V

EL SANTO NEGRO

LAS palabras del comisario Luna hicieron vacilar a Chamizo. Salió del despacho del policía y se volvió a casa. Se encontraba en un mar de dudas. Iba examinando la cuestión en todos sus aspectos y no lograba salir de sus confusiones.

—Me voy a lanzar a ver si averiguo algo —se dijo.

Por la noche, envuelto en una capa vieja, se marchó decididamente a la taberna del hermano de Balseiro, el ladrón, de la calle Imperial, punto de cita, en donde, según la voz pública, se habían reunido muchos de los autores de las matanzas antes del asalto a los conventos.

Chamizo se acercó con miedo.

A la luz de un quinqué mortecino se veía, por entre cortinas rojas, la taberna, con un papel desgarrado, los anaqueles llenos de botellas, y un escaparate con fuentes con patatas y judías en salsa de pimentón.

Chamizo entró, pidió que le dieran de cenar, y entabló conversación con unos granujas, a quienes convidó a unas copas. Estos le confesaron sin rebozo que habían tomado parte en la matanza de frailes. Eran el Rapaz y el Anublado. Chamizo les preguntó por Aviraneta. No le conocían, no habían oído hablar nunca de él.

—Pues es un isabelino.

—Quizá le conozca el Santo Negro —dijo el Anublado—. Si quiere usted venir conmigo…

—¿Adónde?

—A la calle de la Ruda. Allí suele estar en una taberna.

—¿Y este Santo Negro tomó parte en lo de los frailes?

—Fue uno de los jefes.

Se decidió Chamizo y fue con el Anublado a la calle de la Ruda. Estaba la calle a oscuras, el suelo, cubierto de restos de fruta y de verdura, como un zoco marroquí. Se detuvieron delante de una casa alta, negra y sucia, entraron en un portal y avanzaron por un pasillo lleno de cestas, de montones de frutas podridas y cajas. Se respiraba dentro un aire pestilente, agrio, de materia orgánica fermentada. De aquí pasaron a la taberna; había allí una mezcla de olor de aceite, de humo, de sebo y de tabaco, horrible. El público de la taberna estaba formado por traperos, con un saco al hombro; viejas encorvadas, barbudas, con cara de hombre; viejas flacas, torcidas, con aire de sabandijas y melenas blancas amarillentas, cubiertas de harapos; otras, con la cara cuadrada, ancha, roja, congestionada por el alcohol; chiquillas pálidas y marchitas, con el pelo muy negro, y algunas con una cabellera rubia, y hombres de aire brutal.

Toda aquella gente, Chamizo la había visto el día de la matanza de frailes desparramándose por la ciudad.

En medio de aquel ambiente viciado, esta multitud de miserables estaba casi silenciosa; algunos hablaban en voz baja, otros jugaban, y otros dormían con la cabeza entre las manos, echados sobre la mesa.

El Anublado se acercó a un rincón en donde jugaban a la brisca cuatro hombres. Uno de ellos era el Santo Negro, un hombre bajito y rechoncho, cetrino, con unos ojillos brillantes y hundidos como los de un jabalí, unas barbas largas, negras y espesas, y una gran cadena de plata en el chaleco. Sus compañeros eran un tipo embrutecido de borracho: Matías el Sanguijuelero; un viejo pálido y flaco, el Raspa, y un jovencito afeminado, el Mandita.

El señor Matías tenía un ojo abultado y lánguido, con el párpado caído, el labio colgante, un aire de borracho socarrón y malicioso, y una manera de hablar ronca y achulapada.

El Anublado llamó al Santo Negro y le preguntó si conocía a Aviraneta.

—¡Biranete! —dijo el Santo Negro—. Yo no sé quién es.

—El otro día —murmuró Chamizo—, cuando la matanza de frailes, ¿no recibieron ustedes algunas órdenes de Aviraneta?

—¡De Biranete! Ninguna. Lo hicimos todo por nuestra propia cuenta.

Al Santo Negro le interesaba más la brisca que la conversación con el exclaustrado, y no le hizo caso. Salió Chamizo de aquel tugurio sin haber resuelto el problema. Pensando en la cuestión, que tanto le obsesionaba, se le ocurrió la idea de si el tal Gasparito sería un iluso, y que debía ir a verle.

No se atrevía a presentarse solo, y un domingo, con el chico de la librería del señor Martín, fue al Rastro a revolver libros viejos, y de allí marcharon a la calle del Carnero y se metieron en casa de Gasparito. Subieron a la galería, y vio Chamizo el cuarto de la tía Sinfo cerrado.

—¿Y Gasparito, el que estaba enfermo? —preguntó a un vecino.

—No sé dónde anda. Estará en la taberna.

—¿Ya se ha curado?

—¿Curado? No ha estado nunca malo. Sólo alguna que otra cogorza, que pesca de cuando en cuando.

—Pues yo vine aquí un día que estaba con un accidente.

¡Acidente! ¡Ca! Los finge. Es un guaja. Como ha sido corista y va mucho al teatro, sabe hacer todas esas comedias.

—¿Así que era una comedia su delirio?

—¡Natural! Es un tío sabiendo, el Gasparito.

Aquello tranquilizó a Chamizo, y quedó inclinado a creer que la orden de la Junta del Triple Sello era una invención del hijo de la tía Sinfo, la echadora de cartas.

Contento volvió a casa con Bartolillo, el chico de la librería, echándoselas de protector suyo, aunque en aquel día él había sido el protegido.