LA CENA EN CASA DE CELIA
UNA semana después de la muerte del rey, Chamizo se encontró a Paquito Gamboa, que le convidó a cenar a casa de su tío.
Le citó en el Café del Príncipe, a las ocho de la noche. Estaba esperando el ex fraile, cuando se presentaron Gamboa y Aviraneta.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Chamizo a don Eugenio, porque hacía días que no le veía.
—Ya no vivo con mi hermana.
—¿No? ¿Por qué?
—He tenido que largarme de allá, porque la policía de Cea Bermúdez ha empezado a molestarme.
—¿Y dónde vive usted ahora?
—Estoy con una familia amiga. Ya le diré el sistema que tengo para comunicarme con la gente, porque apenas salgo a la calle.
Estuvieron un rato en el café, y fueron después a una casa grande de la calle de Trujillos, en el barrio de las Descalzas, donde vivía doña Celia. Don Narciso y Celia se habían instalado en Madrid con verdadero lujo. De su estancia en el extranjero habían traído hábitos de confort, apenas conocidos en la corte más que por gente muy rica.
En la casa había varios salones alfombrados, con tapices, con muebles muy suntuosos y con algunas obras de arte.
Pasaron Chamizo, Aviraneta y Gamboa a un saloncito, donde estaba Celia con sus invitados, y tras de un rato de charla entraron en el comedor.
Eran quince o veinte los reunidos.
El anfitrión, don Narciso Ruiz de Herrera; su mujer, doña Celia; Paquito Gamboa, la marquesa de Albalate, Aviraneta, Fidalgo, con su hermana Estrella; el coronel Rivero, Nogueras, un napolitano llamado Ronchi, director de Loterías; el secretario del embajador de Inglaterra, lord Villiers; Tilly, el cura Mansilla, el padre Chamizo, el capitán Messina, el capitán Del Brío y el teniente Gamundi.
El comedor presentaba un hermoso aspecto. Se hallaba iluminado con una gran araña de cristal y por dos candelabros, llenos de bujías, colocados sobre la mesa. Celia estaba elegantísima, con un traje verde pálido, que hacía destacarse su cabeza fina, adornada con una cabellera de un rubio oscuro; la marquesa de Albalate iba de blanco, y Estrella Fidalgo, que era una mujercita redondita y muy viva, en jeune filie en rose. Los hombres vestían de frac, excepto los militares, que iban de uniforme, y Mansilla, que llevaba sotana.
El anfitrión, pálido, demacrado, con el pelo entrecano, los ojos negros, vivos, el bigote lleno de cosmético, parecía una rata. Gamboa miraba disimuladamente a Celia, y esta hablaba con el coronel Rivero y con Tilly; el capitán Messina piropeó a Estrella; Aviraneta y Ronchi obsequiaron a la marquesa de Albalate; el padre Chamizo charló con Gamundi, y Mansilla, con el secretario de lord Williers y con dos militares.
Todos eran del bando cristino. La cena fue espléndida y muy bien servida. Felicitaron a la dueña de la casa y se habló por los codos. De sobremesa, don Narciso contó una historia melodramática de los carbonarios de Roma, en la que había intervenido, con muchos detalles; Aviraneta estuvo amenísimo y chispeante; Messina explicó su evasión de la Ciudadela de Barcelona, y el napolitano Ronchi habló de su vida y de sus aventuras en Argel y Marruecos, en su lengua chapurrada, con mucha gracia.
Ronchi era un hombre grueso, moreno, con la cara redonda y unos pelos negros de punta sobre la frente. Tenía algo de polichinela, y una gesticulación tan cómica, que hacía reír aunque hablara en serio.
El caballero Ronchi dijo que no creía en la Medicina, a la que consideraba como un empirismo sin base; pero en cambio consideraba la craneoscopia del doctor Gall como una ciencia.
—El viejo refrán de «Dime con quién andas y te diré quién eres», yo lo sustituyo de esta manera craneoscópica: «Enséñame tu cabeza y te diré quién eres».
El padre Chamizo y el cura Mansilla negaron la certeza de esta máxima, y Ronchi gritó:
—Pruebas, pruebas. ¿Quién de ustedes quiere que le examine la cabeza? A las damas no les hago el ofrecimiento. Sería un poco duro para mí encontrarles la prominencia del amor físico o de la infidelidad, y denunciarlo ante el público.
—Vamos a ver —dijo Gamboa—. Ahí va mi cabeza.
Ronchi palpó la cabeza del oficial y dijo:
—Prominencia del cerebelo, grande…; hay sentido del amor y de la reproducción; el órgano del afecto y de la amistad, bien desarrollado; el del valor y el orgullo, también… Esta no es una cabeza filosófica…, pero hay sentido artístico.
—Está bien —dijeron todos.
Gamboa se rio, porque Ronchi le conocía y obraba sobre seguro.
—A ver Aviraneta. Aviraneta debe tener una cabeza curiosa para un frenólogo —indicó Gamboa.
—¡Aviraneta! ¡Aviraneta! —dijeron todos.
—Vaya, señores, no hay que impacientarse —repuso don Eugenio, y se acercó a Ronchi.
Ronchi le saludó y le cogió la cabeza entre las dos manos.
—Señores —dijo el napolitano—. Esta es una cabeza.
Todo el mundo se echó a reír.
—No hay que reírse —replicó él con un ademán de charlatán que habla en la plaza pública—. Yo ruego al respetable público que la examine con detención. ¿Qué vemos en este cráneo, señores? Primero, mirad este abombamiento de las sienes. ¿Qué significa este signo? Este signo significa, señores, el valor, el valor personal, que está acusadísimo en este cráneo. Ahora, reparad en esta prominencia que hay encima de la oreja. Este signo es el signo de la crueldad y de la inclinación sanguinaria. Este caballero que posee este cráneo es un hombre cruel y sanguinario. Ahora ved el abultamiento que hay delante del oído: es la señal de la astucia y de la malicia; observad lo alta que es la cabeza: indicio de firmeza de carácter, y lo señalada que está la línea del orgullo. En lo demás, vulgar, completamente vulgar; el sentido del amor, de la amistad y del afecto, sin relieve; el sentido poético y religioso, nulo. Esta no es una cabeza filosófica, no es una cabeza artística, este es un condottiere… En fin, caballero —concluyó diciendo el napolitano inclinándose de una manera ceremoniosa y bufonesca ante Aviraneta—, craneoscópicamente es usted un hombre peligroso.
Aviraneta correspondió a la reverencia y dijo:
—Eso dice también Cea Bermúdez, pero yo no lo creo.
Se miraron unos a otros riendo de la alusión política de Aviraneta, que se sabía que estaba perseguido.
Se abandonó la craneoscopia, que a algunos no hacía gracia, sin duda porque la encontraban derivaciones antirreligiosas, y se habló de cuestiones del momento.
—¿Saben ustedes el epitafio que se ha hecho a Fernando VII? —preguntó el cura Mansilla.
—No.
—Pues óiganlo ustedes. Es breve y compendioso:
Murió el rey, y lo enterraron.
¿De qué mal? De apoplejía.
¿Resucitará algún día
diciendo que le engañaron?
Eso no; que le sacaron
las tripas y el corazón.
¡Si esa bella operación
la hubieran ejecutado
antes de ser coronado,
más valiera a la nación!
Este epitafio, recitado por un eclesiástico, se aplaudió estrepitosamente y escandalizó a Chamizo. Días antes, una cosa así hubiera hecho temblar a todo el mundo.
Acababan de recitar estos versos, cuando entraron en el comedor de casa de doña Celia dos oficiales jóvenes, Ramón Narváez, vestido de paisano, y Fernandito Muñoz, con uniforme de guardia de Corps.
La señora de la casa estuvo muy amable con los dos, sobre todo con el segundo. Pasaron todos a un saloncito a fumar y a charlar, y a la una de la noche se fueron los invitados a la calle.
Hacía una noche soberbia y fueron juntos hablando Aviraneta, Gamboa, Tilly, el capitán Del Brío y Chamizo.
—¿Saben ustedes lo de Fernandito Muñoz? —preguntó Gamboa.
—No. ¿Qué pasa?
—Que la reina está loca por él.
Del Brío soltó una blasfemia.
—¡Qué zuerte! —exclamó con su acento andaluz—. Eze llega a general.
—Si no llega a rey —repuso Tilly.
—Y aquí, en confianza. ¿Qué clase de mujer es María Cristina? ¿Ustedes la conocen de cerca? —preguntó Aviraneta.
—Yo he hablado una vez con ella —dijo Tilly.
—¿Y qué le ha parecido a usted?
—Pues es una mujer guapetona; pero no tiene ninguna majestad. Habla de una manera afectada, pensando mucho lo que dice, y parece que está representando un papel.
—A mí me ha parecido una mujer basta, ordinaria —aseguró Gamboa con cierta saña—, una tía de estas a las que les gustan los hombres guapos.
—Una mujer caliente de corazón —agregó Tilly.
—Sí, es el tipo de la italiana gorda, fondona, un poco abandonada, que se pasaría la mayor parte de la vida en la mesa y en la cama.
—¿Pero al menos es inteligente? —preguntó Aviraneta.
—Poca cosa.
—¿Y liberal?
—Nada, absolutamente nada. Es liberal por fuerza.
—Pues si que es un encanto nuestra excelsa Cristina —dijo Aviraneta.
—A nosotros los liberales nos conviene pintarla como una mujer ideal —dijo Tilly—; si no lo es, peor para ella.
—¿Y su hermana Luisa Carlota?
—Yo creo que es por el estilo —contestó Tilly—, quizá más enérgica, más ambiciosa.
—¿Y el infante don Francisco?
—Eze ez un calsonasos —dijo Del Brío.
—No lo creo yo así —replicó Gamboa—; a mí me parece que no es tan tonto como dicen, y creo, además, que es un liberal de verdad.
Se pasó revista a los comensales de la cena.
—¿Zerá sierto que el coronel Rivero tiene un proseso por azezinato? —preguntó Del Brío.
—No estoy enterado —contestó Gamboa—. Ya sé que ha tenido una causa, pero creí que era algo militar.
—¿No conocen ustedes la historia? —preguntó Aviraneta—. ¿No? Pues la cosa pasó en Cádiz, en mil ochocientos treinta y uno. Rivero estaba allí de comandante y tenía todo el regimiento comprometido para sublevarse con Torrijos. Los conspiradores se reunían en la logia. El día señalado, al anochecer, va Rivero a la logia y se encuentra con varios oficiales comprometidos, que le dicen que se ha presentado allí el brigadier don Antonio del Hierro y Oliver, con su ayudante, y que va a volver por la noche. Rivero y sus amigos parlamentan y preparan una emboscada, y a la mañana siguiente aparece en la calle el brigadier muerto de cuatro tiros, y a pocos pasos de él, un zapatero de la vecindad también muerto. La justicia toma el asunto con frialdad y la mujer de Hierro, que era una mujer de pelo en pecho, jura denunciar a los conspiradores enemigos de su marido, arma un zafarrancho en el cuartel, hace que prendan a cinco o seis, y, mientras tanto, un sargento comprometido se escapa con la doncella del brigadier, con la caja del regimiento y con una maleta de documentos comprometedores.
—¿Y no lo pescaron? —preguntó uno.
—¡Ca! Ahora está en París hecho un personaje, de empresario de teatros, camino de tener millones.
—¡Qué zuerte! —volvió a decir Del Brío.
—¿Y de Narváez? ¿Qué se sabe? —preguntó Aviraneta—. Estaba pendiente de purificación.
—Lo han nombrado capitán del regimiento de la Princesa, del cuarto de línea —dijo Gamboa.
—Es un hombre de porvenir —exclamó Aviraneta—, tiene mucha fibra y es un liberal entusiasta.
—No quiero nada con él —repuso Del Brío.
—¿Pues?
—Ez un bárbaro zin formaz de ninguna claze. Eztaba yo de guarnisión en Granada y zolíamos ir a jugar a un casino muchos oficialez y algunoz paizanos, entre elloz uno de los jefes de los realiztaz. Una noche llevaba yo la banca y eztaba Narváez a mi lado. Yo perdía ciento veinte duroz, y Narváez, aproximadamente, otroz tantos. En ezto entra el jefe de los realiztaz de la siudad, se acerca, zaca una bolsa verde llena y la pone en la meza. Narváez coge la bolsa verde, la tira al aire y dice: «Donde eztoy yo no apuntan los realiztaz». Zalimoz de ella a palos. Ya ven ustedes. ¡Qué tendrá que ver el juego con la política! Eze Narváez ez un salvaje.
Pasando revista a los demás comensales se habló del napolitano Ronchi.
Tilly conocía su historia.
—La vida de ese tipo es una novela —dijo—. Es un lazzaroni de Nápoles, hijo de un prendero, creo que judío. Salió de su tierra y fue a Argel de quincallero. Aquí se transformó en charlatán y llegó a ser el médico de Cámara y del harén de Su Majestad Argelina. El bey parece que una vez le quiso empalar porque rompió un diente a su sultana favorita. De Argel marchó a Tánger, siempre de médico, y vino a Madrid, hace ocho o nueve años, donde puso una tienda de cambio. Quién le metió en palacio no se sabe; el caso es que Ronchi acompañó a la princesa de Nápoles, novia del infante don Sebastián, a Madrid, y desde esta época tiene una influencia cada vez mayor con la reina Cristina. Dicen que ha conseguido suplantar en su confianza al barón Antonini, encargado de Negocios del Reino de Nápoles. Ronchi protege a una modista, Teresita Valcárcel, fina como los corales, que entra todos los días en palacio. Entre ellos y Muñoz están mandando en la reina Cristina en el momento actual.
Aviraneta, a quien interesaba, sin duda, muchísimo todo esto, hizo más preguntas a Tilly. Gamboa escuchaba la relación con marcado disgusto.
Llegaron a la Puerta del Sol. Para Chamizo era tarde, y se fue a casa pensando en la sociedad abigarrada y extraña que aparecía en Madrid.