V

LA LAGARTA

TRES días estuvo Chamizo sin salir, ocupado en sus trabajos. Al cuarto día fue a casa del capitán Nogueras, a la calle de Toledo. Preguntó por el capitán, y su patrona le dijo que acababa de salir con un pardillo llegado del pueblo, y que creía que le encontraría en la tienda de Concha la Lagarta, la prendera de la calle de los Estudios, enredada con Nogueras. Fue Chamizo en busca de la prendería; la reconoció porque tenía como muestra una alambrera de brasero cubierta con una faldita, que parecía un miriñaque de pequeño tamaño. Entró en la tienda, y la criada de la Concha, la señora Ramona, le dijo que allí no estaba el capitán. Iba a marcharse, cuando Nogueras salió de la trastienda y exclamó:

—¡Hola, don Venancio! Pase usted; aquí hay un aldeano que dice que le conoce.

—¿A mí? ¡Qué cosa más rara!

Entró en la trastienda y se encontró con la Lagarta y con un campesino. Vestía este de chaqueta de paño pardo, calzones cortos de tela azul, chaleco de florones y un sombrero de catite. La trastienda estaba en la penumbra.

—¿No me conoce su paternidad? —dijo Aviraneta.

—¿Es usted?

—Sí.

—¿De dónde viene usted? ¿De Valladolid?

—Sí, señor. ¿Ha comido usted?

—No.

—Bueno; pues vamos a comer. Luego hemos de pensar en buscar una casa tranquila donde yo pueda esconderme.

Se puso la mesa en la trastienda y se esperó a que trajeran la comida, que encargaron al café de San Vicente, de la calle de Barrionuevo.

La tienda de la Lagarta era buena y estaba muy repleta de cosas de valor. Había muebles antiguos, armas de todas clases, espadas, trabucos, estampas de colores, grandes manojos de llaves, montones de baúles, jarras de cobre, libros de coro, ropas, bordados, cacharros de Talavera y chinos de porcelana, de los que mueven la cabeza. Había también varios relojes Imperio con damas, marineros y perros de latón dorado, dentro de fanales. Lo mejor de toda la tienda, según la Lagarta, y lo que le parecía más desagradable a Chamizo, fue una cabeza de Cristo, con pelo de verdad, que estaba guardada en una caja de cristal y colocada sobre un armario. Parecía una cabeza de muerto. Concha la Lagarta era una mujer bajita, morena, con el pelo negro y la cara adornada con rizos, sortijillas y lunares. Hubiera tenido gracia, a no ser por su aire agresivo y displicente, que a Chamizo le disgustó en extremo, y por su manera de hablar dura y desgarrada.

La Lagarta tenía una criada y un empleado que iba a comprar en las casas y que vestía como un señor, un hombre de unos cincuenta años, flaco, seco, de bigote gris, a quien trataba muy ásperamente.

Mandó la Lagarta a su empleado que estuviera en la tienda mientras ella comía, y el señor se sentó en una silla y se embozó en la capa, porque hacía frío.

Trajeron la comida y se sentaron la Lagarta y los tres hombres. La señora Ramona servía la mesa. Se discutió de política. Concha era liberal exaltada, partidaria de la degollina de los frailes y de los carlistas. La señora Ramona, su criada, le atajaba diciendo:

—Calla, calla, que no sabes lo que te dices. Cuanto menos jaleos, mejor, lo que es necesario es que todo el mundo viva en paz.

Después de comer se habló del sitio donde podría esconderse Aviraneta, y la señora Ramona dijo que conocía una casa de la calle de Embajadores donde vivía un militar que había estado en América, al que llamaban el Aguilucho.

—El Ayacucho —dijo Nogueras.

—Eso es.

—¿Y va usted a ir así con ese traje de aldeano de teatro, tan nuevo? —preguntó Chamizo—. Le van a conocer que está usted disfrazado.

—Tiene usted razón —murmuró Aviraneta—, y en ningún lado mejor que aquí para disfrazarse.

—¿Quiere usted un traje de cura, don Eugenio? —preguntó la Lagarta.

—Venga.

La Lagarta tomó una horquilla y descolgó de una percha unos hábitos. Aviraneta, con cierta protesta de Chamizo, se vistió de sotana, se echó encima el manteo, se colocó la teja, y estaba tan en carácter, que el mismo Chamizo reconoció que no podía estar mejor.

Se mandó traer un calesín de la plaza de la Cebada, y Chamizo le acompañó a Aviraneta a su nuevo domicilio.

A los cuatro o cinco días le encontró este a Nogueras.

—¿Qué hay de don Eugenio? —le preguntó—. ¿Sigue en su rincón?

—¡Ca, hombre! Le han pasado grandes peripecias.

—¿Pues? ¿Qué le ha pasado?

—Al día siguiente de llegar a la calle de Embajadores se encuentra con la policía en la casa. Iban a prender a un ayacucho que parece que es un truhán. Se meten de noche en el cuarto de don Eugenio mientras está en la cama, y le dicen:

—No tenga usted miedo, caballero. Contra usted no va nada. Vamos a prender al pillastre que vive aquí al lado.

Aviraneta oye la voz del comisario Luna, que grita:

—Que nadie salga de casa.

Aviraneta piensa con rabia que Luna se va a reír de él y se le ocurre un disparate mayúsculo. Se viste con sus hábitos, coge su maleta, abre la ventana, y por una viga a la altura de un cuarto piso cruza un patio; se encuentra al final un balcón abierto, lo salta y se ve en una casa desconocida y cerrada. Don Eugenio debió pasar unas horas muy malas. Por la mañana intenta salir y se tropieza con una señora que le dice: «No es aquí, padre. Es arriba». Sin duda, en el piso de arriba había un enfermo grave. Aviraneta baja corriendo las escaleras y se presenta en mi casa.

—Y ahora, ¿dónde está? —preguntó Chamizo.

—Le hemos encontrado una casa magnífica de un paisano mío, Ambrosio de Hazas, en la calle de Cedaceros, tres y cinco. Hazas está en su pueblo, y en su habitación vive ahora doña Lorenza Caveda, que es el ama de llaves, y la hermana de este. No diga usted a nadie dónde se esconde.

—No tenga usted cuidado.

Dejando la cuestión Aviraneta, Nogueras habló de política con su aire de insecto sabio:

—La cosa está muy oscura y de mal aspecto —dijo—; debe haber diferencias entre la infanta Carlota y la reina Cristina; las dos han querido disponer de Cea y de Javier de Burgos, y andan a la greña; estas divisiones se han exagerado con las cartas publicadas por los generales Quesada y Llauder, y tiene que venir una crisis.