II

EL 17 DE JULIO

A principios de julio comenzó a extenderse el cólera en Madrid. Supuso Chamizo que en un pueblo poco limpio produciría la enfermedad un gran estrago, y, efectivamente, lo produjo.

Se decidió el ex fraile a no salir de casa más que lo necesario para no presenciar horribles escenas. Como iban faltándole los medios de vida escribió a Bayona y a Burdeos para ver si podía volver, y le contestaron dándole esperanzas.

En Madrid la epidemia había desarrollado un individualismo terrible; el que podía se escapaba; el que no, se metía en un rincón.

Los ricos abandonaban la ciudad poco a poco. Únicamente los políticos parecían no ocuparse de la epidemia y seguían intrigando como si tal cosa.

Chamizo solía ir con frecuencia a la biblioteca de San Isidro a copiar documentos. Era amigo del rector del Colegio de Jesuitas, el padre Puyal.

Un día de julio, el 17, en que hacía un calor horrible, Chamizo salió de casa y fue a media tarde en dirección de San Isidro, con la idea de pasar unas horas en la biblioteca del colegio.

Se cruzó varias veces con curas llevando el viático, que iban a las casas de los moribundos, y con carromatos cargados de cadáveres, pues no había bastantes coches fúnebres en la ciudad; tantas eran las defunciones. En la Puerta del Sol vio Chamizo gente de mal aspecto formando grupos que hablaban y vociferaban. Se acercó a los corrillos y oyó que decían que había habido muchos muertos por el cólera aquella mañana. Otros hablaban de la insurrección carlista, que se corría por España como un reguero de pólvora. Supuso el ex fraile que estas noticias serían la causa de la agitación de la multitud y avanzó a la Plaza Mayor. Desde aquí, calle de Toledo abajo, había un batallón de milicianos.

—¿Qué pasa? —preguntó el ex fraile a un sargento de urbanos.

—Que la gente ha hecho una degollina de frailes en San Isidro —contestó el sargento con petulancia, atusándose el bigote—. Se lo merecen.

—¿Y por qué?

—Porque están impulsando al carlismo. Los carlistas, que estaban escondidos en los conventos, han salido, disfrazados de frailes, a reunirse con Merino.

—¡Si no fuera más que eso! —dijo otro miliciano.

—¿Pues? ¿Hay algo más?

—Que están echando cosas malas en el agua.

—¡Bah!

—Se les ha visto envenenando las fuentes con unos polvos.

Chamizo quedó horrorizado con la noticia.

—¡Qué absurdos se pueden creer —pensó— cuando se tiene la idea de la propia inferioridad, como la tiene el pueblo! ¿Para qué va nadie a envenenar las fuentes? ¿Qué objeto se puede tener para matar a los demás? ¡Qué locura! ¡Qué absurdo!

Empujado por los curiosos avanzó Chamizo por la calle de Toledo abajo. Subieron en dirección contraria un grupo de hombres, mujeres y chiquillos desharrapados, manchados de sangre, caras hurañas, gente frenética, gritando, con espuma en la boca. Entre ellos iban busconas pintarrajeadas y dueñas de las mancebías con sacos llenos de botín. Algunos hombres iban armados con fusiles, con la bayoneta calada; otros, con navajas, palos y martillos, y a manera de trofeo arrastraban ornamentos de iglesia. Al frente marchaba un hombre joven, fuerte, rojo, con la melena encrespada, sudoroso, manchado de sangre, con una pistola en la mano. Tenía algo de lobo.

Uno de los del tropel era Román, el Terrible, el hijo del señor Martín el librero, y llevaba con aire de fiera una bayoneta atada a un palo.

En la esquina de la calle de Toledo y la de los Estudios había un montón de ropas, muebles, libros, cuadros, tirados desde el Colegio de San Isidro, todo ennegrecido por el fuego. Los milicianos hacían la guardia como si su única misión fuera vigilar estos objetos, y mientras tanto se seguía asesinando y se arrojaban desde las ventanas una porción de cosas a la calle y se les pegaba fuego, con gran algazara y aplausos.

Al poco rato apareció el joven fuerte, rojo, a gritar, a dar órdenes.

—¿Quién es? —preguntó Chamizo.

No le conocía nadie.

A la puerta de la prendería de la calle de los Estudios estaba Concha la Lagarta en medio de un grupo de gente.

—Han hecho bien —gritaba con voz aguda—; que los maten a todos. ¡Canallas! ¡Envenenadores! No se debía dejar uno vivo. Por ellos pasa lo que está pasando; por ellos está toda España llena de carlistas. Hasta que no se quemen todos los conventos y no se desuelle a todos los frailes no habrá aquí paz.

Chamizo la oía absorto. La criada de la Lagarta, la señora Ramona, se acercó al ex fraile.

—¿Ve usted esa fiera? Está como loca. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas tenemos que ver!

La señora Ramona le dijo a Chamizo que en los claustros de San Isidro había frailes muertos, asesinados, en las más extrañas posturas.

La gente no manifestaba la menor compasión. Días antes se confesarían con ellos como buenos católicos; días después se arrodillarían ante una procesión. En aquel momento los mataban sin piedad. Setenta y tantos habían degollado. Así es el pueblo, cruel y tornadizo como un niño.

Al anochecer vio Chamizo que entraba un carro en el portal del colegio; según dijeron las gentes lo iban a llenar de cadáveres de frailes.

Al aparecer la carreta de nuevo y ponerse en marcha, la multitud se puso a aullar y a bailar alrededor, gritando con furia: «¡Mueran los frailes!».

Allí también andaba el hombre rojo de la melena encrespada, con su pistola en la mano y su aire de matón fiero.

Chamizo vio o creyó ver una mano de un muerto que salía del carro.

El exclaustrado estaba completamente trastornado. Subió la calle de Toledo y tomó por la Concepción Jerónima. Unos chicos habían hecho un monigote de paja, y, después de envolverle con un hábito de fraile, lo arrastraban por el suelo cantando el Himno de Riego. Unas busconas, con antorchas encendidas, les precedían.

Como la marea que entra en la ría fangosa y empuja a la superficie todos los detritos podridos, los perros y los gatos muertos con el vientre inflado, así estas aguas, desbordadas del odio popular, habían sacado a flote lo más pobre, lo más mísero y lo más encanallado de la urbe.

—¿De dónde procedía tanto furor? —se preguntaba Chamizo—. ¿No era esta gente en su mayoría creyente? ¿Tenían alguna idea? Ninguna. Su plan era matar, destruir, quemar, por rabia, por desesperación. En estos momentos de tumulto, de confusión, de histeria sanguinaria, ¿quién es de los que va entre la masa que tiene conciencia?

Le hubiera gustado al exclaustrado hablar con alguno. Entró en el café de la Fontana de Oro. Allí los oradores peroraban; a cada paso llegaban chiquillos andrajosos, señoritos pálidos, elegantes, manchados de sangre, y se les aplaudía y se les estrechaba la mano dándoles la enhorabuena.

La noche fue horrorosa de calor, de inquietud. Se oyeron campanas, tiros, gritos y quejas en la vecindad… Chamizo no pudo conciliar el sueño. Aquellos fantasmas hórridos vistos en el día bailaban una terrible zarabanda ante sus ojos, y el hombre con su melena roja encrespada, su aire de mastín y su pistola en la mano, se le presentaba a cada paso y hasta le parecía que le estaba oyendo hablar.