LAS PASIONES HIERVEN
EL verano de 1833 fue de grandes agitaciones y jaleos populares. Aviraneta, según dijo, estuvo perseguido por la policía; don Bartolomé José Gallardo y sus amigos anduvieron también escondidos; se gritó muchas veces «¡Abajo el Ministerio!»; se repartieron palos entre carlistas y cristinos y comenzaron las noticias de las sublevaciones a favor de don Carlos, dirigidas por el cura Merino, el Locho, don Santos Ladrón y otros mil. Toda España ardía de un costado a otro.
En otoño del mismo año los madrileños presenciaron el desarme de los voluntarios realistas en la plaza de la Leña, en donde se lucieron el coronel Bassa y el capitán Narváez. El que, según la voz popular, tomó parte en el desarme de los voluntarios fue Luis Candelas, el ladrón, poco antes escapado de la cárcel de Segovia. Candelas iba sustituyendo a José María, el Tempranillo, en la curiosidad y en la admiración de la gente del pueblo desde que el bandido andaluz se había acogido a indulto.
Aviraneta conocía a Candelas y un día se lo mostró a Chamizo en la calle.
Don Eugenio debió de hacer por entonces alguna maniobra con la policía de Cea, porque comenzó de nuevo a mostrarse en público. Había vuelto a su casa de la calle del Lobo y nadie se metía con él. Chamizo seguía con sus traducciones y otros trabajos.
A mediados de noviembre la marejada política aumentó; todos los días había tiros, palos, gritos de «¡Viva la Constitución!». «¡Muera Cea!». «¡Mueran los frailes!».
Los carlistas decían que el triunfo lo consideraban como seguro, que todos los aristócratas, los empleados de palacio y los alabarderos eran suyos; que Luis Felipe iba a reconocer a don Carlos; en fin, cantaban victoria. Los liberales aseguraban que de un día a otro se proclamaría la Constitución de 1812; que lord Villiers, el nuevo embajador de Inglaterra, partidario acérrimo de los liberales, sostenía al Gobierno, y que, en breve, podrían entrar en España Mina, Méndez Vigo, don Francisco Valdés, Mendizábal…
Había detalles cómicos. En las tabernas de los Barrios Bajos se hablaba de que el fantasma de Fernando VII aparecía en El Escorial en paños menores, y todo el mundo tomaba la noticia a chacota y servía la farsa para denigrar al difunto rey.
El Café Nuevo, de la calle de Alcalá, era un hervidero; solía estar aquello al rojo blanco.
Un día de a mediados de noviembre, Gallardo convidó a Chamizo a comer a la fonda de Perona, en agradecimiento de haberle encontrado el ex fraile un volumen raro que hacía tiempo andaba buscando el bibliófilo. Al entrar en la fonda se encontraron allí a Paquito Gamboa, al capitán Nogueras y a Aviraneta, que comían en compañía de un joven desconocido.
—¡Hola, Viborilla; no, Aviranetilla! —le dijo Gallardo.
—¡Hola, Gallardete! —le contestó Aviraneta—, ¿qué tal va esa bilis de bibliófilo?
—Bien. Y ese veneno de intrigante, ¿cómo marcha?
—Así, así.
Aviraneta y Gallardo se dedicaban con frecuencia a insultarse y a morderse. Gallardo recurría en sus sátiras a la erudición; pero era un recurso que no siempre daba resultado, porque con frecuencia sus alusiones no se entendían.
Después de comer se acercaron Gallardo y Chamizo a la mesa de Aviraneta y tomaron café juntos. Gallardo habló prodigando los fuegos artificiales de su conversación.
El joven desconocido que estaba con ellos era un hombre de unos veinticinco años, chato, de barba negra y con un aire extraño y decidido.
Desde que se acercaron Gallardo y Chamizo el joven no habló, y pocos después se levantó y se marchó, dando la mano a los militares y a Aviraneta y haciendo a Gallardo y a Chamizo una ligera inclinación de cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Gallardo.
—Es un fraile.
—¡Bah!
—Como lo oye usted. Es un fraile liberal que ha venido a vernos de parte de nuestros amigos isabelinos de Barcelona.
—Y, ¿cómo se fía usted de los frailes? —preguntó el bibliófilo.
—Amigo don Bartolo. Esto me demuestra que no ha sido usted más que un conspirador de cama —dijo Aviraneta.
—¡Aviranetilla! ¡Aviranetilla! ¡Qué malo es este condenado! ¿Por qué dice usted eso?
—Porque si hubiera usted conspirado de verdad, sabría usted que no hay elementos mejores para la conspiración que los frailes. En la guerra de la Independencia casi todos los movimientos los prepararon los frailes; antes de la revolución de Cabezas de San Juan, uno de los agentes liberales más activos fue un fraile carmelita, el padre Mata, que había estado en Londres con Mina y recorrió todas las ciudades de España donde había logias montado en un caballo normando; la restauración de mil ochocientos veintitrés la hicieron los frailes; en Méjico he conspirado con su ayuda y aquí sigo viendo que todavía es la gente de más arrestos.
—Bien, yo no me fiaría de ellos. Este mismo tiene un aire solapado y una mirada falsa.
—El fraile, como todo, tiene su especialidad —replicó Aviraneta son sorna—; yo no le confiaría a este una mujer guapa, ni una viuda, no; pero para una conspiración esta gente es irremplazable.
—Sí, sí; fíese usted.
El bibliófilo hablaba así, principalmente, por despecho, por ver que el fraile no había prestado oídos a su charla.
En esto entraron en la fonda unos cuantos jóvenes escritores que iban capitaneados por Espronceda y por Larra. Llegaron hablando alto. Un periodista calvo, barbudo, que malgastaba su ingenio acre en charlar en los cafés, saludó a Aviraneta y a Gallardo.
—¿Hay cuchipanda romántica? —le dijo con sorna Gallardo.
—Sí; pensamos comer, en vez de cabeza de cerdo, cabeza de clásico.