EL DESPECHO DE AVIRANETA
ALGUNAS mañanas de primavera y de verano, el padre Chamizo solía ir al Retiro a pasear, y se sentaba en un banco a leer un libro, generalmente en griego.
Un día, al entrar por el parterre, se encontró a Aviraneta hablando con una mujer, por su aspecto ya vieja. Aviraneta estaba elegante: vestía levita oscura, chaleco de terciopelo y corbata negra.
El padre Chamizo hizo como que no le veía, y siguió marchando por una avenida; pero poco después se lo encontró de nuevo y se tuvo que parar.
—Amigo don Eugenio —le dijo Chamizo—, parece que nos dedicamos al amor.
—Hombre, no. Esta señora es una antigua patrona mía; además, yo estoy un poco viejo para eso —replicó Aviraneta.
—Todavía, no. Todavía puede usted casarse.
—¡Bah! ¿Con esta vida que uno hace, qué mujer va a querer cargar con uno?
—Sí, eso es verdad; tendría usted que dejar sus costumbres de conspirador.
—¿Usted cree que un conspirador tiene costumbres?
—No sé; no tengo experiencia en eso.
—¿Y qué tal va la Isabelina? —preguntó Chamizo.
—Ahora estamos entregados a un tal Civat, amigo de Palafox —dijo Aviraneta con sorna—. Lo que dice este señor parece la Biblia al general y a sus amigos. Andan todos faroleando por esas calles y hablando más de lo que debían.
Aviraneta afirmó que la política de los liberales llevaba mal camino.
—Tenemos una organización grande —dijo—; pero no contamos con hombres de acción: mucho charlatán y nada más. No existe el sentido del heroísmo y del sacrificio. Esta gente es incapaz de poner su nombre y su vida en una empresa. No hay un revolucionario de verdad. Yo me ofrecí a serlo; tarea difícil: exigía primero un voto de confianza y poderes omnímodos, responsabilidad única en el éxito o en el fracaso. Pronto vi que con estos señores no se va a ninguna parte. ¿Se trata de una medida de prudencia? Todo el mundo dice: «¿Para qué estas precauciones?». ¿Se intenta una medida de energía?: «Eso es una locura». Hay la suspicacia de la tontería. No vamos a hacer nada; lo siento, lo veo. Los militares quieren la guerra civil para ascender y algunos para enriquecerse; los oradores buscan una tribuna donde lucirse, y el pueblo, al que hemos estado excitando y pinchando, hará el mejor día una barbaridad, que será una estupidez, pero que será algo.
—¡Vaya una confianza que tiene usted en el pueblo!
—El pueblo necesita cabeza y no tenemos una cabeza, no hay un hombre. Todos estos señores de la Isabelina no valen nada.
—Excepción de usted, don Eugenio.
—Es la única excepción; por eso me temen, por eso no quieren dejarme dirigir de verdad los asuntos. Dicen que soy un loco, un Don Quijote.
—Pero además de los isabelinos hay otros liberales —dijo Chamizo—. Mendizábal…
—¡Bah! Mendizábal es un hombre inteligente, según parece, muy entendido en cuestiones de hacienda, pero nada más.
—¿Y Alcalá Galiano?
—Es un pedante y un reaccionario en el fondo.
—¿Y Argüelles?
—Es un figurón respetable.
—¿Y don Fermín Caballero?
—Muy buen escritor, según dicen, muy cuco, que se ha hecho propietario gracias a Calomarde, hombre capaz de hacer un artículo muy castizo y muy punzante, pero para sacar el pecho fuera no sirve.
—¿Y Toreno?
—Reaccionario también y palabrero.
—¿Y entre los militares?
—Entre los militares hay jóvenes valientes, pero tornadizos; no se puede contar con ellos. Mina está muy viejo y enfermo; Palarea no sirve; Valdés, tampoco.
—¿Así que les falta a ustedes el hombre?
—Nos falta el hombre.
—Pues me alegro.
—No, pues no se debe usted alegrar, amigo Chamizo. Una revolución dirigida podría quizá no ser muy sanguinaria. Una tendencia revolucionaria sin dirección ni organización será mucho peor. Como le digo a usted, el mejor día el pueblo hará una barbaridad grande.
—Ustedes tendrán la culpa.
—Tanto como ustedes y como todos. No vamos a vivir constantemente como menores de edad, cosidos a las faldas de la Iglesia.
—Por lo menos sería más cómodo, don Eugenio.
—Sí, más cómodo; pero sería la vileza y el desbarajuste. Porque ustedes también han perdido sus condiciones de mando, convénzanse. Ustedes ya no sirven… Otra cosa: ¿Usted no podría guardarme unos papeles, don Venancio?
—Si usted quiere, sí; pero no creo que mi casa sea un sitio seguro; porque la policía, empezando por el comisario Luna, sabe que somos amigos.
—Es verdad. Tiene usted razón.
Siguieron paseando un rato, hasta que Aviraneta vio a lo lejos que se acercaba Tilly.
—Ahí viene Tilly, a quien he citado.
—¡Ah!, sí; Tilly. Le conozco.
—Tengo que darle un encargo.
Se despidió Chamizo de Aviraneta, y este se reunió con Tilly.
—¿Qué pasa, don Eugenio? —preguntó Tilly.
—Pasa que el día veinticuatro de este mes vamos a tener jolgorio, iniciado por los isabelinos.
—Eso se dice.
—Todo el mundo lo sabe. Hay un ministerio en proyecto. ¡Hum! Yo me temo que el Gobierno esté enterado y que me van a prender.
—¿Y qué ha pensado usted?
—Como yo no puedo moverme de la casa en donde estoy sin que me acusen de traidor, he pensado poner a buen recaudo algunos papeles. Yo quisiera que usted los guardara, y, si me prenden, yo le indicaré lo que tiene usted que hacer con ellos.
—Muy bien.
—¿No tiene usted inconveniente?
—Ninguno.
—Entonces esta señora, que vive en la calle de Segovia, le entregará mis papeles cuando vaya usted por ellos. He hecho que vengan ustedes aquí los dos para que se conozcan respectivamente. ¿Ya recordará usted la cara de este señor, doña Nacimiento?
—Sí, sí; la cara de este joven no es de las que se olvidan.
Tilly se inclinó sonriente.
—¿Cuándo va usted a ir a casa de doña Nacimiento? —preguntó Aviraneta.
—Cuando usted quiera. Si quiere usted, mañana mismo.
—Bueno; me parece bien.
Se marchó la antigua patrona de Aviraneta, y quedaron solos este y Tilly.
—¿Qué hace Mansilla? —preguntó Aviraneta.
—Parece que le dan un alto cargo en el Tribunal de la Rota, y cuando haya vacante le hacen obispo.
—¡Diablo! El número Dos marcha viento en popa. ¿Y usted?
—A mí me quieren enviar de secretario a la Embajada de Viena; pero yo prefiero quedarme aquí y ver de ser diputado. ¿Usted qué hace?
—Yo, en casa. El Gobierno ha lanzado a la calle una nube de polizontes que espían por todas partes, y hay que ocultarse.
—Creo que hace usted bien.
—Se dice que sus amigos de usted, los cristinos, se ponen contra Martínez de la Rosa.
—Sí —contestó riendo Tilly—. Rosita, la pastelera, parece que ha jugado una mala pasada al partido. Se dice que a Donoso Cortés y a los Carrasco les ha cerrado la puerta de la cámara de la reina.
—¡Cómo estarán!
—Bufando. Dispuestos a echarse a la calle. Parece que vamos a tener jaleo.
—Sí, yo también lo sospecho; por eso quiero que me guarde usted esos documentos. Me temo que estos días me prendan. Si me prendieran, yo le avisaré para que publique usted en Francia, si no es posible en España, algunos de ellos. No los pierda usted. Póngalos en sitio seguro; en ello está mi defensa.
—No tenga usted cuidado.
—¿Dónde los va usted a guardar?
—Lo estudiaré. En esa Casa del Jardín no me parece conveniente. Ya debe haber alguien que sepa nuestra amistad.
—Sí. Es muy probable.
—En casa de mi hermana, tampoco. Yo estudiaré el sitio y se lo indicaré a usted.
—¡Adiós, número Uno!
—¡Adiós, número Tres!
Al día siguiente, Tilly recogía de la casa de la calle de Segovia los papeles de don Eugenio.