MARTÍNEZ DE LA ROSA
UNOS días más tarde del fracasado viaje de Aviraneta y del padre Chamizo se presentaba Mansilla en casa de Tilly y le decía:
—Vístete al momento, joven número Uno.
—¿Qué pasa?
—Tenemos reunión en casa de los Carrasco.
—¿Pues qué ocurre de nuevo?
—La reina Cristina parece que está dispuesta a prescindir de Cea Bermúdez y a retirarle su confianza. Se va a discutir en casa de los Carrasco quién va a ser el sustituto de Cea, discusión de pura fórmula, porque todos estamos en el secreto de que será Martínez de la Rosa.
—¿Tú estás en buenas relaciones con él?
—En magníficas. Don Francisco es muy amigo mío. Yo le digo que no debe dejar de ser poeta, que ante todo él es poeta, y esto le halaga mucho. En la primera vacante me hace obispo.
—¿Y de los amigos, no le has hablado?
—Sí, hombre, le he hablado de ti; te conoce. «Es un chico con aire muy fino; lo haremos diplomático», dice.
—¡Muchas gracias!
—¡Si le he hablado hasta del mismo Aviraneta! Del número Uno, Dos y Tres del primer Triángulo del Centro.
—¿Y qué ha dicho?
—Que no tiene escrúpulo ninguno en verse con él. Que en España es indispensable echar mano del hombre de talento en donde se le encuentre.
—Muy bien. Vamos a ver si nuestro Triángulo asciende en categoría.
Marcharon el cura Mansilla y Tilly a casa de los hermanos Carrasco, que se hallaba llena de personajes amigos de la reina Cristina y de alguno que otro isabelino de los menos intransigentes.
Había en el salón hasta veinte o treinta personas.
Donoso Cortés dijo, en un discurso elocuente, que la reina, convencida de la impopularidad de Cea Bermúdez, había pensado en sustituirle en la Presidencia del Consejo de Ministros por algún otro político más simpático a los elementos liberales.
Añadió que él, los hermanos Carrasco y algunos otros, consultados por su majestad, habían dicho que el más indicado les parecía don Francisco Martínez de la Rosa.
Los cristinos, al oír este nombre, aplaudieron con entusiasmo, y uno de los isabelinos que se encontraba allí, el conde de las Navas, dijo que era indispensable que Martínez de la Rosa ofreciese restablecer la Constitución de 1812 y convocar las Cortes.
La proposición produjo cierta perplejidad; entonces pidió la palabra Mansilla, y de una manera muy diplomática, y haciendo alarde de liberalismo, dijo que, como toda obra del tiempo, la Constitución de Cádiz tenía sus errores de perspectiva, y que no le parecía prudente el exigir que se proclamase íntegra la Constitución de 1812, pues podía modificarse y hacerse con ella un Código más oportuno, progresivo y liberal.
La mayoría de los cristinos fue de la misma opinión, y se llamó entonces a don Francisco Martínez de la Rosa, que estaba en otro cuarto y que, al entrar en la sala, fue aclamado. Martínez de la Rosa prometió que cumpliría los deseos de los patriotas.
Al momento, Donoso Cortés y uno de los Carrasco marcharon en coche a palacio, y trajeron a la reunión la palabra de la reina de que aceptaba la destitución de Cea, y el nombramiento de Martínez de la Rosa.
Mansilla y Tilly le felicitaron, y el poeta granadino les dio a entender que no les olvidaría.
La entrada de Martínez de la Rosa en el Poder produjo, al principio, gran satisfacción entre los liberales, que creyeron que había llegado definitivamente su hora.
Pronto se vio que no había tal cosa; la política, naturalmente, no cambió, y los procedimientos de los ministros fueron los de siempre; una nube de policías comenzó a espiar, no precisamente a los carlistas, sino a los liberales.
Los de la Isabelina se decidieron a ayudar a que se consolidasen las antiguas sociedades secretas. El hermano Beraza tomó la paleta simbólica y se dispuso a levantar las columnas del templo masónico; se nombró gran maestre de la Orden a Pérez de Tudela, y jefes del Gran Oriente a Calatrava, San Miguel y otros varios. Calvo de Rozas tomó la dirección de los comuneros, y Aviraneta con González Bravo intentó nutrir las ventas carbonarias de los Europeos Reformados.
Martínez de la Rosa derivó sin proponérselo hacia la reacción como los anteriores gobernantes, no porque él quisiera ser reaccionario, sino porque todo Poder lo es.
Se decía que su política se discutía y se decretaba en un gran consistorio de abates afrancesados, como Miñano, Lista, Hermosilla y Reinoso; que después de resueltas las cuestiones pasaban los Pirineos, llegaban a París y allí recibían la suprema sanción de Guizot, el rey de los doctrinarios.
De este consistorio de abates nació, según unos, la idea de confeccionar una especie de carta como la de Luis XVIII en Francia, que fuera una Constitución en pequeño.
A los dos o tres meses de entrar en el Poder Martínez de la Rosa, los liberales eran tan enemigos de él como de Cea Bermúdez.