En los últimos años, la zona sudoriental de la República de Chipre se ha urbanizado considerablemente para dar cabida al turismo extranjero. Grandes hoteles de altura media, especializados en paquetes vacacionales para alemanes y rusos, dominan playas ocupadas por tumbonas y sombrillas en ordenadas filas, y el Mediterráneo es de un azul extremo. Se puede pasar aquí una semana muy agradable, conduciendo por modernas carreteras y bebiendo la buena cerveza local, sin sospechar que la zona acoge la campaña de matanza de aves canoras más intensiva de la Unión Europea.
El último día de abril me desplacé a la próspera localidad turística de Protaras a fin de reunirme con cuatro miembros de una organización alemana para la protección de las aves, el Comité Contra las Matanzas de Aves (CABS, por sus siglas en inglés), que organiza «campamentos» estacionales para voluntarios en los países del Mediterráneo. Como en Chipre la temporada alta de la caza de aves canoras con trampa es el otoño, cuando las que migran al sur van con toda su carga de grasa después de los festines en el verano septentrional, me preocupaba no ver acción, pero el primer huerto donde entramos, junto a una transitada carretera, estaba repleto de varas enligadas: palos rectos, de 75 cm de longitud, untados de una goma pegajosa extraída del mirabel y colocados arteramente en las ramas de los árboles bajos en las que suelen posarse las aves. El equipo del CABS, encabezado por un joven italiano flaco y barbudo llamado Andrea Rutigliano, se desplegó por el huerto, retirando las varas, frotándolas contra la tierra para neutralizar la liga y partiéndolas por la mitad. Todas tenían plumas pegadas. En un limonero encontramos un papamoscas collarino colgado boca abajo como una fruta animal, con la cola, las patas y las alas blanquinegras engomadas. Mientras el ave se contraía intentando zafarse, Rutigliano grabó la escena en vídeo desde diversos ángulos, y un voluntario italiano de mayor edad, Dino Mensi, sacó fotografías. «Las fotos son importantes —aseguró Alex Heyd, un alemán de semblante serio y secretario general de la organización—, pues la guerra se gana en los periódicos, no sobre el terreno».
Bajo el tórrido sol, los dos italianos se ocuparon de la liberación del papamoscas, desprendiendo con delicadeza las plumas una por una, aplicando chorritos de jabón diluido para ablandar la resistente liga y haciendo muecas de dolor cuando se perdía una pluma. Rutigliano limpió con sumo cuidado la goma de las diminutas patas. «Hay que quitar hasta el último resto de liga —explicó—. El primer año que lo hice, dejé un poco en la pata de un pájaro y volvió a quedarse pegado. Tuve que trepar al árbol».
Rutigliano me puso el papamoscas en las manos; las abrí y el ave alzó el vuelo a baja altura a través del huerto, reanudando su viaje hacia el norte.
Nos rodeaba el estruendo del tráfico, los melonares, las urbanizaciones, los complejos hoteleros. David Conlin, un robusto ex militar británico, tiró unas cuantas varas inutilizadas entre unos matorrales y comentó: «Es asombroso, allá donde te pares te encuentras con esto».
Observé a Rutigliano y Mensi mientras liberaban un segundo pájaro, un mosquitero silbador, una preciosa ave de cuello amarillo. Qué malestar ver tan de cerca a una especie de la que sólo suele conseguirse una visión aceptable mediante una meticulosa labor con los prismáticos. Literalmente, qué desilusión. Deseé decirle al mosquitero silbador lo que, según cuentan, dijo san Francisco de Asís cuando vio a un animal salvaje capturado: «¿Por qué te has dejado atrapar?».
Cuando abandonábamos el huerto, Rutigliano le aconsejó a Heyd que se pusiera del revés su camiseta del CABS para que nos tomaran por turistas corrientes de paseo. En Chipre se permite entrar en cualquier finca privada que no esté vallada, y toda forma de trampa para aves canoras se considera delito desde 1974; aun así, lo que hacíamos se me antojaba prepotente y posiblemente peligroso. El equipo, con su negra y apagada vestimenta, parecía más un comando que un grupo de turistas. Una lugareña, quizá la dueña del huerto, nos observó inexpresiva cuando nos encaminamos tierra adentro por una pista sin asfaltar. A continuación nos adelantó una camioneta descubierta conducida por un hombre; el equipo, temiendo que pretendiera adelantarse para retirar las varas de otro sitio, lo siguió al trote.
En el jardín trasero de aquel hombre encontramos dos pares de tubos metálicos de siete metros de largo colocados horizontalmente y en paralelo sobre unas sillas: una pequeña fábrica de varas enligadas, de esas que garantizan unos buenos ingresos a los chipriotas que conocen el oficio, en su mayoría ya entrados en años. «Los manufactura y se queda unos cuantos para él», informó Rutigliano.
Él y los demás se pasearon descaradamente en torno al gallinero y las conejeras del hombre, cogiendo unas cuantas varas vacías y colocándolas sobre los tubos. Luego, adentrándonos en la propiedad, subimos a lo alto de una pequeña colina, bajamos por el otro lado y llegamos a un huerto surcado por mangueras de irrigación y lleno de aves atrapadas.
«Questo giardino é un disastro!», exclamó Mensi, que sólo hablaba italiano.
Una hembra de curruca capirotada se había arrancado casi toda la cola y no sólo estaba pegada por las patas y las alas, sino también por el pico, que abrió en cuanto Rutigliano la despegó, piando furiosamente. Cuando el pájaro quedó libre, le echó un chorrito de agua en la boca y lo dejó en el suelo. Cayó hacia delante y aleteó de manera lastimosa, hundiendo la cabeza en el barro.
—Ha estado colgado tanto tiempo que los músculos de las patas están hiperextendidos —explicó—. Nos lo quedaremos esta noche y mañana ya podrá volar.
—¿Incluso sin cola? —pregunté.
—Sin duda. —Cogió el pájaro y lo metió en un bolsillo exterior de la mochila.
La curruca capirotada es la curruca más común de Europa y la exquisitez nacional típica de Chipre, donde se las conoce como ambelopoulia. Aunque es el principal objetivo de los tramperos chipriotas, la captura accesoria de otras especies resulta ingente: alcaudones poco comunes, otras currucas, aves mayores como el cuclillo y la oropéndola, incluso búhos y halcones pequeños. En el segundo huerto habían quedado adheridos a la liga cinco papamoscas collarinos, un gorrión común y un papamoscas gris (antes muy extendido, y ahora cada vez más raro en el norte de Europa), además de otras tres currucas capirotadas. Después de echarlas a volar, los miembros del equipo iniciaron el recuento de varas enviscadas en ese emplazamiento: cincuenta y nueve.
Un poco más allá, tierra adentro, en una arboleda seca y plagada de maleza con vistas al mar azul y los arcos dorados de un McDonald’s nuevo, encontramos una vara enligada con un ave colgada. Se trataba de un ruiseñor ruso, una especie de plumaje grisáceo que sólo había visto una vez. Estaba muy enredado en la liga y se había roto un ala.
—La fractura está entre dos huesos, así que no puede recuperarse —dictaminó Rutigliano, palpando la articulación entre las plumas—. Por desgracia, tendremos que sacrificarlo.
Probablemente aquella vara en la que había quedado prendido el ruiseñor ruso se la había olvidado el trampero al retirar esa mañana las otras. Mientras Heyd y Conlin discutían si debían levantarse antes del amanecer al día siguiente e intentar «tenderle una emboscada» al trampero, Rutigliano acarició la cabeza del pájaro.
—Es tan bonito… —dijo como un niño pequeño—. No puedo matarlo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Heyd.
—Podríamos dejarlo en el suelo, darle la oportunidad de moverse dando saltitos y morir por su cuenta.
—No creo que tenga muchas posibilidades —señaló Heyd.
Rutigliano lo depositó en el suelo y lo observó mientras, con aspecto más de ratón que de ave, se arrastraba hasta esconderse en un pequeño espino.
—Quizá camine mejor dentro de unas horas —comentó con actitud poco realista.
—¿Quieres que tome yo la decisión? —preguntó Heyd.
Sin responder, Rutigliano se alejó cuesta arriba y se perdió de vista.
—¿Adónde ha ido el pájaro? —me preguntó Heyd.
Señalé el arbusto. Heyd capturó el pájaro y lo sostuvo con delicadeza mientras nos miraba a Conlin y a mí.
—¿Estamos de acuerdo? —preguntó en alemán.
Asentí. Y él le arrancó la cabeza con un giro de muñeca.
El sol iluminaba el cielo, difuminando el azul con su blancura. Mientras buscábamos una posición desde donde tender una emboscada en la arboleda, perdimos la cuenta de las horas que llevábamos caminando. Cada vez que veíamos a un chipriota en una furgoneta o en un campo, nos escondíamos detrás de rocas y entre cardos cuyas espinas nos traspasaban los pantalones, por miedo a que alguien alertara al trampero propietario del emplazamiento. Allí sólo había en juego unas cuantas aves canoras, no minas terrestres en la ladera, pero de la resplandeciente quietud emanaba una sensación de amenaza en tiempos de guerra.
El uso de varas enligadas como trampas es tradicional en Chipre y está muy extendido al menos desde el siglo XVI. Las aves migratorias eran una importante fuente de proteínas estacional en las zonas rurales, y los chipriotas de mayor edad recuerdan que sus madres atrapaban en el jardín unas cuantas para la cena. En décadas más recientes, la ambelopoulia se ha popularizado entre los chipriotas urbanos y acaudalados como una especie de manjar nostálgico: se regala a un amigo un tarro de pájaros en vinagre, o para una ocasión especial se pide una bandeja entera de pájaros fritos en un restaurante. A mediados de los noventa, dos décadas después de que se prohibiera en el país toda forma de caza de aves con trampas, todavía se mataban hasta diez millones de aves canoras al año. Para satisfacer la demanda de los restaurantes, la tradicional colocación de varas enligadas se había complementado con campañas de caza con red a gran escala, pero el gobierno chipriota, que intentaba dar buena imagen y conseguir la incorporación a la Unión Europea, arremetió vigorosamente contra los tramperos que ponían redes. En 2006, la captura anual descendió a más o menos un millón.
En los últimos años, no obstante, con Chipre ya cómodamente instalado en la UE, empezaron a reaparecer en los restaurantes carteles donde se anunciaban ilícitamente las ambelopoulia, y el número de emplazamientos con trampas va en aumento. El lobby de cazadores chipriota, que representa a los cincuenta mil cazadores de la república, apoya este año dos propuestas parlamentarias para suavizar las leyes contra la caza furtiva. Una de ellas convertiría la práctica de enviscar en mera falta; la otra despenalizaría el uso de grabaciones electrónicas para atraer a las aves. Según las encuestas de opinión, aunque la mayoría de los chipriotas desaprueba ese tipo de captura, también son mayoría quienes creen que no es un problema grave, y muchos disfrutan comiendo ambelopoulia. Cuando la Consejería de Caza del país organizó inspecciones en restaurantes que servían estas aves, los medios criticaron rotundamente la medida, incluso se llegó a denunciar que se le había quitado la comida de las manos a una comensal embarazada.
«Aquí la comida es sagrada —explicó Martin Hellicar, el director de campañas de BirdLife Chipre, una organización local más reacia a la provocación que el CABS—. No creo que se condene nunca a nadie por comer ese plato».
Hellicar y yo habíamos pasado un día entero recorriendo emplazamientos con redes en la zona sudoriental del país. En un pequeño olivar pueden colocarse redes, pero los emplazamientos realmente grandes están en plantaciones de acacias, una especie foránea que nadie riega a menos que pretenda poner trampas para aves. Vimos plantaciones de éstas por todas partes. Entre las hileras de acacias se colocan largas tiras de moqueta barata; cientos de metros de redes de «niebla» casi invisibles se cuelgan de postes por lo general anclados en viejos neumáticos rellenos de hormigón; y luego, de noche, se emiten trinos de pájaros a gran volumen a fin de atraer a las aves migratorias hacia las exuberantes acacias para descansar. Por la mañana, al alba, los cazadores furtivos lanzan puñados de guijarros para espantar a los pájaros, de modo que, al alzar el vuelo, caigan en las redes. (Un indicio revelador de las trampas es un montículo de dichos guijarros junto al arcén de la carretera). Como, según una superstición entre los cazadores furtivos, liberar a los pájaros echa a perder un emplazamiento, a las especies sin valor comercial les retuercen el cuello y las tiran al suelo, o las dejan morir en las redes. Los pájaros con valor comercial llegan a valer hasta cinco euros la pieza, y un emplazamiento bien organizado puede acumular mil o más aves al día.
La peor zona de Chipre en cuanto a caza furtiva es la base militar británica de cabo Pyla. Puede que los británicos sean el pueblo que más ama a las aves en Europa, pero la base, que alquila sus amplios polígonos de tiro a los agricultores chipriotas, se halla en una delicada posición desde el punto de vista diplomático: tras una reciente batida por parte del ejército para imponer la ley, veintidós letreros de la Base Area Soberana fueron arrancados por lugareños enfurecidos. Fuera del recinto militar, la imposición de la ley se ve obstaculizada por la logística y la política. Los cazadores furtivos emplean puestos de observación y guardias nocturnos y han levantado pequeñas cabañas en sus emplazamientos, porque los agentes de la Consejería de Caza necesitan obtener una orden judicial si quieren registrar un «domicilio», de modo que, en el tiempo necesario para tramitarla, los furtivos pueden retirar sus redes y ocultar su equipo electrónico. Además, como estos cazadores a gran escala son ahora delincuentes declarados, los agentes temen la posibilidad de ataques violentos. «El mayor problema es que en Chipre nadie, ni siquiera los políticos, admite públicamente que comer ambelopoulia está mal», me confió el director de la Consejería de Caza, Pantelis Hadjigerou. De hecho, un popular político del norte de Chipre poseía el récord de haber comido el mayor número de ambelopoulia de una sentada: 54.
«Nuestro ideal sería encontrar a una personalidad mediática que dijera abiertamente: “Yo no como ambelopoulia y nadie debería hacerlo, porque está muy mal” —me explicó Clairie Papazoglou, directora de LifeBird Chipre—. Pero existe aquí un pacto tácito por el cual, si pasa algo malo, no puede darse a conocer fuera de la isla. No podemos ofrecer una mala imagen al mundo».
«Antes de la entrada de Chipre en la Unión Europea —me contó Hellicar—, los tramperos dijeron: “Nos retiraremos durante un tiempo”. Ahora los chicos de dieciocho y diecinueve años viven la caza furtiva como una especie de machismo patriótico. Es un símbolo de resistencia al Gran Hermano, la UE».
Lo que me pareció orwelliano fue la política interior de Chipre. Hace treinta y seis años, Turquía ocupó la parte norte de la isla, y el sur, de etnia griega, ha prosperado enormemente desde entonces; sin embargo, el Problema de Chipre sigue protagonizando los noticiarios nacionales a diario. «Cualquier otro asunto se esconde bajo la alfombra, todo lo demás es insignificante —me explicó el antropólogo social chipriota Yiannis Papadakis—. Dicen: “¿Cómo os atrevéis a llevarnos ante el Tribunal Europeo por algo tan absurdo como los pájaros? ¡Llevemos a Turquía a los tribunales!” Nunca hubo un debate serio sobre la incorporación a la UE: sencillamente, era el medio por el que íbamos a resolver el Problema de Chipre».
El instrumento para la conservación más poderoso de la Unión Europea es su Directiva de Aves, promulgada en 1979, que exige a los estados miembros que protejan a todas las especies de pájaros europeas y conserven suficiente hábitat para ellas. Desde su incorporación a la UE, en 2004, Chipre ha recibido repetidas advertencias de la Comisión Europea por infringir la directiva, pero de momento ha eludido multas y sentencias; si las leyes sobre el medio ambiente de un estado miembro coinciden en el papel con la directiva, la Comisión es reacia a intervenir en la aplicación de leyes soberanas.
El partido gobernante de Chipre, nominalmente comunista, defiende con fervor el desarrollo urbanístico privado. El Ministerio del Turismo apoya proyectos para construir catorce nuevos complejos residenciales con campos de golf (la isla actualmente tiene tres), pese a que el país dispone de un aprovisionamiento de agua dulce muy limitado. Todo aquel que posee tierra accesible por carretera puede construir en ella, por lo que las zonas rurales están considerablemente fragmentadas. Visité cuatro de las reservas naturales más importantes del sudeste, todas merecedoras en teoría de especial protección conforme a la normativa de la Unión Europea, y me quedé en general deprimido por el estado en que se hallan. El gran lago estacional de Paralimni, por ejemplo, cerca de donde estaba yo patrullando con el grupo del CABS, es una hondonada ruidosa y polvorienta dominada por un campo de tiro y una pista de motocross ilegales, con el suelo cubierto de casquillos de bala y salpicado por todas partes de escombros de obras de construcción, grandes electrodomésticos desechados y basura doméstica.
Sin embargo, las aves siguen yendo a Chipre; no tienen elección. Al volver al pueblo a una hora en que el cielo estaba menos blanco, la patrulla del CABS se detuvo a admirar un escribano cabecinegro, una joya de tonos dorados, negros y castaños que cantaba en lo alto de un arbusto. Por un momento, nuestra tensión menguó, y todos fuimos simplemente ornitólogos soltando exclamaciones en sus lenguas maternas:
—Ah, che bello!
—Fantastic!
—Unglaublich schön!
Antes de dar por zanjado el día, Rutigliano quiso hacer una última parada en un huerto donde el año anterior un voluntario del CABS había recibido una paliza a manos de los tramperos. Cuando abandonábamos la carretera principal para enfilar una pista de tierra, el conductor de una furgoneta roja de cuatro plazas que venía en sentido contrario nos hizo un gesto de degüello. Cuando la furgoneta accedió a la carretera, dos de sus ocupantes se asomaron por las ventanillas y nos hicieron un corte de mangas.
Heyd, el alemán serio, quiso dar media vuelta y marcharse de inmediato, pero los otros adujeron que no había razones para pensar que aquellos hombres fueran a volver. Seguimos hasta el huerto y allí encontramos atrapados cuatro papamoscas collarinos y un mosquitero silbador que no podía alzar el vuelo. Rutigliano me lo entregó para que lo guardara en mi mochila. Una vez destruidas todas las varas enligadas, Heyd, ahora más nervioso, propuso de nuevo que nos marcháramos. Pero los dos italianos deseaban echar un vistazo a otra arboleda que había más allá.
—No tengo ningún mal presentimiento —dijo Rutigliano.
—En inglés hay una expresión para eso: no tientes a la suerte —dijo Conlin.
En ese momento apareció la furgoneta roja a toda velocidad cuesta abajo y se detuvo con una sacudida a unos cincuenta metros. Bajaron tres hombres que echaron a correr hacia nosotros, recogiendo a su paso piedras como pelotas de béisbol y lanzándonoslas. Pensé que sería fácil esquivar unas cuantas piedras voladoras, pero no lo era tanto, y a Conlin y Heyd les dieron. Rutigliano grababa en vídeo, Mensi sacaba fotografías y alrededor se oía un confuso griterío: «¡Sigue grabando, sigue grabando!», «¡Avisa a la policía!», «¿Cuál es el número?». Preocupado por el mosquitero silbador que llevaba en la mochila, y no muy deseoso de que me tomaran por miembro del CABS, seguí a Heyd en su retirada cuesta arriba. Cuando nos detuvimos a una distancia no muy segura, vimos a dos hombres atacar a Mensi, intentando arrancarle la mochila y la cámara. De treinta y tantos años y muy curtidos por el sol, ambos vociferaban:
—¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué sacáis fotos?
Mensi, chillando y con los músculos en tensión, mantenía la cámara bien sujeta contra el vientre. Los hombres lo cogieron en volandas, lo arrojaron al suelo y se echaron sobre él; siguió una caótica pelea. Yo no veía a Rutigliano, pero más tarde supe que lo habían derribado a puñetazos y le habían asestado puntapiés en piernas y costillas. Estamparon su videocámara contra una roca, después de descargarla sobre la cabeza de Mensi. Conlin, de pie en medio de la refriega, con una imponente prestancia militar, sujetaba dos teléfonos móviles e intentaba marcar el número de la policía. Más tarde me contó que les había dicho a los agresores que si lo tocaban los llevaría a todos los tribunales del país.
Heyd había seguido replegándose, lo que me pareció una buena idea. Cuando lo vi mirar atrás, palidecer y poner pies en polvorosa, también yo sucumbí al pánico.
Correr huyendo del peligro no se parece a ninguna otra manera de correr: es difícil ver por dónde vas. Salté una cerca de piedra y me precipité a través de un campo plagado de zarzas, acabé tropezando en una acequia y me golpeé el mentón con un trozo de valla, y entonces decidí: Ya basta. Estaba preocupado por el mosquitero silbador de mi mochila. Vi a Heyd correr cuesta arriba por un amplio jardín, hablar con un hombre de mediana edad y luego, visiblemente asustado, seguir corriendo. Me acerqué al dueño del jardín e intenté explicarle la situación, pero él sólo hablaba griego. Con expresión a la vez preocupada y recelosa, fue en busca de su hija, quien pudo explicarme, en inglés, que casualmente me hallaba en el jardín del director de Greenpeace de la zona. Me dio agua y dos platos de galletas y le contó mi historia a su padre, que respondió con una sola palabra airada: «¡Bárbaros!», tradujo la hija.
Ya de vuelta junto al coche de alquiler, bajo unos nubarrones que amenazaban lluvia, Mensi se palpaba las costillas con cuidado y se curaba los cortes y rasguños de los brazos; le habían robado la cámara y la mochila. Conlin me enseñó la videocámara destrozada y Rutigliano, que había perdido las gafas y cojeaba, me confesó, con la naturalidad del fanático:
—Quería que pasara algo así, sólo que no hasta este punto.
Había llegado un segundo equipo del CABS y sus miembros rondaban por allí con expresión lúgubre. En su coche llevaban una caja de cartón vacía donde, justo cuando se detenía al lado un vehículo de la policía, pude dejar el mosquitero silbador, al que se veía apagado pero aún vivo. Me habría alegrado más de su rescate si no hubiese visto, en mi móvil, un nuevo mensaje de texto de un amigo chipriota, confirmando nuestra cita clandestina para comer ambelopoulia la noche siguiente. Empezaba a creer que podría limitarme a ser un buen observador periodístico, sin necesidad de comerme una personalmente; pero ya no estaba tan claro cómo iba a eludirlo.
Cada primavera llegan unos cinco mil millones de aves procedentes de África para criar en Eurasia, y cada año la friolera de mil millones son eliminadas de forma intencionada por los humanos, sobre todo en las rutas migratorias del Mediterráneo. Del mismo modo que las barcas arrastreras vacían sus aguas de peces por medio del sonar y redes eficientes, la extremadamente eficaz tecnología de las grabaciones de trinos de pájaros limpian sus cielos de aves migratorias. Desde los años setenta, como resultado de la Directiva de Aves y otros tratados de protección, la situación de algunas especies en peligro de extinción ha mejorado algo. Pero los cazadores de todo el Mediterráneo, aprovechándose de esta mínima mejoría, han vuelto a la carga. A modo de experimento, hace poco Chipre levantó la veda para la tórtola y la codorniz en primavera; Malta, en abril, levantó su propia veda de primavera; y el Parlamento italiano aprobó en mayo una ley que prolonga la temporada de caza de otoño en el país. Si bien los europeos se consideran modelos de ilustración medioambiental —o al menos adoctrinan como si lo fueran a Estados Unidos y China acerca de las emisiones de dióxido de carbono—, las poblaciones de muchas aves residentes y migratorias en Europa han decrecido de manera alarmante en la última década. No hay que ser ornitólogo para echar en falta el reclamo del cuco, el vuelo circular de los vanelinos sobre los campos o el canto de los trigueros desde los postes eléctricos. Todo un mundo de aves ya maltratadas por la agricultura intensiva y la pérdida del hábitat está precipitándose hacia la extinción por la acción de cazadores y tramperos. Hay muchas probabilidades de que la primavera en el Viejo Mundo quede en silencio antes que en el Nuevo.
La República de Malta, compuesta de varios pedazos de piedra caliza densamente poblados, cuya superficie conjunta no llega a doblar la del Distrito de Columbia, es el país europeo que manifiesta una hostilidad más brutal contra las aves. Hay doce mil cazadores registrados (cerca del tres por ciento de la población), muchos de los cuales consideran un derecho de nacimiento disparar contra cualquier pájaro que tenga la desgracia de pasar por Malta en sus migraciones, al margen de la veda o del grado de protección del ave. Los malteses cazan merópidos, abubillas, oropéndolas, pardelas, cigüeñas y garzas. Se apostan tras las vallas que delimitan el aeropuerto internacional y disparan a las golondrinas como prácticas de tiro. Disparan desde los tejados de las ciudades y desde los arcenes de carreteras muy transitadas. Se colocan en búnqueres construidos en las paredes de acantilados, muy próximos entre sí, y abaten bandadas de halcones migratorios. Disparan a aves de rapiña en peligro de extinción, como el águila pomerana y el aguilucho papialbo, a cuya preservación gobiernos del norte de Europa dedican millones de euros. Las aves poco comunes se disecan y añaden a las colecciones de trofeos; las corrientes quedan tiradas en el suelo o enterradas bajo rocas, para no delatar a los cazadores. Cuando los ornitólogos italianos ven un ave migratoria a la que le falta un trozo de ala o cola, lo llaman «plumaje maltés».
En los noventa, en el período previo a la incorporación de Malta a la UE, el gobierno empezó a exigir el cumplimiento de una ley contra la captura de especies excluidas de la caza; Malta dio mucho que hablar en grupos tan lejanos como la Real Sociedad para la Protección de las Aves del Reino Unido, que envió voluntarios para colaborar en la aplicación de la ley. Como consecuencia, según un voluntario británico con quien hablé, «la situación ha pasado de ser diabólica a simplemente atroz». Pero los cazadores malteses, que aducen que el país es demasiado pequeño para que sus cacerías tengan un impacto significativo entre la población aviar, se ofenden profundamente ante lo que consideran una injerencia extranjera en su «tradición». La organización nacional de cazadores, la Federazzjoni Kaccaturi Nassaba Konservazzjonisti, declaró en su boletín de abril de 2008: «A juicio de la FKNK, las labores policiales deberían llevarse a cabo exclusivamente por la policía maltesa, y no por arrogantes extremistas extranjeros que piensan que Malta es suya porque pertenece a la UE».
Cuando en 2006 el grupo local para la defensa de las aves, BirdLife Malta, contrató a un súbdito turco, Tolga Temuge, ex director de campañas de Greenpeace, para lanzar una agresiva campaña contra la caza ilegal, los cazadores recordaron el asedio de Malta a manos de los turcos en 1565 y reaccionaron con cólera explosiva. El secretario general de la FKNK, Lino Farugia, arremetió contra «el Turco» y sus «lacayos malteses», a lo que siguió una sucesión de amenazas y agresiones contra las propiedades y el personal de BirdLife. Un miembro de BirdLife recibió un tiro en la cara, tres coches de voluntarios de este grupo fueron incendiados y varios millares de árboles jóvenes arrancados de raíz en una zona de reforestación que molestaba a los cazadores porque competía con el otro único bosque de la isla principal, que ellos controlan y donde disparan contra las aves que se posan. Como se explicaba en una revista de caza de gran difusión en agosto de 2008, «todo tiene un límite, y nadie puede esperar que se fuercen más allá de cierto punto los sólidos lazos y valores morales de las familias maltesas sin que les hierva la sangre latina, ni puede esperarse que cedan su tierra y su cultura en una cobarde retirada».
Sin embargo, en contraste con Chipre, la opinión pública maltesa se opone firmemente a la caza. Junto con la banca, el turismo es la principal fuente de ingresos de Malta, y los periódicos publican frecuentemente airadas cartas de turistas que se han visto en peligro por la acción de los cazadores o han presenciado atrocidades con las aves. La propia clase media maltesa ve con disgusto que el limitadísimo espacio abierto del país esté invadido por cazadores entusiastas que colocan carteles de PROHIBIDO EL PASO en tierras públicas. A diferencia de BirdLife Chipre, BirdLife Malta ha conseguido la colaboración de destacados ciudadanos (como el propietario del grupo hotelero Radisson) en una campaña mediática llamada «Reivindica TU espacio rural».
No obstante, Malta es un país bipartidista, y como sus elecciones nacionales se deciden habitualmente por un margen de unos miles de votos, ni el Partido Laborista ni los Nacionalistas pueden distanciarse de sus electores cazadores a tal extremo que éstos no se acerquen a las urnas. De modo que la aplicación de las leyes de caza sigue siendo laxa: se le dedican unos efectivos mínimos, muchos policías locales son amigos de los cazadores, e incluso los buenos policías pueden responder con apatía a las denuncias. Aun cuando se procesa a los infractores, los tribunales malteses son reacios a imponer multas superiores a unos cientos de euros.
Este año, el gobierno Nacionalista levantó la veda de primavera para la codorniz y la tórtola desafiando un dictamen del Tribunal de Justicia europeo del otoño pasado. La Directiva de Aves de la UE permite a los Estados miembros aplicar «exenciones» y la matanza de pequeñas cantidades de especies protegidas para un «uso razonable», como el control de bandadas de aves en las inmediaciones de aeropuertos o la subsistencia de las comunidades rurales tradicionales. El gobierno maltés solicitó una exención para proseguir la «tradición» de la caza en primavera, que la directiva suele prohibir, y el Tribunal dictaminó que la propuesta de Malta no había superado tres de las cuatro pruebas presentadas por la directiva: aplicación rigurosa de la ley, cantidades pequeñas y paridad con otros Estados miembros de la UE. En cuanto a la cuarta prueba, sin embargo —si existe una «alternativa»—, Malta presentó pruebas, en forma de recuento de piezas cobradas, de que la caza otoñal de codornices y tórtolas no era una alternativa satisfactoria a la caza de primavera. Si bien el gobierno sabía que el recuento de piezas cobradas era poco fiable (el propio secretario general de la FKNK admitió en una ocasión públicamente que el recuento verdadero podía ser diez veces mayor que el declarado), la Comisión Europea sigue la política de confiar en los datos presentados por los gobiernos de los Estados miembros. Malta sostuvo además que, como la codorniz y la tórtola no son especies amenazadas globalmente (todavía abundan en Asia), no merecían protección absoluta, y los abogados de la Comisión no señalaron que lo que contaba era la situación de la especie dentro de la UE, donde, de hecho, su población se halla en severo declive. Por consiguiente, el Tribunal, si bien falló contra Malta y prohibió la caza en primavera, permitió que superara una de las cuatro pruebas. Y el gobierno maltés proclamó una «victoria» y pasó, a principios de abril, a autorizar la caza.
El primer día de la temporada de caza me incorporé junto a Tolga Temuge, un hombre con coleta a quien le gusta proferir juramentos, a la patrulla de madrugada. No esperábamos oír muchos disparos, porque la FKNK, indignada por las condiciones impuestas por el gobierno —la temporada duraría sólo seis medias jornadas, en lugar del tradicional período de entre seis y ocho semanas, y sólo se concederían 2500 licencias—, había organizado un boicot a la temporada, amenazando con «señalar con el dedo» a cualquier cazador que solicitara licencia. «La Comisión Europea fracasó —sentenció Temuge mientras recorríamos en coche el oscuro y polvoriento laberinto de la red vial maltesa—. La organización de caza europea y BirdLife International hicieron un gran esfuerzo para llegar a unos límites de caza sostenibles, y luego va Malta y se incorpora a la UE, como el Estado miembro menor, y amenaza con echar abajo todo el edificio de la excelente Directiva de Aves. El incumplimiento maltés está sentando un mal precedente para que otros Estados miembros, sobre todo en el Mediterráneo, se comporten igual».
Cuando empezaba a clarear, nos detuvimos en un irregular camino de piedra caliza, entre campos cercados de heno dorado, y permanecimos atentos a posibles detonaciones. Oí ladridos de perros, el canto de un gallo, los cambios de marcha de furgonetas y, en algún lugar cercano, un canto electrónico de codorniz. En otros puntos de la isla patrullaban otros seis equipos de Temuge, compuestos sobre todo por voluntarios extranjeros y unos cuantos guardias de seguridad malteses contratados. Con la salida del sol, empezamos a oír disparos lejanos, aunque no muchos; esa mañana el país parecía básicamente desprovisto de pájaros. Al atravesar una aldea, resonaron un par de disparos («¡Increíble, joder! —exclamó Temuge—. ¡Es una zona habitada! ¡Increíble, joder!»), y luego volvimos al dédalo de tapias de piedra que en Malta pasa por campiña. Otras detonaciones nos llevaron a un pequeño campo donde había dos hombres de treinta y tantos años con un radiotransmisor. En cuanto nos vieron, empuñaron unas azadas y se ocuparon de las exuberantes matas de judías y cebollas. «En cuanto llegas a la zona, se enteran —explicó Temuge—. Todo el mundo lo sabe. Si llevan radio, son cazadores en un noventa por ciento».
Parecía muy temprano para estar cavando con azada, pero mientras permanecimos junto al campo no oímos más disparos. Cuatro deslumbrantes oropéndolas macho pasaron veloces, desafortunadas por haber elegido Malta como alto en su ruta migratoria, pero afortunadas porque estábamos allí. En un árbol bajo, vi un pinzón hembra, uno de los pájaros más comunes en Europa y prácticamente ausente en Malta debido a la difundida práctica de la colocación ilegal de trampas. Temuge se emocionó cuando se lo señalé. «¡Un pinzón! —exclamó—. Sería increíble que los pinzones empezaran a criar aquí otra vez».
Era como si alguien en Norteamérica se asombrara de ver un petirrojo.
Los cazadores malteses se hallan en la delicada situación de querer algo —el derecho legal a abatir aves que vuelan rumbo a sus zonas de cría— que le crearía a Malta un problema en el seno de la Unión Europea, un problema penalizable. Sus representantes en la FKNK no tienen por tanto más remedio que adoptar posturas intransigentes, tales como el boicot de esta primavera, que despierta falsas esperanzas entre las filas de la FKNK, fomentando la frustración y los sentimientos de traición cuando inevitablemente el gobierno los decepciona. Me reuní con el portavoz de la FKNK, Joseph Perici Calascione, un hombre nervioso pero elocuente, en la sede de la organización, pequeña y abarrotada de objetos. «¿Cómo puede concebir alguien, ni haciendo el más descabellado esfuerzo de imaginación, que nos conformemos con una temporada de primavera que deja al ochenta por ciento de los cazadores sin posibilidades de obtener licencia? —dijo—. Llevamos ya dos años sin una temporada de caza que antes formaba parte de nuestra tradición, de nuestra forma de vida. No aspirábamos a una temporada como la de hace tres años, pero sí al menos a algo razonable, como el gobierno nos prometió en términos inequívocos antes de la incorporación a la UE».
Saqué a relucir el asunto de la caza ilegal, y Perici Calascione me ofreció un whisky. Cuando decliné la invitación, él se sirvió uno.
«Nos oponemos absolutamente a la caza ilegal de especies protegidas —afirmó—. Estamos dispuestos a aceptar la presencia de guardas de caza en el terreno para identificar a esos infractores y retirarles el carnet. Y así se habría hecho si nos hubiesen concedido una buena temporada».
Admitió que se sentía incómodo con las declaraciones más incendiarias del secretario general de la FKNK, pero él mismo parecía alterado al intentar transmitir lo importante que era la caza; curiosamente, hablaba como un ecologista acosado.
«Todo el mundo está frustrado —señaló con voz trémula—. Han aumentado los episodios de trastornos psiquiátricos, ha habido suicidios entre los miembros de nuestra asociación, nuestra cultura está amenazada».
Hasta qué punto la caza al estilo maltés es una «cultura» y una «tradición» resulta discutible. Si bien la caza en primavera y la matanza y taxidermia de aves poco comunes son tradiciones de largo arraigo, el fenómeno del sacrificio indiscriminado no surgió por lo visto hasta la década de 1960, cuando Malta obtuvo la independencia y empezó a prosperar. De hecho, Malta representa una contundente refutación de la teoría según la cual el enriquecimiento de una sociedad lleva a administrar mejor el medio ambiente. En este país, el enriquecimiento trajo consigo armas más sofisticadas, más dinero para pagar a los taxidermistas, más coches y mejores carreteras, con lo que las zonas rurales fueron de más fácil acceso para los cazadores. La caza, en otro tiempo una tradición transmitida de padres a hijos, ahora se había convertido en el pasatiempo de jóvenes que salían en grupos descontrolados.
En unos terrenos propiedad de un hotel que espera construir allí un campo de golf, me reuní con un cazador a la antigua usanza, a quien disgusta el mal comportamiento de sus compatriotas y la tolerancia de la FKNK con ellos. Me explicó que la caza indisciplinada está presente en la «sangre» maltesa, y que era absurdo creer que los cazadores cambiarían de repente tras la incorporación del país a la UE. («Si una es hija de una prostituta —declaró—, no se hace monja»). Pero también responsabilizó en gran medida a los cazadores más jóvenes y aseguró que la reducción de la edad mínima para la caza de veintiuno a dieciocho años había empeorado las cosas.
«Ahora que han cambiado la ley que regula la caza en primavera —añadió—, las personas respetuosas con la ley no saldrán, pero los cazadores indiscriminados seguirán haciéndolo, porque no hay recursos para hacer cumplir esta ley. Llevo en el campo tres semanas y sólo he visto un coche de policía».
La primavera siempre ha sido la principal temporada de caza en Malta, y el cazador me dijo que, si se impone la veda permanentemente en esa estación, lo más probable es que siga cazando en otoño mientras vivan sus dos perros, y luego lo deje y se dedique a observar las aves. «Está pasando algo más —agregó—. Porque ¿dónde están las tórtolas? Cuando era niño y salía con mi padre, mirábamos al cielo y las veíamos a millares. Ahora es temporada alta, y ayer pasé todo el día fuera y sólo vi doce. Hace dos años que no veo un chotacabras. Y cinco que no veo un montícola. El otoño pasado, salía por la mañana y por la tarde con mis perros a buscar becadas, y vi tres, pero no disparé ni una sola vez. Y eso forma parte del problema: la gente se siente frustrada. “¿No encuentro una becada? Pues cazo un cernícalo”».
Un domingo a última hora de la tarde, desde una elevación aislada, Tolga Temuge y yo espiamos con telescopio a dos hombres que rastreaban el cielo y los campos con prismáticos.
«Cazadores —afirmó Temuge—. Esconden las escopetas hasta que algo se les pone a tiro».
Pero al cabo de una hora nada se les había puesto a tiro, así que cogieron unos rastrillos y empezaron a retirar las malas hierbas de un huerto, aunque de vez en cuando cogían los prismáticos; pasada otra hora, se concentraron aún más en sus tareas de horticultura, porque no había aves.
Italia es un largo y estrecho paso para los emigrantes alados. Los cazadores furtivos de Brescia, en el norte, atrapan anualmente un millón de aves canoras para venderlas a los restaurantes que ofrecen pulenta e osei: polenta con pajaritos. Los bosques de Cerdeña están llenos de cepos de alambre, las marismas venecianas son un matadero para los patos que invernan allí, y Umbría, la tierra de san Francisco, tiene más cazadores registrados per cápita que ninguna otra región. Los cazadores de la Toscana se atienen a sus cuotas de becadas, palomas torcaces y cuatro especies de aves canoras que pueden cazarse legalmente, incluidos el zorzal y la alondra, pero al amanecer, con la niebla, cuesta distinguir la presa permitida de la prohibida, y además, ¿quién lleva la cuenta? Al sur, en la Campania, en su mayor parte bajo el control de la Camorra (la mafia local), el hábitat más incitante para aves acuáticas y zancudas migratorias se encuentra en los campos anegados por la Camorra y alquilados a los cazadores por hasta mil euros diarios; mayoristas de aves canoras de Brescia llevan camiones frigorífico para recoger la captura de los furtivos a pequeña escala; provincias enteras de la Campania se hallan sembradas de trampas para siete especies de melodiosos pinzones europeos, y los adinerados camorristi pagan buenas sumas por cantores bien adiestrados en los mercados ilegales de aves autóctonas. Más al sur, en Calabria y Sicilia, la muy publicitada caza en primavera del halcón abejero migratorio se ha visto reducida tras la aplicación intensiva de la ley y la supervisión de voluntarios, pero Calabria, en especial, sigue llena de cazadores furtivos que si pueden salir impunes disparan contra todo lo que vuela.
Una curiosa y muy antigua disposición del código civil italiano, promulgada por los fascistas para fomentar la familiaridad con las armas de fuego, concede a los cazadores, y sólo a ellos, el derecho a entrar en propiedades privadas, sea quien sea el dueño, en busca de caza. En los años ochenta había más de dos millones de cazadores con licencia sueltos por las zonas rurales de Italia, que se habían despoblado conforme los habitantes fueron trasladándose a las ciudades. Sin embargo, la mayoría de los italianos urbanos no son aficionados a la caza, y en 1992 el Parlamento aprobó una de las leyes de caza más restrictivas de Europa, en la que se declaraba tajantemente que toda fauna salvaje era propiedad exclusiva del Estado, reduciendo por tanto la caza a la condición de concesión especial. En las dos décadas transcurridas desde entonces, las poblaciones de parte de la megafauna más apreciada de Italia, incluidos los lobos, repuntaron de forma espectacular, mientras que el número de cazadores con licencia se redujo a menos de ochocientos mil. Estas dos tendencias indujeron a Franco Orsi, senador por Liguria del partido de Silvio Berlusconi, a proponer una ley que liberalizaría el uso de aves señuelo y ampliaría los períodos y zonas donde la caza está permitida. El Parlamento acaba de aprobar una segunda ley «comunitaria», concebida para que Italia se atenga a la Directiva de Aves y evitar así los cientos de millones de euros en multas pendientes, que incluye al menos una victoria clara para los cazadores: la prolongación de la temporada de caza hasta febrero para ciertas especies de ave.
Me reuní con Orsi en las oficinas de su partido en Génova, la víspera de las elecciones regionales que dieron una nueva victoria a la coalición de Berlusconi. Orsi, un apuesto cuarentón de mirada tierna, es un cazador apasionado que elige el lugar donde pasar las vacaciones en función de las piezas que pueda cobrar allí. Su razonamiento para actualizar la ley de 1992 es que ha provocado un incremento explosivo de especies dañinas; que a los cazadores italianos debe permitírseles hacer lo mismo que a los cazadores franceses y españoles; que los propietarios privados de la tierra podrían gestionarla para la caza mejor que el Estado; y que la caza es una actividad beneficiosa desde el punto de vista social y espiritual. Me enseñó una fotografía publicada en un periódico de un jabalí que corría por una calle de Génova; describió la amenaza que suponían los estorninos en aeropuertos y viñedos. Pero cuando coincidí con él en que controlar la población de jabalíes y estorninos era una buena idea, dijo que a los cazadores no les gusta matar jabalíes en los períodos fijados por las autoridades.
—Y en todo caso, no puedo aceptar que la caza sea sólo de jabalís, nutrias y estorninos —señaló—. Eso ya puede hacerlo el ejército.
Le pregunté si estaba a favor de cazar todas las especies de aves hasta el máximo compatible con mantener la población existente.
—Imaginemos la fauna como un capital que produce interés anual —contestó—. Si gasto el interés, conservo el capital, y el futuro de la especie y de la caza queda garantizado.
—Pero también existe la estrategia inversora de reinvertir parte del interés, para aumentar el capital —repuse.
—Eso depende de cada especie. Existe una densidad óptima para cada una, algunas poseen una densidad por encima de la óptima, y otras por debajo. Así que la caza tiene que regular el equilibrio.
De otras visitas a Italia, yo tenía la impresión de que sus poblaciones aviares se hallaban todas en cantidades bastante subóptimas. Como Orsi no parecía compartirla, le pregunté cuál era en su opinión el beneficio de la caza de aves inofensivas para la sociedad. Para mi sorpresa, citó a Peter Singer, el autor de Liberación animal, afirmando que, si todos los hombres tuvieran que matar los animales que se comen, serían vegetarianos.
—En nuestra sociedad urbana, se ha perdido la relación entre el hombre y el animal, que contiene elementos de violencia —explicó—. Cuando tenía catorce años, mi abuelo me obligó a matar un pollo, por tradición familiar, y ahora siempre que como pollo me acuerdo de que antes fue un animal. Volviendo a Peter Singer, el exceso de consumo de carne en nuestra sociedad se halla en correlación con el exceso de consumo de recursos. Grandes extensiones de espacio se destinan a la crianza industrializada y derrochadora, porque hemos perdido la identidad rural. No deberíamos pensar que la caza es la única forma de violencia humana contra el medio ambiente. En este sentido, es educativa.
Me pareció que en eso Orsi llevaba algo de razón, pero, para los ecologistas italianos con quienes hablé, su retórica sólo era prueba de su destreza para manejar a los periodistas. Detrás de la presión nacional para liberalizar las leyes de la caza, los ambientalisti ven la mano de la gran industria de armamento y munición italiana. Como uno de ellos me dijo: «Cuando alguien te pregunta qué produce tu empresa, ¿qué contestas? ¿“Minas terrestres para hacer volar niños bosnios” o “Escopetas tradicionales para que la gente disfrute esperando la llegada de los patos a un pantano al amanecer?”».
Es imposible saber cuántas aves se abaten en Italia. La captura anual declarada de zorzales, por ejemplo, oscila entre tres y siete millones, pero Fernando Spina, un científico de alto rango en la agencia de protección medioambiental italiana, considera que esas cifras son un cálculo «muy a la baja», ya que sólo los cazadores más concienzudos rellenan correctamente los formularios de caza, las autoridades locales carecen de efectivos que controlen la caza, los datos provinciales por lo general no están informatizados, y la mayor parte de las autoridades locales italianas hacen caso omiso sistemáticamente cuando se solicitan los datos. Lo que se sabe es que Italia es una ruta migratoria vital. Allí se han recuperado aves anilladas de todos los países de Europa, treinta y ocho de África y seis de Asia. Y en Italia la migración de regreso empieza muy pronto, en algunos casos ya a finales de diciembre. La directiva de la UE protege a todas las aves en la migración de regreso, permitiendo la caza sólo dentro de los límites de la mortalidad natural de otoño, y por lo tanto, la mayoría de los cazadores responsables cree que la temporada debería acabar el 31 de diciembre. Sin embargo, la nueva ley comunitaria apunta en sentido contrario y prolonga la temporada hasta febrero. Como las aves migratorias de regreso temprano suelen ser las más aptas de sus especies, esta nueva ley convierte en diana justo a los ejemplares con mayores probabilidades de éxito reproductor. Una temporada más larga ampara asimismo a los cazadores furtivos de especies protegidas, porque un disparo ilegal suena exactamente igual que uno legal. Y sin datos fiables nadie puede establecer si el límite anual de piezas cobradas en una región para una especie determinada queda dentro de los márgenes de la mortalidad natural. «El límite de piezas cobradas es una cifra arbitraria, establecida por los funcionarios locales —dijo Spina—. No guarda relación con las cifras del censo real».
Aunque la pérdida de hábitat es la razón principal del rápido descenso de las poblaciones de aves en Europa, la caza al estilo italiano (caccia selvaggia, «caza salvaje», la llaman sus detractores) es la gota que colma el vaso. Cuando le pregunté a Fulco Pratesi, un antiguo cazador de caza mayor que fundó la delegación italiana de WWF (World Wide Found) y que ahora considera esta afición «una manía», por qué los cazadores italianos se cobran pájaros con tal desenfreno, mencionó la afición de sus compatriotas a las armas, su gusto por una «actitud viril», su complacencia en el incumplimiento de las leyes y, curiosamente, su pasión por estar en la naturaleza. «Es como un violador que ama a las mujeres, pero lo expresa de una manera violenta y perversa —dijo Pratesi—. Aves que pesan veintidós gramos son abatidas con munición de treinta y dos gramos. Los italianos —añadió— están más predispuestos a sentir afecto por animales “simbólicos” como el lobo y el oso, y de hecho han realizado mayor esfuerzo en su protección que el resto de Europa. Pero los pájaros son invisibles —explicó—. No los vemos, ni los oímos. En el norte de Europa la llegada de las aves migratorias es visible y audible, y conmueve a las personas. Aquí la gente vive en las ciudades y en grandes urbanizaciones, y las aves están literalmente en el aire».
Durante casi toda su historia, Italia ha recibido la visita en primavera y otoño de inimaginables cantidades de paquetes de proteínas voladoras, y a diferencia de la Europa septentrional, donde la gente aprendió a relacionar el exceso de capturas con la disminución de llegadas, en el Mediterráneo la provisión parecía ilimitada. Un cazador furtivo de Reggio di Calabria, todavía indignado por la prohibición de cazar el halcón abejero, me dijo: «En Reggio sólo matábamos unos dos mil quinientos en primavera, cuando en total pasaban entre sesenta y cien mil; tampoco era para tanto». Sólo entendía la prohibición de su deporte en términos económicos. Muy serio, me explicó que ciertas organizaciones que querían sacar tajada del dinero estatal se habían presentado como contrarias a la caza furtiva, y que fue su necesidad de cazadores furtivos a los que oponerse lo que llevó a la promulgación de leyes contra la caza furtiva. «Y ahora esa gente está enriqueciéndose con el dinero del Estado», concluyó.
En una de las provincias del sur, conocí a un ex cazador furtivo de aspecto pícaramente juvenil llamado Sergio. Había abandonado la práctica furtiva ya en la mediana edad, con la sensación de que por fin había dejado atrás esa etapa de la vida, y ahora contaba anécdotas de sus «pecados de juventud» tratando de resultar gracioso. Salir de caza por la noche siempre había sido ilegal, pero nunca un problema, contó, si tus compañeros de cacería eran el párroco y el sargento de los carabinieri del pueblo. El sargento resultaba especialmente útil a la hora de disuadir a los guardabosques de patrullar en su zona. Una noche, cuando Sergio fue a cazar con él, una lechuza común se quedó deslumbrada por los faros del jeep del sargento. Este le dijo a Sergio que disparara. Cuando Sergio puso reparos, el otro sacó una pala, se acercó a la lechuza por detrás y le golpeó la cabeza. A continuación la echó a la parte de atrás del jeep.
—¿Por qué? —le pregunté a Sergio—. ¿Por qué quiso matarla?
—¡Porque éramos cazadores furtivos!
Al final de la noche, cuando el carabinero abrió el compartimento trasero, la lechuza, que sólo había quedado aturdida, echó a volar y lo atacó. Sergio abrió los brazos y esbozó una divertida mueca de ferocidad para mostrarme cómo ocurrió.
Para él, la única finalidad de la caza furtiva era comer. Me enseñó una rima en su dialecto local, que se traduce aproximadamente así: «Si quieres carne de ave, come cuervo; si quieres un corazón bondadoso, ama a una vieja bruja».
—Se puede guisar un cuervo seis días y sigue duro —aseguró—, pero en un caldo no queda mal. También he comido tejón y zorro… me lo comía todo.
La única ave que ningún italiano parece interesado en comer es la gaviota. Incluso el halcón abejero, pese a que las familias meridionales tradicionalmente conservaban un ejemplar disecado y expuesto en la mejor habitación de la casa (su apodo local es «adorno»), se tomaba como un manjar en primavera; el cazador furtivo de Reggio me dio su receta para prepararlo estofado con azúcar y vinagre.
Los cazadores fanáticos italianos, que a diferencia de Sergio no dejaron atrás esa etapa de sus vidas y se sienten frustrados por la disminución de las poblaciones de animales de caza y el aumento de las restricciones estatales, han descubierto la posibilidad de ir a otros lugares del Mediterráneo en busca de emociones. En el litoral de la Campania hablé con un juvenil viejo cazador furtivo, mellado y alegremente impenitente, quien, ahora que ya no puede colocar una paranza en la playa y disparar a un número ilimitado de aves migratorias a su llegada, se conforma con esperar ilusionado las vacaciones en Albania, donde todavía puede cazarse lo que sea, cuando sea y cuanto sea por muy poco dinero. Aunque los cazadores de todas las naciones viajan al extranjero, en general se considera a los italianos los peores. Los más ricos van a Siberia a cazar becadas durante sus vuelos de cortejo en primavera, o a Egipto, donde, según me contaron, uno puede contratar a un policía local para que vaya a cobrar las piezas mientras abate ibis y especies de patos en peligro de extinción hasta que se le cansan los brazos; en internet hay fotos de cazadores visitantes de pie junto a pilas de aves muertas de un metro de altura.
Los cazadores responsables detestan a los fanáticos y también a Franco Orsi.
«En Italia se da un choque de culturas entre dos concepciones de la caza —me explicó Massimo Canale, un joven cazador de Reggio di Calabria—. Un bando, el bando de Orsi, dice: “Demos libertad total”. En el otro lado están las personas responsables respecto al lugar donde viven. Para convertirse en cazador selectivo, uno necesita algo más que una licencia. Tiene que estudiar biología, física, balística. Se vuelve selectivo para el jabalí y el ciervo; uno debe cumplir una función».
Canale descubrió su instinto depredador siendo un niño, cuando cazaba indiscriminadamente con su abuelo, y se considera afortunado por haber conocido a personas que le enseñaron una manera mejor de cazar.
«No me importa no matar algo un día determinado —aseguró—, pero matar es el objetivo, y mentiría si dijera que no. Tengo un conflicto entre mi instinto depredador y mi racionalidad, y trato de domar mi instinto por medio de la caza selectiva. En mi opinión, es la única manera de cazar en 2010. Y Orsi no lo sabe o le da igual».
Estas dos visiones de la caza se corresponden grosso modo con las dos caras de Italia. Existe la Italia declaradamente delictiva de la Camorra y sus aliados y la cuasi delictiva de los compinches de Berlusconi, pero también existe, todavía, Vitalia che lavora, «la Italia que trabaja». Los italianos que se oponen a la práctica furtiva están motivados por su aversión a los atropellos cometidos en el país, y confían mucho en las propuestas de los cazadores responsables, como Canale, que se sienten frustrados cuando, por ejemplo, no encuentran codornices porque todos los ejemplares han sido atraídos por las grabaciones ilegales. En Salerno, la provincia menos descontrolada de la Campania, me uní a un equipo de guardias de WWF, que me llevaron a un estanque artificial, hoy en día drenado, donde recientemente habían acechado al presidente de una asociación de caza regional y lo habían sorprendido utilizando ilegalmente grabaciones electrónicas para atraer las aves. Cerca del estanque, entre campos de aspecto desolado por las láminas de plástico blanco tendidas para proteger los cultivos, se alzaba, imponente, una montaña de «ecobolas» en desintegración: balas retractiladas de basura napolitana que se han vertido por las zonas rurales de toda la Campania y han acabado simbolizando la crisis medioambiental italiana. «Era la segunda vez en dos años que lo sorprendíamos —me contó el jefe del equipo—. Formaba parte de una comisión que regula la caza en la región, y seguía siendo presidente pese a los cargos presentados. Hay otros presidentes regionales que hacen lo mismo, pero no es tan fácil pillarlos».
Un ejemplo llamativo de la Italia que trabaja ha sido la eliminación de la caza furtiva del halcón abejero en el estrecho de Messina. Desde 1985, la guardia forestal nacional asigna anualmente una unidad suplementaria con helicópteros para patrullar en el lado calabrés del estrecho. Aunque en los últimos tiempos la situación en Calabria se ha deteriorado un tanto —la unidad de este año contaba con menos efectivos que en años anteriores y permaneció en la zona menos días, con lo que la mortandad estimada fue de cuatrocientas piezas, el doble que en años previos—, el lado siciliano del estrecho se halla bajo el control de una famosa defensora de las aves, Anna Giordano, y en esencia está libre de cazadores furtivos. Ya a los quince años, en 1981, Giordano asumió la vigilancia de las paranzas de hormigón desde las que se abatían aves de rapiña a millares cuando sobrevolaban a baja altura las montañas sobre Messina. A diferencia de los calabreses, que se comen los halcones, los sicilianos cazaban por pura tradición, por competir entre sí, por los trofeos. Algunos disparaban a cualquier cosa; otros se limitaban al halcón abejero («el Pájaro», lo llamaban), a menos que vieran algo muy poco común, como un águila real. Giordano corría desde las paranzas hasta la cabina más cercana, telefoneaba a la guardia forestal y luego volvía a las paranzas. Aunque le destrozaban los coches y la amenazaban e insultaban sin cesar, nunca sufrió daños físicos, tal vez porque era una mujer joven. (En italiano, la palabra «pájaro», uccello, es también una forma vulgar de referirse al pene, y eso dio pie a obscenidades sobre ella, pero un póster en la pared de su despacho daba la vuelta a dichas pullas: «¿Vuestra virilidad? Un pájaro muerto»). Con creciente éxito, sobre todo tras la aparición de los teléfonos móviles, Giordano obligó a la guardia forestal a echarse encima de los cazadores furtivos, y su fama cada vez mayor atrajo la atención de los medios y legiones de voluntarios. En los últimos años, sus equipos han denunciado un total de disparos por temporada inferior a la docena.
«Al principio —me explicó Giordano cuando me encontré con ella en lo alto de un monte para observar el paso de los halcones—, ni siquiera nos atrevíamos a levantar los prismáticos para contar las aves rapaces, porque los cazadores furtivos nos observaban y empezaban a disparar en cuanto nos veían mirar algo. Nuestros registros de entonces muestran muchas “aves rapaces sin identificar”. Y ahora podemos pasarnos aquí toda la tarde, comparando las marcas de los aguiluchos hembra en su primer año de vida, y no oír un solo tiro. Hace un par de años, uno de los peores cazadores furtivos, un individuo vulgar, estúpido y violento, con quien siempre nos topábamos, se me acercó en su coche y me preguntó si podíamos hablar. Yo me puse en plan “je, je, je, vale”. Me preguntó si recordaba lo que le había dicho hacía veinticinco años. Respondí que no me acordaba ni de lo que había dicho ayer. Él contestó: “Me dijiste que llegaría el día en que amaría a los pájaros en lugar de matarlos. Sólo he venido aquí para decirte que tenías razón. Yo antes le preguntaba a mi hijo cuando salíamos: ‘¿Has cogido la escopeta?’ Ahora le pregunto: ‘¿Has cogido los prismáticos?’”. Y entonces le entregué mis propios prismáticos (¡a un cazador furtivo!) para que viera a un halcón abejero que pasaba en ese momento».
Giordano es menuda, morena y entusiasta. Últimamente ha estado atacando al gobierno local por no regular el desarrollo urbanístico en las inmediaciones de Messina y, como para asegurarse de que tiene mucho que hacer, también colabora en la gestión de un centro de rescate de fauna. Yo ya había visitado una clínica veterinaria italiana, en el recinto de un centro psiquiátrico cerrado de Nápoles, y visto una radiografía de un halcón acribillado por perdigones, varias aves rapaces convalecientes en grandes jaulas, y una gaviota con la pata izquierda ennegrecida y reseca por haber pisado ácido. En el centro de Giordano, en un monte detrás de Messina, la vi dar de comer trozos de pavo crudo a un águila pequeña que se había quedado ciega de una perdigonada. Agarró al águila por las garras con una mano y la acunó contra su vientre. Con las plumas de la cola tristemente ajadas, la mirada severa pero impotente, permitió que ella le abriera el pico y le metiera carne hasta que se le hinchó la garganta. Aquella ave me pareció totalmente un águila, pero a la vez ya no me pareció del todo un águila. No sabía qué era.
Como la mayoría de los restaurantes chipriotas que sirven ambelopoulia, el que visité con mi amigo y un amigo suyo (los llamaré Takis y Demetrios) tenía un pequeño salón privado donde comer esos pajaritos discretamente. Cruzamos el salón principal, donde sonaba a todo volumen un televisor que emitía uno de los culebrones brasileños tan populares ahora en Chipre, y nos sentamos ante un despliegue de especialidades chipriotas: cerdo ahumado, queso frito, ramitas de alcaparras encurtidas, revuelto de espárragos trigueros y champiñones, salchichas al vino, cuscús. El dueño también nos trajo tres zorzales fritos, que no habíamos pedido, y se quedó rondando cerca de nuestra mesa, como para asegurarse de que me comía el mío. Me acordé de san Francisco, que una vez al año, en Navidad, dejaba a un lado su compasión por los animales y comía carne. Me acordé de un chico llamado Woody, que en una excursión en la adolescencia me dio un bocado de petirrojo frito. Me acordé de un destacado conservacionista italiano que había admitido ante mí que los zorzales eran «de lo más sabrosos». El ecologista tenía razón. La carne era oscura y de sabor intenso y el pájaro, más grande que la ambelopoulia, lo suficiente para que lo viera como un plato de restaurante corriente, más o menos, y a mí mismo como un consumidor normal.
Cuando el dueño se marchó, les pregunté a Takis y Demetrios a qué clase de chipriotas les gustaba comer ambelopoulia.
—Quienes lo hacen mucho —contestó Demetrios— son los mismos que frecuentan los cabarets, los salones de striptease y a las prostitutas de Europa del Este. Es decir, personas sin demasiada moral. O lo que es lo mismo, la mayoría de los chipriotas. Aquí hay un dicho: «Cuanto puedas echarte a la boca, cuanto culo puedas tentar…».
—Se refiere a que como la vida es corta… —explicó Takis.
—La gente viene a Chipre y piensa que está en un país europeo, porque pertenecemos a la Unión Europea —señaló Demetrios—. Pero de hecho somos un país de Oriente Medio que forma parte de Europa por accidente.
La noche anterior, en la comisaría de Paralimni, había prestado declaración ante un joven inspector que, al parecer, quería que le dijera que quienes habían agredido al equipo del CABS sólo pretendían impedir que siguieran tomándoles fotos y filmándolos. «Para la gente de aquí —explicó el inspector cuando acabamos— es una tradición atrapar pájaros, y eso no se cambia de la noche a la mañana. Intentar hablar con ellos y explicarles por qué está mal es más útil que el planteamiento agresivo del CABS». Puede que tuviera razón, pero yo venía oyendo la misma petición de paciencia en todo el Mediterráneo, y me sonaba a una versión de la petición más general del consumismo moderno respecto a la naturaleza: esperad a que lo hayamos consumido todo, y luego vosotros, los amantes de la naturaleza, podéis quedaros con el resto.
Mientras Takis, Demetrios y yo esperábamos la docena de ambelopoulia que iban a servirnos, discutimos acerca de quién iba a comérselas.
—Yo quizá pruebe un bocado —dije.
—A mí ni siquiera me gusta —admitió Takis.
—A mí tampoco —confesó Demetrios.
—Vale —dije—. ¿Y si yo me como dos y vosotros cinco cada uno?
Negaron con la cabeza.
Con prontitud desalentadora, el dueño regresó con una bandeja. A la cruda luz del comedor, las ambelopoulia parecían una docena de relucientes y pequeños cagarros de un gris amarillento.
—Es usted el primer americano al que sirvo —explicó el dueño—. Aquí han venido muchos rusos, pero jamás un americano.
Cuando me serví uno, el dueño me aseguró que equivalía a tomarse dos Viagras.
Al quedarnos solos de nuevo, mi campo visual se redujo a unos pocos centímetros, igual que cuando había diseccionado una rana en la clase de biología en el instituto. Me obligué a comer los dos músculos de la pechuga, del tamaño de almendras, la única carne evidente; el resto era cartílago grasiento, entrañas y huesecillos. No supe si el sabor amargo de la carne era real o fruto de la emoción, de la aniquilación del encanto de la curruca capirotada. Takis y Demetrios daban buena cuenta de sus ocho pájaros, sacándose huesos limpios de la boca y declarando que era mejor de lo que recordaban; de hecho, era bastante bueno. Despedacé un segundo pájaro y luego, sintiendo un conato de náuseas, envolví mis dos piezas restantes en una servilleta de papel y me las guardé en el bolsillo. El dueño regresó y me preguntó si me habían gustado.
—Mmm —contesté.
—Si no las hubiese pedido… —señaló con tono pesaroso—. Creo que esta noche habría disfrutado con el cordero.
No respondí, pero de pronto, como dándose por satisfecho con mi complicidad, el dueño pasó a mostrarse más comunicativo:
—A los jóvenes de hoy en día no les gustan. Antes empezaban a comerlas de niños y se acostumbraban al sabor. Mi hijo, que tiene dos años, puede comerse media docena de una sentada. —Takis y Demetrios cruzaron miradas escépticas—. Es una lástima que se hayan prohibido —prosiguió—, porque antes eran una gran atracción turística. Ahora casi parece tráfico de drogas. Una docena me sale por sesenta euros. Esos malditos extranjeros vienen, retiran las redes y las destrozan, y nosotros nos hemos rendido a ellos. Antes, atrapar ambelopoulia era una de las pocas maneras que la gente tenía de ganarse bien la vida por aquí.
Fuera, junto al aparcamiento del restaurante, cerca de unos arbustos donde había oído antes el canto de la ambelopoulia, me arrodillé y, escarbando con los dedos en la tierra, hice un hoyo. El mundo parecía especialmente vacío de significado, y lo mejor que podía hacer para combatir esa sensación era desenvolver las dos aves muertas, colocarlas en el hoyo y apilar un poco de tierra sobre ellas. Luego Takis me llevó a una taberna cercana donde, a la entrada, asaban con carbón aves de tamaño medio. Era una especie de cabaret para pobres, y en cuanto pedimos cervezas en la barra, una de las camareras, una rubia moldava de gruesas piernas, acercó un taburete para sentarse detrás de nosotros.
Para mí, el azul del Mediterráneo ya no es bonito. La transparencia de sus aguas, tan valorada por los veraneantes, es la misma que la de una piscina estéril. En sus playas hay pocos olores y pocas aves, y sus profundidades van camino de vaciarse; gran parte del pescado que ahora se consume en Europa procede ilegalmente, sin que nadie indague mucho, del océano del oeste de África. Miro el azul y no veo un mar, sino una postal, fina como un papel.
Sin embargo, es el Mediterráneo, en concreto Italia, el que nos dio al poeta Ovidio, quien en Las metamorfosis censuró el consumo de animales como alimento, y al vegetariano Leonardo da Vinci, el cual imaginó el día en que la vida de un animal sería tan valorada como la de una persona, y a san Francisco, que en cierta ocasión pidió al emperador del Sacro Imperio Romano que esparciera grano por los campos el día de Navidad para dar un festín a las alondras moñudas. Para san Francisco, las alondras moñudas, con su plumaje de un castaño apagado y su penacho, semejantes a las túnicas marrones con capucha de los monjes franciscanos, sus Hermanitos, fueron un modelo para su orden: errantes, ligeras como el aire y sin guardarse nada, recogiendo sólo el mínimo de comida diario, y siempre cantando, cantando. Las llamaba Hermanas Alondras. Una vez, en la vera de un camino de Umbría, dio un sermón a las aves del lugar, que, según se cuenta, se congregaron en torno a él en silencio y lo escucharon como si comprendieran; luego se reprendió por no haber pensado en predicarles antes. En otra ocasión quería predicar ante personas, pero una bandada de golondrinas trinaba ruidosamente, así que les dijo —airada o educadamente, no hay consenso en las fuentes—: «Hermanas Golondrinas, ya habéis dicho la vuestra. Ahora callad y dejadme hablar a mí». Según la leyenda, las golondrinas se quedaron en silencio de inmediato.
Visité el lugar del Sermón a las Aves con un fraile franciscano, Guglielmo Spirito, que es también todo un experto en Tolkien. «Incluso de niño —me explicó—, sabía ya que, si alguna vez me unía a la Iglesia, sería franciscano. De joven, lo que más me atraía era la relación del santo con los animales. Para mí, la lección de san Francisco es la misma que la de los cuentos de hadas: ser uno con la naturaleza no sólo es deseable, sino posible. Es un ejemplo de plenitud recuperada, de plenitud realmente a nuestro alcance». No había el menor indicio de plenitud en el pequeño santuario, situado a pie de carretera frente a una gasolinera de Vulcangas, que ahora conmemora el Sermón a las Aves; oí el graznido de unos cuervos y el gorjeo de unos herrerillos, pero sobre todo el estruendo del tráfico de coches y camiones y maquinaria agrícola.
Sin embargo, ya de vuelta en Asís, Guglielmo me llevó a otros dos emplazamientos franciscanos donde se percibía más la magia. Uno era el Santo Tugurio, la tosca construcción de piedra en la que san Francisco y sus primeros seguidores vivieron en la pobreza voluntaria y crearon una hermandad. El otro era la pequeña capilla de Santa Maria degli Angeli, frente a la cual, por la noche, mientras san Francisco agonizaba, sus Hermanas Alondras, según se dice, formaron un círculo en el aire y cantaron. Ambas estructuras se encuentran rodeadas por iglesias posteriores más grandes y más adornadas; uno de los arquitectos, un italiano pragmático, consideró oportuno colocar una gruesa columna de mármol en medio del Santo Tugurio.
Desde Jesús, nadie ha llevado una vida más radicalmente en consonancia con su Evangelio que san Francisco; y san Francisco, libre del peso de ser el Mesías, fue un paso más allá que éste y amplió su Evangelio para abarcar toda la creación. Tuve la impresión de que, si las aves silvestres sobreviven a la Europa moderna, será de igual manera que esas pequeñas construcciones franciscanas al abrigo de las estructuras de una Iglesia envanecida y poderosa: como preciadas excepciones a su regla.