I

PREPARATIVOS

AL día siguiente iba don Venancio camino del Rastro cuando se encontró con Aviraneta.

—¡Hola, padre! ¿Qué hay? —le preguntó.

—Ahora no se le ve a usted —le dijo Chamizo—. ¡Claro, como frecuenta usted los palacios! …

—¿Cómo lo sabe usted?

—Amigo, aquí todo se sabe. Se sabe adónde ha ido usted, con quién ha hablado usted…

Aviraneta quiso enterarse de dónde le había llegado la noticia al exclaustrado, y pronto supuso que de casa de Celia.

Después contó a su modo la entrevista que había tenido con los infantes, y dijo que estos y los amigos de la Isabelina querían que fuera a todo trance a Barcelona, viaje que no le hacía mayormente mucha gracia.

—¿Por qué no encarga usted la comisión a otro? —le preguntó Chamizo.

—Es imposible; no tengo más remedio que decir como Maquiavelo cuando su República quiso enviarle de comisionado a Roma: «Si yo voy, ¿quién se queda? Si yo me quedo, ¿quién va?».

—Es usted un vanidoso, señor don Eugenio.

—Tiene uno motivos para ello.

—Sí; ya sé que anda usted maquinando; pero el mejor día esto se le pone muy mal. Se está usted metiendo en muchos fregados. Además, usted con su soberbia es capaz de cualquier cosa cuando le excitan por vanidad, por fanfarronería.

—¿Quiere usted venir conmigo, don Venancio?

—¿Adónde?

—A Barcelona.

—¿A qué voy a ir a Barcelona?

—Puede usted encontrar allí libros viejos.

—No, no quiero ir, y eso que hay una persona que se alegraría mucho que fuera con usted.

—¿Quién?

—Doña Celia, la señora casada con el tío de Gamboa.

—Es algo más que la mujer del tío de Paquito.

—Lengua viperina.

—¿Y por qué se alegraría esta señora que viniera usted conmigo?

—¿No ve usted que es amiga de los infantes? Pues quiere que yo le haga a usted observaciones, que le persuada… Yo le he dicho: «Aviraneta es impersuadible, tiene demasiada vanidad para eso».

—Así que usted también está intrigando… ¡Ay!, ¡ay!

—Yo, no. Yo todo lo que hago está a la luz del sol.

—Sí; pero ya tiene usted su partido, el partido celista o celiático. Celia le dará buenas comidas…

—Excelentes.

—¡Oh santo varón idealista que se vende por un buen asado o por una salsa en su punto! …

—Yo no me vendo. Eso se queda para ustedes los políticos. Yo soy amigo de mis amigos…

—Ya lo sé. Es una broma. Quiero que pueda usted tener una ocasión de triunfo con Celia. Venga usted conmigo a Barcelona. Yo le convido. Cuando le diga a ella que ha venido conmigo para vigilar mis pasos, le da a usted el festín de Baltasar.

—¿Habla usted en serio?

—Sí, señor.

—¿El viaje no me costaría nada?

—Nada.

—Bueno; si yo voy, iré sin solidaridad alguna. Si a usted le llevan a la cárcel y le quieren agarrotar por masón o por conspirador, yo diré que no tengo nada que ver.

—¡Ah!, claro. No somos amigos; a lo más, conocidos.

—Así, acepto.

—De acuerdo. Con que si quiere prepararse, ande usted. Es posible que en Barcelona encuentre usted ediciones raras para dar dentera a don Bartolo Gallardete.

—Bueno. ¿Y cuál es su objeto al llevarme a mí?

—Ninguno utilitario. Tener un compañero de viaje en la diligencia y en Barcelona para charlar con él. Usted es un hombre ameno.

—Bien; pero yo no estoy más de una semana en Barcelona.

—No llegaremos a tanto.

Dijo Aviraneta que se marchaba al café del Príncipe, donde estaba citado con un palaciego para volver a palacio a verse de nuevo con don Francisco de Paula.

—Ya se nota que está usted orgulloso —le dijo Chamizo—; así son los revolucionarios de vanos y de majaderos.

—Pues figúrese usted cómo estaría si fuera fraile —contestó Aviraneta.

Se dirigieron ambos al café del Príncipe y se sentaron delante del cristal.

Al poco tiempo apareció el señor García Alonso. Tomaron café y el palaciego y Aviraneta se levantaron.

—Espéreme usted aquí una hora, don Venancio —dijo don Eugenio.

Salieron los dos a la calle y entraron en una elegante berlina.

Chamizo le esperó leyendo un ejemplar en griego de El sueño de Luciano. A la hora u hora y cuarto apareció Aviraneta. Salieron Chamizo y él del café y fueron marchando por la calle del Príncipe, la Puerta del Sol y la calle Mayor.

Aviraneta tenía que dejar un recado en una casa grande próxima a la Almudena.

Pasaron el postigo, viejo y roto, que era lo único que quedaba de la primitiva Puerta de la Vega del Madrid antiguo, y se sentaron en unas piedras. Estuvieron contemplando los cerros de la Casa de Campo, las casuchas próximas al Manzanares, las ropas puestas a secar y la gran vega, que comenzaba a ponerse verde. El cielo brillaba muy azul, con algunas nubes blancas.

—¿Qué ha habido con los infantes? —preguntó el ex fraile.

—Hemos tenido una conferencia. Hay un detalle que me ha escamado. Al entrar en la habitación de los infantes, en la antecámara había dos señores que parecían aguardar audiencia; uno viejo, muy elegante; el otro, más joven; pero me han dado la impresión de que me observaban mucho. Al terminar mi visita y al salir a la antecámara, los dos caballeros ya no estaban, cosa que me chocó, pues si esperaban audiencia no es lógico que se marcharan tan pronto.

—Sí, es raro. Quizá iban a ver alguna camarista. —También es posible; pero allí no hubieran hecho antesala.

—¿Y qué ha habido con los infantes?

—Los infantes me han recibido como la primera vez, de pie, delante de la chimenea. La cosa ha pasado así. Don Francisco, con su aire de bobalicón me ha dicho:

—¡Hola, Aviraneta! ¿Supongo que tendrás todo dispuesto para el viaje a Barcelona?

—Alteza, todavía, no. Espero sus órdenes.

—Pues es necesario que te apresures, porque urge tu presencia allí.

—Mis preparativos están hechos en veinticuatro horas. Lo único que tardará un poco es el pasaporte.

La infanta me preguntó entonces con una entonación dura y con acento extranjero:

—¿Conoces al conde de Pagcent?

—No tengo el honor de conocerle más que de nombre.

Quisiega que tuviegas con él una entgevista. Podgía dagte instgucciones.

—Mis amigos quizá no vieran con buenos ojos que yo me entienda directamente con él. En los partidos políticos hay celos y es necesario andar con mucho cuidado para no excitar la envidia.

—Tienes gazón, tienes gazón. Los datos del conde te los comunicagemos nosotgos. Veo que eges pgudente. Cgeo que llevagás a buen gesultado nuestga empgesa.

—Si no hay fuerza mayor, espero, señora, realizar mis propósitos.

El infante me preguntó si conocía al coronel Obregón.

—Sí; tengo un amigo militar que se llama así y vive en la misma calle donde vive mi hermana, enfrente de su casa.

—¿En qué calle vive tu hermana?

—En la calle del Lobo.

—Pues es ese. Ese Obregón es mi secretario y mi apoderado. Mañana, por la mañana, irá a verte, le entregas esta tarjeta y él te dará el dinero que necesites para el viaje. Yo le hablaré esta noche, cuando venga a tomar la orden. En seguida que llegues a Barcelona, escríbeme. Saludé a los infantes y salí.

—¿Así que mañana va usted a recibir el dinero para el viaje? —preguntó el exclaustrado a Aviraneta.

—Sí.

—¿Y en seguida se va usted?

—Nos vamos, amigo Chamizo. Nos vamos.

—Bueno; entonces haré mis preparativos.