CANDELAS EN EL MESÓN DEL CUCO
TOMÓ la calesa la dirección de Valdemoro y llegaron los viajeros a este pueblo con grandes fatigas, porque el camino se hallaba hecho un lodazal. Entre Pinto y Valdemoro pasaron grandes apuros y tuvieron que saltar muchas veces al suelo para desatrancar las ruedas. En Pinto cenaron y se dirigieron a Villaverde. Cruzaron la aldea y siguieron hacia Madrid.
Ya parecía que terminaban el viaje con bien cuando el carricoche se paró.
—¿Qué pasa? —dijo Luna.
—Na, que se nos han roto las correas —dijo el Lince.
—¿Hay que componerlas?
—¡Esto no lo compone ni Dios! ¡Maldita sea mi estampa! ¡Parece que no ha llovido nunca! Voy a meter la yegua y el birlocho en este cobertizo.
—¿Y nosotros, qué hacemos?
—Tengo un paraguas grande. Se lo prestaré. Pueden ustedes ir a Madrid.
—¿A cuánta distancia estaremos?
—A media legua o a tres cuartos de legua del Puente de Toledo.
Abrió el paraguas Luna, que era de esos rojos y grandes, y Aviraneta a un lado y el exclaustrado al otro, fueron marchando por la carretera.
Al llegar frente a un corral con una casucha blanca, se detuvieron.
Se oía el rasguear de una guitarra. Luna y sus acompañantes escucharon.
Una voz cantó:
No camelo ser erai, que es caló mi nasimiento.
No camelo ser erai, con ser caló me contento.
—¿Qué es esto? —dijo Chamizo.
—Es gitano —contestó Luna.
—¿Qué quiere decir erai?
—Yo creo que quiere decir algo así como caballero. El cantor entonó otra copla:
La filimicha está puesta, y en ella un chindobaró
pa mulabar una lendris que han enchantado estardó.
—La horca está puesta y en ella el verdugo para matar una codorniz que han hecho prisionera —tradujo Luna.
Aviraneta había llamado.
Tardaron mucho en abrir.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Unos viajeros.
Salió un muchacho con un candil.
—Aquí no hay posá —dijo—. Un poco más lejos está el mesón del Cuco.
—La casa esta debe ser una guarida de ladrones y de gitanos —dijo Luna—. He de venir a registrarla.
Siguieron marchando, metiéndose en el barro, a veces sin poder sacar los pies, hasta que llegaron al mesón del Cuco. Empujaron el postigo, cruzaron el portal y el patio y entraron en una cocina de planta baja llena de arrieros, caleseros, aguadores y de otra gente desharrapada y de malas trazas.
La mesonera acudió solícita al ver al inspector Luna y mandó a la moza que les llevara al primer piso.
Se quitaron los pantalones y las botas, cenaron en un cuarto del piso principal, y como Chamizo no se hallaba vigilado, bajó a la cocina del mesón, grande y negra, en la que había quince o veinte arrieros esperando el yantar. Estuvo don Venancio contemplando la escena pintoresca: la posadera, que guisaba en el fogón; las maritornes, que iban y venían con mucho garbo, agitando los refajos de campana; los arrieros de Andalucía, con sus calañeses; los de Toledo, con sus sombreros anchos, y alguno que otro truhán desharrapado, con sombrero de copa. Cogió el ex fraile un rincón a la lumbre y se calentó los pies. Sacó una edición antigua de La vida del buscón, que le había prestado Gallardo para el viaje, y se puso a leerla. Estaba en aquellas atroces y bárbaras escenas que describe Quevedo en casa del verdugo, cuando le dieron en la manga.
—Mucho se divierte usted con la lectura, cabayero —le dijo un joven, que estaba a su lado.
—Sí; es cierto.
Era el joven un muchacho de unos veinte años, vestido de manolo, chaquetilla torera, faja roja y pañuelo en la cabeza. Chamizo creyó conocerle.
—¡Chist! —dijo el joven.
—¿Qué pasa? —preguntó el exclaustrado.
—¿Viene usted con don Eugenio?
—Sí.
—¿Vigilándole?
—No, no.
—¿Va usted preso?
—No.
—¿Es usted amigo suyo?
—Sí.
—¿Por qué le han trincao? ¿Ha berreao alguno?
Comprendió Chamizo que quería decir si alguno le había denunciado, y dijo que no sabía, y contó rápidamente lo ocurrido. Pensaba que no debía hacerlo, pero el joven aquel tenía un aire de mando que imponía.
Después de escuchar la relación, el joven dijo:
—Ahora va usted a subir a hablar con don Eugenio, ¿estamos?
—Bueno. No hay inconveniente.
—Y le va usted a decir que aquí está Luis y su amigo con sus chavales. ¿Se ha enterao usted?
—Sí.
—Y ná más. Él dará la consigna.
Subió Chamizo al cuarto de Aviraneta. No estaba Luna, y le dio a don Eugenio el encargo del joven.
—Dígale usted que no hay nada que hacer —contestó Aviraneta.
Bajó y se lo dijo al muchacho.
—Más vale así —contestó él—, porque don Nicolás de Luna es un buen hombre.
—¿Y qué pensaba usted hacer? —preguntó el ex fraile.
—Le hubiéramos atao al comisario y hubiéramos dejao libre a don Eugenio. Nosotros las gastamos así.
—¿Ustedes? ¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy Candelas, y ese que está ahí delante es Balseiro. No le quiero molestar a usted más, cabayero. Me najo. ¡Muchachos, en marcha! Y sonsoniche, amigo.
Y el ladrón le hizo una mueca amistosa y un guiño expresivo.
Estaba Chamizo todavía absorto, cuando Candelas y Balseiro desaparecieron. Subió al cuarto que le habían destinado, y al ir a dar las buenas noches a Aviraneta y al comisario, entró un guardia con un pliego para Luna. Lo abrió este y lo leyó. Se le decía que al día siguiente, al amanecer, se le condujera a Aviraneta por las rondas a la Puerta de Hierro, que allí esperase la salida de la diligencia para Valladolid, que pasaría a las ocho de la mañana. En la diligencia habría un asiento de interior costeado por el Gobierno.
Se le metería a Aviraneta en el coche, entregándole un pasaporte para Santiago de Compostela, y se encargaría al mayoral que no permitiese la salida del desterrado hasta llegar a Valladolid.
—Está usted como en libertad —dijo Luna—; nadie le impide a usted volver de Valladolid a Madrid.
Durmió cada cual en su cuarto y por la mañana dejaron el mesón del Cuco. En una calesa fueron por el paseo de los Melancólicos y la Florida hasta la Puerta de Hierro. Llegaron a las siete, una hora antes de la diligencia, y tuvieron que esperar el paso del coche.
Entraron en un ventorrillo, el ventorro del Sordo dijo el comisario Luna que se llamaba. Este ventorrillo tenía un tinglado con buñolería, que en aquel momento estaba rebosando gente: hueveros, lecheros, vendedores de caza y verduleros que tomaban el desayuno con buñuelos o churros y se preparaban a entrar en Madrid.
Se sentaron en el ventorro al lado de una ventana; pidió Luna chocolate, y trajeron tazas limpias con bizcochos y buñuelos, y vasos de agua con azucarillo.
Desayunaron los tres con apetito. La hija del dueño del ventorro era una moza muy guapa, pero muy bravía, y Aviraneta y Luna la dirigieron algunos requiebros, a los que ella contestó con mucho desgarro.
—¿No podríamos saber cómo se llama usted, niña? —la dijo Aviraneta.
—¿Para qué? —contestó ella.
—Para guardar su nombre en el corazón.
—¡Bah! No vale la pena.
—Para usted no valdrá la pena; para mí, sí.
—¿No es usted el que se tiene que marchar en la diligencia?
—Sí; porque me obligan; pero a la vuelta…
—A la vuelta lo venden tinto —dijo la muchacha volviendo la espalda.
A las ocho llegó la diligencia. Luna la mandó parar, habló con el mayoral e hizo que el desterrado subiese al coche.
—Bueno. ¡Adiós, señor Luna! ¡Adiós, don Venancio! —dijo alegremente Aviraneta.
Partió el coche, y el comisario y Chamizo volvieron a Madrid en su calesa. El comisario preguntó al exclaustrado de qué le conocía a Aviraneta, y este se lo dijo. Él, a su vez, le interrogó al policía acerca de la Sociedad de los Isabelinos. ¿Creía que era realmente una sociedad fuerte? ¿Había, en realidad, muchos afiliados?
Luna contestó con vaguedades y circunloquios. Creía que la Isabelina era una sociedad política, de la que saldrían probablemente ministros y diputados.
Cuando Chamizo le habló de la Junta del Triple Sello, se rio. Dijo que la masonería estaba sin fuerzas; que la sociedad de los comuneros se hallaba extinguida, y que, sumados todos los carbonarios que había en Madrid, no llegarían a tres.
—Encuentro que tienen ustedes bastante suavidad con los conspiradores —le dijo después Chamizo.
—¿Qué quiere usted? —repuso Luna con cierta sorna—. Los conspiradores son un elemento de éxito para los políticos. Así, de cuando en cuando, pueden nuestros ministros salvar a la Humanidad.
Llegaron a Madrid y Chamizo se despidió del comisario Luna.