Uno de los aspectos más irritantes de la tecnología moderna es que, cuando un nuevo avance ha empeorado mi vida palpablemente y sigue buscando maneras de enturbiármela, se me permite quejarme no más de uno o dos años antes de que los vendedores de modernidad empiecen a decirme: Supéralo ya, abuelo, así es ahora la vida.
No me opongo a los avances tecnológicos. El buzón de voz digitalizado y el identificador de llamadas, que juntos pusieron fin a la tiranía del timbre del teléfono, se me antojan grandes inventos de finales del siglo XX. Y desde luego adoro mi BlackBerry, que me permite atender extensos y no deseados mensajes de correo electrónico respondiendo con unas pocas líneas telegráficas y apresuradas, ante las cuales, además, el receptor se siente obligado a estar agradecido, porque las he escrito con los pulgares. Y mis auriculares con aislamiento acústico, que emiten frecuencias de ruido blanco que ahogan incluso los sonidos más rotundos del woofer del televisor de un vecino. Y el maravilloso mundo de la tecnología del DVD y las pantallas de alta definición, que me han ahorrado la visita a tantas plateas de cine pegajosas, tantos cuchicheos descorteses del público en las salas, tantos crujidos de quienes mastican palomitas de maíz con la boca abierta.
La intimidad, para mí, no consiste en mantener mi vida oculta a los demás, sino en ahorrarme la intrusión de las vidas privadas de los otros. Por tanto, aunque mis aparatos preferidos potencian de manera activa la intimidad, veo con buenos ojos casi cualquier avance si no me obliga a interactuar con él. Si decides destinar una hora diaria a introducir ajustes en tu perfil de Facebook, o si crees que no hay ninguna diferencia entre leer a Jane Austen en un Kindle y leerla en una hoja impresa, o si piensas que Grand Theft Auto IV es el mayor Gesamtkunstwerk desde Wagner, me alegro mucho por ti, siempre y cuando te lo guardes para ti. Los avances que sí me suponen un problema son las ofensas que siguen siendo ofensivas, las heridas de antaño que continúan causando dolor. Por ejemplo, el canal de televisión de los aeropuertos: al parecer, lo ve activamente alrededor de un viajero de cada diez (a menos que den un partido de fútbol) y produce una molestia activa para los otros nueve. Año tras año, aeropuerto tras aeropuerto, una disminución en la calidad de vida del viajero, pequeña pero en apariencia permanente. Y he aquí otro ejemplo: la obsolescencia planificada de excelentes programas informáticos y su sustitución por programas malos. Aún me cuesta aceptar que el mejor procesador de textos que se haya desarrollado, WordPerfect 5.0 para DOS, no pueda utilizarse en ningún ordenador comprado hoy. Sí, ya, en teoría aún puede usarse en la pequeña ventana de Windows en que se emula DOS, pero el tamaño del emulador es tan minúsculo y su nivel gráfico tan rudimentario que el emulador parece un insulto intencionado por parte de Microsoft contra aquellos que preferiríamos no utilizar un leviatán plagado de funcionalidades. WordPerfect 5.0 era irremediablemente primitivo para la autoedición, pero insuperable para escritores que sólo querían escribir. Elegante, libre de virus y casi sin ocupar espacio, se vio expulsado de la existencia por Word, programa obeso, intrusivo, monopolista, con tendencia a colgarse. Si no me hubiese dedicado a coleccionar viejos ordenadores desechados en el armario de mi despacho, a estas alturas no podría usar WordPerfect. ¡Y ya sólo me queda un último ordenador de reserva! Sin embargo, la gente tiene la desfachatez de irritarse conmigo si no le envío los textos en un formato inteligible para el todopoderoso Word. Ahora vivimos en un mundo Word, abuelo. Ya es hora de tomarse la pastilla para superarlo.
Pero éstas son simples molestias. El avance tecnológico que ha causado un daño duradero de verdadera trascendencia social —el avance del que si uno se queja hoy en día públicamente, pese al daño continuado que ocasiona, corre el riesgo de quedar en ridículo— es el teléfono móvil.
Hace sólo diez años, en Nueva York (donde vivo) todavía abundaban los espacios públicos mantenidos colectivamente, en los que los ciudadanos demostraban respeto por su comunidad no imponiéndole sus banales vidas de alcoba. Hace una década, el mundo no había sido aún plenamente conquistado por la cháchara. Todavía era posible ver el uso de los Nokias como una ostentación o una afectación de gente acaudalada. O, para ser más generosos, como una dolencia o una incapacidad o una muleta. Al fin y al cabo, en los noventa se producía en Nueva York una transición sin fisuras de la cultura de la nicotina a la del móvil. Un día el bulto en el bolsillo de la camisa era el paquete de Marlboro; al día siguiente, un Motorola. Un día la chica guapa vulnerablemente desprovista de compañía ocupaba sus manos, su boca y su atención con un cigarrillo; al día siguiente las ocupaba en una importantísima conversación con una persona que no eras tú. Un día una muchedumbre se congregaba en torno al primer niño del patio del colegio con un paquete de Kool; al día siguiente, alrededor del primer niño con una pantalla en color. Un día los viajeros accionaban encendedores en cuanto salían del avión; al día siguiente pulsaban una tecla de marcado rápido. El hábito de un paquete diario pasó a convertirse en facturas de cien dólares abonadas a los operadores de telefonía. La contaminación en forma de humo dio paso a la contaminación sónica. Aunque el elemento irritante cambió de la noche a la mañana, persistió inquietantemente el sufrimiento de una mayoría con autocontrol a manos de una minoría compulsiva en restaurantes, aeropuertos y otros espacios públicos. Hacia 1998, no mucho después de dejar el tabaco, me sentaba en el metro y observaba a los viajeros abrir y cerrar nerviosamente los móviles, o mordisquear la antena semejante a un pezón que tenían todos los teléfonos, o simplemente aferrarse en silencio a sus aparatos como a la mano materna, y sentía por ellos algo cercano a la lástima. Todavía consideraba una pregunta abierta hasta dónde llegaría esa tendencia: si Nueva York realmente quería convertirse en una ciudad de adictos al teléfono moviéndose como sonámbulos por las aceras en medio de pequeñas nubes aislantes de vida privada, o si la idea de una identidad pública más contenida se impondría de algún modo.
Huelga decir que no hubo la más mínima oposición. El móvil no ha sido uno de esos avances modernos, como el Ritalin o los paraguas de gran tamaño, respecto a los cuales persisten alentadoramente importantes focos de resistencia. Su triunfo fue rápido y total. Su excesivo consumo se lamentó y censuró airadamente en artículos, columnas y cartas a diversos periódicos, y luego se lamentó y censuró más mordazmente cuando su excesivo consumo pareció agravarse, pero la cosa no pasó de ahí. Se tomó nota de las quejas, se introdujeron algunos ajustes simbólicos (el «vagón de silencio» en los trenes Amtrak; pequeños y discretos carteles con conmovedoras súplicas de contención en restaurantes y gimnasios), y la tecnología del móvil quedó libre para seguir causando sus daños sin temor a mayores críticas, porque mayores críticas no aportarían nada nuevo ni serían modernas, abuelo.
Sin embargo, que estemos familiarizados con el problema no significa que ya no salga humo de las orejas de los conductores obstaculizados por un individuo que, al volante de su coche, charla por teléfono en el carril de adelantamiento, manteniéndose exactamente a la altura de un vehículo que circula por el carril de la derecha. Sin embargo, todo en nuestra cultura comercial nos dice que el conductor charlatán tiene razón y nos señala a los demás como equivocados, pues no sabemos valorar la campaña de libertad y movilidad y minutos ilimitados a un precio interesante. La cultura comercial nos dice que si nos molesta el conductor charlatán debe de ser porque no estamos pasándolo tan bien como él. Además, ¿qué problema tenemos? ¿Por qué no podemos animarnos y sacar nuestros propios móviles, con nuestros propios planes de Amigos y Familia, y empezar a divertirnos un poco también ahí, en el carril de adelantamiento?
Las personas socialmente retrasadas no empiezan a actuar de manera más adulta cuando la presión del grupo obliga a los críticos sociales a guardar silencio. Sólo se vuelven más groseras. Una epidemia nacional que cada vez resulta más grave es la del cliente que permanece absorto atendiendo una llamada mientras lleva a cabo una transacción con la cajera de una tienda. En mi barrio de Manhattan, la combinación típica es una mujer blanca, recién licenciada en alguna universidad cara, y una mujer negra o hispana residente en la ciudad, más o menos de la misma edad pero con menos ventajas. Por supuesto, esperar que la cajera interactúe con nosotros o sepa valorar con qué escrupulosa determinación interactuamos con ella responde a una actitud de vanidad progresista. Dado lo monótono y mal pagado de ese trabajo, se le permite tratarnos con aburrimiento e indiferencia; en el peor de los casos, es una actitud poco profesional por su parte. Pero eso no nos libera de nuestra obligación moral de reconocer su existencia como persona. Y si bien es cierto que a algunas cajeras no parece importarles que las traten como si no existieran, un amplio porcentaje sí se irrita o enfurece o entristece visiblemente cuando un cliente es incapaz de apartarse del teléfono siquiera durante dos segundos de interacción directa. De más está decir que la propia infractora, como el conductor charlatán de la autovía, es dichosamente ajena al hecho de estar incordiando a alguien. Sé por experiencia que, cuanto más larga sea la cola que se forma tras ella, tanto más probable es que pague su compra de 1, 98 dólares con una tarjeta de crédito. Y no de las que llevan microchip y sólo hay que introducir el pin, no, sino de esas en que hay que esperar el resguardo impreso. Entonces (y sólo entonces), con la torpeza de un zombi, se pasa el teléfono móvil al otro oído y, sosteniéndolo incómodamente entre la oreja y el hombro, firma el resguardo mientras sigue manifestando dudas acerca de si tiene ganas de verse de nuevo esta noche con ese tal Zachary de Morgan Stanley en la vinoteca Etats Unis.
Sin duda, hay una consecuencia social positiva de ese comportamiento que va de mal en peor. La idea abstracta de espacios públicos civilizados, como recursos escasos dignos de defenderse, puede que casi haya desaparecido, pero aún queda consuelo en las microcomunidades momentáneas formadas in situ por compañeros de desdichas, víctimas del mal comportamiento de terceros. Al mirar por la ventanilla del coche y ver el humo que sale de las orejas de otro conductor, o cruzar una mirada con una cajera molesta y cabecear junto con ella, no te sientes tan solo. Por eso, de todas las crecientes variedades de mal comportamiento con el móvil, la que más me irrita es la que da la impresión, porque en apariencia carece de víctimas, de no irritar a nadie. Me refiero a la costumbre, infrecuente hace diez años y ahora ubicua, de concluir una conversación por el teléfono móvil bramando «¡Te quiero!». O incluso de forma más opresiva y chirriante: «¡Te quiero mucho!». Me entran ganas de irme a vivir a China, donde no entiendo el idioma.
El elemento telefónico de mi irritación es muy sencillo. Simplemente no quiero, mientras compro calcetines en Gap o estoy en una cola para adquirir entradas, absorto en mis pensamientos, o intento leer una novela en una sala de embarque, que me arrastren al mundo pegajoso de la vida doméstica del ser humano que en ese momento se encuentra cerca de mí. La esencia misma del horror del móvil, como fenómeno social —la mala noticia que sigue siendo tal—, es que permite e incita a imponer lo personal e individual a lo público y comunitario. Y no existe declaración de mayor calibre que «Te quiero mucho», nada peor que un individuo pueda imponer a un espacio público comunitario. Incluso «Jódete, capullo» es menos invasivo, ya que es la clase de expresión que la gente airada suele proferir en público, y por eso mismo puede ir dirigida a un desconocido.
Mi amiga Elisabeth me asegura que la nueva epidemia nacional de «te quieros» es buena cosa: una reacción saludable contra la dinámica familiar de represión propia de nuestra infancia protestante de hace unas décadas. ¿Qué podría haber de malo, pregunta Elisabeth, en decirle a tu madre que la quieres? ¿O en oírle decir que te quiere? ¿Y si uno de los dos muere antes de que habléis otra vez? ¿No está bien poder decirnos ahora esas cosas libremente?
En este punto debo admitir la posibilidad de que, en comparación con las demás personas de la sala de embarque del aeropuerto, yo sea alguien en extremo frío y poco afectuoso, la posibilidad de que la repentina y abrumadora sensación de querer a alguien (un amigo, un cónyuge, un padre, un hermano), que para mí es tan importante y destacada que me esfuerzo en no quemar la expresión que mejor la transmite, sea para otros tan común, rutinaria y fácil de conseguir que pueda volver a experimentarse y expresarse muchas veces en un solo día sin pérdida de fuerza.
Sin embargo, también es posible que una repetición habitual y demasiado frecuente vacíe de significado una expresión. Joni Mitchell, en el último verso de Both Sides Now, hizo referencia al solemne asombro de decir te quiero «en voz alta»: de dar a luz oralmente esa intensidad de sentimiento. Stevie Wonder, en una letra escrita diecisiete años después, cuenta que telefonea a alguien una tarde normal y corriente sólo para decirle «Te quiero» y, como se trata de Stevie Wonder (quien debe de ser realmente una persona más afectuosa que yo), casi consigue hacerme creer en su sinceridad; al menos hasta el último verso del estribillo, donde considera necesario añadir: «Y lo digo desde el fondo de mi corazón». Que alguien afirme su sinceridad es más o menos prueba de insinceridad.
Por tanto, cuando estoy comprando esos calcetines en Gap y la mamá situada detrás de mí en la cola exclama «¡Te quiero!» por su móvil, no puedo por menos de sentir que alguien está actuando, sobreactuando, actuando en público, imponiendo algo con insolencia. Sí, se expresan en voz alta y en público muchos asuntos domésticos que en realidad no van dirigidos al consumo público; sí, la gente se deja llevar. Pero la frase «Te quiero» es demasiado importante y posee una carga de significado demasiado grande, y su uso como forma de despedida es tan afectado que me lleva a pensar que me obligan a oírlo sin querer. Si la declaración de amor de la madre hubiera tenido un peso emocional íntimo y sincero, ¿no habría por lo menos intentado que no se oyera públicamente? Si de verdad hubiera querido decir lo que había dicho, desde el fondo de su corazón, ¿no lo habría dicho en voz baja? En calidad de desconocido, al oírla tengo la sensación de que se me ha hecho partícipe de una reafirmación agresiva de un supuesto derecho. Como mínimo, la persona parece decirnos, a mí y a cualquier otro presente: «Para mí, mis emociones y mi familia son más importantes que el hecho de que os sintáis socialmente incómodos». Y por otra parte, con no poca frecuencia, sospecho esta otra intención: «Quiero que todos sepáis que yo, a diferencia de mucha gente, incluido el cabrón de mi padre, hombre frío donde los haya, soy una persona que siempre les dice a sus seres queridos que los quiere».
¿O acaso en mi irritación, que, lo reconozco, suena ya a demencia, sencillamente todo esto sea una proyección?
El teléfono móvil alcanzó la mayoría de edad el 11 de septiembre de 2001. Ese día quedó grabada en nuestra conciencia colectiva la imagen de los móviles como canales de intimidad para los desesperados. En todos los «Te quiero» pronunciados demasiado alto que oigo en la actualidad, así como en la más generalizada orgía nacional de conectividad —el imperativo de que padres e hijos mantengan contacto telefónico una o dos o cinco o diez veces al día—, es difícil no oír el eco de aquellos «Te quiero» terribles y totalmente apropiados pronunciados en las dos torres y los cuatro aviones condenados al desastre. Y es justamente ese eco, el hecho de que lo sea, su sentimentalismo, lo que tanto me irrita.
En mi caso, la experiencia del 11-S fue anómala porque en ella no estuvo presente la televisión. A las nueve de la mañana recibí una llamada de mi editor, que desde la ventana de su despacho acababa de ver estrellarse el segundo avión contra las torres. Me precipité hacia el televisor más cercano, en la sala de reuniones de la agencia inmobiliaria que hay en la planta baja de mi edificio, y con un grupo de empleados de la oficina vi cómo se desplomaba una torre, seguida de la otra. Pero luego vino a casa mi novia y pasamos el resto del día escuchando la radio, consultando internet, tranquilizando a nuestras familias, y viendo desde la azotea y desde el centro de Lexington Avenue (llena de peatones que subían en tropel hacia la parte alta de la ciudad) cómo se dispersaba el polvo y el humo en la parte baja de Manhattan hasta formar un palio nauseabundo. Por la noche, fuimos a pie hasta la calle Cuarenta y dos, donde nos reunimos con un amigo de fuera de la ciudad, y no muy lejos, en el lado oeste, encontramos un restaurante que resultó que servía cenas. Todas las mesas estaban ocupadas por gente que bebía copiosamente; se respiraba un ambiente bélico. Cuando salíamos, lancé otro vistazo a un televisor, que ahora mostraba el rostro de George W. Bush. «Parece un ratón asustado», comentó alguien. Sentados en el tren de la línea 6 en Grand Central, esperando a que arrancara, oímos a un viajero neoyorquino de cercanías quejarse airadamente a un revisor de que no hubiera servicio de lanzadera al Bronx.
Al cabo de tres noches, desde las once hasta las tres de la madrugada, permanecí en una sala gélida de ABC News desde donde veía a mi conciudadano David Halberstam y hablaba por videotelefonía con Maya Angelou y otro par de escritores de fuera de la ciudad mientras esperábamos para ofrecer a Ted Koppel una visión literaria de los atentados. La espera no fue corta. Las imágenes de los impactos y los posteriores derrumbamientos e incendios volvieron a mostrarse una y otra vez, intercaladas con largos fragmentos sobre la factura emocional en el ciudadano de a pie y sus impresionables hijos. De vez en cuando, uno o dos de nosotros, los escritores, disponíamos de sesenta segundos para decir algo propio de un escritor antes de que de nuevo se ofrecieran imágenes e información de la carnicería y entrevistas desgarradoras con amigos y familiares de los muertos y desaparecidos. En tres horas y media hablé cuatro veces. En la segunda me pidieron que confirmara la opinión generalizada de que los atentados del martes habían cambiado drásticamente la personalidad neoyorquina. Acordándome del airado viajero de cercanías, no pude confirmarla. Hablé de las personas que había visto en las tiendas de mi barrio el miércoles por la tarde, comprando ropa de otoño. Ted Koppel, en su respuesta, dejó claro que yo había fracasado en la tarea para la que había estado esperando media noche. Con expresión ceñuda, afirmó que su impresión era muy distinta: que los atentados en efecto habían cambiado drásticamente la personalidad de Nueva York.
Como es natural, di por supuesto que yo decía la verdad y que Koppel simplemente retransmitía una creencia popular. Pero él había estado viendo la televisión y yo no. Como yo no tenía televisor, no entendí que lo que más daño estaba causándole al país no era el agente patógeno, sino la exagerada respuesta masiva del sistema inmune a él. Mentalmente estaba comparando el número de muertes de ese martes con otros recuentos de muertes violentas —tres mil estadounidenses fallecidos en accidentes de tráfico en los treinta días anteriores al 11-S—, porque, al no ver las imágenes, pensé que las cifras eran importantes. Estaba dedicando energía a imaginar, o a resistirme a imaginar, el horror de ir sentado en un asiento de ventanilla mientras tu avión sobrevuela a escasa altura la autopista del West Side, o de quedar atrapado en la planta 95 y oír a tus pies los crujidos y estampidos de la estructura de acero, mientras el resto del país experimenta un verdadero trauma en tiempo real al ver sin cesar las mismas imágenes. Y por tanto, no tenía necesidad —por un tiempo ni siquiera fui consciente de ello— de la sesión de terapia de grupo nacional televisada, una tecnomaratón de abrazos que se desarrolló en los siguientes días, semanas y meses en respuesta al trauma de la exposición a las imágenes televisadas.
Lo que sí veía era la repentina, misteriosa y catastrófica sentimentalización del discurso público estadounidense. E igual que me resulta imposible no culpar a la tecnología del móvil de que la gente vierta afecto paternal o filial en sus teléfonos y groserías en los oídos de cualquier desconocido que ande cerca, también me es imposible no culpar a la tecnología de los medios de comunicación de elevar lo personal al primer plano nacional. A diferencia de, pongamos, lo ocurrido en 1941, cuando Estados Unidos respondió a un ataque atroz con determinación, disciplina y sacrificio colectivos, en 2001 teníamos imágenes increíbles. Teníamos grabaciones de aficionados que podíamos descomponer fotograma a fotograma. Teníamos pantallas para llevar la violencia descarnadamente a cada dormitorio del país, buzones de voz para registrar las desesperadas últimas llamadas de los condenados al desastre, técnicas psicológicas punteras para explicar y sanar nuestro trauma. Pero en cuanto al significado real de los atentados y lo que podía ser una respuesta sensata a ellos, las opiniones variaban. Eso era lo maravilloso de la tecnología digital: ¡no más censura hiriente de los sentimientos de nadie! ¡Todo el mundo estaba autorizado a expresar su propia opinión! Por tanto, el tema de si Sadam Husein había comprado personalmente los billetes de avión de los secuestradores quedó abierto a animado debate. En cambio, todo el mundo coincidió en que las familias de las víctimas del 11-S tenían derecho a aprobar o vetar los planes para el monumento conmemorativo en la Zona Cero. Y todo el mundo podía compartir el dolor experimentado por las familias de los policías y bomberos caídos. Y todo el mundo coincidió en que la ironía había muerto. La ironía nociva y huera de los noventa sencillamente «ya no era posible»; avanzábamos hacia una nueva era de sinceridad.
En el lado positivo, los estadounidenses de 2001 fueron más capaces que sus padres y abuelos de decir «Te quiero» a sus hijos. Pero ¿y qué hay de competir económicamente? ¿De aunarse como nación? ¿De derrotar a nuestros enemigos? ¿De formar sólidas alianzas internacionales? Quizá eso se encuentre más bien en el lado negativo.
* * *
Mis padres se conocieron dos años después de Pearl Harbor, en otoño de 1943, y al cabo de unos meses se cruzaban cartas y tarjetas. Mi padre trabajaba para la compañía ferroviaria Great Northern Railway y viajaba a menudo a pueblos pequeños para inspeccionar o reparar puentes, mientras que mi madre trabajaba como recepcionista en Minneapolis. De las cartas que él le enviaba, la más antigua que conservo es del día de San Valentín de 1944. Mi padre estaba en Fairview, Montana, y mi madre le había mandado una tarjeta del mismo estilo que todas las del año previo a su boda: bebés, niños pequeños o cachorros dibujados con delicadeza, expresando tiernos sentimientos. La portada de la tarjeta (tarjeta que mi padre también guardó) muestra a una niña con coletas y a un niño sonrojado, de pie uno al lado del otro, apartando la mirada tímidamente y con las manos tímidamente escondidas a sus espaldas.
Quisiera ser una piedra,
pues al hacerme mayor
un día tal vez supiera
que soy roca, peña o risco.
Dentro aparecen los mismos dos niños, pero cogidos de la mano, con la firma de mi madre («Irene») a los pies de la niña. Una segunda estrofa reza:
Eso estaría muy bien,
sería «arriscada» por fin
y me atrevería a decir:
«Por favor, sé mi Valentín».
La carta de mi padre en respuesta lleva matasellos de Fairview, Montana, 14 de febrero.
Martes noche
Querida Irene:
Lamento mucho haberte decepcionado el día de San Valentín; me acordé, pero como no encontré una tarjeta en la farmacia-perfumería, me dio un poco de vergüenza preguntar en la tienda de ultramarinos o la ferretería. Seguro que aquí conocen el día de San Valentín. Tu tarjeta encajaba perfectamente con la situación que aquí vivimos, y no sé si ha sido adrede o por casualidad, pero supongo que te conté ya nuestros problemas con las piedras. Hoy nos hemos quedado sin piedras, así que estoy necesitado de piedras pequeñas, piedras grandes o cualquier clase de piedras, ya que no podemos hacer nada hasta que nos lleguen. Ya de por sí tengo poco que hacer cuando el contratista está trabajando, y ahora no tengo nada que hacer. Hoy he ido de excursión al puente donde estamos trabajando sólo por matar el tiempo y hacer un poco de ejercicio; está a unos seis kilómetros, lo que, con un viento cortante, es bastante distancia. A menos que lleguen rocas con el cargamento de la mañana, voy a quedarme aquí sentado leyendo filosofía; no me parece correcto que me paguen por jornadas así. Aquí prácticamente el otro único pasatiempo consiste en quedarse sentado en el vestíbulo del hotel y enterarse de los chismorreos del pueblo, que a los viejos que lo frecuentan desde luego se les da bien airear. Te divertiría porque sin duda aquí está representada una amplia sección transversal de la vida: desde el médico local hasta el borracho del pueblo. Y este último es probablemente el más interesante; me enteré de que en una época daba clases en la Universidad de N. D., y realmente parece una persona bastante inteligente, incluso cuando se emborracha. Normalmente las conversaciones son bastante toscas, como las que Steinbeck habría podido usar de modelo, pero esta noche ha venido una mujer muy corpulenta que enseguida se ha sentido como en su casa. Todo esto me lleva a pensar qué vida tan protegida llevamos en la ciudad. Yo me crié en un pueblo pequeño y aquí me siento como en casa, pero de algún modo ahora tengo la impresión de que veo las cosas de otra manera. Ya te hablaré más de esto.
Espero volver a St. Paul el sábado por la noche, pero aún no puedo decírtelo con seguridad. Te llamaré en cuanto llegue.
Con todo mi amor,
Earl
Mi padre tenía veintinueve años recién cumplidos. Es imposible saber cómo mi madre, en su inocencia y optimismo, encajó esta carta en su momento, pero en general, teniendo en cuenta a la mujer que con el tiempo conocí, puedo afirmar que no era en absoluto la carta que habría querido recibir de su objeto de interés romántico. ¿El entrañable juego de palabras de su tarjeta de San Valentín interpretado literalmente como alusión al balastro? Y ella, que se había pasado la vida horrorizada por el bar del hotel donde su propio padre trabajaba de camarero, ¿iba a divertirse oyendo las «conversaciones toscas» del borracho del pueblo? ¿Dónde estaban las palabras cariñosas? ¿Dónde las ensoñadoras charlas de amor? Era evidente que mi padre tenía mucho que aprender respecto a ella.
Sin embargo, su carta me parece rebosante de amor. Amor por mi madre, sin duda: intenta conseguir una tarjeta de San Valentín para ella, lee la suya atentamente, desea que estuviera con él, se le ocurren ideas que quiere compartir con ella, le transmite todo su amor, la llamará en cuanto vuelva. Pero amor también por el mundo más amplio: por la diversidad de personas que lo habitan, por los pueblos pequeños y las grandes ciudades, por la filosofía y la literatura, por el trabajo duro y la paga justa, por la conversación, por el pensamiento, por largos paseos con un viento cortante, por la elección cuidadosa de las palabras y la ortografía perfecta. La carta me recuerda las muchas cosas que quise en mi padre: su honradez, su inteligencia, su humor inesperado, su curiosidad, su escrupulosidad, su reserva y dignidad. Sólo cuando la pongo junto a la tarjeta de San Valentín de mi madre, con sus bebés de ojos grandes y su concentración en el sentimiento puro, pienso en las décadas de decepción mutua que siguieron a unos pocos primeros años de dicha medio vislumbrada.
Más adelante en la vida, mi madre me decía en tono de queja que mi padre nunca le había dicho que la quería. Y es posible que en sentido literal fuera cierto, que nunca pronunciara las dos grandes palabras; desde luego, yo nunca lo oí. Pero no es cierto que jamás las escribiese. Una razón por la que tardé años en armarme de valor para leer su antigua correspondencia es que la primera carta de mi padre a la que eché un vistazo, después de morir mi madre, empezaba con un apelativo cariñoso («Irenie») que nunca le había oído en mis treinta y cinco años de trato con él, y acababa con una declaración («Te quiero, Irene») que era más de lo que yo podía soportar. No parecía propio de él, y por tanto enterré las cartas en un baúl en el desván de mi hermano. Más recientemente, cuando las recuperé y conseguí leerlas todas, descubrí que de hecho mi padre había declarado su amor decenas de veces, utilizando esas dos grandes palabras, tanto antes como después de casarse. Pero quizá incluso entonces era incapaz de pronunciarlas en voz alta, y quizá por eso, en el recuerdo de mi madre, él jamás las había «dicho». También es posible que en sus declaraciones escritas sonaran tan extrañas y ajenas a su personalidad de los años cuarenta como me suenan ahora a mí, y que mi madre, en sus quejas, recordara una verdad más profunda, ahora oculta por esas palabras aparentemente cariñosas. Es posible que, en respuesta culpable a la avalancha de sentimientos que recibía en las notas escritas por ella («Te quiero con todo mi corazón», «Con, ay, mucho amor», etcétera), mi padre se sintiera obligado a representar a cambio su papel en el amor romántico, o al menos intentarlo, igual que había intentado (en cierto modo) comprar una tarjeta de San Valentín en Fairview, Montana.
«Both Sides Now», en la versión de Judy Collins, fue la primera canción pop que se me quedó grabada. La ponían mucho por la radio cuando tenía ocho o nueve años, y su alusión al hecho de declarar el amor «en voz bien alta», unida a lo enamorado que estaba de la voz de Judy Collins, contribuyó a que para mí el principal significado de «te quiero» fuese sexual. Al final, superé los años setenta y fui capaz, en raros accesos de emoción, de decirles a mis hermanos y a varios de mis mejores amigos varones que los quería. Pero a lo largo de primaria y los primeros cursos de secundaria, la expresión tuvo para mí un único sentido. «Te quiero» era la frase que deseaba ver escrita en la nota que me dirigiera la chica más guapa de la clase u oír susurrada en el bosque durante un picnic escolar. En aquellos años, sólo en un par de ocasiones una chica que me gustara llegó a decírmelo o escribirlo. Pero cuando ocurrió, fue como una inyección de adrenalina pura. Incluso después de ingresar en la universidad y empezar a leer a Wallace Stevens y descubrir que se burlaba, en «Le monocle de mon oncle», de la gente que buscaba el amor indiscriminadamente como yo,
Si el sexo lo fuera todo, cualquier mano temblorosa
podría hacernos chillar, como muñecas, las palabras anheladas,
esas palabras anheladas siguieron significando una boca al abrirse, un cuerpo al ofrecerse, la promesa de una intimidad embriagadora. Y, por tanto, resultaba en extremo incómodo que la persona a quien se las oía pronunciar continuamente fuese mi madre. Era la única mujer en una casa de hombres, y vivía con tal exceso de sentimiento no correspondido que no podía evitar recurrir a expresiones románticas. Las tarjetas y palabras cariñosas que me prodigaba eran idénticas en espíritu a las que le había prodigado a mi padre. Por lo visto, mucho antes de nacer yo, esas efusiones habían acabado resultándole intolerablemente infantiles a mi padre. Para mí, sin embargo, no eran lo bastante infantiles. Hice ímprobos esfuerzos por evitar devolverlas. Sobreviví a prolongados períodos de mi infancia, las largas semanas que pasábamos los dos solos en casa, aferrándome a diferencias de intensidad cruciales entre las frases «Te quiero» y «Yo también te quiero». Lo vital era no decir nunca, jamás, «Te quiero, mamá». La alternativa menos dolorosa era un «Te quiero» mascullado, básicamente inaudible. Pero «Yo también te quiero», si se pronunciaba con rapidez y suficiente énfasis en el «también», que implicaba una respuesta mecánica, podía ayudarme a superar más de un momento incómodo. No recuerdo que ella me reprendiera específicamente por mascullar o me atosigara si (como en ocasiones ocurría) era incapaz de responder con algo más que un gruñido evasivo. Pero mi madre tampoco me explicó nunca que decir «Te quiero» fuera simplemente algo que le gustaba hacer porque su corazón rebosaba de sentimiento, y que yo no tenía por qué sentirme obligado a decirlo a cambio cada vez. Así que hasta el día de hoy oigo coacción cuando me agreden con un «Te quiero» pronunciado a gritos por un teléfono.
Pese a escribir cartas rebosantes de vida y curiosidad, mi padre no vio nada de malo en relegar a mi madre a cuatro décadas de guisos y limpieza doméstica, mientras él disfrutaba de su interacción en el mundo de los hombres. Parece la norma, tanto en el microcosmos del matrimonio como en el macrocosmos de la vida norteamericana, que quienes carecen de interacción exhiban sentimentalismo, y viceversa. Las diversas histerias posteriores al 11-S, tanto la epidemia de «Te quiero» como el miedo y el odio generalizados a los árabes, expresaban la histeria de aquellos que no tenían poder y se sentían desbordados. Si mi madre hubiese disfrutado de una mayor perspectiva de realización personal, quizá hubiese ajustado sus sentimientos a sus objetivos de manera más realista.
Por frío, reprimido o sexista que pudiera parecer mi padre desde un punto de vista actual, le estoy agradecido por no decirme nunca, textualmente, que me quería. Él apreciaba la intimidad o, lo que es lo mismo, respetaba la esfera pública. Creía en la contención, el protocolo y la razón, sin los cuales, en su opinión, era imposible que una sociedad entablara debate y tomara decisiones en su propio interés. Quizá habría sido bueno, sobre todo para mí, que él hubiera aprendido a ser más efusivo con mi madre. Pero hoy en día, cada vez que oigo bramar uno de esos «Te quiero» paternales por un móvil, me siento afortunado de haber tenido el padre que tuve. Quería a sus hijos más que a nada en el mundo. Y saber que lo sentía y no podía decirlo, saber que podía confiar en que yo supiera que lo sentía y nunca esperara que lo dijera: ése fue el núcleo y la sustancia de mi amor por él, un amor que yo, a mi vez, me guardé mucho de declararle jamás en voz alta.
Sin embargo, ésa fue la parte fácil. Entre yo y el lugar donde está mi padre ahora —es decir, muerto— no puede transmitirse nada más que silencio. Nadie tiene más intimidad que los muertos. Mi padre y yo no nos decimos mucho menos ahora que en los largos años de su vida. La persona a la que descubro que echo de menos de manera activa —con la que discuto mentalmente, a la que quiero enseñarle cosas, a la que deseo ver en mi apartamento, de la que me burlo, por la que siento remordimientos— es mi madre. La parte de mí que se indigna por las intromisiones de los móviles procede de mi padre; la que adora mi BlackBerry y quiere animarse y unirse al mundo, de mi madre. Era la más moderna de los dos, y si bien era él quien disfrutaba de la interacción, ella acabó en el lado ganador. Si ella aún viviera y residiera en Saint Louis, y si casualmente tú estuvieras sentado junto a mí en el aeropuerto de Lambert, esperando el vuelo a Nueva York, quizá tuvieses que soportar oírme decirle que la quiero. Pero lo haría en voz baja.