Empezaré abordando cuatro preguntas desagradables que a menudo se formulan a los novelistas en actos como éste. Dichas preguntas son, al parecer, el precio que tenemos que pagar por el gusto de hablar en público. Nos sacan de quicio no sólo porque nos las plantean una y otra vez, sino también porque, con una sola excepción, son difíciles de contestar y, por tanto, muy merecedoras de plantearse.

La primera de estas preguntas perpetuas es: ¿Quiénes influyen en su obra?

A veces, la persona que lo pregunta sólo busca recomendaciones de libros, pero con gran frecuencia la cuestión parece planteada en serio. Y parte de lo que me irrita es que siempre se formula en presente: ¿Quiénes influyen en mi obra? El hecho es que, a estas alturas de la vida, básicamente influyen en mi obra mis propios textos anteriores. Si aún trabajara a la sombra de, pongamos, E.M. Forster, con toda seguridad me esforzaría mucho en simular que no es así. Según el señor Harold Bloom, cuya ingeniosa teoría de la influencia literaria le permitió labrarse una carrera a fuerza de distinguir a los escritores «débiles» de los «potentes», yo ni siquiera sería consciente de hasta qué punto trabajo todavía a la sombra de E.M. Forster. Sólo Harold Bloom sería plenamente consciente de ello.

La influencia directa solamente tiene sentido en escritores muy jóvenes, que, buscando una manera de escribir, primero intentan imitar los estilos, actitudes y métodos de sus autores preferidos. En mi caso, a los veintiún años experimenté gran influencia de C.S. Lewis, Isaac Asimov, Louise Fitzhugh, Herbert Marcuse, P. G. Wodehouse, Karl Kraus, mi novia de entonces y Dialéctica de la Ilustración, de Max Horkheimer y Theodor Adorno. A los veintipocos años, por un tiempo me esforcé en copiar el ritmo de las frases y los diálogos cómicos de Don DeLillo; también me atrapó la prosa vigorosamente vívida y omniscia de Robert Coover y Thomas Pynchon. Y las tramas de mis dos primeras novelas se inspiraron de manera considerable en dos películas, El amigo americano (de Wim Wenders) y Cutters Way (de Ivan Passer). Pero, para mí, esas «influencias» varias no parecen mucho más significativas que el hecho de que, a los quince años, mi grupo musical preferido fuera los Moody Blues. Un escritor ha de empezar por algún lado, pero por dónde exactamente es casi un azar.

En cierto modo tendría más sentido decir que recibí la influencia de Franz Kafka. Me refiero a que fue la novela de Kafka El proceso, como la enseñaba el mejor profesor de Literatura que he tenido, la que me abrió los ojos a la grandeza de la literatura y me llevó a desear crear yo mismo algo literario. Josef K., perfilado por Kafka con una ambigüedad brillante, un hombre corriente, comprensivo e injustamente procesado, y a la vez un criminal que se autocompadece y niega su propia culpabilidad, fue mi portal de acceso a las posibilidades de la narrativa como vehículo para la investigación de uno mismo: como método para abordar las dificultades y paradojas de mi vida. Kafka nos enseña a querernos aun cuando somos implacables con nuestra propia persona; a cómo seguir siendo humanos ante las verdades más horrendas sobre nosotros. No basta con querer a los personajes, tampoco con ser severo con ellos: siempre hay que intentar hacer ambas cosas al mismo tiempo. Los relatos que reconocen a la gente como de verdad es —los libros cuyos personajes son a la vez sujetos comprensivos y objetos dudosos— logran trascender culturas y generaciones. Por eso seguimos leyendo a Kafka.

Ahora bien, el mayor problema de la pregunta acerca de las influencias es que parece presuponer a los escritores jóvenes como masas de arcilla blanda en la que algunos grandes escritores, vivos o muertos, dejan su huella indeleble. Y lo que saca de quicio al escritor que intenta contestar a la pregunta sinceramente es que casi todo lo que ha leído le ha dejado huella, de una índole u otra. Enumerar uno a uno los escritores de quienes aprendí algo me llevaría horas, y aun así no explicaría por qué algunos libros son más importantes que otros: ¿por qué, incluso ahora, cuando trabajo pienso a menudo en Los hermanos Karamazov y El hombre que amaba a los niños y nunca en Ulises o Al faro? ¿Cómo es que no aprendí nada de Joyce o de Woolf, a pesar de que ambos son obviamente escritores «potentes»?

Lo que en general se entiende por influencia, sea haroldbloomiana o más convencional, es demasiado lineal y unidireccional. La historia del arte, con su narrativa progresiva de influencias transmitidas de generación en generación, es una herramienta pedagógica útil para organizar la información, pero tiene muy poco que ver con la experiencia real de ser un escritor de ficción. Cuando escribo, no me siento como un artesano influido por artesanos anteriores que recibieron a su vez la influencia de artesanos anteriores. Me siento miembro de una única y amplia comunidad virtual en la que establezco relaciones dinámicas con otros miembros, que en su mayoría ya no están vivos. Como en cualquier otra comunidad, tengo amigos y enemigos. Encuentro el camino a esos rincones del mundo de la ficción donde me siento más a gusto, más seguro, pero también más provocadoramente entre amigos. Una vez que he leído libros suficientes para haber identificado quiénes son dichos amigos —y ahí es donde interviene el proceso de selección activa del joven escritor, el proceso de elegir de quién recibir «influencia»—, trabajo para desarrollar nuestros intereses comunes. Mediante lo que escribo y cómo lo escribo, lucho por mis amigos y contra mis enemigos. Quiero que haya más lectores capaces de apreciar el esplendor de los autores rusos decimonónicos; me trae sin cuidado si a los lectores les gusta James Joyce; y mi obra supone una campaña activa contra los valores que no me gustan: el sentimentalismo, la narrativa débil, la prosa excesivamente lírica, el solipsismo, la autocomplacencia, la misoginia y otras formas de provincianismo, los juegos estériles, el didactismo manifiesto, la simplicidad moral, la dificultad innecesaria, los fetiches informativos, y demás. De hecho, gran parte de lo que podría llamarse «influencia» real es negativa: no quiero ser como ese escritor o como aquel otro.

La situación nunca es estática, claro está. Leer y escribir narrativa es una forma de compromiso social activo, de conversación y competición. Es una manera de ser y devenir. De algún modo, en el momento adecuado, cuando me siento especialmente perdido y melancólico, siempre hay un nuevo amigo con quien entablar relación, un viejo amigo del que distanciarme, un antiguo enemigo a quien perdonar, un nuevo enemigo a quien identificar. De hecho —y ya me extenderé sobre esto más adelante—, me resulta imposible escribir una nueva novela sin antes encontrar nuevos amigos y enemigos. Para empezar a escribir Las correcciones, entablé amistad con Kenzaburo Oe, Paula Fox, Halldór Laxness y Jane Smiley. Con Libertad, encontré nuevos aliados en Stendhal, Tolstói y Alice Munro. Durante una época, Philip Roth fue mi nuevo enemigo a ultranza, pero de un tiempo a esta parte, inesperadamente, ha vuelto a ser amigo. Aunque todavía hago campaña contra Pastoral americana, cuando por fin leí El teatro de Sabbath, su temeridad y ferocidad me inspiraron. Hacía mucho que no sentía tanta gratitud hacia un escritor como al leer la escena de El teatro de Sabbath en que el mejor amigo de Mickey Sabbath lo sorprende en la bañera con la foto y unas bragas de la hija adolescente de aquél, o la escena en que Sabbath encuentra un vaso de plástico en el bolsillo de su guerrera y decide humillarse pidiendo limosna en el metro. Puede que Roth no me quiera como amigo, pero a mí me complació, en esos instantes, poder considerarlo tal. Me complace presentar la brutal comicidad de El teatro de Sabbath como una corrección y un reproche al sentimentalismo de ciertos escritores jóvenes estadounidenses y críticos no tan jóvenes que parecen creer, desafiando a Kafka, que la literatura consiste en ser agradable.

La segunda pregunta perpetua es: ¿Qué horario de trabajo tiene y con qué escribe?

A quienes la formulan, esta pregunta debe parecerles la menos arriesgada y la más cortés. Sospecho que la gente se la plantea a un escritor cuando no se le ocurre ninguna otra. Sin embargo, para mí es la más perturbadoramente personal e invasiva. Me obliga a imaginarme sentado ante mi ordenador cada mañana a las ocho: ver de forma objetiva a la persona que, sentada a su ordenador por la mañana, sólo quiere ser una subjetividad pura e invisible. Cuando trabajo, no deseo que haya nadie más en la habitación, ni siquiera yo.

La tercera pregunta es: He leído una entrevista a un autor que dice que, mientras escribe una novela, llegado un punto los personajes «asumen el control» y le indican qué hacer. ¿A usted también le ocurre?

Ésta siempre me sube la tensión. Nadie la contestó mejor que Nabokov en su entrevista en Paris Review, donde señaló a E. M. Forster como origen del mito sobre la «toma de control» por parte de los personajes. Afirmó que, a diferencia de Forster, que dejaba que sus personajes se fueran por su cuenta en su Pasaje a la India, él hacía trabajar a los suyos como «galeotes». Obviamente, la pregunta también le subía la tensión a Nabokov.

Cuando un escritor hace una afirmación como la de Forster, lo mejor es pensar que se ha equivocado. Más a menudo, por desgracia, percibo un tufillo de autoengrandecimiento, como si el autor intentara distanciar su obra de la elaboración mecanicista de la trama, propia de las novelas de género. Querría hacernos creer que, a diferencia de lo que ocurre con esos escritorzuelos que pueden decirnos por adelantado cómo acabarán sus libros, su propia imaginación es tan poderosa y sus personajes tan reales y vívidos que no posee control sobre ellos. También aquí es mejor pensar que no es verdad, porque la idea misma presupone una pérdida de voluntad autoral, una abdicación de la intención. La principal responsabilidad del novelista es crear sentido, y si de algún modo pudiera delegar esa función en sus personajes, por fuerza él mismo estaría eludiéndola.

Pero supongamos, para ser generosos, que el escritor que afirma ponerse al servicio de sus personajes no está simplemente adulándose. ¿Qué podría querer decir en realidad? Posiblemente que, una vez desarrollado un personaje lo suficiente para empezar a constituir un todo coherente, se ha puesto en marcha cierta inevitabilidad. Quiere decir, en concreto, que la historia que inicialmente imaginó para un personaje a menudo no se atiene a las peculiaridades del personaje que creó. Puede que yo, en abstracto, imagine a un personaje a quien pretendo convertir en asesino de su novia y, cuando me ponga a escribir, acabe descubriendo que el personaje al que consigo dar vida en la página posee demasiada compasión o conciencia de sí mismo para ser un asesino. Aquí la clave es «dar vida en la página». En abstracto es posible imaginar y proponer cuanto existe bajo el sol. Pero el escritor siempre está limitado por aquello a lo que realmente es capaz de dar vida: hacer verosímil, hacer legible, hacer digno de simpatía, hacer entretenido, hacer convincente y, sobre todo, hacer singular y original. Como dijo Flannery O’Connor en una frase célebre, el escritor de ficción hace todo aquello que puede permitirse, y «nadie puede permitirse nunca gran cosa». En cuanto uno empieza a escribir el libro, a diferencia de cuando lo proyecta, el universo de los tipos y comportamientos humanos concebibles se contrae drásticamente en el microcosmos de las posibilidades humanas que uno contiene dentro de sí. Un personaje muere en la página si uno no oye su voz. En un sentido muy limitado, supongo, eso equivale a «tomar el control» e «indicarte» qué hará y no hará el personaje. Pero la razón por la que éste no puede hacer algo es que uno mismo no puede hacerlo. La tarea consiste entonces en averiguar qué puede hacer el personaje: intentar estirar la narración lo máximo posible, asegurarse de no pasar por alto posibilidades interesantes dentro de uno mismo y a la vez seguir obligando a la narración a ir en la dirección del significado.

Y eso me lleva a la cuarta pregunta perpetua: ¿Es autobiográfica su obra narrativa?

Recelo de todo novelista que conteste sinceramente con una negativa, aunque mi mayor tentación es responder que no. De las cuatro preguntas perpetuas, ésta es la que siempre se percibe como más hostil. Quizá sólo esté proyectando esa hostilidad, pero tengo la sensación de que se pone en tela de juicio mi capacidad imaginativa. Como decir: «¿Esto es una verdadera obra narrativa, o sólo una versión tenuemente disfrazada de su propia vida? Y dado que sólo hay un número limitado de cosas que pueden ocurrirle a uno en la vida, sin duda agotará pronto todo su material autobiográfico —¡si es que en realidad no lo ha agotado ya!—, y en tal caso probablemente ya no escribirá ningún otro buen libro, ¿no? De hecho, si sus libros son sólo autobiografía tenuemente disfrazada, quizá no sean tan interesantes como creíamos… ya que, al fin y al cabo, ¿por qué su vida debería ser más interesante que la de cualquier otro? No lo es tanto como la de Barack Obama, ¿verdad? Y por otra parte, ya puestos, si su obra es autobiográfica, ¿por qué no ha hecho lo más honrado, es decir, crear una versión de no ficción? ¿Por qué revestirla de mentiras? ¿Qué clase de mala persona es usted para andar contando mentiras a fin de que su vida parezca más interesante y espectacular?». Me parece que todas esas otras preguntas resuenan en la pregunta original, y en breve la propia palabra autobiográfico se me antojará vergonzosa.

Mi idea de una novela autobiográfica es, en rigor, un libro en que el personaje principal se parece mucho al autor y experimenta bastantes escenas que el autor ha vivido. Tengo la impresión de que Adiós a las armas, Sin novedad en el frente, Villette, Las aventuras de Augie March y El hombre que amaba a los niños —todas ellas obras maestras— son en esencia autobiográficas en este sentido. Pero, curiosamente, la mayoría de las novelas no lo son. Mis propias novelas no lo son. Dudo que en treinta años haya publicado más de treinta páginas de escenas extraídas directamente de sucesos de la vida real en los que haya participado. En realidad, he intentado escribir muchas más, pero esas escenas rara vez encajan en una novela. Me avergüenzo de ellas, no les veo interés suficiente y, con mayor frecuencia, no parecen venir al caso en la historia que intento contar. Hacia el final de Las correcciones hay una escena en la que Denise Lambert —que se me parece en la medida en que es un hijo menor— intenta enseñarle a su padre demente cómo realizar unos sencillos estiramientos, y luego se encuentra con que éste ha mojado la cama y tiene que resolver el problema. Eso me ocurrió de verdad, así que extraje unos cuantos detalles directamente de mi vida. Algunas de las experiencias de Chip Lambert cuando está con su padre en el hospital también me pasaron. Y escribí unas breves memorias, Zona fría, compuestas casi íntegramente por escenas que viví yo mismo. Pero eso no era ficción, y por tanto debería ser capaz de contestar a la pregunta perpetua sobre la autobiografía con un NO rotundo y sin el menor empacho. O al menos, como suele hacer mi amiga Elisabeth Robinson: «Sí, el diecisiete por ciento. Siguiente pregunta, por favor».

El problema es que, en otro sentido, mi narrativa es muy autobiográfica y además considero que tengo la obligación, como escritor, de que lo sea aún más. Mi concepción de una novela es que debe ser una lucha personal, un compromiso directo y absoluto con el relato que el autor hace de su propia existencia. Esta concepción de nuevo la saco de Kafka, quien, si bien nunca se transformó en insecto y tampoco tuvo jamás un trozo de comida (¡una manzana de la mesa de su familia!) alojado en la carne y pudriéndose allí, dedicó su vida entera de escritor a describir su lucha personal contra su familia, las mujeres, la moral, su herencia judía, su Inconsciente, su sentimiento de culpabilidad y el mundo moderno. La obra de Kafka, que surge del mundo onírico nocturno de su mente, es más autobiográfica de lo que podría haber sido cualquier descripción realista de sus experiencias diurnas en el despacho, con su familia o con una prostituta. ¿Qué es la narrativa, al fin y al cabo, sino una especie de actividad onírica intencionada? El escritor trabaja para crear un sueño que sea vívido y tenga sentido, de manera que después el lector pueda soñarlo vívidamente y experimentar ese sentido. Y una obra como la de Kafka, que parece surgir directamente del sueño, es por tanto una forma excepcionalmente pura de autobiografía. Se da aquí una importante paradoja en la que desearía hacer hincapié: cuanto mayor sea el contenido autobiográfico de la obra de un narrador, menor será su parecido superficial con la vida real del escritor. Cuanto más ahonda el escritor en busca de significado, tanto más se convierten en impedimentos a la actividad onírica intencionada los detalles aleatorios de su vida.

Y por eso escribir buena narrativa nunca es fácil. El momento en que parece fácil para un escritor —y que cada cual proporcione sus propios ejemplos al respecto— suele ser aquel en que ya no es necesario leer a ese escritor. Al menos en Estados Unidos, existe el tópico de que toda persona lleva una novela dentro. En otras palabras: una novela autobiográfica. Para aquellos que escriben más de una, el tópico probablemente puede modificarse así: toda persona lleva dentro una novela fácil de escribir, una narración con sentido ya lista. Obviamente, no me refiero a autores de obras de entretenimiento, a P. G. Wodehouse o Elmore Leonard, cuyos libros no nos resultan menos placenteros por la similitud entre unos y otros; los leemos, de hecho, por la certeza de que van a reconfortarnos con sus mundos, que ya nos son familiares. Me refiero a obras más complicadas, y de hecho tengo el prejuicio de que la literatura no puede ser simple espectáculo: de que a menos que el escritor corra un riesgo personal —a menos que el libro haya sido para el escritor, en cierto modo, una aventura hacia lo desconocido; a menos que el escritor se haya planteado un problema personal de difícil solución; a menos que el libro acabado tenga que haber vencido una gran resistencia—, no merece la pena leer su obra. Y en mi opinión, desde el punto de vista del autor, tampoco merece la pena escribirla.

Esto se me antoja tanto más verdadero en una época en que existen otras muchas actividades divertidas y poco costosas que un lector puede realizar aparte de coger una novela. Hoy día, uno, como escritor, está obligado ante sus lectores a imponerse el desafío más difícil que espera poder superar. Con cada libro, debe ahondar al máximo y llegar lo más lejos posible. Y si lo hace, y si logra un libro razonablemente bueno, significa que, la próxima vez que uno intente escribir, tendrá que ahondar aún más y llegar todavía más lejos. O si no, insisto, no merecerá la pena escribirlo. Lo que esto significa en la práctica es que uno debe convertirse en una persona distinta para escribir el siguiente libro. La persona que uno es ya escribió el mejor libro del que era capaz. No hay manera de avanzar si uno mismo no cambia. En otras palabras, si no reelabora la historia de su propia vida. O lo que es igual: su autobiografía.

Me gustaría dedicar el resto de mis observaciones a la idea de convertirse uno en la persona capaz de escribir el libro que necesita escribir. Reconozco que, al hablar de mi propia obra y contar una historia acerca de mis avances del fracaso al éxito, me arriesgo a dar la impresión de que me congratulo o a parecer desmedidamente fascinado conmigo mismo. No es que sea tan extraño o criticable que un escritor se enorgullezca de su mejor obra y pase mucho tiempo examinando su propia vida. Pero ¿tiene además que hablar de ello? Durante mucho tiempo habría contestado que no, y bien podría ser una mala señal respecto a mi personalidad que responda ahora que sí. Pero de todas formas, voy a hablar de Las correcciones y a describir algunas de las luchas que entablé para ser su autor. Señalaré de antemano que gran parte de esa lucha consistió —como les ocurre siempre a los escritores plenamente comprometidos con el problema de la novela— en vencer la vergüenza, la culpabilidad y la depresión. También señalaré que experimentaré un poco de vergüenza nueva al contarlo.

Lo primero que tuve que hacer a principios de los años noventa fue poner fin a mi matrimonio. Romper el juramento y los lazos emocionales de lealtad rara vez resulta fácil para nadie, y en mi caso fue en especial complicado por el hecho de haberme casado con otra escritora. Era vagamente consciente de que ambos éramos demasiado jóvenes e inexpertos para hacer un voto de monogamia de por vida, pero se impusieron mi ambición literaria y mi idealismo romántico. Nos casamos en otoño de 1982, cuando yo acababa de cumplir veintitrés años, y nos pusimos a trabajar juntos en la producción de obras maestras de la literatura. Nuestro plan era trabajar codo con codo el resto de nuestras vidas. No parecía necesario contar con un plan B, porque mi mujer era una neoyorquina talentosa y sofisticada que parecía condenada al éxito, probablemente mucho antes que yo, y yo sabía que siempre podría cuidar de mí mismo. Y por tanto, empezamos a escribir novelas, y los dos nos quedamos sorprendidos y decepcionados cuando mi mujer no pudo vender la suya. Cuando vendí la mía, en otoño de 1987, sentí entusiasmo y una gran culpabilidad a la vez.

Entonces no nos quedó más remedio que echar a correr, y lo hicimos hacia pueblos y ciudades de dos continentes. De algún modo, en medio de tanto correr, conseguí escribir y publicar una segunda novela. La circunstancia de que alcanzara cierto éxito mientras mi mujer pugnaba por escribir su segunda novela la atribuí a la injusticia y parcialidad del mundo. Al fin y al cabo, éramos un equipo —nosotros contra el mundo— y mi misión como marido era creer en mi mujer; por tanto, en lugar de encontrar satisfacción en mis logros, sentía rabia y amargura contra el mundo. Mi segunda novela, Movimiento fuerte, fue un intento de transmitir qué sentíamos los dos viviendo en ese mundo amargo. En retrospectiva, aunque me siento orgulloso de esa novela, ahora me doy cuenta de en qué medida se deformó el final como consecuencia de mis buenos deseos de cara a mi matrimonio: de mi lealtad. Y me sentí aún más culpable por el hecho de que mi mujer no lo viera así también. Una vez afirmó, memorablemente, que para escribir aquella novela yo había robado partes de su alma. También me preguntó, con cierta razón, por qué mis principales personajes femeninos acababan asesinados o heridos gravemente por armas de fuego.

El año 1993 fue el peor de mi vida. Mi padre agonizaba, mi mujer y yo nos habíamos quedado sin dinero y estábamos cada vez más deprimidos. Con la esperanza de enriquecerme deprisa, escribí un guión sobre una pareja joven, muy parecida a nosotros, que empezaba a robar en casas, a casi tener aventuras con otras personas, pero acababan dichosamente unidos en un triunfo del amor eterno. A esas alturas, incluso yo me daba cuenta de que mi obra se deformaba como consecuencia de mi lealtad al matrimonio. Pero no fue óbice para trazar la trama de una nueva novela, Las correcciones, en que un joven del Medio Oeste como yo pasa veinte años en la cárcel por un asesinato cometido por su mujer.

Afortunadamente, antes de que mi mujer y yo acabáramos matándonos, o matando a alguien, intervino la realidad. Una realidad que adoptó varias formas. Una era nuestra innegable incapacidad para tolerar la vida en común. Otra, el puñado de amistades literarias íntimas que al final entablé extramatrimonialmente. Una tercera, la más importante, nuestra acuciante necesidad de dinero. Como Hollywood no pareció interesarse en un guión que apestaba a Problemas Personales (y que presentaba un parecido fatídicamente acusado con Roba bien sin mirar a quién), me vi obligado a dedicarme al periodismo, y no mucho tiempo después, el New York Times me encargó un artículo para la revista sobre el calamitoso estado de la narrativa estadounidense. Mientras investigaba para redactarlo, conocí a algunos de mis antiguos héroes, incluido Don DeLillo, y tomé conciencia de que pertenecía no sólo al equipo de dos personas compuesto por mi mujer y por mí, sino a una comunidad mucho más amplia y todavía vital de lectores y escritores. Ante quienes, como descubrí, y fue crucial, también tenía responsabilidades y a quienes debía lealtad.

Una vez roto de estas maneras el sello hermético de mi matrimonio, las cosas se desmoronaron enseguida. A finales de 1994 teníamos cada uno un apartamento en Nueva York y llevábamos por fin la vida de solteros que seguramente deberíamos haber llevado a los veinte. Debería haber sido divertido y liberador, pero aún me sentía atrozmente culpable. Para mí, la lealtad, sobre todo a la familia, es un valor fundamental. La lealtad hasta la muerte siempre había dado sentido a mi existencia. Sospecho que las personas menos obstaculizadas por la lealtad tienen menos complicaciones a la hora de ser novelistas, pero todos los escritores serios pugnan en algún momento de sus vidas, en mayor o menor medida, con las exigencias en conflicto entre hacer buen arte y ser buena persona. Mientras estuve casado, intenté soslayar dicho conflicto siendo en rigor antiautobiográfico —no hay una sola escena extraída de la vida en mis dos primeras novelas— y construyendo tramas centradas en inquietudes sociales e intelectuales.

Cuando a principios de los noventa reanudé mis empeños en Las correcciones, seguía trabajando con una trama absurdamente complicada desarrollada mientras intentaba crear sin peligro dentro de mi lealtad. Tenía muchas razones para querer escribir una Gran Novela Social, pero probablemente lo más importante era mi deseo de ser todo intelecto, todo conocimiento mundano, y evitar así el revuelto asunto de mi vida privada. Durante uno o dos años más, intenté seguir redactando esa Gran Novela Social, pero al final fue evidente, por la falsedad cada vez más innegable de las páginas, que tendría que convertirme en un tipo de escritor distinto si quería producir otra novela. Es decir, convertirme en una persona distinta.

Lo primero que debía desaparecer era el protagonista de la novela, un hombre de unos treinta y cinco años llamado Andy Aberant. Había sido un elemento fijo de la narración desde el principio mismo, cuando lo imaginé en la cárcel por un asesinato cometido por su mujer, y desde entonces había experimentado numerosas metamorfosis, acabando como abogado al servicio del gobierno estadounidense, encargado de la investigación de casos de tráfico de información privilegiada en Bolsa. Había escrito sobre él en tercera persona y luego, muy extensamente y sin el menor éxito, en primera. En el camino me había tomado varias largas y placenteras vacaciones de Andy Aberant, a fin de escribir sobre otros dos personajes, Enid y Alfred Lambert, que habían surgido de la nada y no se diferenciaban mucho de mis padres. Los capítulos sobre ellos brotaron de mí rápidamente y —en comparación con la tortura de escribir sobre Andy Aberant— sin esfuerzo. Dado que Andy no era hijo de los Lambert y, por complicadas razones de la trama, no podía serlo, traté de inventar maneras aún más complicadas de enlazar sus historias.

Aunque ahora me doy perfecta cuenta de que Andy no tenía cabida en el libro, por aquel entonces no lo veía así. Había pasado unos años pésimos de matrimonio en los que había adquirido un conocimiento íntimo y enciclopédico de la depresión y la culpabilidad, y como Andy Aberant estaba definido por su depresión y culpabilidad (sobre todo con relación a las mujeres, y aún más con los relojes biológicos de las mujeres), resultaba inconcebible no utilizar mis conocimientos duramente adquiridos y mantener al personaje en el libro. El único problema era —como escribí una y otra vez en mis anotaciones para la novela— que carecía de todo humor. Era repulsivo y afectado, distante y deprimente. Casi a diario, durante siete meses, luché por escribir unas cuantas páginas de Andy que me gustaran. Luego, en mis anotaciones, pugné otros dos meses con la duda de eliminarlo o no. Lo que pensé y sentí exactamente durante esos meses no me es ahora más accesible que el malestar de una gripe tras haberme restablecido. Sólo sé que lo que por fin me infundió la determinación de deshacerme de él fue 1) el simple agotamiento, 2) una mejora general de mi depresión y 3) un repentino aligeramiento de mi culpabilidad respecto a mi esposa. Todavía me sentía muy culpable, pero había conseguido distanciarme de ella lo suficiente para comprender que yo no era el responsable de todo. Y hacía un tiempo me había enamorado de una mujer un poco mayor, cosa que, por ridículo que parezca, me hacía sentirme menos villano por haber dejado a mi mujer sin hijos y ya casi en los cuarenta. Mi nueva amiga, de California, pasó una semana conmigo en Nueva York, y al final de esa semana en extremo feliz estuve en condiciones de comprender que Andy Aberant no tenía cabida en la novela. Le dibujé una pequeña lápida en mis anotaciones y le puse un epitafio de Fausto II: «Den können wir erlösen». Sinceramente, creo que ni yo entendí lo que quise decir entonces al escribir «A él podemos redimirlo». Pero ahora sí le veo sentido.

Una vez desaparecido Andy, me quedé con los Lambert y sus tres hijos mayores, que desde el principio rondaban por los márgenes de la novela. No abordaré aquí las otras muchas contracciones y sustracciones a las que tuve que someter el argumento para convertirlo en escribible, sino que me limitaré a mencionar otros dos obstáculos que hube de superar, al menos parcialmente, a fin de llegar a ser la persona que podía escribirlo.

El primero de estos obstáculos fue la vergüenza. A mis aproximadamente treinta y cinco años, me avergonzaba de casi todo lo que había hecho en mi vida personal durante los quince anteriores. Me avergonzaba de haberme casado tan joven, me avergonzaba de mi culpabilidad, me avergonzaba de los años de contorsiones morales que había atravesado de camino hacia el divorcio, me avergonzaba de mi inexperiencia sexual, me avergonzaba de mi prolongado aislamiento social, me avergonzaba de lo descomedida y sentenciosa que era mi madre, me avergonzaba de ser una persona angustiada e indefensa en lugar de un bastión de distanciamiento, control e intelecto como DeLillo o Pynchon, me avergonzaba de estar escribiendo un libro que parecía querer abordar la pregunta de si una madre descomedida del Medio Oeste conseguiría reunir a su familia por última vez en Navidad. Quería escribir una novela sobre las grandes cuestiones de mi época, y en cambio —como Joseph K., que está consternado y furioso por tener que enfrentarse a un proceso mientras sus colegas aspiran a la promoción profesional— me encontraba empantanado en la vergüenza por mi inocencia.

Gran parte de esa vergüenza se concentró en el personaje de Chip Lambert. Trabajé un año entero para poner en marcha su historia, y al final de ese año tenía unas treinta páginas válidas. En los últimos días de mi matrimonio, mantuve una breve relación con una joven que había conocido cuando daba clases. No era estudiante y nunca había sido mi alumna, y era mucho más tierna y paciente que la chica con quien Chip Lambert tiene una aventura. Pero fue una relación muy insatisfactoria e incómoda, una relación por la que ahora, sólo con pensar en ella, me retuerzo literalmente de vergüenza, y por alguna razón me pareció necesario incorporarla a la historia de Chip. El problema era que, cada vez que intentaba meter a Chip en una situación como la mía, él me resultaba en extremo repelente. A fin de conseguir que su situación fuera verosímil y comprensible, trataba sin cesar de inventar un trasfondo para él que tuviera algún parecido con el mío, pero me era imposible dejar de aborrecer mi propia inocencia. Cuando intenté hacer de Chip un personaje menos inocente, más mundano y experimentado sexualmente, la historia se me antojó poco sincera y poco interesante. Me perseguía el fantasma de Andy Aberant, y también dos de las primeras novelas de Ian McEwan, El inocente y El placer del viajero, las cuales eran tan poderosamente repulsivas que me entraron ganas de ducharme después de leerlas. Constituían mi principal ejemplo de lo que no quería escribir pero, por lo visto, no podía evitar escribir. Cada vez que, conteniendo la respiración unos días, producía una nueva hornada de páginas de Chip, me salía un material que me producía ganas de ducharme. Las primeras páginas eran divertidas, pero pronto degeneraban en una confesión de vergüenza. Sencillamente, parecía imposible traducir mi singular y extraña experiencia en una narración más general, indulgente y entretenida.

Muchas fueron las cosas que me pasaron en ese año de lucha con Chip Lambert, pero entre las cosas que me dijo la gente destacan dos de manera especial. Una la dijo mi madre la última tarde que pasé con ella, cuando sabíamos que no tardaría en morir. Se había publicado un fragmento de Las correcciones en el New Yorker, y aunque ella —y ese enorme mérito hay que reconocérselo— había optado por no leer el texto mientras agonizaba, decidí hacerle algunas confesiones que siempre le había mantenido en secreto. No eran secretos terriblemente turbios, sino sólo un intento de explicar por qué al final yo no había tenido la clase de vida que ella deseaba para mí. Quería asegurarle que, por extraña que pudiera parecerle mi vida, yo saldría adelante cuando ella ya no estuviera. Y mi madre, al igual que había hecho con el texto del New Yorker, básicamente se negó a enterarse de todas las veces que me descolgué de la ventana de mi habitación por la noche, y de mi sempiterna convicción de que quería ser escritor, pese a que fingiera lo contrario. Sin embargo, ya avanzada la tarde, dejó claro que estaba escuchando, pues asintió con la cabeza y, en una especie de vago resumen, dijo: «Bueno, eres un excéntrico». Eso fue, en parte, el mayor esfuerzo que realizó para reconocer lo que yo era y perdonarme por ello. Pero la declaración fue sobre todo, a su manera vaga y breve —con su tono casi despectivo—, su forma de expresar que en definitiva no le importaba qué clase de persona fuera su hijo. Que mi vida era más importante para mí que para ella. Que lo que más le importaba ahora era su vida, que estaba a punto de acabar. Y ése fue uno de los últimos regalos que me hizo: la indicación implícita de que no me preocupara tanto de lo que ella, o cualquiera, pudiera pensar de mí. Que fuera yo mismo, tal como ella, en su agonía, era ella misma.

El otro comentario realmente provechoso partió de mi amigo David Means meses después, cuando me quejaba de cómo me sacaba de quicio el problema de la vida sexual de Chip Lambert. David es un artista verdadero, y sus comentarios más perspicaces suelen ser a la vez de lo más opacos y misteriosos. Hablando sobre la vergüenza, me dijo: «No se escribe a través de la vergüenza, se escribe en torno a ella». Todavía no sabría explicar exactamente qué quiso decir con estas locuciones preposicionales contrastadas, pero me quedó claro de inmediato que aquellas dos primeras novelas de McEwan eran ejemplos de un autor que escribía a través de la vergüenza, y que mi tarea, con Chip Lambert, era encontrar la manera de incluir la vergüenza en la narración sin verme desbordado por ella: una manera de aislar y poner en cuarentena la vergüenza como objeto, idealmente como objeto de comedia, en lugar de consentir que impregnara y emponzoñara cada frase. A partir de ahí, sólo quedaba un pequeño paso para imaginar que Chip Lambert, mientras proseguía su devaneo con su alumna, toma una droga ilegal cuyo efecto principal es eliminar la vergüenza. En cuanto se me ocurrió esa idea y pude por fin reírme de la vergüenza, escribí el resto de la sección de Chip en cuestión de semanas y lo que faltaba de la novela en un año.

El otro gran problema en ese año fue la lealtad. Surgió en especial al escribir el capítulo sobre Gary Lambert, que guardaba cierto parecido superficial con mi hermano mayor. Por ejemplo, al igual que mi hermano, Gary tenía el proyecto de elaborar un álbum con sus fotografías de familia preferidas. Y como mi hermano es la persona más sensible y sentimental de la familia, no sabía cómo emplear los detalles de su vida sin herirlo y poner en peligro nuestra buena relación. Temía su ira, me sentía culpable de reírme de aspectos de la vida real que a él no le hacían gracia, me parecía una deslealtad airear asuntos privados de familia en una narración pública, y en conjunto me daba la impresión de que era moralmente cuestionable apropiarme, por interés profesional, de la vida privada de alguien que no era escritor. Por estas razones me había resistido hasta entonces a la narrativa «autobiográfica». Sin embargo, los detalles eran demasiado significativos para no usarlos, y yo tampoco le había ocultado nunca a mi familia que era un escritor que escuchaba atentamente cuanto decían. Así que, después de darle vueltas y más vueltas, traté el asunto con una sabia amiga mayor que yo. Para mi sorpresa, se enfadó y me reprochó mi narcisismo. Lo que dijo era parecido al mensaje de mi madre en nuestra última tarde juntos; fue lo siguiente: «¿Acaso crees que la vida de tu hermano gira en torno a la tuya? ¿Acaso crees que no es un adulto con vida propia llena de cosas más importantes que tú? ¿Acaso te crees tan poderoso como para que algo que escribas en una novela vaya a herirlo?».

Todas las lealtades, ya sea al escribir o en cualquier otro contexto, son significativas sólo cuando se las pone a prueba. Ser leal a uno mismo como escritor es más difícil cuando se empieza: cuando aún no has recibido suficiente respuesta del público para justificar tu lealtad a él. Las ventajas de estar en buenas relaciones con tus amigos y familiares son evidentes y concretas; las ventajas de escribir sobre ellos siguen siendo en gran medida especulativas. No obstante, llega un punto en que ambas ventajas empiezan a equipararse. Y entonces la pregunta es: ¿estoy dispuesto a correr el riesgo de acabar distanciado de alguien a quien quiero a fin de seguir convirtiéndome en el escritor que necesito ser? Durante mucho tiempo, en mi matrimonio, respondí que no. Incluso hoy algunas relaciones son tan importantes para mí que he de esforzarme sobremanera en escribir en torno a ellas y no a través de ellas. Pero lo que he aprendido es que existe un valor potencial, no sólo para tus textos sino también para tus relaciones, en el hecho de asumir riesgos autobiográficos: que en realidad quizá estés haciéndole un favor a tu hermano, o a tu madre o a tu mejor amigo, dándoles la oportunidad de estar a la altura de que se escriba sobre ellos, confiando en que ellos te querrán por cuanto eres, incluida tu parte de escritor. Al final, lo más importante es que escribas con la mayor veracidad posible. Si realmente quieres a la persona sobre cuyo material estás escribiendo, el texto debe reflejar ese amor. Siempre se corre el peligro de que esa persona no sea capaz de ver el amor y de que la relación se resienta, pero habrás hecho lo que al final, llegado un punto, tienen que hacer todos los escritores, que es ser leales a sí mismos.

Para acabar, me alegra informar que mi hermano y yo estamos ahora en mejores relaciones que nunca. Cuando me disponía a mandarle un ejemplar de la prepublicación de Las correcciones, le dije por teléfono que quizá odiara el libro y a mí. Su respuesta, por la que le estoy profundamente agradecido, fue: «Odiarte a ti no es una opción». La siguiente vez que hablé con él, después de que leyera el libro, empezó diciéndome: «Hola, Jon. Soy tu hermano Gary». Desde entonces, al comentar con sus amigos la novela, nunca oculta el parecido. El tiene su propia vida, con sus propias dificultades y satisfacciones, y tener un escritor por hermano no es más que otra parte de su propia historia. Nos queremos mucho.