realidad, una comedia. Moritz, a punto de volarse los sesos, decide pensar en nata batida en el momento de apretar el gatillo («Te llena y deja un agradable regusto»). Ilse le dice a Martha que sabe por qué Moritz se pegó un tiro («¡Se paralepipedó!») y se niega a entregarle el arma suicida («Me la guardo de recuerdo»). Wendla, obligada a permanecer en cama por la hinchazón de vientre («nuestra terrible indigestión», en palabras del médico), declara que se muere de hidropesía. «Tú no tienes hidropesía —contesta su madre—, tú tienes un bebé». Momento en el cual Wedekind, retomando un maravilloso chiste que ha iniciado diez escenas antes, cuando la señora Bergmann le explica a Wendla que los bebés vienen del matrimonio, ofrece el doble desenlace:

WENDLA: Pero eso no es posible, madre. ¡No estoy casada…!

SEÑORA BERGMANN: Dios mío… ése es el problema: no estás casada.

La señora Bergmann, ella misma tan cándida como para dejar que el señor Gabor se quede la carta legalmente incriminatoria de Melchior, es vista por última vez diciéndole a Wendla mentiras almibaradas y protectoras al tiempo que acompaña a una vecina abortista al lecho de enferma de Wendla. Hay varios personajes adultos genuinamente viles en la obra —el padre de Moritz, el reverendo Bleekhead, el doctor Procrustes—, pero algunos personajes adolescentes masculinos no son menos viles, y la amiga de Wendla, Thea, da indicios de acabar siendo igual de conformista y estrecha de miras que sus padres. Todos los personajes adultos principales muestran al menos una pizca de humanidad, aunque sólo sea a través del miedo. En realidad, no sólo la muestran: deben mostrarla, de lo contrario no podrían ser objeto de una comedia real. Para reírse bien de la humanidad, de la humanidad propia y ajena, uno tiene que distanciarse tanto y ser tan implacable como si escribiera una tragedia. Sin embargo, a diferencia de la tragedia, la comedia no exige un gran esquema moral. La comedia es el género más tosco y que mejor se adapta a los tiempos impíos. Sólo requiere que uno tenga un corazón capaz de reconocer a otros corazones. Si bien es verdad que la timidez de la señora Bergmann conduce directamente a la muerte de su querida hija, esta debilidad humana también es lo que la convierte en un personaje cómico de pura cepa, en lugar de ser el consabido tipo satírico. Habría que ser un adolescente moralmente absolutista —o un proveedor de cultura pop contemporáneo siguiéndoles el juego a los adolescentes moralmente absolutistas— para no sentir compasión por la señora Bergmann en el mundo de conflictos al que la ha llevado su miedo.

Y del mismo modo que los protagonistas adultos no podían ser irredimiblemente malos y aun así graciosos, los niños protagonistas no podían ser de una bondad pura. La autocompasión de Moritz y su obsesión por el suicidio, el sadismo y la amoralidad de Melchior, el masoquismo y la ignorancia casi vengativamente intencionada de Wendla, la carnalidad cínica de Hansy: el golpe más cruel que propina El despertar de la primavera a las devociones contemporáneas, el profundo bochorno que el musical de Broadway pretende camuflar tras vergüenzas más escabrosas, es que Wedekind trata a sus personajes infantiles como pequeños animales fascinantes: defectuosos, adorables, peligrosos, tontos. Quedan a ambos lados, y muy lejos, de ese seguro terreno adolescente de las modernidades y la superioridad moral. Son a la vez insoportablemente inocentes e insoportablemente corruptos.

Hacia el final de su vida, Wedekind elaboró una lista de adjetivos para describirse a sí mismo en contraste con Gerhart Hauptmann, dramaturgo contemporáneo y rival suyo. Al final de la lista de sus propios atributos aparecía la expresión «auténtico pero horrible». La gracia, la tristeza y la resignación de esta descripción constituyen el espíritu de El despertar de la primavera.