VII

LOS HILOS DE LA INTRIGA

UNAS semanas después estaba Aviraneta en su piso alto de la calle de Segovia, en compañía del capitán Nogueras, cuando se presentó un caballero de unos treinta años, muy bien portado.

Llamó y preguntó a la patrona:

—¿Don Eugenio de Aviraneta?

—No sé si estará. ¿A quién tengo que anunciarle?

—Diga usted al señor Aviraneta que hay aquí una persona que quiere hablarle de parte de un dominico de Vich.

—¿De un fraile?

—Sí.

—Don Eugenio no es muy amigo de frailes —murmuró la patrona para sus adentros—, ni yo tampoco.

Dio el recado a Aviraneta y este exclamó:

—Que pase en seguida ese caballero.

Recorrió un largo pasillo el enviado de Barcelona y entró en un cuarto en donde estaban Aviraneta y Nogueras. Era un cuarto grande, blanqueado, con una estufa de hierro al rojo. Tenía las puertas y las contraventanas de cuarterones, y lo un balcón tan alto sobre la calle de Segovia, que el asomarse a él daba el vértigo.

El recién venido saludó a Aviraneta y a Nogueras con una inclinación de cabeza.

—Vengo de Barcelona —dijo— con una contraseña del dominico de Vich.

—Siéntese usted —le indicó Aviraneta.

El hombre vio la puerta que había quedado abierta, la cerró él mismo y se sentó en seguida.

—¿Supongo que estamos en una casa de confianza? —preguntó.

—De entera confianza. Este caballero es el capitán Nogueras, amigo mío y afiliado a la Isabelina.

—Yo me llamo Salvador, y traigo esta contraseña del padre Puig, que debe corresponder con la otra mitad que ha debido remitirle y que componen las dos una tarjeta.

Nogueras fue al fichero y sacó de allí un trozo de cartulina cortado de una manera caprichosa, que se confrontó con el que traía Salvador. Venían bien.

Era el enviado de Barcelona un hombre pálido, de bigote negro, fino, vestido de oscuro, con unas maneras frías, humildes e insinuantes, y un aire reservado y misterioso. Se le hubiera tomado a primera vista por un enfermo; pero observándolo mejor se veía que no lo estaba. Tenía una palidez de hombre que no ve el sol; era un tipo de oscuridad, de covachuela, de iglesia o de convento. Su sonrisa le desenmascaraba; era una sonrisa cínica, de un hombre débil, servil y bajo.

—Puede usted hablar, señor Salvador —indicó Aviraneta al enviado.

—El dominico de Vich —dijo este—, es hombre que, como ustedes, ha organizado los elementos avanzados de Cataluña. El dominico se puso en relación con nosotros, los Europeos Reformados, que constituimos una Venta carbonaria en Barcelona, e hizo que nos asociáramos con él.

—¿Tiene mucho prestigio, al parecer?

—Sí, mucho; tiene el prestigio del hábito y el de haber sido un guerrillero de la guerra de la Independencia.

—¿Ha sido guerrillero?

—Sí.

—¿Y son ustedes muchos afiliados en la Isabelina de Barcelona?

—Muchos. De gente influyente, casi todos los liberales, empezando por el general Llauder. Tenemos tres o cuatro mil hombres en la capital preparados, armados, y otros tantos o más en la provincia.

—Han ido ustedes pronto.

—E iremos lejos, porque nosotros los carbonarios no tenemos el propósito de contentarnos con esta idea ñoña del Gobierno de Isabel II. Iremos a la República.

—Si les sigue alguien. Es querer marchar muy deprisa —replicó Aviraneta.

—Allí se hacen las cosas más de prisa que aquí. Ahora ocurre que el Directorio que preside el Dominico, y que se ha puesto en relación con ustedes, ha tenido ofertas de otro grupo liberal de Madrid.

—¿De otro grupo liberal de Madrid? No es posible —exclamó Aviraneta.

—No hay otro grupo Isabelino más que el nuestro —afirmó Nogueras.

—Hay otro —replicó Salvador—, y está dirigido por el conde de Parcent.

—¡Bah! Eso no es nada —repuso Aviraneta.

—No, no, no tan de prisa, caballero. Ese grupo cuenta ya con mucha fuerza; tiene en sus filas una porción de militares jóvenes de la Guardia Real y guardias de Corps, tiene muchos palaciegos y aristócratas, y está, además, patrocinado por la infanta Luisa Carlota y por el infante don Francisco.

—¿Y qué objeto tiene ese grupo? ¿Qué se propone? —dijo Aviraneta fingiendo ignorarlo.

—Este grupo aspira a derribar del Poder a Cea Bermúdez y a instaurar una Regencia Triple formada por María Cristina, la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco de Paula. El Dominico de Vich ha oído las proposiciones de este nuevo grupo, y por ahora no ha decidido nada. El Dominico quiere tener una entrevista con usted para que le oriente en la política de Madrid, y, sobre todo, quiere ponerse de acuerdo con ustedes en esta cuestión grave de la Regencia.

—Yo, la verdad —dijo Aviraneta—, no veo la utilidad de modificar la Regencia. Esta nueva idea me parece perturbadora.

—A mí me parece lo mismo —aseguró Nogueras.

—Pero, aun así, la consultaremos con el Directorio —añadió Aviraneta.

—Es posible que la idea no sea oportuna —replicó Salvador—; como teníamos la duda, por eso me han enviado a mí aquí. El Dominico lo que quiere saber es si el ofrecimiento de esta gente palaciega que sigue al infante don Francisco y al conde de Parcent es aprovechable, o no.

—Es muy lógica la actitud de ustedes —exclamó Aviraneta—. Yo no la reprocho. Espero que nos pondremos en todo de acuerdo.

—Yo lo dudo —repuso Salvador.

—¿Por qué? —preguntó Aviraneta.

—Aquí la cuestión principal —dijo Salvador— es que ustedes parece que están dispuestos a esperar, y en Barcelona no se puede esperar. Los patriotas de allí acosan al Directorio y están dispuestos a elegir nuevos jefes y a abandonar a los antiguos si estos no dan la voz de marcha y derriban al momento a Cea Bermúdez.

—Eso también quisiéramos hacerlo nosotros lo más rápidamente posible —replicó Aviraneta—. La cuestión es poder.

—Naturalmente —dijo Nogueras.

—Bien; pero allí hay una inquietud cada vez mayor. El Dominico quiere calmar a la gente dándole la esperanza de que, aguardando lo necesario, el movimiento será secundado en las demás capitales; pero la gente se cansa de esta espera.

—Esa es una cuestión irresoluble —murmuró Aviraneta—, en estos asuntos el impaciente no tiene más remedio que dejarlo.

—Yo creo, señor Aviraneta —dijo Salvador—, que lo mejor sería que usted mismo fuera a Barcelona para ver si puede tranquilizar aquella agitación y aconsejar calma a los impacientes explicándoles lo que pasa aquí.

—Yo consultaré con el Directorio y veré qué resuelven.

—También quisiéramos que se viera usted con el general Llauder, en Barcelona, y, a cambio de la protección de aquí de Madrid, le arrancara la promesa de tener dominados a los carlistas. Llauder, como sabe usted, es voluble; allí le llaman el Meteoro.

—Consultaré eso también con el Directorio. Hablaron después de cosas indiferentes, y Salvador se marchó de casa.

—¿Qué le ha parecido a usted este ciudadano? —preguntó Nogueras.

—No me gusta este tipo. Esa palidez, esos labios delgados.

—¡Eso qué importa!

—A mí me parece un hombre vil, serpentino, que sería peligroso si fuera inteligente y valiente; pero creo que no es ni una cosa ni otra.

A Aviraneta le quedó la impresión de que Salvador era un hombre enigmático, lleno de duplicidad y de misterio.

Aviraneta no había estado en Barcelona, no conocía a los políticos catalanes, no podía contrastar la manera de ser y la actitud del enviado con otras conocidas.

La proposición de Salvador y el asunto de la Regencia Triple alborotó al Directorio Isabelino. Nadie quería la colaboración de la infanta Luisa Carlota, ni la de su marido. A ella se la tenía por una italiana ambiciosa e intrigante; a él, por un tonto. Respecto a la cuestión de enviar un delegado a Barcelona, se aceptó la proposición y se dispuso que fuera Aviraneta.