LA TÍA SINFO Y GASPARITO
CRUZARON el jesuita y el exclaustrado la Puerta del Sol, y de aquí, por la calle Mayor y la de Toledo, fueron a los Barrios Bajos. El padre Jacinto quería ir a la calle del Carnero; pero no recordaba bien el camino. Entraron en la de la Ruda, materialmente llena le una multitud andrajosa que se detenía en los puestos de verdura y de pescado. De aquí pasaron a la calle de las Velas y se detuvieron en una tienda donde vendían galápagos. Preguntó el jesuita por la calle del Carnero, y le indicaron que bajara por otra estrecha, llamada de la Chopa. Se metieron en esta y se encontraron con unas viejas prostitutas, gordas y con los pellejos colgando, pintadas, y con la colilla en la boca, que salieron de los portales y les quisieron arrastrar a sus madrigueras. Una de las viejas tenía una pierna de palo y fumaba un puro. El jesuita y don Venancio se desasieron de tan horribles furias, y salieron a la calle del Carnero. Todo aquel barrio era infame, miserable; tenía un aire de aduar africano, sucio, quemado por el sol. El empedrado, de pedruscos de punta, estaba lleno de agujeros y de baches, y estos, llenos de basura. Deambulaban por allí mendigos, lisiados, chiquillos héticos y lacrosos y mujeres harapientas con los ojos inflamados. Había en la calle dos o tres casas de dormir, y en un balcón de un piso bajo, una cabeza de mujer, de cartón, con los ojos brillantes y los pelos alborotados, que era la muestra de una peinadora.
La casa que buscaba el padre Jacinto era una casucha miserable, leprosa, con las paredes desconchadas y adornada con colgaduras de toda clase de harapos.
—Hay que preguntar aquí enfrente —dijo el jesuita señalando una cacharrería.
Era la tienda un rincón con un escaparate de cristales, compuestos por mil parches de papeles mugrientos. Todo el género del comercio se reducía a unas cazuelas, unos botijos, unas nueces, unas frutas, unos caramelos de color y unas cometas de papel.
—¿Estará la señora Sinforosa? —preguntó el padre Jacinto.
—¿La echadora de cartas? Sí. Hace un momento que ha entrado.
—Bueno, vamos.
Entraron en un corredor muy largo y muy mal oliente, por el que corría una alcantarilla abierta; al final del corredor había un patio lleno de cosas sucias, y en este patio, una escalera que conducía a una galería medio derruida, con cinco o seis puertas negras de mugre y llenas de letreros. La última puerta, pintada primitivamente de rojo, era la de la señora Sinforosa.
Subieron a la galería; el curita llamó y apareció la vieja. Era una mujer horrible, con la tez amarillenta y verrugosa, los ojos claros, el labio inferior colgante, y la nariz como un pico, roja, como si la hubieran quitado la piel. Tenía la tía Sinfo el cuello muy corto, la cabeza muy metida entre los hombros, una peluca de dos colores y una mirada brillante, llena de sagacidad y de malicia, que lanzaba de abajo arriba. Aquella mirada aguda, cínica, de sus ojos claros, parecía que iba derecha a descubrir la cantidad de esencia de cerdo que cada persona guarda en el alma.
La tía Sinfo tenía una sonrisa tan falsa y tan obsequiosa, que daba miedo.
El jesuita explicó a la vieja que quería ver a su hijo Gasparito, el Nacional.
—¡Gasparito! —dijo la tía Sinfo—. Está malo.
—No será obstáculo para hablar un momento con él.
—Ya veré —dijo la tía Sinfo—. Entraré a verle, a preguntarle si quiere hablar con ustedes. Espérenme ustedes aquí.
Entró ella y volvió al poco rato con un aire hipócrita y resignado.
—¿Qué dice? —preguntó el jesuita.
—Dice que está muy débil. Ahora, claro, no trabaja, porque el taller donde trabajaba está cerrado por el cólera, y estamos muertos de hambre. ¡Si ustedes pudieran darnos para comprar medicinas y un poco de carne!
El jesuita, a regañadientes, sacó un duro, y Chamizo, una peseta.
—¿Y no le podremos ver?
—Sí; si le da un acidente y se pone a hablar, entran ustedes conmigo; pero no le digan ustedes nada. Ha dicho el médico que no se le hable.
Esperaron un momento el padre Jacinto y el ex fraile, y en uno de estos la tía Sinfo les dijo:
—Vengan ustedes. Está hablando.
Pasaron a un tabuco, en donde había un hombre joven tendido en una cama. Tenía los ojos en blanco y deliraba por lo bajo. Chamizo le oyó decir:
—¡Una!… ¡dos!… ¡tres!… ¡Adelante, nacionales!… ¡Adelante!… A la taberna de Balseiro… Aquí están Candelas… Paco el Sastre… la tía Matafrailes… Hay que matar a todos los frailes… Yo, no… Yo, no… ¿Quién lo manda?… La Junta del Triple Sello… Ahí está el escrito… Yo, no… Yo, no… ¡Vamos! ¡Vamos!… Ha aparecido el meteoro… El meteoro… ¡Cómo brilla!… Los están matando… ¡Qué horror! ¡Qué horror!… Les están cortando la cabeza… Ja…, ja…, ja…
Después de esta carcajada violenta, Gasparito dejó de agitarse en la cama y quedó, al parecer, en reposo. Luego comenzó de nuevo a delirar.
Al principio, Chamizo no se fijó más que en el hombre enfermo; pero cuando dejó este de delirar echó una mirada al tabuco donde se encontraba. Era, en grotesco, un rincón de brujería medieval. En aquel momento el escenario no estaba preparado. Los clientes de la tía Sinfo llegaban, sin duda, más tarde. De una ventana pequeña, con los cristales emplomados y compuestos con trozos de periódico, entraba una claridad turbia. El cuarto tenía colgaduras negras. En un rincón se veía una mesita con un tapete, también negro, y encima, una calavera, un libro y unas cartas; en la ventana, una jaula de caña con una gallina negra, y al lado, en una cazuela, un sapo grande con los ojos brillantes. Del techo colgaba un pequeño caimán disecado, sin duda comprado en el Rastro, y en un aparador aparecía una botella de aguardiente. Chamizo se dio cuenta de todo.
Dentro del abandono se notaba bienestar. Las mantas de la cama eran buenas.
—Estas brujerías deben dar dinero —se dijo.
—¿Quieren ustedes que les eche las cartas? —preguntó la tía Sinfo.
El jesuita dio un respingo.
—No, no; muchas gracias.
Se despidieron de la tía Sinfo y salieron a la galería.
—¿No dudará usted? —dijo el jesuita a Chamizo—. Este muchacho, en el estado que se encuentra, no habla con malicia.
—Sí, es cierto.
Bajaron las escaleras y salieron a la calle del Carnero. Chamizo iba muy mal impresionado.
—¿Qué va usted a hacer? —dijo el padre Jacinto.
—Ya veré.
En esto, una suela de zapato empapada en barro pasó como una exhalación por encima de la cabeza de los dos eclesiásticos y dio en una pared, llenándoles de barro. Se volvieron y oyeron risas, y vieron varios chicos y mujeres cogiendo piedras.
—Son frailes disfrazados. ¡Fuera! ¡Fuera! —les gritaron.
Chamizo y el jesuita echaron a correr, cada uno por su lado…
Chamizo pasó varios días pensando en qué habría de verdad en la confesión de Gasparito, y como le preocupaba el asunto y le impedía tener la imaginación libre para pensar en otras cosas, decidió aclarar el misterio.
Fue a ver al policía don Nicolás de Luna y le explicó la duda en que se encontraba.
—Es falso, completamente falso —dijo el comisario—. No ha habido tal Junta del Triple Sello. Leyendas que han echado a volar los realistas. Lo que ha sucedido, sencillamente, es que la mayoría de los que han ido a saquear los conventos y a matar frailes han sido cristinos e isabelinos que estaban armados.
—¿Pero usted no cree que haya habido órdenes expresas de los isabelinos o de algunos otros?
—¡Ca, hombre! ¿No ve usted que este movimiento no les conviene; por el contrario, les perjudica? Si hay instigadores ocultos, que no creo, más bien serán realistas que liberales.
—¿Realistas?
—Sí, que estén agazapados y que quieran desacreditar el liberalismo madrileño.
—¿Y de eso del meteoro? ¿Qué habrá de cierto?
—¿Qué meteoro?
—Eso que dicen que ha habido; un globo o una cometa con una luz que ha dado la señal para la matanza de frailes.
—Todo eso no es más que fantasía…; es tan verdad como que el alma de Fernando VII aparece en El Escorial; como que los jesuitas están envenenando las fuentes, y como que ha aparecido una virgen en un tejado de Lavapiés, fantasía popular.
—¿Así que usted no cree que los carbonarios hayan intervenido?
—¡Si son cuatro gatos que no los conoce nadie! Usted vería el día de la matanza que el pueblo entero era el que estaba en la calle.
—Sí, es verdad.
Le dio Chamizo las gracias al comisario, y al despedirse de él, Luna le dijo:
—Me parece que le vamos a echar el guante a don Eugenio un día de estos.
—Pues, ¿por qué?
—Tienen un movimiento preparado para el día veinticuatro. Corre por ahí su proyecto de Constitución, que lo han hecho entre Flórez Estrada y Olavarría, y la lista de los que serán ministros, todo el mundo lo sabe. Por eso le digo a usted que no creo que sean ellos los instigadores de la matanza de los frailes. Esto les ha debido venir muy mal.