Los cien hermanos es posiblemente la novela más extraña publicada por un estadounidense. Su autor, Donald Antrim, tal vez se diferencie más de cualquier otro escritor vivo que ningún otro escritor vivo. Sin embargo, paradójicamente —en gran medida como el narrador de la novela, Doug, es a la vez el más singular de los cien hijos de su padre y el que expresa más profundamente las aflicciones, los deseos y las neurosis de los otros noventa y nueve—, Los cien hermanos es también la novela más representativa. Habla como ninguno de nosotros en nombre de todos nosotros.

Hacia la mitad de la narración Doug formula el hecho fundamental que la alienta: «Quiero a mis hermanos y los odio a muerte». Lo hermoso de la obra es que Antrim ha creado un narrador que reproduce en el lector la misma mezcla volátil de sentimientos respecto al propio narrador: Doug resulta al mismo tiempo irresistiblemente adorable e insoportablemente frustrante. La genialidad de la obra radica en que plasma el mapa de esos sentimientos contradictorios sobre la figura arquetípica del chivo expiatorio: el sufridor ejemplar que aparece una y otra vez a lo largo de la historia humana, en particular en la persona de Jesús de Nazaret, en cuanto objeto tanto de amor como de rabia homicida, y que debe sacrificarse ritualmente a fin de que los demás sigamos viviendo con las contradicciones de nuestros insignificantes corazones.

En tiempos modernos, el papel del sufridor ejemplar ha acabado siendo interpretado por artistas. Quienes no son artistas dependen de éstos para dar forma placentera a las experiencias centrales del hecho de ser humano, y por eso mismo los valoran tanto. Al mismo tiempo, los artistas son objeto de resentimiento, a veces incluso a niveles homicidas, por la dudosa naturaleza de su carácter moral y porque hacen aflorar a la conciencia verdades dolorosas respecto a las cuales los no artistas prefieren permanecer ajenos. Los artistas lo enloquecen a uno, y Los cien hermanos es un ejemplo perfecto de la obra de arte que te seduce con su belleza y su poder, y luego te enloquece con su delirio. A menudo es cómica, pero de una comicidad con un lado peligroso. Cuando, por ejemplo, Doug describe el complicado diagrama de cómo deben sentarse a la mesa para comer él y sus noventa y ocho hermanos, en una escena que recuerda a la Ultima Cena, señala que su propio nombre, a diferencia del resto, está escrito en un «naranja intenso», y que «nunca ha sido capaz de desentrañar la lógica subyacente». El rótulo color naranja recuerda la fogata que varios hermanos encienden en las páginas iniciales del libro y las llamas que iluminan el ritual primitivo con que termina la novela; el color marca a Doug como un animal cazado. Y toda la comicidad de su situación —sabe y simultáneamente se resiste a saber que es el querido y odiado chivo expiatorio de sus hermanos— se condensa en su presunta incapacidad para «desentrañar la lógica». ¿Lo lógico es que Doug sea el ferviente genealogista de la familia, el antiguo quarterback estelar del equipo de fútbol familiar, el interlocutor fiable a quien los demás plantean sus preguntas sobre Dios, y el hermano que cuida a sus hermanos heridos psíquica y físicamente, a costa de sus propias necesidades? ¿O lo lógico es que (como revela gradual y cómicamente su narrador) Doug sea un embustero crónico y un ladrón impenitente de los fármacos y el dinero de sus hermanos, tienda a beber demasiado y comportarse mal, cultive un extraño fetichismo por el calzado de sus hermanos, y una vez, cuando era el quarterback de un partido vital, dejase caer el balón en su propia zona de anotación? ¿O lo lógico es (como parece más probable) que Doug sea el artista de la familia, la persona de fuera que también es quien ocupa el centro mismo, el hermano que ha asumido la responsabilidad de desempeñar anualmente el papel del Rey del Maíz y ejecutar «la danza nocturna de la muerte y la vida que nace de la muerte»?

Los cien hermanos habla por todos nosotros porque todos nos sentimos ineludiblemente el centro especial de nuestros mundos privados. Es una novela divertida y triste porque ese solipsismo natural nuestro se revela —de manera tan ridícula como trágica— en nuestros lazos de amor y parentesco con mundos privados de los que no somos necesariamente el centro.

En cuanto a la técnica, el libro es una maravilla: tiene que serlo, ya que, sin un supremo control autoral de la escena, la frase y el detalle, se desplomaría bajo el peso de su absurda premisa. En la frase inicial, Antrim consigue nombrar y precisar, por medio de la magia de sus comas, puntos y comas, guiones y paréntesis, a sus noventa y nueve hermanos al completo, que se han reunido para pasar juntos una noche de comida y copas, mal comportamiento masculino y demora en la tarea de dar debida sepultura a las cenizas paternas. (Esta frase inicial contiene asimismo la primera y última referencia del libro a una mujer concreta, Jane, la responsable de la desaparición del hermano número cien; es como si, con arreglo a la lógica de la novela, el mero hecho de mencionar a una novia, o un novio, baste para excluir a un hermano de la narración). El relato se desarrolla íntegramente en la enorme biblioteca de la ancestral mansión familiar, desde cuyas ventanas se ven las fogatas de los vagabundos en el «valle triste», más allá de la tapia de la finca, y la acción se reduce a una sola noche, intercalándose aquí y allá atisbos de una historia familiar de crueldad y violencia entre hermanos. (El recuerdo de Doug de un juego de la infancia llamado Mata al Hombre con la Pelota, un juego que encarna el amor/odio entre hermanos y prefigura su futuro ritual del chivo expiatorio, resulta especialmente inspirado). Los incidentes que se producen en esa única noche son a menudo absurdos y frustrantes, para Doug y el lector, y siempre intensamente vívidos y concretos. Unidos, componen una diestra hazaña coreográfica, en la que Doug, el autodesignado Rey del Maíz, es el principal bailarín, que invita a los demás a participar mientras va de aquí para allá por la biblioteca.

La novela también es una hazaña de la exclusión y la inclusión. Fuera quedan las mujeres (en especial, la madre o madres de los hermanos), los niños, cualquier alusión a un lugar o año concreto, y todo tipo de explicación realista de cómo es posible que haya tantos hermanos, cómo caben en una sola casa y cómo son sus vidas fuera. No obstante, dentro de estos confines fantásticos se halla un inventario notablemente completo de las cosas que los hombres hacen y sienten cuando están juntos. El fútbol, los puñetazos, las peleas con lanzamiento de comida, las partidas de ajedrez, las valentonadas, las apuestas, la caza, la bebida, la pornografía, las bromas, la filantropía, las herramientas eléctricas («Doug, tienes que devolverme la lijadora de cinta», dice de pasada el hermano Angus), las zonas de ligue homosexual, las inquietudes sobre la incontinencia y el tamaño del pene y el aumento de peso en la mediana edad: está todo ahí. Además, pese a su brevedad, el libro contiene una genealogía del conocimiento y la experiencia humanos diestramente resumida, que va desde la Prehistoria hasta un presente muy tardío en el que la civilización parece a punto de desmoronarse. Así como una sola biblioteca en mal estado y con goteras alberga una enorme colección de libros y publicaciones de todos los temas y todas las épocas, también la totalidad de los arquetipos humanos («los aspectos primarios del Yo», en palabras de Doug) se congregan única y exclusivamente en la conciencia heroica y defectuosa del narrador.

Cuando todos los hermanos están sentados a la mesa, uno de ellos hace un llamamiento a favor de mantener en mejor estado la biblioteca: «Como algunos de vosotros quizá sepáis, no hace mucho un lento goteo directamente sobre Filosofía del Espíritu ha anegado y destruido entre el setenta y el ochenta por ciento de Teoría del Conocimiento». Aun así, igual que en una especie de pesadilla de parálisis, los hermanos sólo son capaces de advertir el deterioro de la biblioteca, no de combatirlo seriamente. Las bombillas de la lámpara de araña parpadean, la lluvia penetra, los murciélagos revolotean de aquí para allá, los muebles están rotos, hay restos de comida en alfombras antaño valiosas. La novela entera se ve ensombrecida por la percepción, o el temor o la premonición, de que la posmodernidad no nos lleva hacia delante sino hacia atrás, a lo primitivo: de que nuestra enorme acumulación de conocimiento obtenida con tanto esfuerzo, en último extremo de nada servirá y se perderá. Ya en las primeras páginas, al describir la pornografía del siglo XVIII, tema sobre el que se centran algunos de los hermanos casados, Doug intuye esta pérdida. «El descuido de la higiene en tiempos de la Ilustración está bien documentado —comenta—. Cierta degeneración sifilítica acecha en estos grabados en ex libris de aristócratas legañosos que hacen el amor a cuatro patas con el sombrero puesto». En la segunda mitad de la novela, los indicios de deterioro se convierten en el son de un tambor, que culmina en la brillante escena en la que el propio Doug, extasiado entre los libros reunidos en los estantes de Teólogos Liberales, Anticuarios y Bibliógrafos, «riega, como suele decirse, unas cuantas obras maestras de la literatura». En la desesperación que se adueña de Doug tras este momento de éxtasis, la disolución de la biblioteca cada vez se distingue menos de lo que le ocurre a él. El hombre se ha convertido en el mundo; el mundo, en el hombre; el solipsismo es absoluto. La narración ha enloquecido por completo.

La locura de Los cien hermanos deriva de su voluntad de aceptar, incluso celebrar, el tétrico hecho de que la vida de un individuo consiste, en último extremo, en una acelerada marcha hacia la decadencia y la muerte. La novela es un sueño dionisíaco en el que nada, ni siquiera la cordura, escapa al caos corrosivo de esta circunstancia; pero su forma es valerosamente apolínea. Presenta el solipsismo solitario de una manera universal y humana por medio del rito, el arquetipo y la excelencia artística. Lo que Nick Carraway afirma sobre su amigo Jay Gatsby podría aplicarse al chivo expiatorio Doug: demostró su valía al final. Los demás, sus hermanos y hermanas, despertamos del angustioso sueño reparados y más capacitados, como dice Doug con ironía y esperanza a partes iguales, para «prosperar y medrar».