III

MALOS PRESAGIOS

LA primavera de 1834 fue para Chamizo poco agradable. Como la Sociedad Isabelina, dirigida por Aviraneta y demás compadres, era ya tan conocida, el ex fraile no se atrevía a visitar a Nogueras y a los otros amigos.

Comenzó a dar lecciones de latín y de francés; pero no sacaba bastante para vivir. Gallardo le proporcionó alguno que otro trabajillo más; con todo, su presupuesto se desnivelaba. Doña Puri, la patrona, le decía que no se apurara.

A casa de Celia comenzó a dejar de ir. Había en la familia un grave disgusto, que suponía el exclaustrado provenía de las relaciones de Celia y Gamboa.

Preguntó por este varias veces, y por las contestaciones ambiguas que recibió comprendió que en él radicaba la causa del malestar.

El último día que Chamizo comió a gusto en Madrid fue el día de Carnaval. Chamizo se encontró a Gamboa, a Nogueras y a Gamundi en compañía de un paisano. A este le presentaron como un ayudante del general Mina, llamado Francisco Civat.

Civat era catalán, carbonario y antiguo guardia de corps. Era un hombretón, con el pecho saliente, un poco tosco, con una franqueza exagerada para ser sincera. Tenía la nariz gruesa, la cara juanetuda, los ojos claros y el pelo rojizo. Se manifestaba gastador, rumboso, hombre expeditivo, que no admitía dificultades ni dilaciones en sus proyectos. Civat era jugador y tenía fiebre de dinero y de placeres.

Iba todo este grupo a comer a la fonda de Genies y le invitaron a Chamizo a acompañarle. Los oficiales jóvenes marchaban al día siguiente a Navarra a batirse con los carlistas. Gamboa aseguró que no tardaría en reunírseles. El exclaustrado les envidió, porque estaban contentos de su suerte y se auguraban grandes venturas.

En la comida, Nogueras y Gamboa tuvieron la mala ocurrencia de discutir de política. La entrada de Martínez de la Rosa en el Poder no había satisfecho a los isabelinos. Antes de que el Ministerio del poeta granadino hiciera algo, ya estaban todos diciendo que era un pastelero y les daría un mico.

Nogueras exageró su malevolencia contra el nuevo presidente, llamándole con su pedantería habitual el coplero, el poetastro, Rosita la pastelera…

Gamboa, que se hallaba irritado y nervioso, aseguró que los isabelinos no debían echar a nadie en cara su inacción, porque ellos eran los más inútiles y los más incapaces de todo.

—No puedes decir eso —exclamó Nogueras—. Estamos todavía organizando la gente, tenemos ya cinco legiones en Madrid y ramificaciones por toda España.

—A mí no me vengas con historias —replicó Gamboa—. Tus isabelinos no son más que unos ambiciosos como todos los demás que ansían ser ministros. En el momento en que creíamos que venía el absolutismo por el estilo del de Calomarde, les ofrecemos sublevarnos, echarnos a la calle, y nos dicen. «No, no; es necesario contemporizar, esperar…».

—¿Cuándo ha sido eso? —preguntó Nogueras.

—¿Cuándo? Cuando la reunión de los liberales en la calle del Arenal. Urbina y yo hablamos a Aviraneta en el café de Levante, y él estaba dispuesto. Esperamos, porque así dijeron los santones, y ahora resulta que no debemos esperar ni contemporizar… Todo porque no le quieren hacer ministro a ese bárbaro de Calvo de Rozas, ni a ese momia ridícula de Romero Alpuente…

—Estás exaltado —dijo Nogueras.

—No, no estoy exaltado; estoy cansado de intrigas y de tonterías. Así que cuando me digan a la guerra, voy a ir más contento que unas pascuas.

El ex guardia de corps Civat, con acento catalán, dijo que no se podían hacer las cosas tan pronto como se querían; que había que tener paciencia y perseverar en todo.

Concluyeron de comer; los dos oficiales jóvenes se fueron por un lado; Nogueras y Civat, por otro, y Chamizo le acompañó a Gamboa un rato.

—Este Nogueras es un pobre iluso —dijo Gamboa.

—El piojo sabio, como le llama Aviraneta.

—Sí; ahora ya cree que ese Civat lo va a resolver todo. Para él Civat es un Robespierre. Lo mismo le pasó con Salvador.

—¿Ya no vive usted con su tío? —le preguntó Chamizo.

—No; ya no vivo con él. A última hora le ha dado por ser celoso. Chifladuras de viejo.

—¿Dónde vive usted?

—En casa de una señora muy simpática, que es algo parienta de mi tío. Esta señora tiene una sobrina joven y tenemos nuestros conciertos; solemos tocar: ella, la guitarra, y yo, la flauta. Vaya usted algún día. Vivo en la calle de San Justo, encima de una cerería que hay frente a la iglesia.

Chamizo fue a la tienda una vez y volvió con frecuencia.

La cerería estaba en una casita pequeña de un piso, con un alero saliente, dos balcones con los cristales pequeños y emplomados, y un escaparate lleno de cirios, velas de colores, rojas y amarillas; otras, adornadas con papel rizado, cerillas y pastillas de chocolate.

La dueña de la cerería era una mujer flaca, acartonada; su sobrina Pilar era una muchacha simpática.

Chamizo, el primer día que fue a la cerería, oyó a Pilar y a Gamboa, y comprendió que el militar estaba muy entusiasmado con la muchacha, y que esta coqueteaba con él.

Chamizo fue invitado a tomar chocolate, y volvió principalmente por matar el hambre.