En el Pacífico Sur, a ochocientos kilómetros de la franja costera central de Chile, hay una isla volcánica de imponente verticalidad, con once kilómetros de longitud y seis de anchura, poblada por millones de aves marinas y miles de osos marinos, pero desprovista de humanos, salvo en los meses más cálidos, cuando algunos pescadores salen a la captura de la langosta. Para llegar a la isla, cuyo nombre oficial es Alejandro Selkirk, primero hay que ir de Santiago a otra isla situada a ciento sesenta kilómetros al este en un avión de ocho plazas que realiza dos vuelos semanales. Después, desde el aeródromo, hay que viajar en una pequeña embarcación abierta hasta la única aldea del archipiélago, esperar allí a que te lleve una de las lanchas que de vez en cuando efectúan la travesía de doce horas, y luego, a menudo, esperar aún más, a veces varios días, unas condiciones meteorológicas propicias para desembarcar en la costa rocosa de la isla. En los años sesenta, los funcionarios chilenos responsables del turismo le pusieron a la isla ese nombre por el marino escocés Alexander Selkirk, cuya vida solitaria en el archipiélago sirvió probablemente de inspiración a Daniel Defoe para su novela Robinson Crusoe. Pero los lugareños todavía utilizan su nombre original, Masafuera: más afuera, muy lejos.
A finales del otoño pasado sentí la necesidad de ir muy lejos. Llevaba cuatro meses centrado en la promoción ininterrumpida de una novela, pasando de un punto a otro de mi agenda sin voluntad alguna, sintiéndome cada vez más como el rombo gráfico en la barra de progreso de un reproductor audiovisual. Partes considerables de mi historia personal se morían desde dentro a fuerza de hablar de ellas. Y cada mañana las mismas dosis aceleradoras de nicotina y cafeína; cada tarde el mismo ataque a los mensajes acumulados en mi correo electrónico; cada noche las mismas copas, esa inyección de placer para adormecer el cerebro. En un momento dado, después de leer sobre Masafuera, empecé a imaginar que huía y me quedaba, como Selkirk, solo en aquella isla donde no vivía nadie ni siquiera a temporadas.
También pensé que sería una buena idea, mientras estuviera allí, releer el libro considerado la primera novela inglesa. Robinson Crusoe fue el primer gran documento del individualismo radical, el relato de la supervivencia psíquica y práctica de una persona corriente en un profundo aislamiento. La empresa novelística relacionada con el individualismo —la búsqueda del significado en la narrativa realista— pasó a convertirse en la forma literaria dominante de la cultura los siguientes tres siglos. La voz de Crusoe resuena en Jane Eyre, el Hombre Subterráneo, el Hombre Invisible y el Roquentin de Sartre. En otro tiempo, esos relatos me habían entusiasmado, y en la propia palabra «novela», con su promesa de «novedad», perduraba un recuerdo de experiencias más juveniles tan absorbentes que podía permanecer sentado en silencio durante horas y no acordarme siquiera del aburrimiento. Ian Watt, en su clásico The Rise of the Novel, estableció la correlación entre el florecimiento de la producción novelística en el siglo XVIII y la creciente demanda de entretenimiento por parte de mujeres que se habían visto liberadas de las tradicionales tareas domésticas y disponían de demasiado tiempo libre en casa. En un sentido muy directo, según Watt, la novela inglesa había surgido de las cenizas del aburrimiento. Y aburrimiento era lo que yo padecía en ese momento. Cuanto más busca uno distracciones, menos eficaz es cualquier distracción concreta, y por eso al final elevé la dosis en varios grados hasta que, sin darme cuenta, acabé consultando mi e-mail cada diez minutos, mis porciones de tabaco de mascar fueron en aumento, mis dos copas nocturnas se agravaron hasta convertirse en cuatro y alcancé tal dominio del solitario por ordenador que mi objetivo ya no era ganar una partida, sino dos o más consecutivas, una especie de metasolitario cuya fascinación no consistía enjugar a las cartas, sino en explorar las rachas de victorias y derrotas. Mi racha ganadora más larga hasta el momento era de ocho.
Me puse de acuerdo con unos botánicos aventureros para que me llevaran a Masafuera en una pequeña embarcación alquilada por ellos. Luego me concedí una pequeña orgía de consumismo en REI, donde la aventura crusoeniana mora en los pasillos de equipos de supervivencia de peso ultraligero y, quizá especialmente, en ciertos símbolos de la «civilización en la naturaleza», como la copa de martini de acero inoxidable con pie extraíble. Además de una mochila, una tienda de campaña y una navaja nuevas, me proveí de ciertos artículos especializados de última generación, tales como un plato de plástico con borde de silicona que podía convertirse en cuenco, comprimidos de ácido ascórbico para neutralizar el sabor del agua esterilizada con yodo, una toalla de microfibra que se guardaba en una bolsa diminuta, frijoles liofilizados ecológicos y un tenedor-cuchara indestructible. También hice acopio de frutos secos, atún y barritas de proteínas, porque me habían dicho que, si el tiempo se complicaba, podía quedarme aislado ilimitadamente en Masafuera.
El día antes de partir hacia Santiago, visité a mi amiga Karen, la viuda del escritor David Foster Wallace. Cuando me disponía a marcharme de su casa, sin venir a cuento me preguntó si quería llevarme parte de las cenizas de David y esparcirlas en Masafuera. Acepté, y ella encontró una antigua caja de cerillas de madera, un pequeño libro con un cajón deslizante, y metió unas pocas cenizas, diciendo que le gustaba la idea de que parte de David fuera a reposar en una isla remota y deshabitada. Sólo más tarde, cuando ya me había ido de su casa, caí en la cuenta de que me había dado las cenizas tanto por mí como por ella o por David. Sabía, porque yo se lo había explicado, que mi actual estado de huida de mí mismo había empezado poco después de la muerte de David, dos años antes. En aquel momento, había tomado la decisión de no afrontar el horrible suicidio de alguien a quien quería mucho y, en cambio, refugiarme en la rabia y el trabajo. Sin embargo, ahora que el trabajo había concluido, era difícil pasar por alto la circunstancia de que, posiblemente, en una interpretación de su suicidio, David había muerto de aburrimiento y por desesperación ante sus futuras novelas. El elemento de desesperación presente en mi reciente aburrimiento ¿podía guardar relación con el hecho de que había incumplido una promesa hecha a mí mismo? ¿La promesa de que, después de acabar mi libro, me permitiría sentir algo más que un dolor fugaz y una rabia duradera por la muerte de David?
Así las cosas, la última mañana de enero, llegué en medio de una espesa bruma al lugar de Más afuera llamado La Cuchara, a unos novecientos metros sobre el nivel del mar. Llevaba un cuaderno, prismáticos, un ejemplar en rústica de Robinson Crusoe, la cajita con los restos de David, una mochila repleta de equipo de campaña, un mapa ridículamente insuficiente de la isla, y nada de alcohol, ni tabaco ni ordenador. Dejando de lado que, en lugar de subir hasta allí por mi cuenta, había seguido a un joven guardabosques y una mula que acarreaba mi mochila, y que además me había aprovisionado, a instancias de varias personas, de un aparato de radio emisor-receptor, un GPS de diez años de antigüedad, un teléfono vía satélite y varias pilas de repuesto, estaba totalmente aislado y solo.
Mi primer contacto con Robinson Crusoe tuvo lugar cuando me lo leyó mi padre. Junto con Les Misérables, era la única novela que significaba algo para él. Por el placer que obtenía leyéndomelo, está claro que se identificaba tan profundamente con Crusoe como con Jean Valjean (nombre que, a su manera autodidacta, pronunciaba «Yin Valyin»). Como Crusoe, mi padre se sentía aislado de los demás, era resueltamente moderado en sus hábitos, creía en la superioridad de la civilización occidental sobre el «salvajismo» de otras culturas, veía el mundo natural como algo que someter y explotar, y era un empedernido practicante del «hágalo usted mismo». La supervivencia autodisciplinada en una isla desierta entre caníbales era la aventura perfecta para él. Había nacido en un tosco pueblo construido por su padre y sus tíos, pioneros todos ellos, y crecido trabajando en campamentos de constructores de carreteras en las tierras pantanosas boreales. En nuestro sótano de Saint Louis tenía un taller muy ordenado donde ponía a punto sus herramientas, remendaba su ropa (era un buen costurero) e improvisaba, con madera, metal y cuero, sólidas soluciones para los problemas de mantenimiento doméstico. Nos llevaba a mis amigos y a mí de acampada varias veces al año, organizaba nuestro campamento él solo mientras yo corría por el bosque con mis amigos, y se preparaba un lecho de mantas bastas y viejas al lado de nuestros sacos de dormir rellenos de fibra. Creo que, en cierta medida, yo era la excusa para ir él de acampada.
Mi hermano Tom, no menos aficionado que mi padre a hacerse él mismo las cosas, llegó a ser todo un mochilero en sus años universitarios. Como yo intentaba emularlo en todo, escuchaba sus historias de excursiones de diez días en solitario por Colorado y Wyoming y ansiaba ser mochilero. La primera oportunidad me llegó el verano que cumplí los dieciséis, cuando convencí a mis padres de que me permitieran inscribirme en unas colonias llamadas «Acampadas en el Oeste». Mi amigo Weidman y yo, en un autobús repleto de adolescentes y monitores, nos marchamos durante dos semanas de «estudio» a las Rocosas. Yo llevaba la roja y obsoleta mochila Gerry de mi hermano y, para tomar apuntes sobre mi campo de estudio (los liqúenes, elegido un tanto a bulto), un cuaderno idéntico al de Tom.
Al segundo día de una excursión a Sawtooth Wilderness, en Idaho, nos invitaron a todos a pasar veinticuatro horas solos. Mi monitor me llevó a un bosquecillo de pinos ponderosa poco denso y me dejó allí. Muy pronto, pese a que era un día soleado y nada amenazador, estaba encogido de miedo dentro de mi tienda. Por lo visto, para tomar conciencia del vacío y el horror de la existencia me bastó con verme privado unas horas de compañía humana. Al día siguiente, me enteré de que Weidman, pese a ser ocho meses mayor que yo, se había sentido tan solo que había retrocedido hasta un lugar desde donde veía el campamento base. Lo que a mí me permitió resistir —y tener la sensación, además, de que podría haberme quedado solo más de un día— fue escribir:
JUEVES 3 DE JULIO
Esta noche empiezo un cuaderno. Si alguien lo lee, espero que disculpe el uso excesivo de la primera persona. No puedo evitarlo. Soy yo quien lo escribe.
Cuando he vuelto junto a mi fogata hoy después de la cena, por un momento he tenido la sensación de que mi taza de aluminio era mi amiga, que me observaba sentada en una roca…
Esta tarde, cierta mosca (al menos creo que era la misma) ha volado alrededor de mi cabeza un buen rato. Poco después he dejado de verla como un insecto molesto y desagradable & inconscientemente he empezado a pensar en ella como un enemigo por el que en realidad sentía bastante afecto y que simplemente jugábamos juntos.
Además, esta tarde (ésta ha sido mi principal actividad) me he sentado en un saliente de roca para intentar expresar en forma de soneto las distintas finalidades de mi vida que he visto en distintos momentos (tres, como si fueran puntos de vista). Ahora, por supuesto, me doy cuenta de que no soy capaz de hacerlo ni siquiera en prosa, así que era realmente inútil. Sin embargo, mientras lo intentaba, he llegado a convencerme de que la vida es una pérdida de tiempo, o algo así. Estaba tan triste y hundido que sólo sentía desesperación. Pero entonces he observado unos líquenes & he escrito sobre ellos & me he calmado y llegado a la conclusión de que mi pena no se debía a una pérdida de finalidad, sino al hecho de que no sabía quién era yo ni por qué lo era y tampoco demostraba mi amor a mis padres. Me acercaba al tercer punto, pero mi siguiente pensamiento se ha desviado un poco de lo anterior. He llegado a la conclusión de que la razón de lo precedente es que el tiempo (la vida) es demasiado corto. Eso, por supuesto, es verdad, pero mi pena no la causaba todo eso. De pronto lo he visto claro: echaba de menos a mi familia.
En cuanto hube diagnosticado mi añoranza, pude encauzarla escribiendo cartas. Durante el resto de mi estancia escribí en mi diario todos los días y, sin darme cuenta, fui alejándome de Weidman y tendí hacia mis compañeras de acampada; nunca había tenido tanto éxito en mi vida social. Lo que me había faltado hasta entonces era cierto sentido más o menos claro de mi propia identidad, sentido que alcancé en la soledad, plasmando en un papel frases en primera persona.
Después, durante años, sentí deseos de emprender más excursiones, pero nunca tan intensos como para llevarlos a cabo. Al final, resultó que el yo que estaba descubriendo gracias a la escritura no era tan idéntico al de Tom. Sí conservé su vieja mochila Gerry, aunque no era una bolsa de viaje útil en general, y mantuve vivos mis sueños respecto a la naturaleza comprando material de acampada barato, por ejemplo, un envase familiar del jabón a la menta Dr. Bronner, cuyas virtudes Tom elogiaba en ocasiones. Cuando cogí el autocar de regreso a la universidad para mi último curso, puse el jabón Dr. Bronner en la mochila, y el envase reventó en el viaje, empapando ropa y libros. Al intentar enjuagar la mochila en una ducha de la residencia, el tejido se desintegró entre mis manos.
A medida que me acercaba en el barco, Masafuera no ofrecía una visión acogedora. Mi único mapa de la isla era una copia tamaño folio sacada por impresora de una imagen de Google Earth, y enseguida vi que, dejándome llevar por mi optimismo, había malinterpretado las curvas de nivel. Lo que parecían escarpadas pendientes eran acantilados, y lo que parecían suaves cuestas, escarpadas pendientes. En el fondo de un impresionante barranco se apiñaba una docena de chozas de langosteros; flanqueaban dicho barranco las cimas verdes de la isla, que alcanzaban los mil metros de altura, adentrándose en un inquietante manto de nubes arremolinadas. El mar, que durante la travesía me había parecido razonablemente en calma, embestía con grandes olas una brecha que se abría en las rocas por debajo de las chozas. Para llegar a la costa, los botánicos y yo saltamos a una langostera, que a motor se aproximó a cien metros de la orilla. Allí, los tripulantes levantaron el motor, cogimos un cabo sujeto a una boya y avanzamos tirando de él. Al acercarnos a las rocas, la embarcación se bamboleó caóticamente, inundándose la popa, mientras los tripulantes se esforzaban en acoplar a la langostera un cable que nos arrastraría hacia tierra. Ya en la orilla, nos topamos con un sobrecogedor enjambre de moscas; por algo llaman a aquel lugar la Isla de las Moscas. Atronadoras minicadenas rivalizaban ruidosamente con música de América del Norte y del Sur que salía de varias chozas, entre la opresiva inmensidad de las paredes del barranco y los fríos embates del mar. Detrás de las chozas, sumándose a la angustiosa atmósfera, se extendía un bosquecillo de grandes árboles secos, tan viejos que presentaban ya un color hueso.
Mis compañeros en la excursión al interior eran el joven guardabosques, Danilo, y una mula con cara de póquer. Habida cuenta de lo empinadas que eran las cuestas, ni siquiera fingí decepción por no cargar yo mismo con la mochila. Danilo llevaba un rifle al hombro, con la esperanza de matar una de las cabras no autóctonas que habían sobrevivido al reciente esfuerzo de una fundación medioambiental holandesa por erradicarlas. Bajo grises nubes matutinas que pronto se convirtieron en niebla, ascendimos por interminables vueltas y revueltas y por una quebrada de exuberante maquia, una especie vegetal empleada para reparar las nasas. Cubría el sendero una cantidad descomunal de secos excrementos de mula, pero lo único que se veía en movimiento eran aves: un pequeño cinclodes de flancos grisáceos y varios halcones de Juan Fernández, dos de las cinco especies de aves terrestres de Masafuera. La isla es también el único lugar de cría de dos interesantes petreles y una de las aves canoras más raras del mundo, el rayadito de Masafuera, que yo tenía la esperanza de ver. De hecho, al partir rumbo a Chile, observar nuevas especies de aves era la única actividad que podía asegurar que no me aburriría. Se calcula que la población de rayaditos, que en su mayoría vive a gran altitud en una pequeña zona de la isla llamada Los Inocentes, puede haberse reducido hasta los quinientos ejemplares. Muy pocas personas han llegado a ver alguno.
Antes de lo que preveía, Danilo y yo llegamos a La Cuchara y, entre la bruma, avisté los contornos de un pequeño refugio o choza de guardabosques. Habíamos ascendido casi mil metros en poco más de dos horas. Yo sabía que había un refugio en La Cuchara, pero imaginaba una cabaña primitiva, de modo que no había previsto el dilema que aquél me plantearía. De tejado muy inclinado, atirantado con cables sujetos al suelo, disponía de una estufa de propano, dos literas con colchones de espuma, un saco de dormir poco apetecible pero utilizable, y un armario aprovisionado con pasta seca y comida enlatada; por lo visto, aunque no hubiese llevado nada aparte de unas tabletas de yodo, habría sobrevivido. Con la presencia del refugio, mi ya un tanto artificial proyecto de autosuficiencia solitaria se me antojó aún más artificial, así que decidí hacer como si la cabaña no existiera.
Danilo descargó la mochila y me condujo por un brumoso camino hasta un arroyo por el que corría agua suficiente para formar una pequeña charca. Le pregunté si era posible llegar a pie desde allí hasta Los Inocentes. Él señaló cuesta arriba y dijo: «Sí, está a tres horas, por los cordones». Quería pedirle que fuéramos de inmediato, para poder acampar más cerca de los rayaditos, pero Danilo parecía impaciente por volver a la costa. Cuando se marchó con la mula y el arma, me concentré en mis tareas crusoenianas.
La primera consistió en recoger y purificar un poco de agua para beber. Con una bomba filtradora y un odre de lona, seguí lo que creí que era el camino hasta la charca, que, como sabía, no estaba a más de cincuenta o sesenta metros del refugio, pero enseguida me perdí en la bruma. Cuando por fin localicé la charca, tras probar por varios caminos, el tubo de la bomba se rompió. Había comprado la bomba veinte años antes, por si me resultaba útil en caso de hallarme solo en plena naturaleza, y con el paso del tiempo el plástico se había tornado quebradizo. Llené el odre con agua un tanto turbia y, pese a mi determinación, entré en el refugio y vertí el agua en una gran olla, junto con unas tabletas de yodo. Esa sencilla tarea me supuso, a saber cómo, una hora.
Como de todas formas ya estaba en el refugio, me cambié de ropa, ya que la que llevaba puesta se había empapado durante el ascenso a través del rocío y la bruma, e intenté secar el interior de las botas con un poco del abundante papel higiénico que llevaba. Descubrí que el GPS, el único aparato para el que no disponía de pilas de reserva, había estado encendido todo el día, lo que me provocó una angustia que atenué limpiando el barro y el agua del suelo del refugio con más papel higiénico. Finalmente, me aventuré a salir a un promontorio rocoso y oteé los alrededores en busca de un lugar de acampada más allá de la orla de excrementos de mula. Un halcón se abatió justo sobre mi cabeza; un cinclodes emitió su descarado reclamo desde un peñasco. Después de mucho caminar y sopesar pros y contras, me instalé en una hondonada que protegía un poco del viento y desde la que no se veía el refugio, y allí comí queso y salami.
Llevaba cuatro horas solo. Planté la tienda, sujetando el armazón a las rocas mediante lazadas y afianzando las estaquillas con las piedras más pesadas que logré acarrear. Luego me preparé un café en mi pequeña cocinilla de gas. Al volver al refugio, reanudé mi proyecto de secado de botas, interrumpiéndome cada pocos minutos para abrir las ventanas y espantar las moscas que una y otra vez lograban colarse. Me veía tan incapaz de desprenderme de las comodidades del refugio como de las distracciones modernas de las que supuestamente pretendía huir yendo allí. Fui por otro odre de agua y utilicé la olla y la estufa de propano para calentar agua con la que bañarme. Después del baño, preferí secarme con la toalla de microfibra y vestirme en el refugio antes que hacerlo en medio de la suciedad y la bruma. Como ya había transigido tanto, me llevé uno de los colchones de espuma promontorio abajo y lo metí en la tienda.
—Pero ya está —me dije en voz alta—. Esto es todo.
Salvo por el zumbido de las moscas y algún que otro reclamo de cinclodes, en mi campamento reinaba un silencio absoluto. A veces la bruma se alzaba un poco, dejando al descubierto laderas rocosas y valles húmedos plagados de helechos hasta que el techo brumoso bajaba de nuevo. Saqué mi cuaderno y anoté lo que había hecho en las últimas siete horas: ir por agua, comer, plantar la tienda, bañarme. Pero cuando me propuse escribir algo a modo de confesión, en primera persona, me sentí cohibido. Por lo visto, en los últimos treinta y cinco años me había acostumbrado tanto a narrativizarme, a experimentar mi vida como un relato, que ahora sólo podía usar los diarios personales para la resolución de problemas y la autoinvestigación. Ni siquiera a los quince años, en Idaho, había escrito desde mi desesperación, sino sólo una vez superada ésta, y ahora, más aún, los relatos que me importaban eran aquellos narrados —seleccionados, esclarecidos— en retrospectiva.
Mi plan para el día siguiente era intentar ver un rayadito. La isla me parecía interesante por el mero hecho de saber que el ave se hallaba allí. Cuando voy en pos de especies nuevas, lo que busco es una autenticidad en gran parte perdida, los vestigios de un mundo, aunque ahora plagado en gran medida de seres humanos, todavía hermosamente indiferente a nosotros; lograr ver un ave poco común que de algún modo persevera en su vida de reproducción y alimentación es un placer perdurablemente trascendental. Decidí que me levantaría al amanecer y, si era necesario, dedicaría el día entero a encontrar el camino hasta Los Inocentes y luego regresar. Animado por la perspectiva de esta búsqueda no exenta de desafío, me preparé un tazón de frijoles y luego, aunque todavía quedaba luz del día, me encerré en la tienda. En el cómodo colchón, metido en un saco de dormir que conservaba desde el colegio y con una linterna de cabeza en la frente, me instalé a leer Robinson Crusoe. Por primera vez ese día, me sentí feliz.
Uno de los primeros grandes admiradores de Robinson Crusoe fue Jean-Jacques Rousseau, quien, en el Emilio, propuso que fuera el texto primordial en la educación infantil. Siguiendo la excelente tradición francesa de la expurgación, Rousseau no tenía en mente todo el texto, sino sólo la larga sección central, en la que el náufrago narra su supervivencia durante un cuarto de siglo en una isla desierta. Pocos lectores discutirían que ésta es la parte más atractiva de la novela, en comparación con la cual las aventuras de Robinson antes y después (ser esclavizado por un pirata turco, repeler los ataques de lobos enormes) resultan desvaídas y mecánicas. Parte del atractivo de la historia de su supervivencia es la especificidad de las descripciones de Robinson: los «tres… sombreros, un gorro, y dos zapatos que no hacían pareja», que es lo único que queda de sus compañeros de barco ahogados, el catálogo de material útil que rescata del buque naufragado, las complejidades de su acoso a las cabras montesas que pueblan la isla, los aspectos prácticos de reinventar las artes domésticas para fabricar muebles, embarcaciones, loza y pan. Pero lo que realmente anima estas aventuras sin aventura, creando un sorprendente suspense, es su accesibilidad a la imaginación del lector corriente. No tengo la menor idea de qué haría yo si me esclavizara un turco o me viera amenazado por lobos; muy probablemente el miedo me impediría actuar como Robinson. Pero leer acerca de las soluciones prácticas a los problemas del hambre, la intemperie, la enfermedad y la soledad es sentirse invitado a entrar en la narración, a imaginar qué haría uno si se encontrara aislado de una manera similar, y a medir su propia resistencia, recursos e ingenio práctico en comparación con los de él. (Estoy seguro de que eso es también lo que hacía mi padre). Hasta que el mundo externo incide en el aislamiento de la isla, en forma de caníbales merodeadores, sólo estamos nosotros dos, Robinson y su lector, y es un espacio muy acogedor. En un relato con más acción, las páginas donde se describen las tareas cotidianas y las emociones del náufrago serían ló que el crítico Franco Moretti denomina mordazmente «de relleno». Pero, como Moretti observa, la prolongación dramática de esa clase de relleno fue justo la gran innovación de Defoe: esos relatos de lo cotidiano pasaron a ser un elemento fijo de la narrativa realista, en Austen y Flaubert tanto como en Updike y Carver.
Enmarcando y hasta cierto punto interpenetrándose con el «relleno» de Defoe, descubrimos elementos de otras importantes formas de prosa narrativa que lo precedieron: las antiguas novelas helenísticas, que incluían relatos de naufragios y esclavización; las autobiografías espirituales católicas y protestantes; las novelas de caballería medievales y renacentistas, y la picaresca española. La novela de Defoe sigue asimismo la tradición de las narraciones denigrantemente basadas, o pretendidamente basadas, en la vida de personajes públicos reales; en el caso de Crusoe, el modelo fue Alexander Selkirk. Incluso se ha afirmado que Defoe quería que la novela fuese una obra de propaganda utopista, ensalzando las libertades religiosas y las oportunidades económicas de las colonias inglesas en el Nuevo Mundo. La heterogeneidad de Robinson Crusoe revela la dificultad, incluso el absurdo, de hablar del «surgimiento de la novela» e identificar la obra de Defoe como el primer ejemplar de este género. Al fin y al cabo, Don Quijote se publicó más de un siglo antes y es sin lugar a dudas una novela. ¿Y por qué no llamar también novelas a los libros de caballería, si se publicaron y leyeron ampliamente en el siglo XVII? Los primeros novelistas ingleses a menudo hicieron hincapié expresamente en que sus obras no eran «simples libros de caballería»; pero lo mismo habían dicho muchos autores de libros de caballería. Sin embargo, a principios del siglo XIX, cuando los ejemplos más destacados de esa forma narrativa fueron por primera vez recopilados en antologías autorizadas por Walter Scott y otros, los ingleses no sólo tenían una idea muy clara de lo que querían decir al hablar de «novelas», sino que además las exportaban en grandes cantidades, en forma de traducción, a otros países. Ahora existía ya definitivamente un género donde antes no lo había. Así pues, ¿qué es con exactitud una novela, y por qué apareció el género cuando lo hizo?
La explicación más convincente sigue siendo la de carácter político y económico propuesta por Ian Watt hace cincuenta años. El lugar de nacimiento de la novela, en su forma moderna, resulta ser también la nación de Europa más desarrollada y con mayor dominio económico. El análisis de Watt de esta coincidencia es poco incisivo pero contundente, vinculando la glorificación del individuo emprendedor, la expansión de la burguesía alfabetizada deseosa de leer sobre sí misma, el aumento de la movilidad social (que invita a los escritores a explotar las preocupaciones derivadas de ésta), la especialización del trabajo (que crea una sociedad de diferencias interesantes), la desintegración del antiguo orden social con el resultado de una serie de elementos individuales aislados, y naturalmente, entre la nueva clase media acomodada, el espectacular aumento del tiempo libre para leer. A su vez, Inglaterra se secularizaba rápidamente. La teología protestante había puesto los cimientos de la nueva economía reimaginando el orden social como un grupo de individuos autosuficientes que se relacionan de forma directa con Dios; pero allá por 1700, mientras la economía británica prosperaba, cada vez estaba menos claro que los individuos necesitaran siquiera a Dios. Es cierto que, como cualquier lector infantil impaciente puede decirnos, muchas páginas de Robinson Crusoe se destinan al viaje espiritual de su héroe. Robinson encuentra a Dios en la isla, y acude a Él repetidamente en momentos de crisis, rezando por su liberación y dándole gracias, extasiado, por proporcionarle los medios para conseguirla. Sin embargo, en cuanto ha superado cada crisis, revierte a su personalidad práctica y se olvida de Dios; al final del libro, parece que lo hayan salvado más su propio carácter industrioso y su ingenio que la Divina Providencia. Leer el relato de las vacilaciones y los olvidos de Robinson es asistir al proceso en el que el género de la autobiografía espiritual se convierte en narrativa realista.
El aspecto más interesante del origen de la novela podría ser la evolución de las respuestas de la cultura inglesa a la cuestión de la verosimilitud: ¿debería un relato raro aceptarse porque es raro, o habría que interpretar dicha rareza como prueba de falsedad? Las inquietudes que plantea esta cuestión siguen presentes entre nosotros (piénsese en el escándalo de las «memorias» de James Frey), y sin duda tuvieron un papel relevante en 1719, cuando Defoe publicó el primer volumen, el más conocido, de Robinson Crusoe. En él no aparecía en ninguna parte el verdadero nombre del autor. Se optó por identificar el libro como Vida y extrañas y sorprendentes aventuras… escritas por él mismo, y muchos de sus primeros lectores creyeron que la historia era real. Sin embargo, fueron tantos los lectores que sí dudaron de su autenticidad que Defoe se sintió obligado a defender su veracidad cuando publicó el tercer y último volumen al año siguiente. Contrastando su relato con el libro de caballería, en el que la «historia es inventada», insistió en que la suya, «aunque alegórica, es además histórica», y afirmó que «hay un hombre vivo, y también muy conocido, cuya vida y acciones son el justo tema de estos volúmenes». Dado lo que sabemos de la vida real de Defoe —al igual que Crusoe, se metió en complicaciones por emprender negocios arriesgados, tales como criar gatos de algalia por el perfume, y poseía conocimiento de primera mano del aislamiento debido a su paso por la cárcel de deudores, a la que la bancarrota lo llevó dos veces—, y dada también su afirmación en otra parte del volumen de que «la vida en general es, o debería ser, sólo un acto universal de soledad», parece razonable llegar a la conclusión de que el hombre «muy conocido» es el propio Defoe. (Sospechosamente, los dos apellidos terminan en «oe»). Actualmente entendemos una novela como el mapa de la experiencia de un autor plasmado sobre una ensoñación, y un giro crucial hacia esta interpretación puede verse cuando Defoe, vacilante, afirma una clase de verdad no rigurosamente histórica: la «verdad» del novelista.
La crítica Catherine Gallagher, en su ensayo «El surgimiento de la ficcionalidad», menciona una paradoja curiosa relacionada con esta clase de verdad: el siglo XVIII no fue sólo el momento en que los autores de ficción, empezando (más o menos) por Defoe, abandonaron el artificio de que sus narraciones no eran ficticias; fue también el momento en que empezaron a realizar un verdadero esfuerzo para que sus narraciones precisamente no parecieran ficticias: en que la verosimilitud pasó a ser de suma importancia. La solución de Gallagher a la paradoja gira en torno a otro aspecto más de la modernidad: la necesidad de asumir riesgos. Cuando los negocios pasaron a depender de la inversión, debían sopesarse varios futuros desenlaces posibles, cuando los matrimonios dejaron de concertarse, era necesario especular respecto a los méritos de la potencial pareja. Y la novela, tal como se desarrolló en el siglo XVIII, proporcionó a sus lectores un terreno de juego que era a la vez especulativo y exento de riesgos. A la par que pregonaba su ficcionalidad, ofrecía protagonistas lo bastante genéricos para percibirlos como posibles versiones de uno mismo y a la vez lo bastante específicos para, simultáneamente, no ser uno mismo. El gran invento literario del siglo XVIII fue, por tanto, no sólo un género, sino también una actitud hacia ese género. Hoy día, cuando abrimos una novela, nuestra predisposición mental —el conocimiento de que es obra de la imaginación y la disposición a suspender la incredulidad— es de hecho la mitad de la esencia de la novela.
Recientes estudios académicos han socavado la antigua idea de que la épica sea un elemento central de todas las culturas, incluidas las orales. La ficción, ya sea en forma de cuentos de hadas o fábulas, parece haber sido destinada esencialmente a los niños. En las culturas premodernas se leían relatos por la información, la edificación o la emoción que aportaban, y las formas literarias más serias, la poesía y el teatro, exigían cierto grado de dominio técnico. La novela, en cambio, estaba al alcance de cualquiera con papel y pluma, y el tipo de placer que procuraba era exclusivamente moderno. Experimentar una historia inventada por puro placer pasó a ser una actividad a la que ahora también los adultos podían entregarse con entera libertad (aunque a veces con culpabilidad). Este desplazamiento histórico hacia la lectura por placer fue tan profundo que ya apenas somos conscientes de él. De hecho, como la novela ha proliferado subgenéricamente en películas, series de televisión y videojuegos de última generación —que en su mayoría proclaman su ficcionalidad, y en su totalidad ofrecen personajes a la vez genéricos y específicos—, no es una exageración afirmar que lo que diferencia nuestra cultura de las precedentes es la saturación de entretenimiento. La novela, como una dualidad de cosa y actitud hacia la cosa, ha transformado tan plenamente nuestra actitud que la cosa en sí corre peligro de dejar de ser necesaria.
En la isla gemela de Masafuera —llamada originalmente Masatierra, y conocida ahora como Robinson Crusoe—, yo había visto los daños causados por tres especies de plantas continentales, la maquia, la murtilla y la zarzamora, que han cubierto monótonamente montes y cuencas por entero. La zarzamora parecía especialmente malévola, pues es capaz de arrollar incluso a altos árboles autóctonos y se propaga en parte por medio de estolones que parecen cables de fibra óptica con espinas. Dos especies de plantas autóctonas ya se han extinguido, y a menos que se lleve a cabo un proyecto de restauración a gran escala, ése será el destino de otras muchas. Paseando por Robinson Crusoe, buscando delicados helechos endémicos en la periferia de la zarzamora, empecé a ver la novela como un organismo que había mutado en la isla de Inglaterra, convirtiéndose en un elemento invasor virulento que se propagó de un país a otro hasta conquistar el planeta.
En Joseph Andrews, refiriéndose a sus personajes, Henry Fielding los llamó «especies»: algo más que individuales, menos que universales. Pero, conforme la novela ha transformado el medio ambiente cultural, las especies de humanidad han dado paso a una muchedumbre universal de individuos cuya característica más destacada es el hecho de entretenerse de manera idéntica. Este era el espectro monocultural que David Foster Wallace había prefigurado y al que se propuso resistirse en su épica obra La broma infinita. Y la forma de resistencia en su novela —notas al pie, digresiones, no-linealidad, hipervínculos— anticipó al invasor incluso más virulento y más radicalmente individualista que ahora desplaza a la novela y sus vástagos. La zarzamora de la isla Robinson Crusoe era como la novela conquistadora, sí, pero me pareció que no se diferenciaba mucho de internet, ese elemento invasor difundido por la BlackBerry, que en lugar de plasmar el mapa de uno mismo sobre una narración, lo plasma sobre el mundo. En lugar de las noticias, mis noticias. En lugar de un único partido de fútbol, la fragmentación de quince partidos distintos en estadísticas personalizadas de una liga de fantasía. En lugar de El padrino, «Monadas de mi gato». Lo individual huye descontroladamente, el arquetipo de hombre de la calle es un Charlie Sheen. Con Robinson Crusoe, el yo se había convertido en una isla; y ahora, al parecer, la isla pasa a ser el mundo.
En plena noche me despertó el azote de los costados de mi tienda de campaña contra el saco de dormir; se había levantado un vendaval. Me puse los tapones para los oídos pero continuaba oyéndolo, seguido de sonoros golpetazos. Cuando por fin amaneció, descubrí que la tienda estaba parcialmente desmontada y un trozo de varilla pendía del arco de la puerta. Más abajo, el viento había disipado las nubes, dejando el mar a la vista, asombrosamente cercano, y el alba rompía con tonalidades rojas por encima de las aguas plomizas. Recurriendo a la peculiar diligencia que consigo aplicar a la persecución de aves poco comunes, desayuné deprisa, metí en la mochila la radio, el teléfono vía satélite y comida para dos días; en el último momento, dada la intensidad del viento, desmonté la tienda y lastré los ángulos con grandes piedras, por miedo a que en mi ausencia una ráfaga se la llevara. Disponía de poco tiempo —en Masafuera las mañanas tendían a ser más despejadas que las tardes—, pero me obligué a detenerme en el refugio y marcar sus coordenadas en el GPS antes de apresurarme camino arriba.
El rayadito de Masafuera es pariente cercano, aunque de mayor tamaño y plumaje menos vivo, del rayadito coliespinoso, un pajarillo llamativo que había visto en varios bosques del Chile continental antes de visitar las islas. Nunca se sabrá cómo pudo una especie tan pequeña tomar tierra a ochocientos kilómetros de la costa en número suficiente para reproducirse (y luego desarrollarse). La especie de Masafuera necesita un bosque de helechos autóctono inalterado, y su población, nunca numerosa, parece estar en declive, quizá porque cuando anida en tierra suele ser víctima de la depredación de ratas y gatos invasores. (Eliminar los roedores de Masafuera implicaría capturar y salvaguardar toda la población de halcones de la isla y luego, por medio de helicópteros, esparcir cebo envenenado por el escabroso terreno, con un coste total de unos cinco millones de dólares). Me habían dicho que no es difícil ver al rayadito en el hábitat adecuado; la dificultad reside en llegar a ese hábitat.
Las cumbres de la isla seguían ocultas por las nubes, pero esperaba que el viento no tardara en despejarlas. Por lo que veía en mi mapa, necesitaba ascender unos mil cien metros a fin de bordear dos profundos cañones que obstruían el paso al sur, hacia Los Inocentes. Me animaba que el aumento de altitud neta de la caminata era cero, pero poco después de dejar atrás el refugio, las nubes volvieron a cerrarse y la visibilidad se redujo a no mucho más de cien metros. Empecé a detenerme cada diez minutos para marcar electrónicamente mi ubicación, como Hansel dejando migas en el bosque. Durante un rato, seguí un sendero marcado por excrementos de mula, pero pronto me fue difícil saber si permanecía en él, por culpa de lo pedregoso del terreno y las sendas de cabras que lo surcaban.
A mil cien metros, doblé hacia el sur y me abrí camino entre los densos y húmedos helechos hasta descubrir que una cuenca que ya debería haber estado por debajo de mí me impedía el paso. Estudié el mapa, pero los sombreados de Google Earth no eran menos imprecisos que la última vez que lo había examinado. Intenté desplazarme hacia abajo lateralmente por la pared del cañón, pero el manto de helechos tapaba rocas resbaladizas y profundos hoyos, y la pendiente, por lo que se distinguía entre la bruma, parecía cada vez más vertical, así que di media vuelta y subí trabajosamente otra vez a lo alto, orientándome con el GPS. Al cabo de una hora de iniciar mi búsqueda, estaba empapado y a apenas unos trescientos metros del punto de partida.
Consultando el mapa, ya muy húmedo, recordé la palabra desconocida que había usado Danilo, «cordones». ¡Debía de significar cornisa! ¡Tenía que seguir las cornisas! Volví a apretar el paso cuesta arriba, deteniéndome sólo para esparcir migajas de pan electrónicas, hasta que llegué a una antena de radio que funcionaba con energía solar, por lo que deduje que ése era uno de los puntos más altos. El viento había arreciado y arrastraba las nubes hacia el lado posterior de la isla, formado, como ahora sabía, por acantilados de mil metros que se alzaban sobre la colonia de osos marinos. Aunque no los veía, la mera idea de su proximidad me causaba vértigo. Los acantilados me dan mucho miedo.
Por suerte, el cordón que llevaba hacia el sur desde la antena era bastante horizontal y resultaba relativamente fácil recorrerlo, pese a las fuertes ráfagas y la visibilidad casi nula. Avancé a buen paso durante casi media hora, exultante por haber deducido a partir de tan exigua información el camino correcto hacia Los Inocentes. No obstante, al cabo de un rato la cornisa empezó a ramificarse, obligándome a elegir entre rutas a mayor o menor altitud. El mapa indicaba muy claramente que debía hallarme a 975 metros, no a 1150. Pero cuando seguí las cornisas inferiores, intentando reducir la altitud, llegué a callejones sin salida vertiginosamente escarpados. Regresé a la más alta, que tenía la ventaja añadida de seguir directamente al sur, hacia Los Inocentes, y comprobé con satisfacción que por fin comenzaba a descender.
Para entonces, el tiempo había empeorado: la bruma se había convertido en lluvia y azotaba horizontalmente, con ráfagas de viento de más de sesenta kilómetros por hora. Mientras avanzaba cornisa abajo, ésta se estrechó de manera alarmante, hasta que en medio del camino apareció un pequeño pico. Más o menos divisé que seguía bajando al otro lado, aunque con mucha pendiente. Pero ¿cómo rodear el pico? Si lo circundaba por sotavento, me arriesgaba a que me arrastrara una ráfaga. Y por barlovento había un precipicio de mil metros, aunque en ese lado al menos el viento me empujaría contra la roca, en lugar de arrancarme de ella.
Con las botas empapadas, avancé lentamente por barlovento, comprobando dos veces los apoyos para pies y manos antes de fiarme. Algo más adelante, cuando ya veía un poco mejor, empecé a tener la impresión de que al otro lado del pico la cornisa era un callejón sin salida, sin nada más que vacío por delante y a ambos lados. Aunque estaba empeñado en ver el rayadito, llegó un momento en que me dio miedo avanzar otro paso, y de pronto me vi con los brazos y las piernas extendidos contra una pared de roca resbaladiza, bajo una lluvia atroz y un viento furioso, sin la menor certeza de ir en la dirección correcta. De repente, una frase tan nítida que casi pareció pronunciada en voz alta cobró forma en mi cabeza: «Esto que estás haciendo es muy peligroso». Y me acordé de mi amigo muerto.
David escribió sobre la meteorología tan bien como el que más, y quería a sus perros con un amor más puro que el que sentía por nada o nadie, pero la naturaleza no le interesaba y las aves le traían sin cuidado. Una vez, mientras pasábamos en coche cerca de Stinson Beach, California, me detuve para que viese por el telescopio un zarapito, una especie cuya magnificencia es para mí evidente y reveladora. Él lo observó unos segundos y se dio media vuelta con ostensible aburrimiento. «Sí —dijo con su peculiar tono de cortesía huera—, muy bonito». El verano antes de su muerte, sentados en su patio mientras David fumaba, yo no podía apartar la vista de los colibríes que había alrededor de su casa y me apenó que él sí, y cuando se echaba sus siestas muy medicadas, yo me dedicaba al estudio de las aves de Ecuador para un próximo viaje; entonces entendí que la diferencia entre su desdicha incontrolable y mis insatisfacciones controlables era que yo podía evadirme en el júbilo de las aves, pero él no.
David estaba enfermo, sí, y en cierto sentido la historia de mi amistad con él es sencillamente que yo quería a una persona mentalmente enferma. Después, la persona deprimida se quitó la vida, de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia y traición. De traición no sólo por el fracaso de nuestra inversión de afecto y cariño, sino por la manera en que su suicidio lo apartó de nosotros y lo convirtió en una leyenda muy pública. Gente que jamás había leído su obra ni había oído hablar de él leyó en el Wall Street Journal su discurso para la ceremonia de graduación en el Kenyon College y lloró la pérdida de un ser magnífico y tierno. El establishment literario, que nunca había seleccionado siquiera uno de sus libros entre los candidatos a un premio nacional, ahora lo declaraba unánimemente un tesoro nacional perdido. Claro que era un tesoro nacional, y como escritor no «pertenecía» menos a sus lectores que a mí. Pero si uno sabía que su personalidad real era más compleja e incierta de lo que se creía, y si también sabía que era más «querible» —más divertido, más bobalicón, más necesitado, más conmovedoramente en guerra con sus demonios, más perdido, más infantilmente transparente en sus mentiras e incoherencias— que el artista/santo benévolo y moralmente clarividente en que lo habían convertido, seguía siendo difícil no sentirse dolido por la parte de él que había elegido la adulación de los desconocidos antes que el amor de sus seres más cercanos.
Quienes menos lo conocían eran quienes más tendían a hablar de David como de un santo. Esto resulta especialmente extraño por la casi absoluta ausencia, en su narrativa, del amor corriente. Las relaciones amorosas íntimas, que para la mayoría de nosotros son una fuente fundacional de sentido, no tienen cabida en el universo ficcional de Wallace. En cambio, lo que hay son personajes que mantienen en secreto sus compulsiones crueles ante aquellos que los quieren; personajes que siempre andan en maquinaciones para aparentar afecto o demostrarse que lo que se siente como amor en realidad sólo es interés propio disfrazado; o, a lo sumo, personajes que dirigen un amor abstracto o espiritual hacia alguien profundamente repugnante: la esposa que pierde fluidos craneales en La broma infinita, el psicópata de la última entrevista a hombres repulsivos. La narrativa de David está poblada de fingidores, manipuladores y aislados emocionales; sin embargo, la gente que sólo mantuvo con él un contacto superficial o formal se creía realmente su apariencia de laboriosa hiperconsideración y sabiduría moral.
Ahora bien, lo curioso de la narrativa de David es lo reconocidos y reconfortados, lo queridos que se sienten sus lectores más incondicionales. En la medida en que cada uno de nosotros se queda embarrancado en su propia isla existencial —y creo que es más o menos correcto decir que los lectores más sensibles a su obra son aquellos familiarizados con los efectos social y espiritualmente aislantes de la adicción, la compulsión o la depresión—, nos agarramos agradecidos a cada nueva misiva llegada de esa lejanísima isla que era David. En el plano del contenido, nos dio lo peor de sí: con una intensidad de autoexamen comparable a la de Kafka, Kierkegaard y Dostoievski, expuso los extremos de su propio narcisismo, la misoginia, la tendencia a la compulsión, el autoengaño, el moralismo y la teologización deshumanizantes, la duda sobre que el amor sea posible y la encerrona de la autoconciencia de las notas al pie dentro de las notas al pie. Sin embargo, en el plano de la forma y la intención, esa misma catalogación de la desesperanza respecto a su propia bondad auténtica la recibe el lector como un obsequio de bondad auténtica: percibimos el amor en el hecho de su arte, y amamos a David por eso.
David y yo mantuvimos una amistad de comparaciones y contrastes y, de una manera fraternal, competitiva. Pocos años antes de su muerte, firmó mis ejemplares en tapa dura de dos de sus libros más recientes. En la portadilla de uno, encontré el contorno dibujado de su mano; en la del otro aparecía el contorno de una erección tan grande que se salía de la página, aclarada con una pequeña flecha y la nota «escala 100%». Una vez le oí describir con entusiasmo, en presencia de la chica con la que salía, a la novia de otro como su «paradigma de feminidad». La chica de David, en una maravillosa y lenta reacción tardía, dijo: «¿Cómo?» Ante lo cual, él, que poseía un vocabulario tan amplio como el que más en el hemisferio occidental, respiró hondo y, tras soltar el aire, contestó: «De pronto caigo en la cuenta de que en realidad nunca he sabido el significado de “paradigma”».
Era querible como lo es un niño, y capaz de devolver el amor con una pureza infantil. Si a pesar de eso el amor está excluido de su obra, es porque nunca se sintió merecedor de recibirlo. Fue un prisionero a perpetuidad en la isla de sí mismo. Lo que de lejos parecían suaves contornos eran en realidad acantilados cortados a pico. A veces sólo una pequeña parte de él estaba loca, a veces casi todo él, pero, como adulto, nunca estuvo del todo no loco. Lo que había visto de su Ello mientras intentaba fugarse de la prisión de su isla mediante las drogas y el alcohol, sólo para verse aún más apresado por la adicción, al parecer nunca dejó de socavar su fe en su queribilidad. Incluso después de desintoxicarse, incluso décadas más tarde de su intento de suicidio a finales de la adolescencia, incluso tras su lenta y heroica construcción de una vida para sí mismo, se sentía indigno. Y a la larga ese sentimiento se entrelazó, al punto de ser indistinguibles, con la idea del suicidio, la única escapatoria segura de su prisión; más segura que la adicción, más segura que la ficción, más segura, al final, que el amor.
Quienes no estábamos en una franja del espectro del ensimismamiento tan patológicamente extrema, quienes habitábamos en el espectro visible y aun así, sin cruzar el violeta, podíamos imaginar cómo se sentiría uno yendo más allá, sabíamos que David se equivocaba al no creer en su queribilidad e imaginábamos el dolor que le supondría tal descreimiento. ¡Qué fácil y natural es el amor si uno está bien! Y si uno no lo está, ¡qué atrozmente difícil nos parece: un artefacto filosóficamente desalentador, compuesto de interés propio y autoengaño! Sin embargo, una de las lecciones presentes en la obra de David (y, para mí, en el hecho de ser su amigo) es que la diferencia entre estar bien y no estarlo es en casi todos los sentidos una diferencia de grado más que de clase. Pese a que David se reía de mis adicciones —mucho más ligeras— y se complacía en decirme que él era incapaz de concebir lo moderado que era yo, aun así, soy capaz de extrapolar lo extremo de las suyas a partir de las mías y del secretismo, el solipsismo, el aislamiento radical y el crudo anhelo animal que las acompañan. Imagino los enfermizos caminos mentales por los que el suicidio llega a parecer la única sustancia capaz de saciar la conciencia de la que nadie puede privarte. La necesidad de tener algo al margen de los demás, la necesidad de un secreto, la necesidad de un postrer intento de validación narcisista de la primacía del Yo, y luego la expectación, cargada de un voluptuoso odio hacia sí mismo, del último gran golpe, y la interrupción definitiva del contacto con un mundo que te niega el disfrute de tu ensimismado placer: hasta ahí puedo seguir a David.
Aunque me cuesta más sintonizar con la rabia infantil y los impulsos homicidas sublimados que se advierten en ciertos detalles de su muerte, incluso en eso puedo distinguir una lógica de espejo deformante muy propia de Wallace, una perversa forma de anhelo de coherencia y honradez intelectual. Para merecer la pena de muerte a la que él mismo se condenó, la ejecución de la sentencia tenía que resultar profundamente lesiva para alguien. A fin de demostrar de una vez por todas que en verdad no merecía ser querido, era necesario traicionar de la manera más horrorosa a quienes más lo querían, quitándose la vida en casa y convirtiéndolos a ellos en testigos presenciales de su acción. Y lo mismo puede decirse del suicidio como jugada de promoción en su carrera profesional, que era la clase de cálculo al servicio del anhelo de adulación que despreciaba y del que negaba ser consciente (si pensaba que nadie lo detectaría), y que luego (si uno se lo señalaba) admitía, riéndose o con una mueca atormentada, que sí, vale, en efecto era capaz de eso. Imagino el lado de David que abogaba por seguir la ruta de Kurt Cobain hablando con la voz seductoramente razonable del diablo en Cartas del diablo a su sobrino, uno de sus libros preferidos, y señalando que la muerte por propia mano satisfaría su despreciable afán de promoción profesional y a la vez —al representar una capitulación ante el lado de sí mismo que su asediado lado mejor percibía como malo— vendría a confirmar una vez más que su sentencia de muerte era justa.
Eso no significa que pasara sus últimos meses y semanas en animada conversación intelectual consigo mismo, al estilo del diablo Escrutopo o el Gran Inquisidor. Hacia el final estaba tan enfermo que en sus horas de vigilia cada uno de sus pensamientos, sobre cualquier tema, entraba de inmediato en la espiral de la convicción de su propia indignidad, provocándole miedo y dolor continuos. Sin embargo, uno de sus tropos preferidos, expresado con especial claridad en su relato «El neón de siempre» y en su tratado sobre Georg Cantor, era la divisibilidad infinita de un único instante en el tiempo. Por continuo que fuera su sufrimiento en su último verano, quedaba aún espacio de sobra, en los intersticios entre sus pensamientos idénticamente dolorosos, para considerar la idea del suicidio, precipitarse hacia su lógica y poner en marcha planes prácticos (de los que al final realizó al menos cuatro) a fin de llevarlo a cabo. Cuando uno decide hacer algo muy malo, la intención y el razonamiento para hacerlo cobran existencia simultánea; cualquier adicto que esté a punto de recaer puede corroborarlo. Aunque era doloroso contemplar el suicidio en sí, se convirtió —haciéndonos eco de otro de sus relatos— en una especie de regalo para sí mismo».
El discurso público adulatorio sobre David, que interpreta su suicidio como prueba de que (del mismo modo que Don McLean cantó en alusión a Van Gogh) «este mundo no estaba concebido para alguien tan hermoso como tú», presupone la existencia de un David unitario, un ser humano hermoso y dotado de un talento extraordinario que, tras abandonar el antidepresivo Nardil después de tomarlo veinte años, sucumbió a una profunda depresión y por tanto no era él mismo cuando se suicidó. Pasaré por alto la cuestión del diagnóstico (es posible que no fuera sólo depresivo) y la de cómo un ser humano tan hermoso había alcanzado un conocimiento tan vívidamente íntimo de los pensamientos de los hombres repulsivos. Pero teniendo en cuenta su afición por Escrutopo y su fehaciente tendencia a engañarse a sí mismo y a los demás —tendencia que sus años en tratamiento mantuvieron a raya pero jamás erradicaron—, supongo que un discurso caracterizado por la ambigüedad y la ambivalencia sería más fiel al espíritu de su obra. Según él mismo me explicó, nunca había dejado de vivir con el miedo a volver al psiquiátrico, adonde lo llevó su primer intento de suicidio. La atracción por el suicidio, el último gran golpe, puede soterrarse, pero no desaparece por completo. Ciertamente, David tenía «buenas» razones para no tomar ya Nardil —el temor de que los efectos secundarios a largo plazo acortaran la buena vida que había conseguido forjarse, la sospecha de que los efectos psicológicos pudieran incidir en las mejores cosas de su existencia (su obra y sus relaciones)— y también tenía otras, no tan «buenas», basadas en el ego: un deseo perfeccionista de depender menos de una sustancia, una aversión narcisista a verse como un enfermo mental permanente. Lo que me cuesta creer es que no tuviera también muy malas razones. Bajo su hermosa inteligencia moral y su adorable debilidad humana asomaba con intermitencias la vieja conciencia del adicto, el Yo secreto que, tras décadas de represión mediante el Nardil, atisbo por fin la oportunidad de liberarse y salirse con la suya: el suicidio.
Esta dualidad se desarrolló durante el año posterior al abandono del medicamento. Tomó decisiones extrañas y en apariencia contraproducentes sobre su atención médica, se dedicó a engatusar a sus psiquiatras (a quienes sólo puedo compadecer por haberles tocado un caso tan brillantemente complicado) y acabó creando toda una vida secreta dedicada al suicidio. Durante ese año, el David que yo conocía bien y quería incondicionalmente luchaba con valor por construir unos cimientos más sólidos para su trabajo y su vida, pugnando con niveles sobrecogedores de angustia y dolor, mientras que el David que conocía no tan bien, pero que siempre me inspiró aversión y desconfianza, tramaba metódicamente su propia destrucción y su venganza contra aquellos que lo querían.
El hecho de que cuando decidió no volver a tomar Nardil estuviera bloqueado en su trabajo —aburrido de sus trucos de siempre e incapaz de entusiasmo suficiente ante su nueva novela— no es intrascendente. Le encantaba escribir ficción —disfrutó especialmente con La broma infinita—, y se mostraba muy explícito en nuestras asiduas conversaciones acerca de la finalidad de las novelas y sobre su certeza de que la ficción es una solución, la mejor, al problema de la soledad existencial. La ficción era su manera de escapar de la isla, y siempre que le sirviera para eso —si era capaz de verter su amor y pasión en la escritura de sus solitarias misivas, y si dichas misivas llegaban al continente como noticias urgentes, nuevas y sinceras—, obtenía una dosis de felicidad y esperanza para sí. Cuando se apagó su esperanza en la ficción, después de años de lucha con su nueva novela, no tenía más escapatoria que la muerte. Si el aburrimiento es el terreno en que brotan las semillas de la adicción, y la fenomenología y la teleología de fe suicidalidad son las mismas que las de la adicción, parece justo afirmar que David murió de aburrimiento. En uno de sus relatos iniciales, «Aquí y allí», el hermano de un joven perfeccionista, Bruce, lo invita a plantearse «lo aburrido que sería ser perfecto», y Bruce nos dice:
Me remito al amplio conocimiento adquirido con esfuerzo por Leonard sobre el hecho de aburrirse, pero también señalo que, dado que aburrirse es una imperfección, para una persona perfecta sería por definición imposible aburrirse.
Es un buen chiste; sin embargo, su lógica tiene algo de asfixiante. Es la lógica de «todo y más», por evocar otro título de David [Everything and More], y todo y más es lo que él quería de y para su narrativa. Antes, eso ya le había servido, en La broma infinita. Pero intentar añadir más a lo que ya es todo significa correr el riesgo de quedarse sin nada: de aburrirse uno de sí mismo.
Una cosa curiosa sobre Robinson Crusoe es que él, en veintiocho años en su Isla de la Desesperación, jamás se aburre. Habla, eso sí, de la pesadez de sus esfuerzos iniciales, después admite estar «profundamente cansado» de recorrer la isla en busca de caníbales, lamenta no tener una pipa con que fumar el tabaco que encuentra allí y describe su primer año en compañía de Viernes como el «año más agradable de toda la vida que he llevado en este lugar». Pero el anhelo moderno de estimulación brilla por su ausencia. (El detalle más asombroso quizá sea que Robinson tarda un cuarto de siglo en consumir «tres grandes toneles de ron o alcohol»; yo me habría bebido los tres en un mes, sólo por acabármelos). Aunque nunca deja de soñar con escapar, pronto empieza a sentir «una especie de placer secreto» en su absoluta posesión de la isla:
Ahora miraba el mundo como algo remoto, con lo que yo no tenía nada que ver y de lo que nada esperaba, y de hecho nada deseaba: en pocas palabras, no tenía nada que ver con ese mundo, y difícilmente algún día tendría algo que ver con él; por tanto, pensé que así debía de verse después de la muerte.
Robinson es capaz de sobrevivir a su soledad porque tiene suerte; acepta su situación porque es una persona corriente y su isla es algo concreto. David, que era extraordinario y cuya isla era virtual, al final sólo tenía su propio Yo interesante como medio de supervivencia, y el problema de hacer de uno mismo un mundo virtual es similar al de proyectarnos en un mundo cibernético: hay infinitos espacios virtuales donde buscar la estimulación, pero su propia infinitud, la perpetua estimulación sin satisfacción, se convierte en una cárcel. Serlo todo y más también es la ambición de internet.
El punto vertiginoso donde di media vuelta en plena tormenta se hallaba a algo más de un kilómetro de La Cuchara, pero tardé dos horas en recorrer el camino de regreso. Ahora la lluvia no sólo era horizontal sino también torrencial, y con aquel viento me costaba mantenerme en pie. Aunque el GPS indicaba nivel de batería bajo, tenía que encenderlo una y otra vez porque la visibilidad era tan mala que no lograba avanzar en línea recta. Incluso cuando me mostró que el refugio estaba a cincuenta metros, sólo siguiendo adelante llegué a distinguir el contorno del tejado.
Tiré la mochila empapada dentro y bajé corriendo hasta la tienda de campaña, que estaba en medio de un charco. Conseguí sacar el colchón de espuma y llevarlo al refugio; luego volví y retiré las estaquillas de la tienda, la agarré entera, procurando que lo que había dentro no se mojara del todo, y me apresuré cuesta arriba bajo la lluvia horizontal. El refugio era una zona catastrófica llena de ropa y material empapados. Dediqué dos horas a diversos proyectos de secado, y otra más a rastrear en vano el promontorio en busca de una pieza vital del armazón de la tienda que, en mi alocada carrera, había perdido. De pronto, en cuestión de minutos cesó la lluvia y se despejó el cielo, y caí en la cuenta de que me encontraba en el lugar más espectacularmente hermoso que había visto en mi vida.
Era última hora de la tarde y el viento, que soplaba sobre un mar demencialmente azul, empezaba a amainar. Sin duda había llegado el momento. La Cuchara parecía suspendida en el aire más que unida a la tierra. Se experimentaba una sensación próxima a la infinitud, y el sol arrancaba de las laderas más tonalidades de verde y amarillo de las que habría imaginado posibles, una deslumbrante casi infinitud de colores, y el cielo era tan inmenso que no me habría sorprendido ver al este, en el horizonte, la masa continental. Jirones blancos de nubes residuales se precipitaban desde la cima, pasaban raudamente junto a mí y desaparecían. El viento amainaba, y entonces empecé a llorar, porque había llegado la hora y no estaba preparado. Había conseguido olvidarme. Fui al refugio, cogí la cajita con las cenizas de David, el «librito» —por usar el término que él aplicaba con jocosidad a su libro no precisamente corto sobre el infinito matemático—, y volví a bajar por el promontorio con ella y con el viento a mi espalda.
Hacía muchas cosas a la vez. Incluso mientras lloraba, recorría el suelo con la mirada en busca de la pieza extraviada de la tienda y sacaba la cámara de mi bolsillo para intentar capturar la belleza celestial de aquella luz y aquel paisaje, maldiciéndome por no concentrarme sólo en el duelo, y me decía que no pasaba nada si había fracasado en el intento de ver al rayadito en la que con toda seguridad sería mi única visita a la isla, que era mejor así, que era hora de aceptar la finitud y lo incompleto y renunciar para siempre a observar ciertas aves, que la capacidad de aceptación era el don que se me había concedido a mí y no a mi querido y difunto amigo.
En el extremo del promontorio, llegué a un par de peñascos casi idénticos que formaban una especie de altar. David había optado por abandonar a las personas que lo querían y entregarse al mundo de la novela y sus lectores, y yo estaba dispuesto a desearle lo mejor. Abrí la caja y arrojé las cenizas al viento. Unos fragmentos de hueso grisáceo cayeron en la pendiente ante mí, pero el polvo se lo llevó el viento y desapareció en la azul bóveda celeste, flotando sobre el mar. Me di la vuelta y regresé cuesta arriba al refugio, donde tendría que pasar la noche, visto que mi tienda estaba inutilizada. Sentí que para mí ése era el fin de la rabia —ya sólo quedaba el desconsuelo—, y también era el fin de las islas.
En el barco de regreso a Robinson Crusoe viajaban conmigo 1200 langostas, un par de cabras despellejadas y un viejo langostero que, después de echar el ancla, me advirtió a voz en grito que el mar estaba muy encrespado. Sí, convine, estaba un poco encrespado. «¡No poco! —gritó él muy en serio—. ¡Mucho!» La tripulación se tambaleaba entre las cabras ensangrentadas, y comprendí que, en lugar de navegar derechos a Robinson, nos desviábamos 45 grados al sur, para no zozobrar. Con paso vacilante, me retiré a un reducido y fétido camarote bajo la proa y me subí a una litera. Después de pasar una o dos horas agarrado a los lados de la litera para no salir volando, intentando pensar en cualquier cosa que no fuera el mareo, escuchando el chapoteo y las embestidas del agua contra el casco, y después de perder (como descubrí más tarde), a fuerza de sudar, el parche contra el mareo que me había pegado detrás de la oreja—, vomité en una bolsa con cierre hermético. Diez horas más tarde, cuando me aventuré a salir a cubierta, esperaba atisbar el puerto, pero el capitán había dado tantas bordadas que aún estábamos a unas cinco horas. No me sentía capaz de volver a la litera y me encontraba aún demasiado mareado para contemplar las aves marinas, así que me quedé cinco horas de pie pensando poco más que cambiaría mi vuelo de regreso, que había reservado para la semana siguiente en previsión de posibles retrasos, y volvería a casa antes.
No sentía tanta añoranza desde, posiblemente, la última vez que había acampado solo. Al cabo de tres días, la californiana con quien vivo vería la Super Bowl en compañía de unos amigos nuestros, y cuando pensé en sentarme junto a ella en un sofá y beber un martini y jalear a Aaron Rodgers, el quarterback de los Green Bay Packers, que había sido una estrella en Berkeley, quise huir desesperadamente de aquellas islas. Antes de irme a Masafuera, ya había visto las dos especies de aves terrestres endémicas de Robinson, y la perspectiva de otra semana allí, sin ninguna oportunidad de ver algo nuevo, me resultaba asfixiantemente aburrida: un ejercicio de privación del mismo ajetreo del que me había propuesto escapar con tanta determinación, un ajetreo cuyas posibilidades placenteras valoraba sólo ahora.
Ya en Robinson, conseguí que mi posadero, Ramón, intentara colarme en uno de los dos vuelos del día siguiente. Los dos estaban completos, pero, mientras almorzaba, la agente local de una de las aerolíneas entró casualmente en la posada y Ramón le insistió en que me permitiera marcharme en un tercer vuelo que era sólo de carga. Ella se negó. Pero ¿y el asiento del copiloto?, preguntó Ramón. ¿No podría ocuparlo él? No, zanjó la agente, también el asiento del copiloto iría lleno de cajas de langostas.
Y fue así como, aunque ya no lo deseaba, o porque ya no lo deseaba, viví la experiencia de quedarme realmente aislado en una isla. Comí el mismo pan blanco chileno malo en todas las comidas, el mismo pescado insulso servido sin salsa ni condimentos al mediodía y por la noche. Tendido en la cama de mi habitación, terminé Robinson Crusoe. Escribí postales en respuesta al montón de correspondencia que me había llevado. Practiqué mentalmente la reinserción en el español chileno de las eses que sus hablantes omitían. Conseguí observar mejor el picaflor de Juan Fernández, una espléndida variedad de colibrí de tamaño considerable y color canela en grave peligro de extinción a causa de las especies animales y vegetales invasoras. Hice una excursión por la montaña a una pradera donde se celebraba la fiesta anual del marcado a fuego del ganado, y vi a jinetes arrear el ganado del pueblo hasta un corral. El escenario era espectacular —onduladas colinas, picos volcánicos, mar salpicado de blanco—, pero las lomas estaban peladas y profundamente erosionadas. De las más de cien cabezas de ganado, al menos noventa se veían desnutridas, en su mayoría tan esqueléticas que asombraba que pudieran tenerse en pie. El rebaño había sido históricamente una fuente de proteínas de reserva, y los aldeanos todavía disfrutaban del ritual de atrapar a las vacas con lazo y marcarlas, pero ¿no se daban cuenta de la triste parodia en que se había convertido su ritual?
Cuando aún tenía tres días por delante y ya se me resentían las rodillas de tanto caminar cuesta abajo, no me quedó más remedio que empezar a leer la primera novela de Samuel Richardson, Pamela, que me había llevado básicamente porque es mucho más corta que Clarissa. Lo único que sabía de Pamela era que Henry Fielding la había satirizado en Shamela, su primera incursión en la novela. Ignoraba que Shamela era sólo una de las muchas obras publicadas en respuesta inmediata a Pamela, y que Pamela, de hecho, había sido posiblemente la novedad más importante en el Londres de 1741. Pero entendí el motivo en cuanto empecé a leerla: la novela es absorbente y eléctrica a fuerza de sexo y conflictos de clase, y describe con detalle ciertos extremos psicológicos a un nivel de especificidad nunca visto antes en otro libro. Pamela Andrews no es todo y más: es sencilla y únicamente Pamela, una joven y hermosa criada cuya virtud se ve acosada permanente e ingeniosamente por el hijo de su fallecida señora. Su historia se cuenta a través de las cartas que ella escribe a sus padres, y cuando se entera de que dichas cartas son interceptadas y leídas por su aspirante a seductor, Mr. B., sigue escribiéndolas sabiendo que Mr. B. las leerá. La devoción y la exageración histérica de su propia vida tuvieron que enfurecer por fuerza a cierta clase de lectores (uno de los libros publicados en respuesta parafraseaba de forma satírica el subtítulo de Richardson, convirtiendo «La virtud recompensada» en «Falsa inocencia detectada»), pero bajo la estridente virtud de Pamela y las lascivas maquinaciones de Mr. B. hay una historia de amor fascinantemente presentada. La fuerza realista de la historia fue lo que convirtió el libro en un éxito tan innovador. Defoe había delimitado el territorio del individualismo radical, que ha seguido siendo un tema fructífero para novelistas de época tan tardía como Beckett y Wallace, pero fue Richardson quien primero proporcionó pleno acceso narrativo a los corazones y mentes de individuos cuya soledad se había visto arrollada por el amor a otro.
Justo a mitad de Robinson Crusoe, cuando Robinson lleva quince años solo, descubre una única pisada humana en la playa y enloquece literalmente por «el miedo al hombre». Tras llegar a la conclusión de que la huella no es suya ni del diablo, sino más bien de algún intruso caníbal, transforma su isla jardín en una fortaleza, y durante varios años apenas piensa en otra cosa que en esconderse y repeler a invasores imaginados. Se maravilla ante la ironía de que:
Yo, cuya única aflicción era que parecía excluido de la compañía humana, que estaba solo, circunscrito por el océano ilimitado, separado del género humano y condenado a lo que llamaría una vida silenciosa… que ahora temblase por el temor mismo de ver a un hombre y estuviera dispuesto a esconderme bajo tierra sólo por la sombra o la aparición silenciosa de un hombre que pisara esta isla…
En ninguna otra parte la psicología de Defoe fue más perspicaz que en su manera de imaginar la respuesta de Robinson a la ruptura de su soledad. Nos dio el primer retrato realista del individuo radicalmente aislado, y después, como impulsado por la verdad novelística, nos mostró lo demencial y enfermizo que es el individualismo radical. Por cuidadosos que seamos en la defensa de nuestra identidad, basta una huella de otra persona real para recordarnos los riesgos infinitamente interesantes de las relaciones vivas. Incluso Facebook, cuyos usuarios dedican de manera colectiva miles de millones de horas a renovar sus proyecciones egocéntricas, contiene una puerta de salida ontológica, el menú «Situación sentimental», entre cuyas opciones se incluye la frase «Es complicado». Esto puede ser un eufemismo de «a punto de cortar», pero también una descripción de las demás opciones. Mientras tengamos tales complicaciones, ¿cómo nos atrevemos a aburrirnos?