Hay un sinfín de razones por las que uno no debería leer El hombre que amaba a los niños. Para empezar, es una novela, ¿y acaso en los últimos dos o tres años no hemos llegado secretamente a una especie de consenso general sobre que las novelas pertenecen a la era de los periódicos y siguen el mismo camino que éstos, sólo que más deprisa? Como se complace en decir un viejo amigo mío, profesor de Literatura Inglesa, las novelas plantean un curioso dilema moral, en el sentido de que nos sentimos culpables por no leer más, pero también por hacer algo tan frívolo como leerlas; ¿y no estaríamos todos mejor con una cosa menos por la que culpabilizarnos?

Leer El hombre que amaba a los niños sería hacer un uso especialmente frívolo del tiempo, ya que, incluso dentro de los parámetros de la novela, no trata sobre ningún asunto de especial trascendencia para la historia del mundo. Trata de una familia, una familia muy extrema y singular, y las pocas partes de la novela que no hablan de esa familia son las menos convincentes. Es además una obra bastante larga, a veces repetitiva y sin lugar a dudas lenta en su franja central. Por otra parte, le exige a uno aprender el lenguaje privado de la familia, un lenguaje creado e impuesto por el padre epónimo, y aunque la curva de aprendizaje no es en absoluto tan empinada como en los casos de Joyce o Faulkner, en esencia se exige aprender un lenguaje que no sirve para nada, sólo para disfrutar de este libro en particular.

Incluso la palabra «disfrutar», ¿es exacta? Aunque la prosa oscila entre buena y extraordinariamente buena —es lírica en el verdadero sentido, cada observación y descripción rebosa sentimiento, significado, subjetividad—, y aunque la trama sea discretamente magistral, el libro opera en un nivel de violencia psicológica al lado del cual Revolutionary Road parece Todos quieren a Raymond. Y para colmo, ¡da la impresión de que nunca deja de burlarse de esa violencia! ¿Quién necesita leer algo así? ¿Acaso no es la familia nuclear, o al menos ese lado psicológicamente violento de ella, aquello de lo que todos intentamos huir, el reactor infernal en el que, cuando la huida directa no es viable, hemos aprendido a insertar nuestros nuevos aparatos y entretenimientos y actividades paraescolares como si fueran varillas de grafito para enfriar la reacción? El hombre que amaba a los niños es tan retrógrada que acepta lo que llamaríamos «malos tratos» como rasgo natural del paisaje familiar, un rasgo potencialmente cómico, que postula una brecha entre adultos y niños mucho más amplia que sus gustos de consumo divergentes. El libro irrumpe en nuestro regulado mundo como un mal sueño del pasado de nuestros abuelos. Su concepto de final feliz no se asemeja al de ninguna otra novela, ni probablemente al que uno mismo tenga.

Y por otra parte, está nuestro correo electrónico: ¿no deberíamos atenderlo?

Este octubre se cumplirán setenta años de la publicación de esta obra maestra de Christina Stead, que obtuvo críticas mediocres y una cifra de ventas insignificante. Mary McCarthy escribió una reseña especialmente cáustica en la New Republic, reprochando a la novela sus anacronismos y su imperfecta comprensión de la vida norteamericana. De hecho, Stead había llegado a Estados Unidos no hacía ni cuatro años con su compañero, William Blake, un marxista escritor y hombre de negocios que intentaba divorciarse de su esposa. Stead se había criado en Australia y había huido del país resueltamente en 1928, a los veinticinco años. Blake y Stead vivieron en Londres, París, España y Bélgica mientras ella escribía sus primeros cuatro libros; el cuarto, House of All Nations, era una novela pantagruélica e impenetrable sobre la banca internacional. Poco después de su llegada a Nueva York, Stead acometió la tarea de esclarecer sus propios sentimientos sobre su increíble infancia australiana mediante la narrativa. Escribió El hombre que amaba a los niños en la calle 22 Este, cerca de Gramercy Park, en menos de año y medio. Según su biógrafa, Hazel Rowley, Stead ambientó la novela en Washington D.C. a instancias de su editorial, Simón & Schuster, que pensaba que al lector norteamericano no le interesaban los australianos.

Cualquier intento de reavivar el interés en la novela en fecha ya tan tardía como ésta se realizará a la sombra de la larga y deslumbrante introducción del poeta Randall Jarrell a la reedición de 1965. No sólo nadie puede encomiar el libro de manera más total y minuciosa que Jarrell, sino que, si un llamamiento tan poderoso como el suyo no consiguió despertar el entusiasmo del mundo entero por la obra, allá en los tiempos en que nuestro país aún se tomaba la literatura medio en serio, parece muy poco probable que alguien lo consiga ahora. De hecho, una muy buena razón para leer la novela es que así puede leerse la introducción de Jarrell y recordar qué excepcional era la crítica literaria: apasionada, personal, imparcial, concienzuda y dirigida al lector corriente. Si a uno todavía le interesa la narrativa, puede que ese texto le produzca nostalgia.

Jarrell, que relacionó repetidamente a Stead con Tolstói, hizo sin duda lo posible por colocarla dentro del canon occidental, cosa en la que fracasó también sin duda. Un estudio de 1980 sobre los cien escritores literarios más citados del siglo XX, basado en las citas académicas de finales de la década de los setenta, incluía a Margaret Atwood, Getrude Stein y Anals Nin, pero no a Christina Stead. Esto no sería tan desconcertante si Stead y su mejor novela no pidieran a gritos críticas académicas desde todas las tendencias. Aún resulta más desconcertante que El hombre que amaba a los niños no haya logrado situarse como texto esencial en todos los programas de estudios sobre la mujer en el país.

En su nivel más básico, la novela es la historia de un patriarca, Sam Pollit —Samuel Clemens Pollit— que subyuga a su esposa Henny dejándola embarazada seis veces, y seduce y engatusa a su progenie con interminables andanadas de lenguaje privado y planes y rituales familiares delirantes que, en conjunto, sirven para convertirlo en el sol (es de un blanco radiante y pelo amarillo) en torno al que gira el mundo de los Pollit. De día, Sam es un burócrata esforzado e idealista en el Washington de Roosevelt. De noche y los fines de semana, es el hiperactivo dueño y señor de la familia en la ruinosa casa de Georgetown; es el gran Soy-Yo (en palabras de Henny), el Gran Micrófono (ídem), el Señor Aquí Allá y en Todas Partes (ídem); es Sam el Audaz (como se autodenomina) y se insinúa en todos y cada uno de los poros de sus hijos. Los deja corretear por ahí desnudos, les escupe trozos de sándwich masticado en la boca (para fortalecer su sistema inmunológico), no se inmuta ante la noticia de que el menor se come sus propios excrementos (porque es «natural»). A su hermana, maestra, le dice: «Ni siquiera está bien obligarlos a ir al colegio cuando tienen un padre como yo». A los propios niños les dice cosas como: «Eres yo» y «Cuando digo “¡Sol, brilla!”, ¿acaso no brilla?».

Sam convierte a sus hijos en accesorios de y para su narcisismo hasta niveles descabellados. No existe un narcisista más cómico en toda la literatura, y, como buen narcisista, a la vez que se imagina como profeta de «la paz mundial, el amor mundial y la concordia mundial», permanece felizmente ciego a la desdicha y la sordidez de sus propias circunstancias. Es un ejemplo perfecto del varón racionalista occidental, ese hombre del saco perseguido por cierta clase de crítico literario. Debido al afortunado azar de verse obligada a ambientar la novela en Estados Unidos, Stead pudo también dibujar con detalle el imperialismo y la inocente fe de Sam en sus propias buenas intenciones superponiéndolos a esos mismos rasgos presentes en la ciudad donde trabaja. Es literalmente el Gran Padre Blanco, es literalmente el Tío Sam. Es la clase de misógino que adora la femineidad en abstracto, pero se siente «arrastrado a la tierra; no, al barro» por una mujer real de carne y hueso, y que cree que las mujeres están demasiado locas para concederles el derecho a voto. Sin embargo, aunque monstruoso, no es un monstruo. La genialidad de Stead consiste en hacer palpable página a página la necesidad y debilidad infantiles presentes en el núcleo mismo de su dominante masculinidad, y en llevar al lector a compadecerlo y sentir simpatía por él y, por consiguiente, encontrarlo divertido. El lenguaje que él emplea en casa, que no es exactamente la forma de hablar de un adulto con un niño pequeño, sino algo más extraño, es una avalancha interminablemente inventiva de aliteraciones, rimas sin sentido, juegos de palabras, bromas reiteradas, registros contrapuestos y alusiones privadas; las citas fuera de contexto no pueden hacerle justicia. Como le dice su mejor amigo con admiración: «Sam, cuando hablas, sabes que creas un mundo». Sus hijos están fascinados por sus palabras y a la vez, dada su sensatez, son más adultos que él. Cuando, extasiado, describe una forma futura de viajar, proyección por medio de la desmaterialización, donde los pasajeros «serán introducidos en un tubo y descompuestos», su hijo mayor declara con sarcasmo: «Nadie querrá viajar».

Los objetos inamovibles que se oponen a la fuerza irresistible de Sam son su esposa Henny y su hijastra Louie, la hija de su difunta primera esposa. Henny es la hija mimada, amoral y ahora operísticamente sufrida de una acaudalada familia de Baltimore. El odio entre marido y mujer se ve agudizado por la común determinación de no permitir que el otro se vaya y se lleve a los niños. Su guerra declarada, agravada por los crecientes problemas económicos, es el motor narrativo de la novela, y también aquí lo que evita que ese odio sea monstruoso —volviéndolo más bien cómico— es su propio carácter extremo. La Henny neurasténica, desgastada, retorcida, proclive a «miradas negras» y ánimos todavía más negros, es la «bruja» de la casa (en sus propias palabras) que vierte veneno basado en la realidad en los oídos ávidamente abiertos de sus hijos. Su lenguaje rebosa dolor y oscuridad neuróticos igual que el de Sam amor y optimismo poco realistas. Como señala el narrador, «él definía la pala como el antecesor de la agricultura moderna; ella la definía como recogedor de barro: entre ellos ninguna palabra era inteligible». O como dice Henny: «El sólo quiere la verdad, pero quiere que yo mantenga la boca cerrada». Y: «Habla de igualdad humana, los derechos del hombre, nada más que eso. ¿Y los derechos de la mujer?, me gustaría gritarle a la cara». Pero no se lo grita a él directamente, porque no se hablan desde hace años. En cambio deja lacónicas notas dirigidas a «Samuel Pollit», y ambos utilizan a los niños como emisarios.

Mientras la guerra entre Sam y Henny ocupa el primer plano de la novela, el arco narrativo cada vez menos secreto es el deterioro de la relación de Sam con su hija mayor, Louie. Muchos buenos novelistas crean una buena obra completa sin lograr un solo personaje arquetípico indeleble. Christina Stead, en un solo libro, nos deja tres, de los cuales Louie es el más entrañable y milagroso. Es una chica grandullona, obesa y torpe que se cree un genio. «¡Verás, soy el patito feo!», le dice a gritos a su padre cuando él la atormenta. Como observó Randall Jarrell, si bien muchos escritores, o casi todos, fueron de niños patitos feos, muy pocos han conseguido transmitir tan sincera y plenamente como Stead el dolor de la experiencia de serlo. Louie suele ir llena de cortes y magulladuras por sus torpezas, con la ropa siempre manchada y desgarrada por sus accidentes. Sólo entabla amistad con los vecinos más raros (para uno de los cuales, la vieja señora Kydd, en una del centenar de breves escenas espectaculares de la novela, accede a ahogar un gato no deseado en la bañera). Louie es blanco continuo de las ofensivas críticas de sus padres por su dejadez: el hecho de que no sea guapa es un duro golpe para el narcisismo de Sam, mientras que para Henny su indiferente desaliño es un intolerable reflejo del de Sam («Se arrastra, apenas puedo tocarla, apesta a cieno e inmundicia… ¡y no se da cuenta!»). Una y otra vez, Louie intenta resistirse a los juegos enloquecedores a que pretende arrastrarla su padre, pero como todavía es una niña, y como lo quiere, y como en realidad él es irresistible, ella se humilla rindiéndose una y otra vez.

Sin embargo, con creciente nitidez, Louie va aflorando como el verdadero enemigo de Sam. Empieza desafiándolo en el terreno del lenguaje oral, como en la escena en que él se explaya sobre la armoniosa unicidad del género humano del futuro:

—¡Mi sistema —prosiguió Sam—, que inventé yo mismo, podría llamarse «Monohumanidad» o «Homunidad»!

Evie [la hija pequeña y la preferida de Sam] se rió tímidamente, sin saber si hacía bien o no.

—Querrás decir Monomanía —dijo Louie.

Evie dejó escapar una risita y de pronto, horrorizada por su error, perdió el color, que pasó a ser de un aceitunado impoluto.

—Pareces una rata de alcantarilla, Looloo, con esa cara —dijo fríamente Sam—. Monohumanidad sería sólo la condición del mundo después de expurgar a los inadaptados y los degenerados. —Se advirtió una amenaza en su manera de decirlo.

Más adelante, ya en la adolescencia, Louie empieza a escribir un diario en el que no plasma observaciones científicas (como Sam ha propuesto), sino veladas acusaciones contra su padre, cifradas con complejas claves. Cuando se enamora de una de sus maestras del instituto, la señorita Aiden, emprende la composición de lo que ella llama el Ciclo Aiden, que consta de una serie de poemas a su profesora en «todas las formas concebibles y también en todas las métricas concebibles en la lengua inglesa». Como regalo a Sam cuando cumple los cuarenta, escribe una tragedia en un acto, Herpes Rom, en que una joven es estrangulada por su padre, que parece ser mitad serpiente; como Louie todavía no conoce una lengua extranjera, recurre a una lengua inventada por ella.

Mientras la novela avanza hacia diversos cataclismos en el plano de la trama (Henny pierde por fin su larga guerra), la historia interna se centra en los esfuerzos de Sam por retener a Louie y aplastar su lenguaje independiente. El jura sin cesar que quebrantará el espíritu de su hija, afirma poseer acceso telepático directo a sus pensamientos, insiste en que ella llegará a ser una científica y lo apoyará a él en su misión altruista, y la llama su «tonta y pobrecita Looloo». Ante los niños reunidos, la obliga a descifrar su diario personal, para que todos puedan reírse de ella. Recita poemas del Ciclo Aiden y se ríe también de éstos, y cuando la señorita Aiden va a cenar con los Pollit, él la aleja de Louie y le habla sin parar. Después de representarse Herpes Rom, ridícula e incomprensible, y de ofrecer Louie a Sam la traducción al inglés, él pronuncia su dictamen: «Que me arranquen los ojos si alguna vez he visto algo tan tonto y estúpido».

En una obra menor, todo esto podría interpretarse como una lúgubre y abstracta parábola feminista, pero Stead ya ha dedicado la mayor parte del libro a forjar a los Pollit como algo específico, real y gracioso, y a presentarlos como personas capaces de decir y hacer casi cualquier cosa. Y ha establecido en particular hasta qué punto el amor es un problema para Louie (en qué medida, a pesar de todo, ansia la adoración de su padre), y por tanto la abstracción pasa a ser ineludiblemente concreta, los arquetipos en guerra se revisten de carne compasiva: uno no puede por menos de dejarse arrastrar por la enconada lucha espiritual de Louie por llegar a ser ella misma, y tampoco puede por menos de vitorear su triunfo. Como comenta el narrador con toda naturalidad: «Así era la vida en familia». Y para contar la historia de esta vida interior es para lo que sirven las novelas, y sólo las novelas.

O, al menos, para lo que servían. Porque ¿acaso no hemos dejado atrás todo eso? ¿Hombres altruistamente dominantes? ¿Niños como accesorios del narcisismo paterno? ¿La familia nuclear como una batalla campal de malos tratos psíquicos? Estamos cansados de la guerra entre los sexos y la guerra entre las generaciones, porque estas guerras son muy desagradables, ¿y quién quiere mirarse en el espejo de una novela y ver algo tan desagradable? ¡Cuánto mejor nos sentiremos con nosotros mismos si dejamos de hablar nuestros bochornosos lenguajes familiares privados! La ausencia de cisnes literarios parece un precio pequeño que pagar por un mundo en que los patitos feos, al crecer, son patos grandes y feos a los que podemos llamar consensuadamente hermosos.

Sin embargo, la cultura no es monolítica. Aunque quizá El hombre que amaba a los niños sea demasiado difícil (difícil de digerir, difícil de acogerlo uno en su corazón) para conseguir gran número de seguidores, sin duda es menos difícil que otras novelas incluidas en los planes de estudios universitarios, y es la clase de libro que, si es para ti, lo es realmente. Estoy seguro de que decenas de miles de personas en este país bendecirían el día que se publicó el libro si lo conocieran. Yo mismo quizá nunca me habría cruzado con esta novela si mi mujer no la hubiera descubierto en la biblioteca pública de Somerville, Massachusetts, en 1983, y hubiera declarado que era el libro más sincero que había leído en su Adda. Cada vez que permanezco unos años alejado de él y pienso en releerlo, me preocupa haberme equivocado con esta obra, por la poca atención que le han prestado los mundos literario y académico y los clubes de lectores. (Por ejemplo, en el momento de escribir estas líneas, en Amazon hay 177 opiniones de clientes sobre Al faro, 312 sobre El arco iris de gravedad y 409 sobre Ulises; sobre El hombre que amaba a los niños, un libro mucho más accesible, hay 14). Abro el libro con emoción, leo cinco páginas y vuelvo a estar inmerso en él, y entonces me doy cuenta de que no me había equivocado en absoluto. Tengo la sensación de haber regresado a casa.

Sospecho que una razón por la que El hombre que amaba a los niños sigue exiliado del canon es que la ambición de Christina Stead no era escribir «como una mujer», sino «como un hombre»: sus lealtades son demasiado sospechosas para las feministas, y no se parece lo suficiente a un hombre para todos los demás. La novela que la precedió, House of All Nations, se asemeja más a una novela de Gaddis, incluso a una de Pynchon, que a cualquier novela de una mujer del siglo XX. Stead no se daba por satisfecha con crear una paz independiente para ella, en una habitación sólo suya. Era competitiva como un hijo, no como una hija, y necesitaba regresar, en su mejor novela, a las escenas primarias de su vida y derrotar a su elocuente padre en su propio campo. Y también esto resulta bochornoso, ya que, por importante que sea la competencia en nuestro sistema de libre empresa, afrontarla personalmente y hablar de ella a las claras es muy poco halagador (siendo la competencia deportiva la excepción que confirma la regla).

En las entrevistas que concedió, Stead a veces hablaba con franqueza de lo directa y totalmente autobiográfica que era su novela. En esencia, Sam Pollit es su padre, David Stead. Las ideas, la voz y la organización doméstica de Sam son todas de David, trasladadas de Australia a Estados Unidos. Y allí donde Sam se encapricha de una inocente mujer-niña, Gillian, la hija de un colega, el David de la vida real se enamoró de una chica guapa de la edad de Christina, Thistle Harris, con la que tuvo una breve aventura, más tarde vivió con ella y por fin, pasados muchos años, se casó. Thistle fue la hermosa acolita y el espejo halagador que la propia Christina nunca pudo ser para David, aunque sólo fuera porque, sin ser gorda como Louie, tampoco era ni remotamente atractiva. (La biografía de Rowley incluye fotografías que lo demuestran).

En la novela, la desagradable presencia de Louie es un golpe para su propio narcisismo. Su gordura y su aspecto corriente son, posiblemente, lo que la rescata de los delirios paternos, la impulsa hacia la sinceridad y finalmente la salva. Pero el dolor que Louie experimenta por no ser grata a los ojos de nadie, y menos a los de su padre, sin duda procede del propio dolor de Christina Stead. Su mejor novela se percibe al final como la ofrenda de amor y solidaridad de una hija para con su padre —ya ves, soy como tú, he alcanzado un lenguaje comparable al tuyo, incluso superior al tuyo—, que es también, por supuesto, una ofrenda de odio competitivo al rojo vivo. Cuando Louie le explica a Sam que nunca le ha contado a nadie cómo es su vida en casa, la razón que da es que «¡Nadie me creería!». Pero la Stead adulta encontró la manera de ganarse el crédito de los lectores. La escritora plenamente madura creó un espejo fiel de todo lo que su padre y Sam Pollit no querían ver; y cuando se publicó la obra, la persona en Australia a quien llevó un ejemplar no fue David Stead, sino Thistle Harris. La dedicatoria rezaba: «A mi querida Thistle. Un Robinson de la Familia Strindberg. En ciertos sentidos, podría considerarse una carta personal de Christina Stead a Thistle». Se desconoce si el propio David llegó a leer el libro.