I

EL COMADRÓN TEÓSOFO

SOLÍA pasar Chamizo largas temporadas sin ver a Aviraneta. No andaba con él, porque no quería comprometerse. Don Eugenio le enviaba alguna que otra vez un libro, una botella de vino, o algo de comer, con una carta burlona. También intentó darle dos o tres bromas pesadas.

Una tarde, después de comer, estaba el ex fraile leyendo en su cuarto, cuando entró la patrona, doña Puri, y le dijo:

—Don Venancio.

—¿Qué pasa?

—Que aquí está el señor Bordoncillo, con su secretario.

—No le conozco a ese señor, dígale usted que no estoy.

—Dice que trae una carta de un amigo de usted y que le tiene que hablar de cosas importantes.

—Bueno; pues que pase.

El señor Bordoncillo era un hombre bajito, de unos cincuenta años, melenudo, de bigote y perilla grises, con los ojos un poco bizcos y muy brillantes, el cráneo estrecho y piriforme, la boca sin dientes. Vestía perfectamente andrajoso, unos pantalones llenos de flecos, un chaleco lleno de grasa y un gabán negro lleno de caspa; usaba cuello de camisa grande y mugriento, corbata roja, unas botas destrozadas y un sombrero de copa como un tubo. El secretario era por el estilo de él, pero aún más raído y un tanto jorobado.

El señor Bordoncillo entró en el cuarto de Chamizo, seguido de su secretario. Se sentó en el único sillón con la mayor familiaridad, y se desembozó la bufanda, dejando en el ambiente un olor fuerte a tabaco.

—Lea usted —dijo al ex fraile, y le alargó una carta.

Era esta de Aviraneta, y decía así:

Mi querido amigo don Venancio: El dador de la adjunta es el señor Bordoncillo, profesor de obstetricia y de ciencias ocultas. El señor Bordoncillo es hombre eximio, de gran profundidad de ideas, y con el cual yo, por mi incultura, no puedo alternar debidamente. Usted, con sus conocimientos filosóficos e históricos, sabrá comprender a este hombre ilustre, hoy perseguido por enemigos poderosos, y elevarse a la altura de sus lucubraciones.

Muy suyo,

Aviraneta.

Al principio no comprendió el ex fraile que la cosa era broma; pero al poco tiempo de hablar con el señor Bordoncillo vio que se trataba de un iluso, de un chiflado.

—¿Ha leído usted la carta? —le preguntó el hombre mirándole atentamente.

—Sí.

—¿Y qué me contesta usted?

—Nada. ¿Qué quiere usted que le conteste? ¿Por qué dice el señor Aviraneta que es usted profesor de obstetricia?

—Porque lo soy.

—¡Ah! Usted se dedica a asistir a partos.

—Sí, señor; tengo esa noble profesión, que algunos intentan ridiculizar llamándonos comadrones, parteros y otras palabras igualmente absurdas. Mi secretario González es herbolario.

—¿Y trabaja usted?

—Poco, muy poco; pero dejemos esa cuestión. No es como profesor de obstetricia que vengo a visitarle a usted, ni a ofrecerle mis servicios.

—¡Oh! Lo supongo, lo supongo —dijo Chamizo.

El señor Bordoncillo le advirtió que sabía que el ex fraile había abandonado los antros de la superstición, por lo cual le felicitaba; después se acercó a él y le dijo con gran misterio:

—Soy un perseguido. Vea usted cómo me tienen —y abrió el chaleco y le mostró que no llevaba camisa.

—¿Qué le pasa a usted?

—Es muy largo de contar; otro día en que esté en mejor situación de ánimo se lo contaré. Hay poderes, señor mío, que quieren arrebatarme la libertad, arrebatarme el albedrío para hacerme contra mi voluntad consejero de la Corona. Que lo diga mi secretario.

—Es cierto, es cierto —murmuró el secretario.

—¡Pero hombre, eso no es tan malo! —le dijo Chamizo.

—No me entiende usted —dijo Bordoncillo—. ¿Y mi obra? ¿Cómo yo acabo mi obra, si me secuestran, si me monopolizan?

—¿Y qué obra quiere usted hacer? ¿Algún trabajo de obstetricia?

—Un tratado de obstetricia del mundo.

—¿Y cree usted que no tendría usted algún poco de tiempo…?

—Necesito toda la vida, caballero, y aún no basta. Quieren distraerme. Quieren impedirme trabajar. Vivo mal, señor mío. Vivo mal. Estoy a la merced de un Tubal Caín.

—¿Quién es Tubal Caín? —preguntó Chamizo asombrado.

—Es un herrero de la Ronda de Atocha, que es masón y que me desprecia. ¡A mí! ¡Un Tubal Caín! ¡Qué vergüenza para el mundo! Su mujer, a la que yo llamo la ciudadana Minerva, me hace el puchero, un puchero miserable; lo que usted oye; y su criado, a quien yo llamo Ierófilo, me saca la lengua cuando me ve… Así vivo yo. ¡Qué ironía! Me están asesinando. González, mi secretario, lo sabe.

El secretario movió la cabeza gravemente, y cerró los ojos en señal de asentimiento.

—Me han hecho quemar más de diez libras de papel —siguió diciendo el comadrón teósofo.

—¡Diez libras de papel!

—Sí; diez libras de papel escrito por mí. ¡Por mí! Una gnosis, una mística y mi gran obra sobre los Adelfos y los Filadelfos.

—¿Y por qué ha quemado usted eso?

—Para no producir más víctimas. Ya ha habido bastantes. Más de una docena de hombres han muertos por esa cuestión.

El señor González volvió a cerrar los ojos gravemente y a hacer un signo de afirmación.

—¿Tan importante es? —preguntó Chamizo.

—¡Importante! Es la síntesis de toda la filosofía espiritualista. Los descubrimientos de los templarios, de los alumbrados, de los filaletas, de los masones, de los martinistas, de los teofilántropos, de los Rosa-Cruz, de los caballeros Kadosch, todas estas ramas de las ciencias ocultas se condensan en mi sistema filosófico-­religioso-­social-­antropológico-­obstétrico. ¿Y qué necesito para desarrollarlo? Papel y un poco de comida y una persona segura que rechace los ofrecimientos de los monarcas que quieran captarme. Nada más. Usted puede ser esta persona. Usted puede asociarse a mi gloria. El señor Aviraneta me ha dicho que usted me cedería su casa. Este cuarto está bien. González podría vivir ahí. Parece que tiene usted algunos libros. ¡Uf! —dijo con desdén—. ¡Literatura latina! ¡Paganismo, paganismo!

Chamizo le dijo que el señor Aviraneta se había equivocado al referirse a él, que no era capaz de rechazar los ofrecimientos del monarca porque estaba comprometido con la reina.

—No me diga usted más, todo lo comprendo —dijo el señor Bordoncillo con una risa sardónica—. Está usted también vendido al Becerro de Oro. No me diga usted más, todo lo comprendo; pero para que vea usted quién soy, vea usted y tiemble.

Y el señor Bordoncillo sacó un cartel de cartón de debajo del abrigo, con unas letras que decían:

y se lo colgó en el cuello. Luego sacó una cinta de tres colores, azul, amarillo y verde, y se la puso en el pecho.

—Ya me comprende usted —dijo tocando la cinta con el índice, adornado por una uña con ribete perfectamente negro—; azul el cielo, amarillo el sol, verde la tierra —luego el comadrón teósofo se llevó la mano a la garganta e hizo—: ¡Aj…, aj…! —como si se le hubiera metido una espina y no pudiera sacarla.

—Sí, sí; supongo que le comprendo a usted, pero yo nada puedo hacer por usted —repitió Chamizo.

—¿Nada?

—Nada.

—¡Oh, Jacobo Boeme! ¡Oh Cagliostro! ¡Oh Swedenborg! ¡Oh Martínez Pascualis! ¡Oh SaintMartin, el filósofo desconocido! ¡Ved cómo tratan al filjósofo mayor de todos los tiempos! González, usted será testigo de esta ofensa.

—¡Hombre! Yo no creo que le he ofendido a usted en nada —exclamó Chamizo.

—No me ha ofendido este falso hermano. ¿Cómo me va a ofender él a mí? ¡Él a mí! Imposible. ¡A mí, iniciado en los misterios de Eleusis, en los misterios de Isis! No, González, no me puede ofender un Chamizo. No, González. Un Chamizo no me puede ofender. Yo soy caballero de la Orden de la Apocalipsis, gran maestre de la del Diamante, venerable de los Invisibles, caballero del León y de la Serpiente. Yo pertenezco al rito de los Perfectos iniciados de Egipto, a la Sociedad Alpha y Omega, a la Orden de la Medusa y de Melusina, a los caballeros de la Pura Verdad y de la Manzana Verde. Yo soy del rito sofisiano, del Escorpión Azul, del Cocodrilo Rosa, de la Serpiente Blanca; soy de los adoradores de Mitra, de los caballeros de Astarté, de los Magos de la torre astronómica de Babilonia, de los elegidos de Hiram y de la desembocadura del Nilo. ¿Y me pregunta si me ha ofendido, González? No. González, no. La gente vulgar no me puede ofender.

—Está bien. Me está usted molestando con sus tonterías. ¡Váyase usted!

—¿Me echa?

—Sí; váyase usted.

—Yo soy un sublime perfecto —exclamó el comadrón, irguiéndose sobre las puntas de los pies.

—A mí me parece usted un perfecto majadero. ¡A la calle!

—¿A la calle? ¡Me dice a mí a la calle, González!

—Sí; le digo a usted, a la calle.

—Me vengaré, González. Me vengaré —gritó el señor Bordoncillo—. Blandiré la gleba y la palanca. Yo tomaré el compás y administraré justicia. ¡Tiemble usted, señor Chamizo! ¡Tiemble usted! Tengo en mis manos las fuerzas ocultas de la Naturaleza…

Mientras el señor Bordoncillo seguía diciendo fantasías, Chamizo les fue llevando a él y a su secretario por el corredor de la casa de doña Puri hasta la puerta de la escalera; abrió y les echó fuera.

Cuando Chamizo le vio por primera vez a Aviraneta, le dijo que no le mandara gente como el comadrón-teósofo, porque alborotaba toda la casa y le desacreditaba.

—¡Pero, hombre, un personaje tan pintoresco! Yo creí que le divertiría a usted.

Aviraneta se río mucho cuando le contó lo ocurrido y prometió no enviarle ningún otro personaje por el estilo.