V

LAS RAZONES DE LA TRIPLE REGENCIA

EL padre Mansilla subía en sus relaciones e iba escalando la alta sociedad. El confesonario le servía de mucho. No descuidaba tampoco la oratoria. Había adoptado en sus sermones una manera insinuante, casuística, que le daba gran éxito.

Casi todos los días Mansilla tenía largas conferencias con Tilly, y presentaba a su amigo en las casas más importantes, sobre todo en aquellas que tomaban un matiz liberal.

Una mañana les mandó aviso Aviraneta de que por la tarde iría a visitarles a la Casa del Jardín.

Mansilla y Tilly le recibieron amablemente, y constituyeron en broma el primer triángulo del Centro.

—¿Qué hay, Tres? —dijo Tilly.

—Vengo a ver si me sacan ustedes de una duda, ustedes que frecuentan la alta sociedad.

—Vamos a ver…

—Creo que les dije hace tiempo que un tal Maestre nos trajo para la Isabelina unas listas de los comprometidos en un movimiento liberal anterior.

—Sí.

—Pues bien; por estas listas venimos a ponernos en relación en Cataluña con un fraile, el padre Puch o Puig, a quien le conocen por el nombre del Dominico de Vich. El tal dominico, según parece, goza de gran prestigio, y ha organizado un Directorio Isabelino rapidísimamente en Barcelona. Tiene ya cinco o seis mil hombres afiliados.

—¿Tantos?

—Sí; eso dice. El Directorio barcelonés se muestra lleno de impaciencia, y quiere que se apresure el levantamiento liberal. Ha escrito ya varias comunicaciones, y ayer se recibió una carta cifrada del Directorio, en la que se nos dice que tardamos mucho en Madrid en organizar nuestros trabajos, y que ellos se han puesto al habla con un miembro de la familia real, con un Borbón que se compromete a marchar al frente de los revolucionarios y acabar con los manejos carlistas. Añade el escrito que en el primer correo sale un comisionado del Directorio de Barcelona a ponerse al habla con nosotros. Yo me he quedado asombrado pensando qué persona real puede ser… He leído la carta a los demás y se han quedado en ayunas, como yo.

—¿Nadie ha sospechado nada? —preguntó Tilly sonriendo.

—Nadie. ¿Es que usted sabe algo?

—Sí; creo que Dos también lo sabe. ¿Verdad?

—Sí, también —dijo Mansilla.

—¿Y quién es ese personaje que va a aliarse con los revolucionarios?

—El infante don Francisco.

—¿Está usted seguro?

—Segurísimo.

—¿Pero no es un hombre negado?

—Hombre, ¿eso qué importa? Carlos III fue un buen rey, y era un tonto.

—¿Y qué pretende don Francisco?

—Ser el regente. Muchos cristinos lo saben ya, comenzando por Cea Bermúdez, que sospecha la intención.

—Me deja usted asombrado. ¡Qué malos informes tenemos! Es la desdicha de España, de que no se puede hacer nada más que con carcamales. Si yo hubiera podido hacer solo la Isabelina hubiese hecho otra cosa con gente joven…

—Hemos hecho el Triángulo del Centro —dijo Tilly—, y esto marchará.

—El número Uno y Dos van a dejar pronto atrás al número Tres —replicó Aviraneta.

—Pero no le abandonaremos —replicó Mansilla.

—¿Y a ustedes qué les parece que debía hacer la Isabelina con relación al infante don Francisco?

—Yo, como usted, me pondría de acuerdo con el infante —dijo Tilly.

—Creo lo mismo —agregó Mansilla.

—No va a ser posible —replicó Aviraneta—. Mis gentes no aceptan. Les parecerá un contubernio, y desde el momento que encuentren una palabreja de estas no saldrán de ahí. No discurren. Romero Alpuente dirá unas cuantas frases a estilo de Robespierre, y se acabó…

—Yo intentaría convencerles. Si no se puede, entablaría relaciones subterráneas.

—Lo averiguarán.

—No; usted es bastante inteligente para dorarles la píldora.

—¡Hum! ¡Qué sé yo!

—Ya sabe usted lo que decía madame Pompadour.

—No sé lo que decía.

—Que todo el secreto de la política consiste en mentir a tiempo.

—Es que el ambiente es tan pequeño…

—Pues yo me inclino hacia ese lado —dijo Tilly—. El conde de Parcent, que hace de cabeza de ese partido, trata de atraerme a su bando, y yo me dejo conquistar. Creo que no vulnero con eso mi pacto con el Triángulo del Centro.

—De ningún modo —repuso Aviraneta—; está usted en su derecho. ¿Y usted, Mansilla?

—Mi política es ser amigo personal de esos señores y no ser partidario de ninguno.

—Muy bien —murmuró Aviraneta—. ¿Si se enteran ustedes de algo me lo dirán en seguida?

—Sí. No tenga usted cuidado.

—Yo les comunicaré lo que acuerden los míos. Dos días después volvió Aviraneta a la Casa del Jardín y se encontró solo con Tilly.

—¿Sabe usted algo? —preguntó Aviraneta.

—Que son ellos. Parcent tiene relaciones con los isabelinos de Barcelona. Su secretario, un capitán, De los Ríos, anda reclutando gente.

—¿Qué pretenden?

—La pretensión es muy sencilla, y hasta lógica. Quieren constituir una Regencia Triple con María Cristina, la infanta Luisa Carlota y don Francisco.

—Pero ¿con qué objeto? ¿Por qué motivo?

—Hombre, motivos hay muchos; pero el principal es que la reina Cristina está enamorada hasta las cachas de Muñoz. Ya no es una reina ni una señora distinguida, es una mujer desatada, una hembra en celo.

—Yo creí que era un devaneo propio de esta familia de Borbón, que es un tanto rijosa.

—¡Ca! Es una cosa seria… Es el amor de una mujer de treinta años, napolitana y ardiente, que ha estado casada con un hombre viejo, impotente y gotoso.

—Como subraya usted, amigo Uno.

—Si la cosa va como parece, todo hace creer que el descrédito de María Cristina va a ser enorme. ¡El hijo del estanquero de Tarancón y de la tía Eusebia en la alcoba de la reina! La cosa es fuerte. Para impedir el descrédito se ha pensado en esta solución de la Regencia Triple, y si Cristina se enmuñozase de tal manera que perdiera todo el prestigio personal, entonces se intentaría sustituirla completamente en la Regencia por la infanta Luisa Carlota.

—Todo esto que me dice usted es nuevo para mí —dijo Aviraneta—. ¿Usted cree de verdad en los amores de Cristina?

—Sí, sí; es un hecho. Pregúnteselo usted a Fidalgo. Todas las camaristas lo saben. El otro día le vieron a Muñoz con un brillante gordo en la pechera; era de los que usaba Fernando VII.

—¿Y esto empezó antes o después de la muerte del marido?

—Yo creo que antes. Ahí han andado en el lío la modista Teresita Valcárcel, la querida de Ronchi, y otra muchacha camarista, Mari-Juana, que está enredada con Colasito Franco, que es un guardia de Corps, amigo de Muñoz. La reina ha andado rondándole a Muñoz.

—Hemos vuelto a los tiempos de María Luisa.

—Sí; nos gobernarán, como entonces, una reina italiana y un guardia de Corps. Veremos a ver qué sale de eso.

—Usted, Tilly, no suelte el hilo de la intriga. Estamos en un momento muy interesante.

—No tenga usted cuidado.