El frailecillo fue un regalo de Navidad de mi hermano Bob. Llegó en una bolsa de plástico sin distintivo alguno y parecía una especie de marioneta o peluche. Tenía forro de borreguillo y un gran pico naranja que invitaba a apretarlo, y los ojos estaban engastados en triángulos de piel negra que le daban una expresión de pena, angustia o incipiente desaprobación. Le cogí cariño a ese pájaro de inmediato. Le concedí una voz graciosa y una personalidad y lo usé para entretener a la californiana con quien vivo. Le envié a Bob una entusiasta nota de agradecimiento, y en su respuesta me informó que el frailecillo no era un juguete, sino un accesorio de golf. Lo había comprado en la tienda del club de golf de Bandon Dunes, un complejo turístico del sudoeste de Oregón, para recordarme lo mucho que podía divertirme jugando al golf y observando aves en Oregón, donde él vive. Era una funda para la cabeza de un palo de golf.
Mi problema con el golf es que, aunque lo practico una o dos veces al año por una cuestión de sociabilidad, casi todo en él me desagrada. La finalidad del juego parece ser una eutanasia metódica de fracciones de tiempo equivalentes a una jornada laboral, llevada a cabo por hombres blancos de clase acomodada. El golf devora tierra, bebe agua, desplaza la fauna, fomenta la expansión urbanística descontrolada. Me desagrada la autocomplacencia de su etiqueta, las voces bajas que emplean los comentaristas de televisión con cierto sentido de la propia importancia. Sobre todo, me desagrada lo mal que juego. Escrito al revés, golf es flog, «azotar».
Tengo un juego de palos barato, pero no estaba dispuesto a empalar a mi frailecillo con uno de ellos. Para empezar, la californiana ya había adquirido la costumbre de abrazarse a él por la noche al acostarse. El frailecillo pronto se había instalado como un personaje secundario en casa. En el mundo de la naturaleza, los frailecillos reales (y otras muchas aves pelágicas) sufren terriblemente las consecuencias de la sobreexplotación pesquera de los océanos y la degradación de sus zonas de anidación, pero la naturaleza podía ser algo frío y abstracto que amar desde el centro de la ciudad de Nueva York. El muñeco era de peluche y cercano.
En la gran novela The Greenlanders, de Jane Smiley, hay un relato sobre un granjero escandinavo que lleva un osezno polar a su casa y lo cría como a un hijo. Aunque el oso aprende a leer, no puede dejar de ser un oso con su voraz apetito, y al final empieza a comerse las ovejas del granjero. Este sabe que tiene que deshacerse de él, pero nunca acaba de decidirse, porque (según el estribillo del relato) el oso tiene un pelaje suave y hermoso, y unos ojos oscuros y hermosos. Metafóricamente, para Smiley el oso representa una pasión destructiva demasiado placentera para resistirse a ella. Pero el relato también supone una advertencia directa acerca de la idolatría sentimental. El Homo sapiens es el único animal que desea creer, a despecho de las severas leyes naturales, que los otros animales forman parte de su familia. Soy capaz de desarrollar una buena argumentación ética acerca de nuestra responsabilidad para con otras especies, y sin embargo a veces me pregunto si, en el fondo, mi preocupación por la biodiversidad y el bienestar animal no será una especie de regresión a la habitación de mi infancia y su comunidad de peluches: una fantasía de tierna compañía y armonía entre las especies. El afligido granjero de Smiley acaba teniéndole que dar la carne de su propio brazo a ese oso-niño insaciable.
A finales del otoño pasado, mientras el Times publicaba una serie de artículos sobre la crisis de la contaminación, las sequías, la desertización, la extinción de especies y la deforestación en China y yo no conseguía leer más de cincuenta palabras de ninguno de ellos, durante los partidos de fútbol empezaron a emitir un anuncio sobre un nuevo todoterreno extraordinario. Ya sabéis: ese en que salen una ardilla, un lobo, dos alondras cornudas y un conductor de todoterreno, todos juntos cantando al tiempo que avanzan por una carretera desierta a través de un bosque inmaculado. Me divertía especialmente el momento en que el lobo engulle a una de las alondras, recibe una mirada de desaprobación del conductor, escupe la alondra ilesa y empieza a cantar. Yo sabía muy bien que los todoterrenos eran incluso más hostiles a las alondras cornudas que los lobos; sabía que mis apetitos domésticos formaban parte de la misma bestia que estaba devorando el mundo natural en China y demás lugares de Asia; sin embargo, me encantaba aquel anuncio. Me encantaba la mirada de preocupación y el pelaje suave de mi accesorio de golf. No quería saber lo que sabía. Sin embargo, tampoco soportaba no saberlo. Una tarde, con una especie de lóbrega premonición, fui al dormitorio y agarré el frailecillo por las alas, lo coloqué bajo una lámpara y lo volví del revés, y allí estaba la etiqueta, efectivamente: HANDMADE IN CHINA.
Decidí visitar esa parte del mundo de donde procedía el frailecillo. El sistema industrial que había creado al pájaro falso estaba aniquilando a los pájaros verdaderos, y yo deseaba ir a un sitio donde esa conexión no pudiera ocultarse. Básicamente, deseaba saber lo mal que estaban las cosas.
Telefoneé a la empresa norteamericana mencionada en la etiqueta del frailecillo —Daphne’s Headcovers, de Phoenix, Arizona— y hablé con su presidenta, Jane Spicer. Temía que fuese reacia a hablar de sus proveedores de China, sobre todo a la luz de los recientes escándalos de los juguetes chinos, pero se mostró todo lo contrario a reacia. En nuestra primera conversación telefónica me habló de su golden retriever, Aspen, de su gato adoptado, Mango, de su difunta madre, Daphne (con quien, cuando ella tenía diez años, había fundado la empresa), de su marido, Steve, que se ocupaba de la producción, y de su cliente más famoso, Tiger Woods, cuya funda de peluche en forma de cabeza de tigre había coprotagonizado una serie de anuncios de Nike para televisión en 2003 y 2004. Me contó que Daphne, una inmigrante llegada de Inglaterra, había puesto especial empeño en contratar inmigrantes para coser las fundas. Y que ella, Jane, en una ocasión le había prestado unos cuantos empleados a una mujer que fabricaba juguetes para gatos, la cual se había quedado sin trabajadores y estaba desesperada por atender sus pedidos, y que años más tarde, conforme a los misteriosos senderos del karma, esa mujer se enriqueció y, cuando Jane ya se había olvidado de ella, la llamó y le dijo: «¿Se acuerda de mí? Usted salvó mi empresa. He estado buscando la manera de recompensarla, y me gustaría presentarle a unos amigos de China».
Daphne’s es líder mundial en fundas para palos de golf con formas de animales. Cuando visité su sede en Phoenix, Jane me presentó a los empleados, «el equipo del zoo», que inspeccionaban las fundas y las ordenaban por especies en cajas forradas de plástico. Me ayudó a localizar los frailecillos, que, apilados en su caja, ofrecían un aspecto tan mono y animado como la ropa sucia en su cesto. En la sala de muestras, me enseñó cajas de imitaciones no autorizadas con fajos de documentos jurídicos apilados encima. «La gran mayoría de nuestras querellas son contra empresas estadounidenses —explicó—. A menudo los fabricantes chinos ni siquiera saben que están infringiendo la ley». Su tigre y su topo (con sus asociaciones a El club de los chalados) eran el principal blanco de la piratería intelectual. También había una funda de una morsa confeccionada con el espeso pelaje pardo de un animal auténtico. «Esta piel debería seguir en el animal del que salió —afirmó Jane con severidad—. Ya se encargará el karma de que el responsable reciba su merecido, pero antes se encargará nuestro abogado».
Cuando le pregunté si podía conocer a sus proveedores de China, Jane respondió que quizá. En todo caso, deseaba hacerme saber que los empleados de sus proveedores chinos cobraban por término medio el doble, o casi, del salario mínimo local. «Queríamos pagar perfección —aseguró—, así como un buen karma allí. Queríamos trabajadores felices en una fábrica feliz». Aunque Steve y ella todavía hagan alguna pieza, han acabado por confiar el diseño cada vez más a sus socios chinos. Steve puede mandar por correo electrónico un esbozo desde Phoenix y tener en las manos un prototipo de felpa al cabo de una semana. Cuando viaja a China, el equipo local puede producir un prototipo antes del almuerzo y un prototipo revisado al final de la jornada. En general, el idioma no es obstáculo, a pesar de que a Steve no le resultó fácil explicar lo que eran las «lapas» de una ballena gris al equipo chino. En otra ocasión, un empleado se le acercó con una pregunta extraña: «Usted dijo que quería que todos los animales estuviesen enfadados. ¿Por qué?» Steve contestó que no, al contrario, que Jane y él querían que sus animales parecieran felices, y que la gente se sintiese feliz al tocarlos. La palabra mal traducida como «enfadado» era «realista».
«Primero el trabajo, después el placer», me instó alegremente David Xu en mi primer día oficial en China. Xu era de la oficina de asuntos exteriores de la próspera ciudad de Ningbo, ciento sesenta kilómetros al sur de Shanghái, y nuestro «trabajo» consistía en ir rápidamente de una fábrica a otra en una furgoneta alquilada. Desde el asiento de atrás, me daba la impresión de que en el área metropolitana de Ningbo estaban en construcción o reconstrucción todos y cada uno de los centímetros de suelo simultáneamente. Mi hotel, novísimo, había sido construido en el patio trasero de un hotel sólo muy nuevo, a unos metros de distancia. Las calles eran modernas, pero con considerables socavones, como si se sobreentendiera que pronto habría que volver a levantarlas. En el campo, el paisaje era un hervidero de obras de reforma. En algunos pueblos se hacía difícil encontrar una casa que no tuviera una pila de arena o un montón de ladrillos delante. En los campos de labranza brotaban las fábricas mientras, delante de otras fábricas menos nuevas, las columnas de soporte de los viaductos se alzaban tras los andamios. El índice de crecimiento mantenido por Ningbo en los últimos años —alrededor del 14 por ciento— resultaba agotador sólo de mirarlo.
Como para revigorizarme, Xu se volvió en el asiento delantero y con una amplia sonrisa dijo enfáticamente: «China es un país en desarrollo». Xu tenía una hermosa dentadura. Llevaba unas gafas elegantemente angulosas y poseía la avidez obsequiosa de un profesor de Literatura sin plaza fija, y se mostraba encantador y franco al tratar todo tema imaginable: la elemental impericia de nuestro conductor para circular por carretera, la larga y accidentada historia de la homosexualidad en China, la asombrosa prontitud con que los barrios viejos de Ningbo se arrasaban y sustituían, e incluso la insensatez del proyecto de las Tres Gargantas en el Yangtsé. Había tenido el detalle de no preguntarme qué había hecho yo en China entre mi llegada a Shanghái siete días antes y mi llegada oficial a Ningbo la tarde anterior. Para devolver la gentileza, traté de demostrar un profundo interés incluso en las fábricas menos representativas a las que me llevó, tales como el fabricante de automóviles Geely, un orgulloso pionero de métodos verdes de producción, como la pintura de carrocerías «disuelta en agua» («“Verde” significa respetuoso con el medio ambiente», me explicó Xu), y la fábrica de maquinaria pesada Haitian, cuyos trabajadores se embolsaban por término medio 9000 dólares al año (Xu: «¡El doble de lo que yo gano!») y muchos acudían al trabajo en coche particular.
La pequeña recompensa de fin de jornada que Xu me había prometido era una visita para VIPS al casi terminado puente de la bahía de Hangzhóu, de 36 kilómetros de longitud, el segundo más largo del mundo sobre el mar. Antes de llegar, no obstante, tuvimos que contemplar cómo pulverizaban con pintura piezas de carrocería de vehículos todoterreno y fresaban llantas de motocicleta y se extrudía y procesaba ingeniosamente fibra de «algodón» acrílico en el boyante municipio de Cixi, donde el año anterior las exportaciones ascendieron a un total de 4000 millones de dólares, y hay veinte mil empresas privadas y sólo una estatal, y son tantos los habitantes propietarios o directores de fábricas que la población residente casi iguala en número a la población de trabajadores itinerantes que desempeñan las tareas corrientes. Había leído mucho sobre los trabajadores itinerantes y sabía que un gran porcentaje de ellos eran adolescentes; aun así, no estaba preparado para su aspecto de extrema juventud. En la planta de fibra acrílica, los cuatro operarios del centro de control podían haber salido de un aula de los primeros cursos de secundaria. Allí sentados, dos chicos y dos chicas con vaqueros y zapatillas escrutaban pantallas planas en las que desfilaban gráficos de flujo y cadenas de datos, sin transmitir más que el deseo de que los dejaran en paz.
El sol ya se ponía cuando llegamos al puente de la bahía de Hangzhóu. La mayor parte de su coste (unos 1700 millones de dólares) había sido financiado por la administración de Ningbo, que estaba planificando una nueva zona industrial muy extensa justo al este. El puente reducirá a la mitad el tiempo de desplazamiento en coche entre Shanghái y Ningbo; tras su inauguración oficial en mayo [de 2008], lo cruzará la antorcha olímpica, rumbo a Pekín y las Olimpíadas Verdes. En el camino de ida y vuelta, la única vida animal o vegetal que vi fue un par de gaviotas que se alejaban rápidamente. Cada cinco kilómetros, para combatir la monotonía, cambiaba el color de las barandillas. A mitad del puente, hicimos un alto y examiné la marea gris y turbia que fluía contra los pilares de hormigón sobre los que se construía un restaurante y un hotel a pie de carretera. No pude evitar el anhelo de ver aves, cualquier ave.
Según la solicitud de mi visado, el objetivo de mi viaje a Ningbo era explorar la fabricación china para la exportación a Estados Unidos, pero le había dejado claro a Xu que también me interesaban los pájaros. Ahora, en un intento de complacerme y conseguir que nuestro día fuera redondo, dirigió al conductor hacia un sistema de juncales y embalses que el gobierno municipal de Cixi había preservado como espacio natural. Gran parte de la zona había sido arrasada por un incendio reciente, y se estaba estudiando, dijo Xu, convertirlo todo en un «parque de marismas».
Ya había visto uno de esos parques en Shanghái días antes, esa semana. Hice lo posible por aparentar entusiasmo.
«Aquí suelen verse grullas de Manchuria —me aseguró Xu desde su asiento—. El gobierno está plantando árboles para proporcionar a las aves abrigo contra los elementos».
Tenía la sensación de que Xu improvisaba un poco, pero le agradecí el esfuerzo. Pasamos ante marismas tan yermas que parecían anteriores a la vida pluricelular. Cruzamos un amplio canal donde tuve la impresión de avistar cuatro patos o somorgujos posados, pero sólo eran botellas de plástico. Pasamos ante una «granja ecológica» que se componía de piscifactorías rodeadas de chalets vacacionales. Por último, en la luz menguante, espantamos una bandada de martinetes en una marisma de espesa vegetación. Nos apeamos de la furgoneta y nos quedamos mirándolos mientras volaban en círculo y viraban hacia nosotros. David Xu no cabía en sí de alegría. «¡Jonathan! —exclamó—. ¡Saben que eres ornitólogo! ¡Te dan la bienvenida!».
La semana anterior, cuando llegué a Shanghái, mi primera impresión de China fue que se trataba del lugar más avanzado que había visto en la vida. La escala de Shanghái, que desde el cielo ofrecía una monótona vista de decenas de miles de casas rectangulares ordenadamente dispuestas —cada una de las cuales, como reveló una mirada más cercana, era de hecho un gran edificio de apartamentos— y luego, en tierra, mostraba rascacielos brutalmente nuevos, calles hostiles a los peatones y el crepúsculo artificial del cielo invernal cubierto de humo: todo era emocionante. Como si los dioses de la historia del mundo hubieran preguntado: «¿Alguien quiere meterse en un grandísimo lío sin precedentes?», y ese lugar hubiera levantado la mano y contestado: «¡Yo!».
Una tarde viajé al norte de Shanghái en un coche de alquiler con tres aficionados a la ornitología chinos. Aunque hacía horas que se había iniciado el crepúsculo artificial, en realidad no anocheció hasta que nos apeamos del coche, en los límites de la Reserva Natural Nacional de Yancheng, y seguimos al guía de avistamiento de aves conocido como M. Caribou por el camino de una pequeña granja. Estábamos a bajo cero. Los únicos colores eran diversos grises azulados oscuros. Un pájaro inidentificable apareció entre unos hierbajos y se adentró más en la penumbra.
—Algún tipo de tomaguín —especuló Caribou.
—Está muy oscuro —dije, tiritando.
—Nos interesa aprovechar la última luz —repuso la hermosa joven que se hacía llamar Stinky.
Oscureció aún más. Justo frente a mí, el joven llamado Shadow espantó lo que, según dijo, era un faisán. Yo lo oí y miré alrededor intentando distinguirlo. Guiados por Caribou, pasamos por delante del coche, en cuyo interior estaba nuestro chófer con la calefacción a tope. Descendimos a ciegas por un terraplén hasta un bosquecillo de árboles semejantes a palos, al lado de cuya corteza clara la maleza parecía aún más oscura.
—¿Y qué hacemos aquí? —pregunté.
—Podría haber becadas —dijo Caribou—. Les gusta el suelo húmedo donde los árboles no están muy juntos.
Nos movimos ruidosamente de aquí para allá en la oscuridad, con la esperanza de que apareciesen las becadas. Diez metros más arriba, en la carretera, minibuses y camionetas pasaban a toda velocidad, con virajes y bocinazos, levantando un polvo que no veía, pero cuyo sabor notaba. Nos detuvimos y aguzamos el oído al captar un trino que resultó provenir de los cojinetes de una bicicleta que se acercaba.
Stinky, Shadowy M. Caribou empleaban sus alias de cibemautas cuando hablaban en inglés. Stinky, madre de una niña de cinco años, se había aficionado a la ornitología hacía dos. Por correo electrónico, habíamos acordado visitar Yancheng, la mayor reserva natural de la costa china, y me había convencido de la conveniencia de evitar los guías oficiales y recurrir a su amigo Caribou, que cobraba setenta dólares al día por encontrar aves. Cuando le había preguntado a Stinky si de verdad quería que la llamara Stinky (en inglés, «apestosa»), respondió que sí. Se había presentado en mi hotel con un gorro de borreguillo negro, una cazadora de nailon y pantalones de aventurero también de nailon. Su amigo Shadow, un estudiante de Biología con una cámara para fauna prestada y tiempo disponible, vestía una parka de plumón y un pantalón de pana fino. La primera mitad del recorrido en coche nos llevó por el corazón del delta del río Yangtsé, donde en los últimos tiempos se concentraba casi el 20 por ciento del PIB chino. Se sucedían un inmenso llano tras otro de industria y edificios de altura media y parcelas aisladas de tierra de labranza. En el horizonte meridional, como un espejismo en la luz del invierno, no dejaba de verse una estructura de dimensiones míticas: ¿una central eléctrica, un templo de las finanzas revestido de cristal, un complejo de hoteles y restaurantes esteroidemente voluminoso, un… ascensor de grano?
Caribou, en el asiento delantero, escrutaba el cielo con una actitud alerta vagamente irritable.
—Ahora la palabra «eco» está muy de moda en China —comentó—. Pero no es eco de verdad.
—En China no existía la observación de pájaros hasta hace cuatro o cinco años —terció Stinky.
—No; más —corrigió Shadow—. ¡Diez años!
—Pero en Shanghái no hasta hace cuatro o cinco —insistió Stinky.
Al norte del Yangtsé, en la región conocida como Subei, estuvimos largo rato atravesando un extrarradio urbano, hacinado y ruinoso, hasta que comprendí que no era un extrarradio, sino que sencillamente Subei era así. Las casas, monolíticas y sin pintar, eran como mazacotes; sólo en el contorno de los tejados, que siempre presentaban el vestigio de un remate propio del Lejano Oriente, se advertía un respiro estético. Pasamos junto a canales helados, con gruesas capas de basura flotante y flanqueados por una acumulación aún mayor; los principales colores de la basura eran el blanco y el rojo, pero también existían equivalentes de los demás colores principales en plásticos desteñidos. Muy rara vez vi un árbol de más de veinte centímetros de diámetro. Había hortalizas plantadas en apretadas hileras en las cunetas de las carreteras, en los pasadizos abiertos entre los regimientos de árboles palo, en las islas peatonales y justo hasta donde empezaban los muros de todos los edificios.
Cuando incluso Caribou admitió que había anochecido, abandonamos la reserva y fuimos en coche al pueblo de Xinyanggang. Allí los edificios eran de dos plantas, de hormigón o ladrillo, sin adornos. La iluminación se reducía básicamente a la proyectada por unos apliques de baja potencia de las tiendas abiertas a la calle. En la cena, en un comedor donde un calefactor montado en el techo soplaba aire gélido, Caribou me contó cómo se había convertido en uno de los más importantes guías de avistamiento de pájaros profesionales nacidos en la República Popular. De niño, explicó, le gustaban los animales, y cuando estudiaba en la universidad, a veces dibujaba pájaros y mandaba por correo electrónico sus anotaciones sobre la naturaleza a sus compañeros de clase. Pero era imposible ser un verdadero ornitólogo aficionado sin una guía ilustrada completa de las aves chinas, y la primera de éstas, de John McKinnon y Karen Phillipps, no se publicó hasta 2000. Caribou compró su ejemplar en 2001. Dos años después, empezó a trabajar como controlador aéreo en Shanghái. «Era un empleo magnífico», dijo Stinky, pero Caribou no pensaba lo mismo. Detestaba las largas noches de trabajo y las continuas discusiones con los pilotos y los directores de aerolíneas; incluso había llegado a discutir con los pasajeros que lo llamaban con sus móviles. Su mayor queja, no obstante, era que el empleo resultaba incompatible con la observación de pájaros a jornada completa.
—A veces, durante una semana o incluso dos —contó—, no dormía nada. Todo era ornitología y trabajo.
—Pero ¡podías viajar en avión a otras ciudades gratis! —exclamó Stinky.
Eso era verdad, admitió Caribou. Pero su agenda laboral nunca le había permitido pasar más de un día entero en ninguna ciudad, y por eso lo había dejado. Durante los últimos dos años y medio, se había ganado la vida como investigador y guía ornitológico por cuenta propia. Stinky, que había descubierto recientemente Facebook, intentaba convencerlo de que creara una página para anunciarse en el extranjero. Muchos europeos y norteamericanos ni siquiera sabían que existían observadores de pájaros chinos, dijo, y menos aún guías ornitológicos chinos. Cuando le pregunté a Caribou cuántos días había trabajado como guía en 2007, frunció el cejo y calculó.
—Menos de quince —contestó.
A las seis y media de la mañana siguiente, después de parar a desayunar fideos y bollos de arroz rellenos de sabrosas verduras, Stinky, Shadow, Caribou y yo nos encaminamos de nuevo hacia la reserva. Como muchas reservas chinas, Yancheng se divide en un área «central» y otra «exterior» más amplia, donde se tolera a los visitantes con prismáticos y se permite a los habitantes de la zona vivir y trabajar. En el este de China hay muy poco hábitat intacto, y desde luego no había ni rastro de nada parecido en Yancheng. Hasta la última hectárea de la zona exterior parecía utilizarse para piscifactorías, habilitación de terrenos para arrozales, nivelación de carreteras, construcción de zanjas, siega de juncos, reconstrucción de viviendas, desplazamientos de tierra y vertidos de hormigón de diversas formas a gran escala. Caribou nos llevó hasta las grullas de Manchuria (de cola emplumada, majestuosa, en peligro de extinción), los picoloros tridáctilos (pequeños, de cara graciosa, amenazados) y, según mi recuento, otras setenta y cuatro especies de aves. Buscamos tomaguines a orillas de un canal que estaba siendo ensanchado y pavimentado por una cuadrilla de trabajadores que se acercaron en moto y nos preguntaron si estábamos cazando faisanes. Esta es una pregunta habitual en China, donde los aficionados a la ornitología también están habituados a que se los confunda con agrimensores, a que se les comunique: «Aquí no hay pájaros», y a que se les pregunte: «¿Es caro el pájaro que estás observando?».
Cerca de una valla publicitaria que instaba agoreramente URBANIZA LA TIERRA, CONSERVA LOS HUMEDALES, CONTRIBUYE A LA ECONOMÍA, vimos un alcaudón chino y a un campesino que excavaba los cimientos de un granero con una pala. Invadimos el patio de una familia que había salido a ver a dos hombres realizar ajustes en una subestación eléctrica, mientras, a unos siete metros, cerca de una pila de bloques de hormigón, una magnífica abubilla, con rayas de presidiario y cresta delirante, buscaba comida entre la hierba seca. Hacía sólo dos meses, en los alrededores de un gran depósito de agua, Caribou había visto aves acuáticas; allí nos topamos cara a cara con un hombre muy atractivo que, sentado a horcajadas en su moto, nos sonrió implacablemente mientras Caribou explicaba que el lugar había sido arrasado con bulldozers para construir piscifactorías y ya no quedaba ningún pájaro. Acabamos el día haciendo una batida entre los árboles y los matorrales, cerca del centro turístico de la reserva. Allí, a un lado de la carretera, podías ver gratuitamente un avestruz solitario mientras, al otro lado, por cuatro dólares, podías ver unas cuantas grullas de Manchuria amaestradas, apáticas en un corral, con hierba amarillenta y agua sucia, y encaramarte a una torre desde donde divisar a lo lejos el área central de la reserva.
—Esto es un páramo, no un humedal —se quejó Caribou con amargura, refiriéndose al centro de visitantes—. En China el problema con las reservas naturales es que los lugareños no las apoyan. La gente que vive cerca piensa: no podemos enriquecernos, no podemos construir fábricas, no podemos construir centrales eléctricas a causa de las medidas de protección. No saben qué es una reserva, ni qué es un humedal. Yancheng debería abrir parte de la zona central al público, para despertar su interés. Para que pudieran conocer la grulla de Manchuria. Entonces quizá lo apoyarían.
En principio, la multa por entrar sin autorización en la zona central es de cuarenta dólares, pero puede ascender a setecientos, según el humor del policía. En teoría, esa área central está cerrada para minimizar el impacto humano en las aves migratorias poco comunes, pero si de todas formas uno entra una mañana de finales de febrero, verá largos y ruidosos convoyes de camiones azules recorrer laberintos de caminos de tierra en medio de nubes de polvo y gases de motores de gasoil. Los camiones entran vacíos y salen cargados de juncos segados. Es fácil localizar especies en peligro como el picoloro tridáctilo, porque su población se ve obligada a vivir en estrechas franjas de vegetación lindantes con amplias extensiones arrasadas, kilómetros y más kilómetros cuadrados hasta el horizonte. Con un poco de suerte, uno puede ver también una de las cerca de dos mil espátulas menores que quedan en el mundo alimentarse en bajíos al lado de cigüeñas orientales y grullas, ambas en peligro de extinción, mientras, en un saliente de tierra directamente detrás de ellas, unos trabajadores cargan haces de juncos en un camión.
Según un administrador de la reserva, la normativa local permite cortar juncos antes y después del paso de las aves migratorias. Cuando se creó la reserva, en los años ochenta, el gobierno central no destinó suficiente financiación a su mantenimiento y cobraba a los campesinos por cortar juncos. Hoy día, la siega se justifica como medida para la prevención de incendios. «Las ONG de todo el mundo quieren que China lleve a cabo la conservación a la manera occidental, pero no quieren que todos los chinos tengan coche —me dijo el director de otra reserva costera—. Por eso tenemos que hacer las cosas a la manera china». No me pareció que los incendios supusieran un peligro mayor para las grullas de Yancheng que la siega semestral del área central, pero sí sabía que la mayor parte de China actúa aún bajo la consigna nacional de los ochenta: «Primero el desarrollo, luego el medio ambiente». Le pregunté a Caribou si, a medida que seguía expandiéndose la economía china, los pájaros lo tendrían cada vez peor.
—Sin duda —me contestó, y enumeró algunas de las especies (cerceta del Baikal, serreta china, porrón de Baer, ibis cabecinegro, escribano japonés amarillo, grulla monje) que criaban o pasaban el invierno en el este de China y estaban desapareciendo—. Incluso hace sólo diez años se las veía en número mucho mayor. El problema no es solamente la caza furtiva. El mayor problema es la pérdida de hábitat.
—Es una tendencia, no podemos hacer nada —declaró Stinky.
Carretera abajo, a cierta distancia del centro de visitantes, en la oscuridad casi total, Shadow avisó a gritos que había encontrado cuatro cercetas y una agachadiza.
Oficialmente, Stinky buscaba empleo en marketing o relaciones públicas, pero que no exigiera horas extra, y hoy día en China todos los trabajos las exigen. Su marido y ella habían vivido dos años en Estados Unidos. Aunque al final la vida allí les resultaba demasiado aburrida y previsible, en comparación con China, ahora se sentían menos «flexibles» que sus amigos que nunca se habían marchado del país. «A nosotros nos cuesta un poco más abandonar nuestros principios —dijo Stinky—. Por ejemplo, tanto en China como en Estados Unidos la gente afirma que la familia es la prioridad principal. Pero en Estados Unidos lo creen de verdad. En China, ahora sólo se piensa en la carrera profesional y en tener éxito». El matrimonio ya había comprado un apartamento para la jubilación en la ciudad sichuanesa de Chengdú, conocida porque la gente sabe cómo relajarse y disfrutar de la vida, pero por el momento él trabajaba largas jornadas en la ciudad de Suzhóu y dormía en su casa en Shanghái sólo alguna que otra noche por semana, y ella no era mucho menos industriosa cultivando su nuevo hobby. Desde su participación hacía dos años en una excursión patrocinada por la Sociedad Ornitológica de Shanghái, llevaba la contabilidad de ésta, gestionaba varios de sus proyectos de difusión, publicaba por internet el recuento de aves locales, y el verano anterior, en la provincia de Fujian, había visto una de las especies más raras del mundo, el charrán chino.
Un domingo por la mañana, fui con ella a la reunión anual de la Sociedad Ornitológica de Shanghái. Cuarenta miembros, incluida una docena de mujeres, se habían congregado en un aula de la decimonovena planta de un edificio del Departamento Forestal. Resultaba fácil identificar a los miembros más nuevos: eran los tímidos que intercambiaban pequeñas pegatinas satinadas de los pájaros más comunes. Stinky, con unos vaqueros negros de moda y su espesa cabellera suelta sobre los hombros, se separó de un grupo de amigos y ofreció un informe económico claro y pulido, utilizando hojas de cálculo decoradas con un dibujo de unas monedas que caían en una hucha de cerdito con una cara muy mona. (En 2007 la financiación había consistido básicamente en una donación de novecientos dólares de la Sociedad Ornitológica de Hong Kong para pagar el festival anual de ornitología de Shanghái). Ese año, por primera vez, el consejo de dirección de la sociedad sería elegido directamente por los miembros en lugar de por su patrocinador estatal, el Departamento de Protección de la Fauna de Shanghái. Un miembro más antiguo se puso en pie para ofrecer minibiografías en tono jocoso de los nueve candidatos, incluidos «una supermodelo» (Stinky), «un estudiante sumamente joven» (Shadow) y «un buen tío muy tratable» (el mejor ornitólogo aficionado de Shanghái). Los miembros sonrieron para una cámara mientras, uno por uno, con actitud ceremonial medio en broma, echaron las papeletas color rosa en una urna.
El sistema político no permite la existencia de un movimiento ecologista en el sentido occidental, activista y con la palabra «movimiento» en su nombre. La presa de las Tres Gargantas, en el Yangtsé, sí generó algo parecido a una resistencia nacional organizada, pero en parte se debió a que existía una escisión dentro del propio gobierno respecto al proyecto y a que el asunto concentró los descontentos políticos en general. En fecha reciente, el gobierno, por pura vergüenza, se ha visto obligado a hacer frente a la contaminación del lago Tai, cerca de la ciudad de Wuxi, pero no a causa del ruidoso ciudadano (posteriormente encarcelado) que dio la señal de alarma sobre el problema, sino porque una invasión de algas ensució el suministro de agua de Wuxi. En China hay unos cuantos ecologistas prominentes y declarados, muchos de ellos antiguos periodistas, y junto con ciudadanos particulares organizan a menudo protestas SPAN («Sí, Pero Aquí No») contra amenazas medioambientales concretas. No obstante, la dinámica del enfrentamiento entre activistas y oficialidad es menos importante que la tensión entre el gobierno de Pekín, comprometido en principio a mantener una férrea protección ambiental, y los gobiernos locales y provinciales, inequívocamente partidarios del crecimiento. A las organizaciones no gubernamentales, tales como la Sociedad Ornitológica de Shanghái, no se les permite formar alianzas ni estar bajo la dirección de un grupo nacional, y cada una necesita un patrocinador estatal. Casi ninguna pasa de diez años de antigüedad y hasta ahora su misión ha sido básicamente didáctica.
Cuando se producen manifestaciones en favor de la conservación al estilo occidental, suelen ser ad hoc, locales e ineficaces. Hasta hace cuatro años, el humedal de Jiangwan —ocho kilómetros cuadrados de hábitat diverso en los antiguos terrenos de un aeropuerto militar abandonado— era el espacio natural más extenso en el centro de Shanghái y un polo de atracción para los observadores de aves locales. Al enterarse éstos de que iba a urbanizarse para construir viviendas, se unieron a investigadores locales, solicitaron al gobierno que modificara o abandonara el proyecto y reclutaron a periodistas para que publicitaran su campaña. En respuesta, el gobierno preservó una fracción minúscula de humedal donde, citando textualmente las despectivas palabras de Caribou, «se podía llegar a ver unos cuantos mirlos o una pequeña garceta». Por lo demás, el proyecto urbanístico siguió adelante según lo previsto.
Stinky fue la que más votos obtuvo en la elección del consejo de dirección, con treinta y ocho de las cuarenta papeletas a su favor. El sumamente joven Shadow fue uno de los dos excluidos. Después de comer en un bufet libre, vimos un pase de diapositivas a cargo del buen tío muy tratable de Shanghái y mejor ornitólogo aficionado local, que recientemente había viajado por la exuberante y biodiversa provincia de Yunnan. («Aquí —dijo, con un clic del ratón— me atacó una sanguijuela»). Stinky seguía la presentación embelesada. Ella misma estaba a punto de emprender una expedición de observación de aves de dos semanas a Yunnan, dejando atrás a marido e hija, acompañada de Caribou, con la esperanza de ver al menos un centenar de especies que nunca había visto. Yo le había preguntado qué opinaba su marido de ese hobby. «Piensa que soy la única que se divierte», respondió.
Desde las ventanas del aula, veía la mitad superior de la torre del Jin Mao, la mitad que ocupaba el hotel donde me alojaba. El Jin Mao había sido el quinto edificio más alto del mundo hasta hacía unos meses, cuando en la acera de enfrente se erigió el Centro Financiero Mundial de Shanghái, de mayor altura, iniciando su reinado como Edificio Más Alto de Asia, que durará dos años más, cuando está previsto que concluya la construcción de otro aún más alto cerca de allí. Ya en mi habitación del hotel, en la planta 77, con el cielo blanco por el smog en las ventanas y la mente puesta en el proceso de obtención de suministros, cada aplique resplandeciente era una invitación a calcular la energía requerida para extraer sus materias primas, procesarlas, transportarlas hasta Shanghái y subirlas a una altura de unos trescientos y pico metros. El mármol tallado y pulido, el cristal fundido, el acero laminado. Después del frío y la oscuridad de Subei, la habitación me parecía de un lujo escandaloso, salvo por el agua del grifo, que el hotel recomendaba no beber.
«Cualquier especie que no encuentres en el bosque —bromeó el mejor ornitólogo aficionado de Shanghái— puedes verla en una jaula si vas al mercado local».
Dos jóvenes presentes en la reunión, Yifei Zhang y Max Li, se ofrecieron a llevarme al estuario del Yangtsé al día siguiente. Yifei era un ex periodista esbelto, de facciones delicadas, que ahora trabajaba para WWF en Shanghái. Max, oriundo de Shanghái, había estudiado Ingeniería en Swarthmore y vuelto a su país como ornitólogo vegano con intención de abrirse paso en el ámbito de la ecología. («Lo intento, pero aquí es imposible ser vegano», dijo Max, mientras nos invitaba a desayunar unas tortillas compradas a un vendedor callejero). Después de una mañana en una reserva natural de la isla de Chongming, Yifei y Max quisieron enseñarme un parque marismeño a las afueras de Shanghái. Para los conservacionistas chinos, el término «parque marismeño» equivale aproximadamente a «granja escuela». Dichos parques se componen por lo general de estanques dragados e islas fotogénicas surcadas por amplias pasarelas de madera que ahuyentan las aves. El parque de Shanghái lindaba con una base militar cuyo polígono de tiro era tan ruidoso y estaba tan cerca que las salvas retumbaban allí mismo con la estridencia de los videojuegos en un salón recreativo; vi una trazadora surcar el cielo por encima de nuestras cabezas. Había también reflectores con luces de colores, falsos peñascos que emitían música pop china y densas plantaciones rectilíneas de pensamientos. Yifei los miró y dijo: «Qué absurdo».
Atravesamos el Yangtsé en un transbordador viejo y lento. Las aguas eran del color del cemento húmedo. Cuando nos aproximábamos a la orilla, cientos de pasajeros se apretujaron contra los mamparos del transbordador, intentando pasar por las pequeñas puertas, salir a una estrecha plataforma y bajar por una empinada y estrecha escalerilla metálica. Aunque me gustó el ritmo del país —los chinos abandonan los aviones de línea a una velocidad asombrosa y las puertas de los ascensores en China se abren a la mínima—, no me hacía gracia verme zarandeado tan cerca de una escalera que era poco más que de mano. Estaba acostumbrado a las multitudes de Nueva York, pero no a multitudes como ésa. Una diferencia era la presteza con que se aprovechaba la menor ventaja, se explotaba la menor vacilación. Pero más llamativo aún resultaba el ángulo en que las mujeres (eran en su mayoría mujeres) mantenían inclinada la cabeza al moverse en torno a mí a empujones. Era el ángulo necesario para mirar el suelo justo un paso por delante, y su objeto no era hacerme sentir presionado o agraviado (eso que tanto me molestaba cuando cogía el metro en la línea de Lexington Avenue), sino convertirme en cierto modo en un ente inanimado. Yo no era más que un obstáculo vagamente percibido.
Pregunté a Max y Yifei sobre la aparente indiferencia de la mayoría de los chinos respecto a la crisis medioambiental, sobre todo en lo referente a la fauna.
—Aquí vivir en «armonía» con la naturaleza forma parte de una larga tradición cultural —respondió Max—. Esas ideas, que perduraron durante milenios, ahora no pueden haberse evaporado sin más. Sólo se han perdido temporalmente en esta generación. En tiempos de Mao, casi todos los valores tradicionales se vinieron abajo. Así que hoy la gente sólo piensa en enriquecerse. Cuanto más rico eres, más te respetan. Los primeros en enriquecerse de verdad, en los años noventa, fueron los cantoneses. Luego la gente de otras provincias empezó a copiar la forma de vida cantonesa, parte de la cual consiste en comer mucho marisco para hacer ostentación del dinero que tienes.
—Aquí no hay suficientes investigadores que estudien lo que sucede en el medio ambiente —explicó Yifei—. Y los pocos que hay no se pronuncian al respecto. En todos los organismos oficiales, incluida la Academia de las Ciencias, la gente sólo piensa en qué decir para complacer a su jefe. En lugar de información verdadera, corre mucha información falsa, del tipo: «China posee grandes recursos naturales». La tendencia general del país es buena (hacia una mayor libertad intelectual), pero aún muy limitada. O sea que, en último extremo, lo único que preocupa a la gente es qué puede conseguir para sí. Actualmente, la meta principal es la supervivencia personal.
En Ningbo pedí que me llevaran a ver una fábrica de palos de golf, y el incansable David Xu, con su radiante sonrisa, me concedió el deseo. Xu estuvo hablando por teléfono con el director de la empresa hasta el minuto mismo en que llegamos, garantizándole que yo era de verdad un escritor y que él, Xu, de verdad trabajaba en la oficina de asuntos exteriores. El año anterior, una empresa de la competencia había enviado a la fábrica espías que se habían hecho pasar por periodistas.
Los palos de golf modernos pueden parecer de ultra alta tecnología, pero su fabricación requiere un nivel irreducible de trabajo intensivo. La fábrica de Ningbo empleaba a unos quinientos trabajadores, en su mayoría procedentes del centro y el oeste de China. Vivían en el dormitorio de la fábrica, comían en el comedor de la fábrica y, según el joven director de ventas, Lawyrance Luo, en general no entendían mucho acerca de los objetos que fabricaban. Luo dijo que él mismo jugaba al golf sólo unas pocas veces al año, cuando la empresa necesitaba probar productos nuevos. La mayoría de los palos que producían se vendían en juegos, junto con la voluminosa bolsa, en grandes superficies minoristas de Estados Unidos. El hormigón desnudo y la básica iluminación de la fábrica podían tener un año de antigüedad o cincuenta. Lo mismo podía decirse de las máquinas ennegrecidas por la grasa, manejadas por hombres, que daban una forma ahusada a tubos de acero sin pulir y estampaban precisas estrías anilladas en el asta resultante. Eran mujeres quienes untaban de pegamento tiras de un compuesto de grafito que a continuación se enrollaban en torno a las astas y se adherían por medio de calor. Una máquina pesada estampaba acero laminado en las cabezas huecas de los palos; a ambos lados de otra máquina, dos hombres usaban pinzas para insertar y retirar las caras de los palos donde la máquina grababa ranuras horizontales. Después de la estampación, las cabezas de los palos se llevaban a una sala escasamente iluminada, llena de chirriantes máquinas enfriadas por agua y hombres musculosos con mascarillas; para mi tranquilidad, Luo me aseguró que esa agua se reciclaba y la ventilación era mucho mejor que antes; así y todo, la escena resultaba bastante infernal. En el piso de arriba, en una habitación con efluvios de pintura increíblemente intensos, unas chicas de aspecto duro, con mucho pelo y llamativas botas y medias inspeccionaban los acabados de las astas de los palos y limaban los pequeños defectos. Otros jóvenes pulían con chorros de arena las cabezas de los palos, ponían calcomanías a las astas, tintaban a mano los surcos de los logos e inyectaban cola en las cabezas para impedir que la arenilla residual hiciera ruido. En un abarrotado espacio de la planta baja donde se apilaba el producto acabado, bosques de relucientes cabezas de palo de golf se alzaban sobre montañas de vistosas bolsas y amplios juncales donde los tallos de los juncos eran las astas y los ensanchamientos superiores de los tallos, las empuñaduras acolchadas de los palos.
Como las reservas naturales chinas, esta fábrica se enfrentaba a toda clase de dificultades. Las nóminas, que en ese momento rondaban la media de doscientos dólares mensuales por trabajador, aumentaban cada año, y se habían promulgado nuevas leyes que, al menos en teoría, incrementaban el salario mínimo y exigían a las empresas ofrecer un seguro y una indemnización por despido a todos los empleados con contrato fijo. Como el gobierno central se proponía también desarrollar el interior del país, los empresarios de las ciudades costeras como Ningbo debían ofrecer cada vez mayores incentivos para atraer a los obreros de la zona y retenerlos. Entretanto, las deducciones tributarias por exportación eran ya menos generosas, el coste de las materias primas subía de mes en mes, la economía norteamericana flojeaba y su dólar estaba por los suelos; sin embargo, la fábrica no podía cargar el incremento de los costes a sus clientes, so riesgo de que los estadounidenses simplemente acudieran a otra fábrica.
—Nuestro margen de beneficios se ha reducido mucho —explicó Luo—. Es como cuando los fabricantes taiwaneses se trasladaron aquí hace diez años. Ahora hay cada vez más negocios que se marchan a Vietnam.
—Vietnam es muy pequeño —contraatacó David Xu con una sonrisa vehemente.
Ya en la puerta, cuando nos íbamos, nos encontramos una enorme bolsa de golf llena de palos envueltos en plástico.
—Éstos son los mejores que hacemos —me explicó Luo—. De la gama más alta. El director quiere ofrecérselos como regalo, por el interés que muestra en el golf.
Miré a Xu y a mi intérprete, la señorita Wang, pero ninguno pudo darme una clara señal de lo que debía hacer. Igual que en un sueño, vi cómo cargaban los palos en la trasera de la furgoneta. Vi que cerraban la portezuela. En este caso, debía de regir alguna norma conocida de ética periodística, ¿no?
—Bueno, no sé bien qué decir —respondí—. En cuanto a esto, no estoy muy seguro.
Acto seguido, Luo nos hacía un gesto de despedida y nosotros nos alejábamos en la calima de última hora de la mañana. Se había levantado un viento fuerte, cálido y cargado de humo, y el aire se había vuelto muy desagradable. Tal vez habría conseguido rechazar el regalo si hubiese conocido mejor las cuestiones de etiqueta empresarial en China. Aunque debo reconocer que, en el momento crítico, me sentí aún más paralizado por el sabroso apelativo «gama más alta» y por la idea de empuñar aquellos lustrosos y sugerentes palos de golf último modelo; el amplio recorrido por la factoría me había despertado el apetito por el producto acabado. Hasta ese instante, no se me ocurrió que entre Ningbo y Nueva York había una larga distancia que recorrer con semejante carga. Además, después de aceptar un regalo tan excelente, ¿no sería una descortesía escribir sobre los intensos efluvios de la pintura en el lugar de trabajo? ¿Y acaso no me desagradaba el golf?
—Estoy pensando que deberíamos regresar y devolver los palos —dije—. ¿Sería posible? ¿Se ofendería el director?
—Jonathan, tienes que quedártelos —aseguró Xu, aunque ni él mismo parecía muy convencido.
Le expliqué lo molesto que era viajar con exceso de equipaje, y la señorita Wang, que no era mucho más grande que la bolsa de palos, se ofreció a llevárselos a Shanghái y guardármelos hasta que cogiera el avión de regreso a Estados Unidos.
—Necesito perder peso —dijo ella.
—Serán un recuerdo de tu viaje —señaló Xu.
—Sin duda tiene que quedárselos —coincidió la señorita Wang.
Pensaba en mi viaje a Oregón de hacía un mes. Con ocasión de un cumpleaños señalado de mi hermano, por fin había ido con él a Bandon Dunes. En la tienda del club, había visto cestos llenos de frailecillos con expresión preocupada, y luego había jugado pésimamente y con creciente impaciencia, dieciocho magníficos hoyos mientras Bob conseguía meter la bola con putts cortos que parecían atravesar las fronteras de dos condados. Desde su casa, habíamos ido a Bandon en tren, con la línea del ferrocarril de Portland que llevaba al aeropuerto. Si uno quiere sentirse radiantemente blanco, varón y ocioso, no hay nada mejor que obligar a una multitud étnicamente diversa de trabajadores a esquivar tu bolsa de palos de golf en hora punta por la mañana.
Le dije a David Xu que deseaba regalarle mis nuevos palos.
—Pero ¡si nunca en mi vida he cruzado la verja de un campo de golf! —Protestó. Sin embargo, no le quedó más remedio que aceptarlos—. Me servirán para recordarte —dijo filosóficamente—. Añadirán color y gran interés a mi vida.
Entre los miles de posts recientes en la página web de la Sociedad Ornitológica de Jiangsu —con sede en Nanjing, capital de la provincia de Jiangsu, vecina de Shanghái—, hay un tema que se inició cuando un recién llegado al grupo, Xiaoxiaoge, colgó fotos de pájaros que había hecho en el zoo y lo reprendieron severamente. Xiaoxiaoge replicó:
No sabía de ninguna organización para la protección de los animales que expresara una opinión negativa sobre los zoológicos… ¿No son las llamadas «reservas de animales salvajes» sólo un sitio creado para «apresar» a los animales a fin de protegerlos?
Prosiguió:
¿No son los zoológicos los únicos lugares donde uno puede fotografiar a las aves con una cámara sencilla desde cerca? Si no, hay que gastar miles [en equipo fotográfico] para captar imágenes de aves, ¿y entonces no se convierte en una actividad de clase alta?… Esa gente queda cautivada por el placer de la belleza de las aves y no puede librarse de él; todos quedan cautivados por el placer de encontrar una nueva especie en algún sitio y no pueden librarse de él.
Si a los ornitólogos aficionados de verdad les preocuparan las aves, escribió Xiaoxiaoge, dedicarían menos energía a captar imágenes bonitas y más tiempo a defender la naturaleza de las amenazas humanas.
En respuesta a Xiaoxiaoge, un participante en la discusión señaló que el mejor ornitólogo de Nanjing había usado
unos prismáticos corrientes, de 200 yuanes, para observar pájaros, y se convirtió en un experto conocido a nivel nacional. Se empeñó en utilizar esos prismáticos durante cinco años, hasta que por fin los cambió por unos nuevos este año.
Otro participante aprovechó la ocasión para quejarse de la motivación crematística de los zoológicos chinos:
Ve a los zoológicos occidentales y te darás cuenta de que los animales en los zoos de verdad llevan una vida mucho mejor que en la naturaleza. Hace poco, hablé con gente que ha vuelto del extranjero o amigos extranjeros, y tengo la creciente sensación de que el gran fallo de nuestro país es que nunca hacemos nada como se debe. Todo es una especie de transacción, sólo una transacción centrada en el interés propio.
Y otro escribió acerca de su conflicto interior:
Personalmente, no me gustan los zoos ni que los humanos priven de libertad a los animales. En el fondo de mi alma deseo romper las jaulas, pero me falta valor. Destrozarlas constituye sin duda un delito.
La respuesta más larga, más paciente y más cuidadosamente razonada a las provocaciones de Xiaoxiaoge fue la de un participante que se llamaba a sí mismo «asromal3» (una referencia al fútbol italiano). Asromal3 reconocía que los zoológicos podían tener su utilidad, sobre todo para los novatos, si se administraban bien. Explicó la diferencia entre zoológicos y reservas: que lo que en esencia protege una reserva es un lugar. Contestó a Xiaoxiaoge que él, asromal3, había colgado personalmente muchas fotografías de «destrucción medioambiental, captura de aves y otros fenómenos dañinos», pero que ése no podía ser el único tema en que se centrara la web. En cuanto a las acusaciones de autocomplacencia formuladas por Xiaoxiaoge, asromal3 reconocía que no muchas personas se iniciaban en la ornitología o la fotografía de aves movidas por un impulso conservacionista, pero la mayoría de la gente que cultivaba ese hobby sí acababa promoviendo la protección de la naturaleza. Además,
si los observadores y fotógrafos de aves no pueden entregarse a los placeres de la belleza y la localización de nuevas especies —si no podemos suspirar de emoción ante la belleza de los pájaros—, ¿dónde encontraremos los motivos y la pasión para protegerlos?
Fue asromal3 quien, dos años antes, a los veinte, creó la Sociedad Ornitológica de Jiangsu. En inglés se hacía llamar Shrike, «alcaudón». Me reuní con él en Nanjing la mañana de un domingo, y mientras íbamos en taxi al Jardín Botánico, en la Montaña Morada, un sitio densamente arbolado dentro de los límites de la ciudad, por la radio del vehículo oímos por casualidad una noticia sobre una bandada de cisnes migratorios que la sociedad había observado en un lago al sur de Nanjing. Hacía dos años que Shrike venía suministrando noticias sobre aves a los medios locales. «Si se consigue que una emisora de radio o un periódico reproduzca una historia, todos los demás se interesan también», aseguró.
Shrike, alto, de pómulos marcados y aspecto muy juvenil, era un estudiante de Ingeniería Biomédica. Cuando dijo que conocía los detalles de todas las especies de aves de Nanjing, le creí. Aquel día gris y frío, en dos recorridos muy lentos por el Jardín Botánico —pasamos allí seis horas—, consiguió que en un parque urbano avistáramos treinta y cinco especies. (Encontramos también tres gatos salvajes cerca de un vertedero de basura, los únicos mamíferos que vi vagar libremente en mis semanas en China). Provisto de una cámara con trípode, como si fuera una pequeña cruz que cargaba al servicio de la naturaleza, Shrike me llevó de aquí para allá a través de los matorrales, hasta que conseguimos echar un buen vistazo a un charlatán canoro, una de las aves más carismáticas y apreciadas en China. El plumaje era de un marrón intenso, salvo por los disparatados anteojos blancos a los que debe su nombre en chino, hwamei (literalmente, «ceja pintada»). Escarbaba en la hojarasca como un toquí, de forma nerviosa, alerta a nuestra presencia. En otras partes de la Montaña Morada, explicó Shrike, la gente tendía redes para capturar estos ejemplares, pero la valla en torno al Jardín Botánico impedía el acceso a los cazadores furtivos.
Shrike se había criado en Nanjing, hijo único de un profesor de Ingeniería y una obrera de fábrica. Cuando tenía dieciséis años, compró unos prismáticos y se dijo: «Debería salir y observar a alguna criatura». Escribió: «Datos ecológicos» en la tapa de un cuaderno y se lo llevó al Jardín Botánico. El primer pájaro que observó fue un gran herrerillo (un vistoso pariente del carbonero). Al cabo de seis meses, tachó la palabra «ecológicos» y escribió «de aves». En 2005, a través de internet se puso en contacto con otro ornitólogo aficionado, un cadete de la academia de policía, y formó equipo con él para crear un foro que acabó convirtiéndose en la Sociedad Ornitológica de Jiangsu. En la actualidad, la sociedad cuenta con unos doscientos miembros, incluidos veinte a quienes Shrike describió como «muy activos», pero, a diferencia de su pariente cercana de Shanghái, no existe oficialmente. «La broma que circula entre nosotros es que somos una organización clandestina que ha sido descubierta en todas partes —explicó Shrike—. Ahora nos conoce cada vez más gente en la ciudad gracias a la cobertura en los medios. A veces, cuando salimos a observar aves, oímos decir a la gente que nos ve: “Mira, están observando aves”».
Aparte de la contaminación y la pérdida de hábitat, la generalizada captura ilegal con redes y veneno para utilizarlas como comida supone la mayor amenaza para las aves en China. En ciertas ciudades antiguas, incluida Nanjing, se venden comúnmente como mascotas o a los budistas, que las ponen en libertad durante los festejos, porque creen que soltar animales enjaulados da buen karma. (Una monja de un monasterio de las afueras de Nanjing me contó que los monjes no son muy selectivos respecto a la clase de animales que liberan; lo que cuenta es la cantidad). Según Shrike, las leyes contra la venta de aves no pueden aplicarse sin graves riesgos de «inestabilidad social», y por tanto él y su grupo intentaban educar a los compradores. «El mensaje en nuestras campañas es “Si quieres a los pájaros, no los atrapes: déjalos volar libremente por el cielo” —me contó—. También informamos a la gente acerca de todos los parásitos y virus que pueden transmitir. Intentamos persuadirlos, pero también los amenazamos».
Shrike accedió, no muy contento, a llevarme al mercado de las aves de Nanjing. Allí, en un laberinto de callejas al norte del río Qinhuai, vimos alondras recién capturadas en jaulas. Vimos a un niño amaestrar a una golondrina atada a un cordel acariciándole la cabeza. Vimos altas pilas de guano. Me inquietaron menos las jaulas de periquitos y lonchuras posiblemente criados en cautividad. Lo siguiente menos inquietante en la lista fueron las vistosas aves exóticas —fulvettas, verdines, yuhinas—, probablemente capturadas en algún asediado bosque meridional y trasladadas a Nanjing. No me gustó verlas allí, pero no parecían del todo reales, porque no las conocía en su hábitat natural; es como la diferencia entre ver en una película porno a una desconocida o a tu mejor amiga. Los cautivos más alarmantes eran los más conocidos: los picogordos, los tordos, los gorriones; en las jaulas se los veía más pequeños y en general más ajados y degradados que en el Jardín Botánico. Era tal como le había dicho Shrike a Xiaoxiaoge: lo que protegía una reserva natural era un lugar. Casi en igual medida que el animal estaba en el lugar, el lugar estaba en el animal.
Las dos aves silvestres más populares en Nanjing, ambas canoras, eran el anteojitos y el desdichado charlatán canoro. Las canoras recién capturadas se vendían por un dólar y medio el ejemplar, pero después de un año de adiestramiento y formación, podían alcanzar los trescientos dólares. Los anteojitos eran alojados en elegantes jaulas razonablemente amplias, donde era posible imaginar, o esperar, que vivieran la reclusión como una especie de arresto domiciliario. Pero la mayoría de los charlatanes que vi se criaban en lúgubres jaulas con laterales de madera recia, sin apenas espacio para que el animal se diera la vuelta. Tras la reja en la parte delantera, los charlatanes miraban con sus anteojos blancos, en silencio, mientras su valor económico crecía.
* * *
Lo primero que hizo David Xu con sus nuevos palos de golf fue prestármelos. Poníamos fin a otra larga jornada («Primero el trabajo, después el placer») con una visita al más antiguo de los dos campos de golf de Ningbo. Aunque la calidad del aire empeoraba por momentos, por fin estábamos en una parte bonita de la ciudad. De pronto las calles estaban menos concurridas, la agricultura parecía más opcional, los desechos de la construcción se hallaban discretamente escondidos en lugar de vertidos en las cunetas, y las vallas publicitarias prometían urbanizaciones con nombres como «Valle del Lago Toscana». China, en general, en su precipitada búsqueda de dinero, con fabulosos millonarios, una inmensa clase baja y una red de seguridad social desmantelada, con un gobierno central obsesionado por la seguridad y ducho en explotar el nacionalismo para acallar a sus detractores, con la regulación económica y medioambiental en manos de consorcios incestuosos formados por empresas y administraciones locales, ya venía antojándoseme el sitio más afín al Partido Republicano donde había puesto los pies. Y allí, enclavado entre un bosque montañoso rigurosamente protegido y la amplia superficie de agua dulce del Dong Qian Hu —literalmente, Lago del Dinero del Este—, de un azul resplandeciente, se hallaba el Club de Golf del Mundo Verde Delson de Ningbo.
El campo fue construido por un hombre de negocios jubilado que en 1995 se dedicó a viajar de ciudad en ciudad por toda China, buscando algo que hacer con su fortuna. En un avión con destino a Ningbo se le cayeron las gafas al suelo, y quien se las recogió resultó ser el alcalde de Ningbo. La ciudad había decidido recientemente que necesitaba un campo de golf, y a tal efecto estaba dispuesta a vender una porción de la reserva boscosa a un precio interesante.
La directora general del club, una atractiva mujer llamada Grace Peng, nos enseñó las instalaciones a bordo de un carrito eléctrico. Las calles, estrechas y verdes, estaban rodeadas de un césped semejante a la zoisia que en invierno se volvía casi blanco. Onduladas lomas amarillentas se alejaban en la calima como dunas en el desierto; los caddies, en su mayoría mujeres, llevaban paños blancos sujetos a la gorra y en torno al cuello, al estilo de T. E. Lawrence. Vimos tres grupos de jugadores en los primeros nueve hoyos y ninguno en los últimos nueve. «En China el golf es aún para ricos y hombres de negocios: es algo muy privado», explicó Peng. Un carnet de socio vitalicio cuesta sesenta mil dólares; por un millón más, se podría comprar una villa en una urbanización cercana de acceso privado. Según Peng, muchos de los doscientos cincuenta socios vitalicios, incluido el dueño de la fábrica que me había regalado los palos de golf, jugaban allí rara vez o nunca. Sin embargo, unos cuantos iban hasta cinco veces por semana y tenían hándicaps de un solo dígito. En el punto más elevado del campo, cerca de la reserva forestal, vimos a tres de los asiduos iniciar el recorrido de un hoyo largo e implacable. Cuando a uno de ellos se le torció el tiro por la ondulante calle y la bola fue a perderse entre la maleza, Peng exclamó: «¡Ja, ja! ¡No muy bueno!».
Tenía intención de llevar a David Xu a la zona de práctica de tiros del campo y darle una clase con sus nuevos palos, pero en cuanto Peng propuso que recorriera yo mismo unos cuantos hoyos, perdí todo interés en la pedagogía. Una caddie se dispuso a retirar los envoltorios de plástico de los palos mientras, en el mostrador de alquiler, un empleado revolvía entre el material en busca de unas zapatillas de golf de mi número. Peng señaló la nueva casa club que estaba construyéndose justo al lado de la existente, muy cómoda y de diez años de antigüedad. «Los ricos de Ningbo son muy jóvenes —explicó ella—. No es como en Estados Unidos, donde suelen ser mayores. En China las cosas cambian tan rápido que hay que construir deprisa. Hay que renovarse muy rápido para atraer gente nueva».
Xu, la señorita Wang y yo seguimos a la caddie hasta el décimo hoyo. Era una curva pronunciada con un par cinco que requería un temible primer tiro por encima del agua. Examiné los montículos vacíos semejantes a dunas y, más allá, el irregular contorno montañoso: una tenue silueta negra. El palo que me entregó la caddie era de color rojo caramelo, reluciente, ligero como el aire. Y eso, comprendí, era el golf como debía ser: un escenario exótico, palos recién estrenados de gama alta, y ni un alma en los últimos nueve hoyos salvo yo y un séquito compuesto por dos personas a quienes pagaba directamente y una tercera a la que pagaba el gobierno por tratarme bien. Xu, la señorita Wang y la caddie se mantuvieron a una distancia respetuosa. Percibí que deseaban que me luciera, y se adueñó de mí la responsabilidad de lucirme, de —por una vez en la vida— no excederme en el golpe. Permitir que el palo hiciera su trabajo. Mantener la cabeza gacha y concentrar la rotación en la cadera. Realicé un par de movimientos de práctica con el palo rojo virgen. A continuación, lancé con fuerza la bola hacia el centro de la lejana calle.
—¡Bueeena! —exclamó la caddie.
—Jonathan, ¡pero si eres buenísimo! —comentó Xu.
Como golfista, después de un buen drive solía dar ocho o nueve mazazos atroces, y estuve a punto de marrar mis dos siguientes tiros, con una madera del tres, en el Club de Golf del Mundo Verde Delson de Ningbo. Sin embargo, en el cuarto tiro la bola salió como un cohete y quedó a ochenta metros del green, y con el siguiente golpe la mandé justo hasta el banderín.
—¡Bueeena! —gritó la caddie.
Los hierros que me habían regalado parecían extraordinariamente equilibrados. Semejaban excelentes instrumentos quirúrgicos. Rematé el hoyo 11 con tres golpes cortos para hacer un doble bogey, pero no fue un doble bogey que me dejara una mala sensación. Lamentaba ya profundamente haberle regalado los palos a Xu. Mi tiro de salida en el hoyo 12, con par tres, se desvió a la derecha.
—Sliiice! —gritó la caddie, pero había mucha hierba con que apañármelas y salí del paso fácilmente con cuatro golpes. Ya fijaba la vista en el hoyo 13.
—Jonathan —dijo Xu con delicadeza—, creo que deberíamos irnos.
Lo miré afligido. Teníamos previsto cenar con su jefe, pero no podía creer que el mejor golf de mi vida acabara después de sólo tres hoyos. Le entregué el putter a Xu y le dije que lo probara, que probara el golf. Él colocó las manos tentativamente en la empuñadura y soltó una risita nerviosa. Dejé caer una bola a tres metros del banderín. Dio unos cuantos golpes alocados sin acertar y luego se acercó el palo a la cara y soltó otra risita. Le aconsejé que se colocara más cerca de la bola. Hizo otro intento, como si la bola fuera un pequeño animal y quisiera espantarlo pero no matarlo. La bola se movió unos centímetros. Tapándose la cara, se le escapó otra vez la risa. Luego, serenándose, empujó la bola con más fuerza. Rodó directamente al hoyo, golpeó el banderín y allí se quedó. Xu emitió un gritito y se dobló por la cintura, desternillándose de risa.
No hablamos mucho en el viaje de regreso al centro congestionado de Ningbo. Yo contemplaba sin mucho interés el prolongado precrepúsculo, los objetos a nivel del suelo ya en penumbra, el sol aún alto en el cielo, color albaricoque, que podía mirarse sin peligro. Con la construcción, el tráfico y el comercio extendiéndose en todas direcciones —en China todo el mundo seguía activo, no exactamente con optimismo, pero sí con admirable laboriosidad—, de nuevo me asaltó la sensación que experimenté durante mi primera noche en Shanghái. Pero lo que había querido describir entonces como «avanzado» en realidad era, decidí ahora, más bien algo tardío: la tristeza de la modernidad, el período de la prolongada e inquietante iluminación antes del anochecer.
* * *
El fabricante del frailecillo, Ji, se había criado en Subei, no muy lejos de la reserva natural de Yancheng. Sus padres se conocieron de adolescentes en Nanjing, justo antes de la Revolución Cultural. Como a tantos jóvenes urbanos de su generación, los enviaron al campo a conocer el valor del trabajo del campesinado. En Subei construyeron una choza con barro y paja, con unas rendijas a modo de ventanas. Ji nació en 1969 y lo criaron sus abuelos en Nanjing dos años, pero su madre lo echaba de menos y se lo llevó de nuevo a Subei. Todos los años, a principios de la primavera, después de sacrificar y comerse el cerdo, la familia pasaba tanta hambre que no podía hacer nada salvo permanecer en cama durante semanas seguidas, subsistiendo a base de arroz congee, en espera de la cosecha de trigo.
Cuando Ji cumplió los catorce, presentó una solicitud para una de las trescientas plazas en el instituto local y consiguió el puesto 302 de una lista de mil quinientos solicitantes. Sin embargo, tres alumnos por delante de él quedaron excluidos y, por tanto, consiguió entrar por muy poco. Al cabo de un año, logró lo mismo en un instituto mejor de Nanjing, y dos años después consiguió otro tanto en la Universidad de Chengdú. Allí, arrastrado por el movimiento de reforma estudiantil, se manifestó en las calles, protestó contra la corrupción, y por suerte —una vez más— no estaba en Pekín en julio de 1989, durante la matanza de Tiananmen. Como muchos otros estudiantes con talento de esos tiempos, desvió su atención de la política para concentrarse en los negocios y acabó trabajando en la división de juguetería de una empresa provincial de exportación-importación. En 2001, su mujer y él pidieron dinero a unos amigos, consiguieron una carta de crédito de Hallmark Cards y se establecieron por su cuenta. Ahora son dueños de cuatro fábricas y emplean a dos mil trabajadores. Entre sus clientes se cuentan Hallmark, Gund y Russ Berrie —la franja alta del mercado—, y Ji acaba de ser nombrado por su gobierno local Ciudadano Modélico en la categoría de Industria de Trabajo Intensivo.
«Soy muy afortunado», dijo Ji, que había accedido a enseñarme su sede central a condición de que no revelase su nombre. («¿Por qué iba a querer publicidad? —preguntó—. Siempre que quiero expandirme, me basta con mencionar que somos proveedores de Hallmark Cards»). El edificio se hallaba junto a un agradable río con el cauce revestido de hormigón y árboles en las orillas, en una zona industrial del este de China. Con andar alegre, Ji me paseó por la nave de producción que mantiene allí. En los últimos cuatro años, la mayor parte de su producción se ha trasladado al interior de China, a la provincia de Anhui, donde, explicó, los trabajadores aceptan salarios considerablemente inferiores para quedarse más cerca de sus familias. Aunque Ji sin duda se beneficia económicamente de los salarios menores y el menor índice de bajas, cree que la sociedad también: que los matrimonios se fortalecen y los niños están mejor atendidos cuando los padres viven cerca de su pueblo natal, y que para China acercar las fábricas a los trabajadores rurales es un modelo económico más sostenible que acercar los trabajadores rurales a las fábricas.
Me enseñó un robot diseñado por él mismo que corta piel sintética con láser. En el caso de un artículo pequeño como el frailecillo, el tejido se cortaba a mano. Los empleados del departamento de diseño me mostraron cómo cosían a máquina las piezas, con el dorso hacia fuera, cómo clavaban a través de la piel los vástagos de plástico puntiagudos de los ojos del animal y los fijaban mediante bridas, y cómo a continuación volvían del revés al animal y un tejido sin gracia quedaba convertido en un amigo peludo. Se rellenaba de pelusa de poliéster la cabeza a través del agujero de la base, que se cosía a mano, se guarnecían las costuras, se cepillaba el pelo y se aplicaba una etiqueta que rezaba Daphne’s. El proceso entero le llevaba alrededor de veinte minutos a un trabajador medio. Ji me enseñó tres frailecillos acabados, uno de ellos con el nombre de mi hermano bordado.
—Supongo que en China un panda tendría mucha acogida como funda de palo de golf —comenté, por decir algo.
—¿En China? —Ji se echó a reír y negó con la cabeza—. Los chinos preferirían un águila calva como funda de sus palos. O la cara de George Bush.
Desde el punto de vista de la culpabilidad progresista, sentí cierta decepción por no haber encontrado más horror industrial en mi búsqueda de los orígenes del frailecillo. Su vendedora norteamericana era una entusiasta de los animales y su fabricante chino un Ciudadano Modélico. Ni siquiera el aspecto de la contaminación era manifiestamente espantoso. Una semana antes, en Nanjing, al visitar dos fábricas propiedad de Nice Gain, un líder industrial en piel sintética (o, como se la conoce en el sector, «tejido de pelo»), descubrí ciertas ventajas de la fibra sintética respecto a la natural. La piel sintética de Nice Gain empieza en forma de grandes balas de fibra acrílica semejantes a las de algodón, importadas de Japón; luego la fibra se carda para separarla en hebras esponjosas y se introduce en telares de Jacquard computerizados que tejen el material en piezas de piel anchas y de tacto muy suave. La materia prima principal de la fibra acrílica es el petróleo —nada de sedientos algodonales, nada de pastoreo intensivo, y siempre es una manera mejor de usar el petróleo que quemarlo en un todoterreno— y el proceso de teñido es mucho más limpio con los tejidos acrílicos que con la lana o el algodón, que están contaminados por diversas proteínas. «Si el tinte que sale está sucio, no podemos exportar el producto; significa que el tinte no ha impregnado bien el tejido», me explicó el director de Nice Gain, Tong Zheng. Como Zheng, al igual que Ji, ocupaba un puesto en la franja alta del mercado y podía permitirse llevar a cabo un proceso limpio, compraba sus fibras naturales precoloreadas sin preguntar nada a sus proveedores sobre el teñido. («Lo que sí sé —dijo— es que, si te atienes a la normativa, te conviertes en el elemento menos competitivo del mercado. Siendo buen ciudadano, enseguida te quedas fuera del negocio»). La piel de mi frailecillo era totalmente acrílica, y si la planta de fibra acrílica de Japón se parecía mínimamente a la planta de fibra acrílica que había visto controlada por adolescentes en Cixi, tampoco allí había grandes horrores medioambientales que descubrir. A todas luces, el frailecillo era un artículo de lujo en mayor medida de lo que yo creía.
Pregunté a Ji qué pensaba él, personalmente, de los animales, dado que su negocio consistía en producir imágenes de juguete de ellos. Entonces decidió contarme una historia sobre uno de los cerdos que tenía su familia cuando era niño. Según dijo, dicho cerdo había desarrollado la habilidad de cavar hoyos en el barro y la paja de su pocilga y escapar. Al final, el padre de Ji, furioso, le había traspasado el morro con tres o cuatro anillas de hierro, y el cerdo nunca había vuelto a escapar. «Ahora es una broma que les hago a mis hijos —dijo Ji—. Más te vale no llevar un aro en la nariz o el ombligo porque me recordarás a mi cerdo».
Los aros en la nariz son motivo de preocupación porque sus hijos estudian en Estados Unidos. Ji y su mujer siempre habían deseado educarlos, como dijeron, en un «ambiente occidental», pero el último empujón al nuevo hemisferio se produjo hace dos años, poco después de que Ji fuera nombrado Ciudadano Modélico. Debido a la política demográfica china, lo que realmente no puede hacer un Ciudadano Modélico es tener más de un hijo. Ji ya tenía uno de un matrimonio anterior, y su mujer, una hija, también de un matrimonio anterior. Ahora esperaban su primer hijo como pareja, el segundo de Ji. Una noche, cuando su mujer estaba embarazada de seis meses, ambos decidieron que ella fuera a Canadá a tener el niño. Este nació en Vancouver tres meses después y Ji pudo seguir siendo Ciudadano Modélico.
Existen dos teorías enfrentadas sobre la conexión entre el crecimiento económico y la protección medioambiental en los países en desarrollo. Una, que resulta muy conveniente para los intereses comerciales, sostiene que las sociedades en general empiezan a preocuparse por el medio ambiente sólo cuando se les permite llegar, a fuerza de contaminar, a los niveles de riqueza, ocio y derechos propios de la clase media. La otra señala que la madurez en el desarrollo no ha impedido a las sociedades occidentales seguir consumiendo recursos en exceso y vertiendo sus desechos en la naturaleza; los defensores de esta teoría, por lo general personas tendentes a la preocupación apocalíptica, se mesan los cabellos ante la idea de que China, India e Indonesia sigan el modelo occidental.
Los defensores de la teoría «primero el crecimiento, después el medio ambiente» pueden ver como algo alentador que en China, poco después de la eclosión del PIB, no tardaran en aparecer los amantes de la naturaleza al estilo occidental. El problema, no obstante, es que el país tiene muy poca tierra buena y cambia muy deprisa. Tal vez una nueva generación aprenda a conservar, pero no a la velocidad con que está desapareciendo el hábitat. La clase media cada vez más móvil está ahogando los parques nacionales. En Estados Unidos, todavía es posible llevar autocares de colegiales a un centro natural y que los niños pasen un día o una semana viendo los animales. En Shanghái, cuya población pronto alcanzará los veinte millones, sólo existe una reserva natural accesible, Chongming Dongtan, en una isla aluvial del Yangtsé. La reserva está bien gestionada, pero sufre la excesiva explotación de la pesca y la contaminación que llega río abajo. Rodean su tercio septentrional plantaciones de arroz silvestre invasivo y hostil a las aves (cuenta la leyenda local que dicho arroz se introdujo a instancias del primer ministro Zhou Enlai, que pidió a sus expertos que encontraran una planta capaz de aumentar el territorio de China), y en el límite occidental está construyéndose un enorme parque marismeño que contendrá una «zona de chalets de vacaciones» y «golf marismeño». A principios de 2010, un sistema de puentes y túneles comunicará la isla con el centro de Shanghái. Será posible llevar en autobús a todos los niños de la ciudad a Chongming Dongtan para pasar un día en la naturaleza, pero los autobuses formarán una caravana a través del Yangtsé.
En China, los esfuerzos para la conservación con buenos resultados tienden hoy en día a soslayar la población y apelar directamente al propio interés gubernamental. En Shanghái, Yifei Zhang, el periodista convertido en miembro de WWF, está intentando que el gobierno municipal considere su población máxima sostenible y sus futuros recursos de agua potable. En la actualidad, la ciudad planifica depender del estuario del Yangtsé, pero la subida del nivel del mar amenaza con aumentar demasiado la salinidad del agua para su consumo, y Yifei presiona al ayuntamiento a fin de que desarrolle un suministro alternativo mediante la limpieza del afluente Huangpu y la recuperación de su cuenca, lo que, como beneficio marginal, crearía un nuevo hábitat para la fauna. «Nunca desesperamos, porque no tenemos grandes expectativas», explicó Yifei. Río arriba, donde cientos de lagos se han separado permanentemente del Yangtsé, en 2002, WWF se propuso convencer al gobierno provincial de Hubei para que volviera a comunicar sólo uno de esos lagos. «Nadie creía que fuera posible —aseguró Yifei—. Sólo era un sueño, un castillo en el aire. Pero creamos una zona de demostración, y al cabo de dos o tres años conseguimos que el gobierno local abriera las compuertas en ciertos momentos del año, para permitir el acceso al lago de los peces pequeños. ¡Y dio resultado! Entonces entregamos pequeñas sumas de dinero a los gobiernos locales para poner en marcha programas piloto. Empezamos con el objetivo de un lago. Actualmente han vuelto a comunicarse diecisiete».
En Pekín, conocí a un activista de base excepcionalmente eficaz, llamado Hai-xiang Zhou. Llevaba veinte años cultivando en serio su afición a la fotografía de aves —se consideraba un pionero en el país— y había accedido al activismo recientemente. En otoño de 2005, se enteró de que se había declarado un brote de gripe aviar cerca de su pueblo natal, en la provincia de Liaoning, propagada por las aves silvestres. Temiéndose una innecesaria matanza, Zhou pidió una excedencia en su trabajo y viajó a Liaoning, donde descubrió que las aves acuáticas y las grullas migratorias estaban muriendo por causas más corrientes: la caza, el envenenamiento, el hambre.
Zhou llevaba unas gafas tan grandes que casi le cubrían media cara. «Si una ONG quiere hacer algo aquí, tiene que ser en cooperación con el gobierno —me explicó—. Los ornitólogos y ecologistas pueden investigar, pero para conseguir que se haga algo de verdad hay que tener una motivación clara. A nivel local, la gente siempre quiere más desarrollo, mientras que el gobierno estatal persigue oficialmente el desarrollo sostenible y la protección medioambiental. Como los recursos son muy limitados, los funcionarios agradecen que los ayudes a demostrar que realmente están haciendo lo que deben. Cuando un proyecto medioambiental se realiza bien, los líderes locales reciben mucho feedback positivo y adquieren prestigio».
En un ordenador portátil, me enseñó fotografías de dignatarios sonrientes en lo alto de una plataforma de observación de la fauna, construida en su pueblo natal. Zhou trabaja ahora en un nuevo proyecto en la reserva natural del monte Laotie, en la península de Liaodong. Cada otoño, toda la población migratoria de aves del nordeste de China pasa por la península de camino al sur, y allí, en territorio público, los cazadores furtivos locales colocan miles de redes para capturarlas y matarlas. Las más valoradas son las grandes especies de rapaces, muchas de ellas amenazadas o en peligro de extinción. Algunas se consumen como comida a nivel local, explicó Zhou, pero en su mayoría se envían a las provincias meridionales, donde se las considera una exquisitez. Zhou y su hija, una voluntaria en la reserva, reúnen datos que presentar al gobierno central a fin de que pueda coordinar la política local. Sus fotografías mostraban a los guardabosques persiguiendo a los cazadores furtivos a plena luz del día, y de noche a la luz de los faros de sus vehículos. Mostraban árboles derribados por los furtivos para impedir el paso de las furgonetas de los guardabosques. Mostraban motocicletas confiscadas. Una sala abarrotada de redes enrolladas de todos los colores, capturadas por los guardabosques en una sola mañana. Jaulas de pájaros pequeños colocadas como cebo para capturar a otros mayores. Troncos de árboles amarrados verticalmente a las copas de otros árboles para elevar las redes a la altura del vuelo del águila. Trampas para águilas más pequeñas colgadas de ramas altas y lastradas con troncos. Redes del tamaño de una casa salpicadas de palomas, águilas de cola blanca y halcones sacre presas del pánico. Pájaros todavía vivos con fracturas abiertas en las alas, donde asomaban los huesos en ángulos horripilantes. Una bolsa de malla para ropa sucia llena de halcones y lechuzas, muchos muertos, otros muchos no, todos apelotonados como ropa interior sucia. Un cazador furtivo esposado, con una camisa bonita y unas zapatillas nuevas, el rostro pixelado. La cara sudorosa de un guardabosques mientras extraía un halcón de una red. Una pila de cuarenta y siete halcones y águilas muertos, todos decapitados por los cazadores para que no picaran, confiscados en una sola mañana. Y una pila menor de cabezas ensangrentadas, encontradas esa misma mañana esparcidas por el suelo.
«La gente que hace estas cosas no es pobre —explicó Zhou—. No lo hace para subsistir, sino por costumbre. Mi objetivo es educarla e intentar modificar esa costumbre. Quiero enseñarles que las aves son su riqueza natural, y promover el ecoturismo como medio de vida alternativo».
En su mayoría, las aves migratorias que consiguen superar ilesas el monte Laotie vuelan rumbo al Sudeste Asiático: una región camino de convertirse en un inmenso barrizal a causa de talas intensivas y minería a cielo abierto, ya que la propia China padece una irremediable escasez de los recursos naturales con que abastecer a las empresas que nos abastecen a nosotros. Quizá los chinos sean los más afectados por su propia contaminación, pero el trauma para la biodiversidad se reexporta a todo el mundo. Y parece que es mucho pedirle al pueblo chino que, mientras trabaja para salvaguardar el monte Laotie y conseguir aire respirable y agua potable y desarrollo sostenible, tenga que permanecer atento a la devastación en el Sudeste Asiático, Siberia, África Central y la cuenca amazónica. Ya es bastante meritorio que existan siquiera personas como Shrike, Hai-xiang Zhou y Yifei Zhang.
«Ver que se destruye algo y no poder hacer nada es triste», me dijo Shrike. Estábamos junto a un río muy contaminado en las afueras de Nanjing, observando un paisaje de fábricas nuevas en lo que había sido un humedal dos años antes. Pero quedaba una zona pequeña aún sin urbanizar y Shrike quiso que la viera.