I

UNA MUJER ROMÁNTICA

EN la primavera de 1834 apareció en Madrid Margarita Tilly con su marido Sampau a pasar una temporada. Tenía tres niños pequeños.

Margarita convidó a comer en casa de los padres de su marido a su hermano Jorge, a Fidalgo, a Blanca, la camarista de palacio, y a Aviraneta.

De sobremesa se habló mucho de Celia, que hacía días estaba algo enferma y retraída.

—Yo creo que está, más que nada, descontenta —dijo Tilly.

—¿Y por qué? —preguntó su hermana Margarita—. ¿No vive bien? ¿No tiene un pequeño círculo de adoradores?

—Sí; pero tiene ese egocentrismo de todas las mujeres, que les hace querer que el mundo entero gire alrededor de ellas.

—Ya está mi hermano definiendo —exclamó Margarita con ironía.

—Es la verdad. Todas vosotras exigís ser el centro del mundo, al menos de vuestro mundo, y no queréis que nadie se distraiga en los alrededores.

—¡Bah! ¿Y ustedes? —preguntó Blanca Fidalgo.

—No tanto. Al menos nosotros aceptamos que el punto central de la vida sea una idea: la política, la literatura, la ciencia… Ustedes, no; ustedes tienen el amor del pequeño círculo, y Celia más que nadie. Nuestra amiga desearía que no pudiéramos ser felices sus íntimos más que por su intermedio, y ella nos distribuiría la felicidad. Ella quisiera ser el nudo de su tertulia, el cerebro o la médula espinal.

—Yo no comprendo por qué Celia está tan descontenta —dijo Margarita—. Vive bien, el marido la mima, tiene una sociedad agradable…

—Todo eso no es obstáculo para que se aburra —interrumpió Tilly.

—No ha debido tener nunca entusiasmo por su marido —dijo Aviraneta.

—Nunca. Ahora que don Narciso está enfermo es cuando se ocupa con interés de él —dijo Fidalgo—. Antes era cosa conocida. Le tenía usted a Celia con su marido, y bostezaba, se ponía triste; venía Gamboa o uno de ustedes, y Celia renacía, estaba viva, ingeniosa, perspicaz; pero se marchaban todos, y entonces Celia decaía y comenzaba a bostezar y se le ponía como un velo en los ojos.

—Es una romántica —dijo Fidalgo.

—Hoy así se llaman estas mujeres —saltó Aviraneta—. Mañana se encontrará que los temperamentos de esta clase tienen el cerebro con más fósforo o los nervios con más electricidad que la normal.

—¡Qué materialista es don Eugenio! —exclamó Margarita—. Yo no creo que Celia es una mujer arrebatada.

—¡Ca! —dijo Blanca Fidalgo—. Celia es una mujer fría, sin arrebatos, con una coquetería puramente de cabeza; quiere tener a Gamboa a su lado sin soltar prenda, y esto es muy difícil.

—Segunda edición de madame Recamier —dijo Tilly.

—Yo creo que Celia está esperando a que se muera su marido para casarse con el sobrino —dijo Blanca, con la mala voluntad natural de una mujer para otra—. Es muy lagarta.

—¿Y él cómo es? —preguntó Margarita.

—¿Gamboa? Es un guapo muchacho —dijo Blanca.

—Es un hombre impulsivo… poco inteligente —añadió Tilly.

—Hombre lleno de ideas exageradas sobre la honra —agregó Aviraneta—, enemigo de todo lo extranjero, enemigo de lo irregular, serio, formal, en fin, un tipo vulgar como todo el mundo.

—¿Y le quiere a Celia?

—Sí, le quiere a su manera, a la manera corriente —dijo Blanca Fidalgo, riendo.

—El cree que el amor es el amor —afirmó Tilly—, y no quiere aceptar los tiquismiquis sentimentales de madama Celia.

—¿Es que usted los aceptaría?

—¡Qué sé yo! Según.

—Es que algunos dicen que ya los va usted aceptando —repuso con malicia la camarista—, y que usted y el secretario de lord Villiers son rivales.

—Pues se engañan los que eso dicen —contestó Tilly—. Entre Celia y yo no hay más que una buena amistad; yo le comprendo a ella y ella me comprende a mí. Aquí don Eugenio es también amigo suyo.

—Entre nosotros hay siempre cierta reserva —repuso Aviraneta—. Entre usted y ella, no.

—Pues nos miramos más como dos hermanos que como un hombre y una mujer que pueden ser por cualquier contingencia amantes —repuso Tilly.

—Ahora sí, porque está usted muy flaco —dijo Aviraneta, sarcásticamente—; más adelante ya veremos.

—Ya está con su materialismo terrible don Eugenio —exclamó Margarita.

—Yo creo que no hay que hacer mucho caso de Jorge —replicó Blanca—. Es un jesuita, hipocritón, quiere despistarnos.

—¡Ca! Si mi hermano está ahora enamorado —dijo Margarita— de una chica modosita, un poco pava…

—¡Ah! Claro. Es el tipo que le gusta a los calaveras arrepentidos —saltó Blanca.

Tilly se encogió de hombros.

—¿Y usted conoce a Celia desde hace tiempo? —preguntó Aviraneta a la hermana de Tilly.

—Desde la infancia. Celia es hija de un diplomático del tiempo de José Bonaparte y Fernando VII. Su padre era un realista. Celia se educó conmigo en París, en un colegio. Era entonces una chica muy religiosa: había tratado vendeanos y chuanes. Cuando yo la conocí tenía el culto de Juana de Arco y María Antonieta. El pensar en el niño del Temple le hacía llorar a lágrima viva. Morir por el Papa y por el rey era su sueño dorado. Luchar contra los impíos hubiera sido su gloria. De niña, Celia, muy bonita, muy mimada, muy animosa, tomó parte en conciliábulos realistas. Las monjas exaltaron en nosotras el misticismo y el sentimiento monárquico. Cuando la intervención del duque de Angulema, Celia bordó una bandera para los Dragones de la Fe, con unas flores de lis. Celia era muy inteligente y ganaba los premios en todas las clases. A los dieciséis años, cuando yo tenía ocho, su padre la sacó del colegio. Tiempo después la volví a ver; había tenido unos amores desgraciados con un joven e iba a casarse con el que es ahora su marido. Entonces había cambiado de ideas: era poetisa, escribía versos y aprendía a tocar el arpa. Ahora la veo en compañía de usted, metida a liberal y no sé si a carbonaría.

—Es una mujer interesante y de talento. No cabe duda —dijo Aviraneta.

—Este mundo frío y algo monótono en que vivimos todos, ella lo desprecia profundamente —agregó Margarita.

—Por eso me es a mí simpática —dijo Tilly—. Ese desprecio por la vulgaridad corriente está muy bien.

—No comprende mi pobre Celia —siguió diciendo Margarita— que esas cosas que ella desdeña son las más esenciales, y para la mayoría de las mujeres el hacer todos los días lo mismo tiene grandes encantos. Ella aspira a las cosas extraordinarias y le gustaría vivir en heroína; yo creo que sería capaz de subir al patíbulo con valor.

—¡Y yo que suponía que la candidata a heroína era usted! —exclamó Aviraneta.

—¡Y lo dice como quien hace un reproche! —saltó Margarita riendo.

—Y tiene razón —dijo Tilly.

—Sí; yo parecía de soltera un poco loca —añadió Margarita—; pero mi afición ha sido la casa. La vida, un poco rara, que había hecho me había dado unos gustos aparatosos; pero mis inclinaciones eran otras.

Se discutió largamente en la comida el carácter y el temperamento de Celia y el de Gamboa. Los hombres encontraban más inteligente y más espiritual a Celia que a Gamboa; pero les parecía lógica la actitud de Gamboa; en cambio, Blanca Fidalgo encontraba más bueno a Gamboa que a Celia y suponía que Celia hacía bien al tener siempre a distancia a Gamboa.